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PERTURBACIÓN SOLAR

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Arthur C. Clarke

 

ARTHUR C. CLARKE es bien conocido por los lectores de ciencia ficción: "2001", "Cita con Rama", "Las arenas de Marte", "Naufragio en el mar selenita", "Claro de Tierra", etc., son obras ya clásicas en la literatura de Ciencia Ficción. En 1962 ganó el Premio "KALINGA" que concede la Unesco por la divulgación científica. Fue miembro de la Real Sociedad Astronómica y Presidente de la Sociedad Interplanetaria Británica. En este relato nos da a conocer un nuevo tipo de regatas: veleros espaciales que navegan impulsados por la radiación solar.

 

El enorme disco de la vela se hallaba tenso en su aparejo, henchido ya por el viento que soplaba entre los mundos. Tres minutos después iniciaría su carrera, aunque ahora John Merton sentíase más relajado, más sosegado que en cualquier otro momento del pasado año. No importaba lo que ocurriese cuando el comodoro diera la señal de partida, tanto si "Diana" lo llevaba a la victoria, como a la denota, habría realizado su ambición.

Tras una vida dedicada a diseñar naves para los demás, ahora se disponía a conducir la suya propia.

—Tenemos dos minutos —dijo la radio de la cabina—. Por favor, confirmen cuando estén listos.

Uno por uno respondieron los restantes patrones. Merton reconoció todas las voces —algunas tensas; otras, tranquilas, pues eran las de sus amigos y rivales. En los cuatro mundos habitados apenas había veinte hombres que pudieran manejar un yate solar. Y allí estaban todos, en la línea de salida o a bordo de las naves de escolta, en órbita a veintidós mil millas sobre el Ecuador.

—Número uno, Gossamar... ¡listo para partir!

—Número dos, Santa María... ¡todo dispuesto!

—Número tres, Sunbeam... ¡preparado!

—Número cuatro, Woomera... ¡todo en orden!

Merton sonrió al oír aquel eco de los días heroicos de la astronáutica. Pero era algo que se había convertido en una tradición del espacio y a veces el hombre necesitaba evocar el recuerdo de quienes le habían precedido en su marcha a las estrellas.

—Número cinco, Lebedev... ¡estamos preparados!

—Número seis, Arachné... ¡en orden!

Luego le tocaba a él, el último de la fila. Resultaba raro pensar que las palabras que pronunciaba desde su cabina iban a ser oídas lo menos por cinco mil millones de personas.

—Número siete, Diana... ¡listo para zarpar!

—Comprobado, gracias —respondió la voz impersonal desde la lancha del juez—. Tenemos un minuto.

Merton apenas lo oyó, puesto que estaba efectuando la comprobación final de la tensión del aparejo. Las agujas de los dinamómetros estaban firmes; la inmensa vela se hallaba tirante, con su superficie de espejo centelleando al sol.

Merton, que flotaba ingrávido junto al periscopio, tenía la sensación de que llenaba el firmamento, y en realidad "casi" lo hacía... pues eran cincuenta millones de pies cuadrados de vela los que estaban sujetos a su cápsula por casi cien millas de aparejos.

Las lonas de todos los clipers que antaño surcaron los mares de China, cosidas a una sola vela gigantesca, no podrían compararse con la que el Diana había desplegado bajo el Sol. Sin embargo, era poco más consistente que una pompa de jabón porque aquellas dos millas cuadradas de plástico aluminizado tenían un espesor de sólo una millonésima de pulgada.

—"T" menos diez segundos, en marcha todas las cámaras fumadoras.

A la mente le resultaba difícil imaginar algo tan enorme y delicado a la vez y más aún el que aquel frágil espejo habría de ser el motor que impulsaría la nave lejos de la Tierra al captar la luz solar.

—... ¡cinco, cuatro, tres, dos, uno, corten]

Siete cuchillas hendieron los siete tenues cabos que sujetaban los yates a las naves nodrizas que los habían reunido y atendido.

Hasta aquel momento, los yates habían ido contorneando la Tierra en rígida formación y ahora empezaron a dispersarse a semejanza de las semillas de polen a merced de la brisa. El vencedor sería el primero que pasara ante la Luna.

Al parecer, a bordo del Diana nada sucedía. Pero Merton sabía que sí; aunque su cuerpo no sintiera impulso alguno, el panel instrumental le decía que estaba acelerando a casi una milésima de gravedad. Aquella cifra habría sido ridícula para un cohete... pero era la primera vez que un yate solar la había alcanzado. El diseño del Diana era perfecto; la vasta vela cumplía de acuerdo con sus cálculos. A aquel paso, dos vueltas a la Tierra le darían la velocidad de escape... y entonces podría poner rumbo a la Luna, con toda la potencia del Sol respaldándole.

Toda la potencia del Sol... Sonrió veladamente al recordar sus intentos por explicar la navegación solar a los oyentes de sus conferencias en la Tierra. Aquel fue el único medio de conseguir dinero al principio. Podría muy bien haber sido el diseñador-jefe de la Sociedad Cosmodine, con toda una serie de logradas aeronaves en su haber, pero su empresa no se había mostrado precisamente entusiasmada con su idea.

—Tiendan las manos al Sol —decía él—. ¿Qué notan? Calor, desde luego. Pero también hay presión... aun cuando por ser tan leve no se percaten de ello. En la superficie de sus manos llega a ser de una millonésima de onza.

"Pero, allá en el espacio, hasta una presión tan pequeña puede ser importante... ya que actuaría incesantemente, hora tras hora, día tras día. A diferencia del combustible de un cohete, es libre e ilimitada. La podemos emplear si la deseamos; podemos construir veleros que capten la radiación emanada del Sol.

Al llegar a aquel punto de su disertación sacaba unos cuantos metros cuadrados de material y lo arrojaba hacia el auditorio. La película plateada flotaba ondulante como el humo, para elevarse luego lentamente hacia el techo, empujada por las corrientes de aire cálido.

—Ya ven cuan ligero es este material —continuaba—. Una milla cuadrada pesa sólo una tonelada y puede acumular cinco libras de presión de radiación. De esta forma empezará a moverse... y podremos conseguir que nos remolque, si sujetamos un aparejo a él.

"Desde luego, su aceleración será pequeña... aproximadamente de una milésima de "g", lo cual, aunque no parece mucho, veamos lo que supone:

"Pues que en el primer segundo nos moveremos aproximadamente un quinto de pulgada. Como vemos, un caracol robusto podría hacerlo mejor. Pero al cabo de un minuto habremos cubierto seis pies y marcharemos a algo más de una milla por hora, lo cual no está nada mal para algo impulsado únicamente por la luz solar. Al cabo de una hora nos encontraremos a cuarenta millas de nuestro punto de partida y moviéndonos a una media de ochenta. Como recordarán, en el espacio no existe fricción, de modo que cuando uno comienza a moverse ya no se detiene. Quedarán sorprendidos ustedes cuando les diga la velocidad a la que se mueve nuestra nave velera al final de un día de recorrido. ¡Casi dos mil millas por hora!Y si parte de una órbita circunterrestre, como desde luego ha de hacerlo— puede alcanzar la velocidad de escape en un par de días. ¡Y todo ello sin quemar una sola gota de combustible!

Bueno, lo cierto es que al final convenció a todos, hasta a los de la Cosmodine. En el transcurso de los veinte últimos años había nacido un nuevo deporte, llamado "el deporte de los multimillonarios", lo cual era verdad... pero estaba empezando a rendir en publicidad y televisión. En esta carrera se jugaban el prestigio cuatro continentes y dos mundos, y tenía la mayor audiencia conocida en la historia.

La salida del Diana había sido buena; llegó el momento de echar un vistazo a los contrincantes. El movimiento era suave. No obstante haber unos parachoques absorbentes entre la cápsula de mando y el delicado aparejo, estaba resuelto a no correr riesgo alguno. Merton se colocó ante el periscopio.

Allá estaban sus competidores, semejantes a extrañas flores de plata, plantadas en los oscuros campos del espacio. El yate más próximo, el Santa María, se hallaba a sólo cincuenta millas; parecía la cometa de un niño... pero una cometa de más de una milla de lado. Más lejos, el Lebedev, de la Universidad de Astrogrado, daba la impresión de una cruz de Malta, al parecer las velas que formaban los cuatro brazos podían ser inclinadas para fines de gobierno. En contraste, el Woomera, de la Federación de Australasia, era un simple paracaídas de cuatro millas de circunferencia. El Arachné, de la Sociedad General de Astronáutica semejaba —como indicaba su nombre— una tela de araña... y había sido construida de acuerdo con el mismo principio, mediante lanzaderas-robot, trazando espirales desde un punto central. El Gossamer, de la Corporación Euroespacial, era de diseño idéntico, aunque a escala ligeramente más reducida. Y el Sunbeam, de la República de Marte, era un anillo liso, con un boquete de media milla de anchura en el centro, que giraba lentamente de forma que la fuerza centrífuga le daba rigidez. Merton estaba completamente seguro de que los coloniales se encontrarían en dificultades cuando empezaran a dar la vuelta.

Pero esto no ocurriría hasta dentro de otras seis horas, cuando los yates hubiesen recorrido el primer cuarto de su lenta y majestuosa órbita de veinticuatro horas. Aquí, al comienzo de la carrera, todos marchaban en línea recta alejándose del sol... corriendo, por decirlo así, impulsados por el viento solar. Había que cubrir la etapa mayor antes de que los yates se ladeasen al otro lado de la Tierra y enfilaran de nuevo rumbo al Sol.

Era el momento de hacer la primera comprobación —se dijo Merton— cuando no existía ninguna dificultad. A través del periscopio efectuó un minucioso examen de la vela, concentrándose en los puntos donde se sujetaba el aparejo. Los cabos de los obenques —estrechas tiras de película plástica— habrían resultado completamente invisibles de no estar revestidos de pintura fluorescente. Ahora eran tensas líneas de luz coloreada, que se desvanecía en cientos de metros en dirección a la gigantesca vela. Cada cual tenía su propia cabría no mucho mayor que el carrete de una caña de pescar. Las pequeñas cabrías giraban continuamente cobrando o amollando cabos, mientras el piloto automático mantenía la vela en ángulo correcto respecto al Sol.

Era maravilloso contemplar el juego de la luz solar sobre el gran espejo flexible. Ondulaba en lentas y majestuosas oscilaciones, enviando a la periferia múltiples imágenes del Sol mientras navegaba a través de los cielos, hasta que se desvanecían en los bordes de la vela. En aquella vasta y tenue estructura eran de esperarse tales pausadas vibraciones; por lo general inofensivas, aunque Merton las vigilaba cuidadosamente, ya que podían provocar las catastróficas ondulaciones llamadas culebreos, que podían desgarrar y destrozar una vela.

Una vez que hubo comprobado que todo estaba en orden, movió el periscopio en torno al firmamento, para comprobar de nuevo la posición de sus rivales. Era la que esperaba: había empezado el proceso de selección y las embarcaciones menos buenas quedaban rezagadas. Pero la prueba real comenzaría cuando pasaran ante la sombra de la Tierra; entonces, la maniobrabilidad contaría tanto como la velocidad.

Aunque pudiera parecer raro pensar en eso ahora que sólo había comenzado la carrera, podría ser una buena idea echar una cabezadita. Las tripulaciones de dos hombres de las otras embarcaciones podían hacerlo por turno, pero Merton no tenía a nadie para relevarle. Tenía que fiarse de sus propios recursos físicos... como aquel otro navegante solitario, Hoshua Slocum, en su pequeño Spray. El patrón americano circunnavegando la Tierra, a buen seguro no soñaría siquiera con que dos siglos después otro hombre navegaría sin ayuda de la Tierra hacia la Luna... inspirado, por lo menos en parte, en su ejemplo.

Merton sujetó en torno a su cintura y piernas las correas elásticas del asiento de la cabina y se colocó en la frente los electrodos del inductor de sueño. Puso el despertador para dentro de tres horas y se relajó.

Suave e hipnóticamente, las pulsaciones electrónicas latieron en los lóbulos frontales de su cerebro. Abigarradas espirales luminosas se expandieron bajo sus cerrados párpados, extendiéndose hacia el infinito. Luego, nada...

El estridente tintineo metálico del timbre de alarma lo arrancó de su dormir sin sueños; se despabiló al instante y su mirada escudriñó el panel instrumental. Sólo habían pasado dos horas... pero una luz roja fulguraba en el acelerómetro. El impulso descendía, el Diana iba perdiendo potencia.

Lo primero que pensó Merton fue que algo le había ocurrido a la vela; quizás habían fallado los dispositivos estabilizadores y se había cortado el aparaje. Comprobó rápidamente los contadores que medían la tensión en los cabos de los obenques. Era raro, en una parte de la vela su anchura era normal... mientras que en la otra el tirón decrecía lentamente aunque a ojos vistas.

Adivinando la verdad de pronto, cogió el periscopio, lo enfocó con visión de gran campo y empezó a escudriñar el borde de la vela. Sí... allá estaba la avería, y sólo podía tener una causa.

Una sombra inmensa y de recortados bordes había comenzado a deslizarse a través de la reluciente plata de la vela. La oscuridad iba cayendo sobre el Diana, como si una nube se cruzara entre el yate y el sol. Y en la oscuridad, privado de los rayos que lo impulsaban, perdería toda fuerza y derivaría sin remedio por el espacio.

Pero, naturalmente, allí, a más de veinte mil millas sobre la Tierra, no había ninguna nube. Si se proyectaba alguna sombra tendría que ser artificial.

Merton hizo una mueca al dirigir el periscopio hacia el Sol, después de acoplarle los filtros que le permitieron mirar de lleno su fulgurante rostro sin quedar cegado.

—Maniobra 4-a —murmuró para sí—. Ya veremos quién puede jugar mejor este juego.

Parecía como si un planeta gigante pasara en aquel momento ante la cara del Sol. Un gran disco negro había mordido profundamente su borde. A veinte millas a popa, el Gossamer intentaba crear un eclipse artificial... especialmente destinado al Diana.

La maniobra fue perfectamente legítima en los lejanos tiempos de las competiciones oceánicas, los patrones intentaban a menudo taparse mutuamente el viento. Con un poco de suerte se podía dejar en calma chicha a un rival, con sus velas colgando flácidas... y adelantándosele antes de que pudiera reparar el daño.

Merton no pensaba en modo alguno dejarse atrapar con tanta facilidad. Tenía aún bastante tiempo para llevar a cabo una acción evasiva; las cosas discurrían muy lentamente cuando se viajaba en un velero solar. Transcurrirían por lo menos veinte minutos antes de que el Gossamer pudiera deslizarse por completo ante el Sol y dejarle en la oscuridad.

El minúsculo computador del Diana —del tamaño de una caja de cerillas, pero equivalente por su eficacia a mil matemáticos humanos— consideró el problema durante un segundo y seguidamente relampagueó la respuesta. Tenía que abrir los paneles de mando tres y cuatro, hasta que la vela adquiriese una inclinación extra de veinte grados; luego, la presión de la radiación le alejaría de la peligrosa sombra del Gossamer y le devolvería a plena luz del Sol. Era una lástima interferir en el piloto automático, que había sido cuidadosamente programado para dar el curso más rápido posible... después de todo, para eso estaba allí. Aquello era lo que hacía de la regata solar un deporte más que una batalla de computadores. Los cabos de mando exteriores del uno al seis ondulaban voluptuosos como somnolientas serpientes al perder momentáneamente su tensión. A dos millas, los paneles triangulares empezaron a abrirse con pereza, derramando luz solar por la vela. Sin embargo, durante largo rato nada pareció suceder. Resultaba difícil acostumbrarse a aquel mundo de lento movimiento en el que transcurrirían varios minutos antes de que pudieran hacerse visibles los efectos de cualquier acción. Merton comprobó poco después que efectivamente la vela iba inclinándose hacia el Sol... y que la sombra del Gossamer se apartaba, su cono de oscuridad perdido en la más profunda noche espacial.

Mucho antes de que se desvaneciese la oscuridad y se hiciera visible de nuevo el disco del Sol, invirtió la inclinación y entonces el Diana recuperó su rumbo. El nuevo impulso le llevaría fuera del peligro; no convenía exagerarlo, y si se hacía excesivamente a un lado trastrocaría sus cálculos. Era otra regla que resultaría difícil de aprender por experiencia.

En el espacio tan pronto como se iniciaba un movimiento había que empezar inmediatamente a detenerlo.

Volvió a disponer la alarma para la siguiente emergencia natural o artificial; quizás el Gossamer, o alguno de los otros competidores, intentase de nuevo el mismo truco. Había llegado entretanto la hora de comer, aun cuando no tenía mucho hambre. Se gastaba poca energía física en el espacio, y era fácil olvidarse de la comida. Fácil... y peligroso, porque si se presentaba una emergencia era posible que se careciera de las reservas físicas necesarias para afrontarla.

Abrió el primero de los paquetes de alimentos e inspeccionó su contenido sin entusiasmo. El nombre de la etiqueta bocadillos espaciales invitaba ya a dejarlo para otro momento. Y tenía serias dudas sobre la promesa que le leía abajo: Garantizado el no desmigajamiento. Se decía que las migajas constituían para los vehículos espaciales un peligro mayor que los meteoritos. Podían verse arrastradas a los sitios más inverosímiles y provocar cortocircuitos, bloquear chorros vitales y penetrar en instrumentos que se suponía debían estar herméticamente cerrados.

Sin embargo, las salchichas de hígado se las zampó bastante bien, así como el chocolate y el puré de pina. El envase de plástico con el café estaba calentándose en el hornillo eléctrico cuando el mundo exterior irrumpió en su soledad. Le llamaba el operador de radio de la lancha del Comodoro.

—¿Doctor Merton? Si dispone usted de tiempo, Jeremy Blair desearía intercambiar unas cuantas palabras con usted.

Blair era uno de los más acreditados comentaristas de noticias y Merton había intervenido varias veces en su programa. Podía negarse a ser entrevistado, desde luego, pero apreciaba a Blair y, como es natural, en aquel momento no podía esgrimir la excusa de estar demasiado ocupado.

—De acuerdo —respondió.

—Hola, doctor —dijo el comentarista—. Me alegro de que me conceda unos minutos. Y enhorabuena... por ir usted a la cabeza de la competición.

—Es demasiado pronto para asegurarlo. El juego no ha hecho más que empezar, como quien dice —respondió cautamente Merton.

—Dígame, doctor... ¿por qué decidió usted tripular solo el Diana? ¿Acaso porque no se ha hecho nunca antes?

—Bueno, ¿no sería una excelente razón? Pero no ha sido la única. —Hizo una pausa, escogiendo cuidadosamente las palabras.— Ya sabe usted hasta qué punto el comportamiento de un yate solar depende de su masa. Un segundo hombre a bordo, con todo su equipo, significaría otras quinientas libras. Eso podría suponer fácilmente la diferencia entre ganar o perder.

—¿Está usted completamente seguro de que puede manejar solo al Diana?

—Razonablemente seguro, gracias a los mandos automáticos que he diseñado. Mi tarea principal consiste en la supervisión y en tomar decisiones.

—Pero... ¡dos millas cuadradas de vela!¡No parece posible que un nombre pueda arreglárselas con todo esto!Merton rió.

—¿Por qué no? Esas dos millas cuadradas producen un máximo tirón de sólo diez libras. Puedo hacer más fuerza con mi dedo meñique.

—Bien, gracias doctor. Y buena suerte.

Al terminar su transmisión el comentarista, Merton sintióse algo avergonzado de sí mismo, pues su respuesta había sido sólo parte de la verdad y estaba seguro de que Blair era lo suficientemente listo como para saberlo.

Había una razón suprema por la que estaba allí solo en el espacio. Durante casi cuarenta años había trabajado con un equipo de cientos e incluso miles de hombres, ayudando a diseñar los vehículos más complejos del mundo. En los últimos veinte años había dirigido uno de esos equipos y visto volar sus creaciones hacia los astros. Sufrió fracasos que nunca olvidaría, aun cuando él no hubiese tenido la culpa. Era famoso con una carrera de éxitos tras de sí. Sin embargo, nunca había hecho nada por sí mismo; siempre había sido uno de los miembros de un ejército.

Esta era su auténtica y última oportunidad de conseguir un éxito individual y no lo quería compartir con nadie. No habría más competiciones de yates solares por lo menos durante cinco años, pues de momento tocaba a su fin el período de calma del Sol y comenzaría el ciclo del mal tiempo, con tormentas de radiación estallando a través del sistema solar. Y para cuando, de nuevo, estuviera él en disposición de aventurarse, sería demasiado viejo. Si es que no lo era ya...

Tiró los envases vacíos de los alimentos al dispositivo de desperdicios y volvió de nuevo al periscopio. Al principio sólo pudo divisar a cinco de los yates rivales; no había señal alguna del Woomera. Tardó varios minutos en localizarlo... como un vago fantasma ocultando la luz de las estrellas, prendido en la sombra del Lebedev. Pudo imaginar los frenéticos esfuerzos que estarían realizando los australianos para zafarse de la sombra, y se preguntó cómo habrían podido caer en la trampa. Aquello significaba que el Lebedev era extraordinariamente maniobrable; habría que vigilarlo, aun cuando estuviese demasiado lejos como para amenazar el Diana por el momento.

Entretanto, la Tierra casi se había desvanecido, hasta convertirse en un diminuto y brillante arco luminoso que se movía constantemente hacia el Sol. Opacamente perfilado contra aquel arco se veía el hemisferio nocturno del planeta, con los puntos fosforescentes de las grandes ciudades acá y allá, a través de los resquicios que dejaban las nubes. El arco de oscuridad había ya borrado una inmensa sección de la Vía Láctea; dentro de pocos minutos iniciaría su intrusión en el Sol.

La luz se iba amortiguando. Un halo crepuscular púrpura —el resplandor de muchas puestas de sol a miles de millas por debajo— tendíase la vela, al deslizarse el Diana silenciosamente hacia la sombra de la Tierra. El Sol se desplomaba por aquel invisible horizonte. Súbitamente cayó la noche.

Merton miró hacia atrás, a lo largo de la órbita que había trazado, ya a un cuarto de trayecto en torno a la Tierra. Una a una vio titilar las brillantes estrellas de los otros yates que se habían unido a él en la breve noche. Transcurriría una hora antes de que el Sol surgiera de aquel enorme escudo negro, y durante todo ese tiempo los yates quedarían completamente desvalidos, deslizándose a la deriva, sin energía impulsora.

Encendió el reflector exterior y barrió con su luz la ya oscurecida vela. Los miles de acres de plástico empezaban a arrugarse y a quedar flácidos; los cabos de los obenques se estaban aflojando y había que procurar que no se enredaran. Pero aquello no era nada inesperado, todo marchaba de acuerdo con lo previsto.

A cincuenta millas a popa, el Arachné y el Santa María no tenían tanta suerte. Merton supo de sus dificultades cuando sonó la radio en el círculo de emergencia.

—Número Dos, Número Seis... aquí Control. Marchan en derrota de colisión. Sus órbitas se interseccionarán en sesenta y cinco minutos. ¿Necesitan ayuda?

Se abrió una larga pausa mientras los dos patrones digerían estas malas noticias.

Merton se preguntó a quién habría que censurar; quizás un yate había tratado de ensombrecer al otro y no había completado la maniobra antes de entrar ambos en la oscuridad. Y no había tampoco nada que pudieran hacer; iban convergiendo, lenta, pero inexorablemente, incapaces de variar el rumbo ni una fracción de grado.

Sin embargo... ¡sesenta y cinco minutos!Eso les sacaría de nuevo a la luz del Sol, al salir de la sombra de la Tierra. Aún tenían una ligera probabilidad, si es que sus velas podían captar la energía suficiente para evitar la colisión. A bordo del Arachné y del Santa María sus tripulantes debían estar entregados a frenéticos cálculos.

El primero en responder fue el Arachné y su contestación fue exactamente la que Merton había esperado.

—Número Seis llamando a Control. No necesitamos ayuda, gracias. Resolveremos al situación nosotros mismos.

"Me extraña", pensó Merton. Pero al menos sería interesante presenciarlo. El primer drama real de la carrera se estaba aproximando... exactamente sobre la línea de medianoche de la durmiente Tierra.

Durante la hora siguiente, su propia vela mantuvo a Merton demasiado ocupado como para preocuparse del Arachné y del Santa María. Resultaba difícil gobernar bien aquellos cincuenta millones de pies cuadrados de plástico inmerso en ]a oscuridad e iluminado sólo por su pequeño reflector y los rayos de la aún distante Luna. De ahora en adelante y durante casi media órbita en torno a la Tierra, debía mantener toda aquella inmensa superficie enfocada hacia el Sol. Durante las próximas doce a catorce horas, la vela sería un estorbo inútil, porque él se hallaría proa al Sol y sus rayos únicamente podían impulsarle hacia atrás, a lo largo de su órbita. Era una lástima que no pudiese plegar completamente la vela hasta estar en condiciones de emplearla de nuevo. Pero nadie había descubierto todavía una manera práctica de hacerlo.

Allá abajo despuntaba la primera pincelada del alba, a lo largo del borde de la Tierra.

Dentro de diez segundos emergería el Sol de su eclipse y los yates que iban deslizándose por el impulso adquirido cobrarían nueva vida en cuanto la ráfaga de radiación alcanzara sus velas. Este sería el momento de crisis para el Arachné y el Santa María... y, en realidad, para todos.

Merton giró el periscopio hasta detenerse en las dos sombras que marchaban a la deriva con las estrellas por fondo. Ambas embarcaciones estaban muy juntas... quizás a una distancia entre sí de menos de tres millas. Podría, pensó, reequilibrarse la situación.

El alba fulguró como una explosión a lo largo de la Tierra, al levantarse el Sol sobre el Pacífico. Las velas y cabos y obenques brillaron carmesíes brevemente, para teñirse después de oro y destellar luego con la llamarada de la pura y blanca luz del día. Las agujas del dinamómetro empezaron a alejarse de su cero... pero sólo un poco. El Diana permanecía aún casi ingrávido pues, con la vela apuntando al Sol, su aceleración era ahora sólo de unas millonésimas de gravedad.

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