Arturo

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Libro tres: Aneirin » 11

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—Myrddin debería de haber vuelto ya. ¡Algo va mal! —Bedwyr arrojó su cuenco al suelo y se puso en pie.

—Dijo que esperáramos. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Gwenhwyvar, la voz ronca de preocupación.

—Dijo que volvería en tres días. ¡Bien, pues ya ha pasado el tercer día y no ha regresado!

Era cierto, desde el amanecer, cuando me levanté y ocupé mi lugar para seguir la guardia, habíamos vigilado y esperado, la mirada fija en la mar occidental de donde vendría la embarcación del Emrys. Mantuve mi vigilancia durante todo el día, relevado por Bedwyr de cuando en cuando, o por Gwenhwyvar, o algunas veces por los dos a la vez. Hablamos de esto y lo otro, de pequeñeces, de cuestiones insignificantes. La única cosa que no mencionamos fue la embarcación, aunque nuestras mentes no pensaban en otra cosa.

El día se había desvanecido en una apagada y triste puesta de sol, y todavía seguíamos sin ver ni siquiera un jirón de la vela o una astilla del mástil. El día anterior, la bahía había estado repleta de naves. La reina había comunicado que el Pandragón y su Sabio Consejero estaban reunidos y no deseaban ser molestados. Rogó a los señores y reyes de Inglaterra que regresaran cada uno a su reino y esperaran las noticias del Supremo Monarca. A los

cymbrogi les ordenó que regresaran a Caer Lial.

Fergus y Ban se sintieron inquietos y abordaron en privado a la reina. No obstante, a través de todas sus seguridades, Gwenhwyvar protegió el secreto y no reveló nada, aunque el corazón se le rompía en pedazos mientras lo hacía.

Bors, Cador y Rhys fueron los últimos en partir. Insistieron en esperar y cabalgar de regreso al palacio con el rey, pero Gwenhwyvar les instó a que regresaran y se ocuparan de preparar el palacio del Pandragón para su retorno, ya que gran parte de él había sido destruido por los pictos. Al final, aunque de mala gana, aceptaron y marcharon; de modo que al caer la tarde del segundo día estábamos los tres solos en la colina donde se alzaba la Tabla Redonda.

A partir de ese momento, habíamos esperado y velado, mientras el sol se elevaba hasta su cénit e iniciaba su largo y lento descenso hacia el oeste. Pero el mar permaneció vacío; no apareció ninguna embarcación. Ni tampoco vimos la menor señal de ella al caer la noche, cuando Bedwyr encendió una hoguera a modo de faro en la playa a los pies de la colina.

Ahora estábamos sentados en silencio en la tienda del Pandragón. El estandarte con el dragón rojo y dorado ondeaba bajo la brisa crepuscular. Como en respuesta al arrebato de Bedwyr, una bandada de gaviotas que viraba en el cielo empezó a chillar. Bedwyr miró al cuenco que había tirado y lo apartó de un puntapié.

—No debiéramos haberle dejado ir —masculló; su voz estaba llena de reproche y dolor.

—Entonces iremos a donde él está —repuso Gwenhwyvar en voz baja. Se volvió hacia mí, y colocó su mano sobre mi brazo—. Tú has estado en la isla, Aneirin.

—Varias veces, sí. Igual que vos, mi señora.

—Tú pilotarás —declaró Bedwyr.

—¡Pero no tengo ninguna embarcación! —señalé.

—Arturo el Constructor de Barcos es nuestro señor —dijo Bedwyr desdeñoso—, y él dice que no tiene embarcación. Conseguiré una.

—Entonces seré vuestro piloto… Que el Señor nos acompañe —respondí.

Bedwyr ensilló uno de los caballos y partió al momento. Gwenhwyvar y yo pasamos un inquieto anochecer junto al fuego, sin decir ni una sola palabra. Ella se retiró a su tienda al salir la luna y yo extendí mi piel de becerro roja ante la entrada y me tumbé en ella con una lanza al lado, sin una hoguera que me calentara o me confortara, ni un techo sobre mi cabeza: sólo las estrellas del cielo, que brillaban con un fuego sagrado.

Me tumbé pero no dormí. Pasé toda la noche dando vueltas y más vueltas sobre mi piel de becerro, observando la larga y lenta progresión de la Luna por el firmamento mientras rezaba a Jesús para que nos protegiera…, cosa que hizo. Por fin, justo antes del amanecer, caí en un extraño sopor: profundo y no obstante alerta. Sabía que estaba dormido, sin embargo escuchaba el gemido del mar en la orilla a los pies de la colina y el suspiro del viento por entre la hierba a mi alrededor.

Fue aquel momento entre momentos, ni día ni noche, ni oscuro ni iluminado, en el que las puertas de este mundo y del otro permanecen abiertas. El incesante batir del mar al pie de los acantilados parecía como el preocupado murmullo de lejanas muchedumbres. El suspiro del viento se convirtió en el suspiro de seres del Otro Mundo que me rogaban que me alzase y los siguiese.

Yací en aquel lugar del Otro Mundo y tuve un sueño.

En mi sueño me desperté y abrí los ojos y vi a la verde Avallon, la Isla de las Manzanas, la isla más bella de este mundo después de la Isla de los Poderosos. Escuché la curiosa y encantadora música de las aves de Rhiannon, y olí el perfumado aroma de las flores del manzano. En los labios sentí la dulzura del aguamiel, y me levanté.

Recorrí el desgastado sendero que conduce del acantilado al palacio del Rey Pescador. Donde debiera de haber estado el palacio no vi nada excepto una cruz labrada en piedra y tumbada en el suelo, y, junto a ella, una bolsa de cuero que contenía los útiles para trabajar la piedra de Myrddin. Me incliné para poder ver las palabras inscritas en ella, pero una nube tapó el sol y la luz se apagó, y no pude leer lo que había escrito allí.

Miré hacia el este y vi estrellas que relucían en el cielo, a pesar de que el sol todavía brillaba por el oeste. Sobre mi cabeza se reunieron unas nubes de tormenta. Centelleó el rayo y tembló el trueno, y toda la tierra empezó a tambalearse con aquel sonido.

Al otro lado de los verdes pastos el trueno se convirtió en un rugido y el temblor en las pisadas de una bestia terrible. Me volví hacia el este, de donde procedía la tormenta, y vi a un enorme león dorado que venía a toda velocidad hacia mí por encima de los árboles. El león me agarró, y me levantó entre sus mandíbulas; y luego empezó a correr. La enorme bestia me transportó por la isla hasta el mar, donde se arrojó a las revueltas aguas y empezó a nadar.

Las olas se encresparon a mi alrededor y el león se convirtió en un pez que me llevó sobre su lomo hasta una roca que se alzaba en medio del mar, y allí me dejó. La tormenta que me había perseguido estalló ahora con furia sobre la roca. La galerna aullaba y levantaba las aguas; las olas me azotaban, pero me agarré a la roca con todas mis fuerzas, para no verme arrebatado de allí y ahogado en la poderosa corriente.

Me aferré a la roca, empapado y muerto de frío, y lleno de pena, ya que todos mis compañeros habían desaparecido y se acercaba el momento de mi muerte. Tirité y empecé a temblar, con tanta fuerza que parecía que mis huesos fueran a romperse. El cuerpo me empezó a arder como si ardiera un fuego en su interior.

Una neblina reluciente descendió sobre mi roca, y de ella surgió una voz que pronunció mi nombre.

—Aneirin —ordenó la voz—, deja de temblar, no tengas miedo. He visto la terrible situación en que te encuentras y te ayudaré. ¡Ponte en pie! Te mostraré lo que debe hacerse.

Me puse en pie sobre mi roca y ésta se convirtió en una montaña, sólida y elevada. Y aunque la tempestad seguía rugiendo, las violentas aguas no podían arrasarla. Sobre la montaña apareció un anciano roble. Tomé una de sus ramas y golpeé el suelo con ella, y de entre sus raíces apareció un manantial que empezó a manar por la ladera de la montaña.

Del manantial brotaba un agua fresca y cristalina, y por allí por donde corría el agua aparecían bosques y prados para cubrir las yermas laderas, dando comida y refugio a las bestias del campo y a las águilas que surcaban las alturas.

El roble se desplomó en el suelo, pero el manantial siguió dando agua y se transformó en un arroyo, y el arroyo en un gran río. Tomé mi rama y empecé a andar. La hierba crecía allí donde mis pies tocaban la tierra, de modo que mi paso resultaba cómodo y el camino claro. Por fin llegué a un verde prado, el mismo prado que había visto antes. Y comprendí que la montaña estaba en Avallon…

La cruz de piedra estaba allí, y también la bolsa de cuero con las herramientas. Pero ahora pude ver lo que no había visto antes. Grabado sobre la cruz había un nombre y cuatro palabras más:

ARTORIUS REX QUONDAM REXQUE FUTURUS.

Arturo, rey en una ocasión y rey futuro… Aunque bien iniciada la inscripción, estaba sin terminar.

La voz que me había hablado desde la nube se dirigió a mí de nuevo:

—Levántate, Gildas. Termina aquello que se ha colocado ante ti.

—Mi nombre es Aneirin —repuse—. Y nada sé sobre el tallado de la piedra.

La voz me respondió diciendo:

—Aneirin eras, a partir de ahora serás Gildas, Fiel Bardo del Supremo Monarca Celestial.

El sueño terminó y desperté al instante. Amanecía, aquel momento entre momentos había dado paso a la luz del día y yo estaba de regreso en el mundo de los hombres. Me levanté y corrí a contemplar el mar. ¡Y lo vi! Mientras el sol se alzaba sobre las colinas del este vi una nave que venía hacia nosotros. Eché a correr y avisé a la reina y juntos descendimos a la orilla para esperar su llegada.

—Debe de haber navegado durante la noche —observé, cuando el barco botó una pequeña embarcación de cuero para venir a nuestro encuentro. La reina asintió pero no dijo nada. Sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño o el llanto. No sé cuál de las dos cosas.

Cuando el bote estuvo más cerca, vi que se trataba de Bedwyr que había venido a buscarnos.

—Lo siento —dijo Bedwyr, al tiempo que ayudaba a la reina a subir al bote—. Hubiera regresado antes, pero el caballo se quedó cojo y tuve que andar parte del camino.

Gwenhwyvar abrió la boca para responderle, pero su mirada se deslizó más allá de Bedwyr, a los otros que estaban detrás de él: Rhys, Bors y Cador, quienes mostraban una expresión arrepentida y testaruda a la vez, con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante.

—No podía conseguir el barco sin que ellos lo supiesen —explicó Bedwyr—, de modo que los traje conmigo.

—Con todo respeto para los deseos del Emrys —intervino Cador—, pero nos negamos en redondo a quedarnos.

—Ya veo —repuso Gwenhwyvar—. Puesto que así están las cosas, os doy permiso para que me acompañéis a cambio de vuestro silencio.

—Os lo garantizamos —dijo Bors—, de todo corazón.

—Juradlo por vuestra lealtad a Arturo —insistió la reina.

—Señora —protestó Cador—, ¿tanto tiempo hemos estado al servicio de Arturo para que ahora se nos trate así?

—¡Juradlo! —exigió la reina—. U os arrojaré por la borda yo misma.

Los tres juraron como quería la reina, y ésta dio entonces la orden de ir hacia la embarcación e izar velas. Bors, que había pasado tanto tiempo en la balanceante cubierta de un barco como galopando a lomos de su caballo, actuó como piloto. Pero ya que jamás había estado en Ynys Avallon, permanecí junto a él para guiarlo lo mejor que pudiera a base de mis recuerdos de anteriores viajes.

El día era claro; la brisa marina, fuerte. Casi puede decirse que volamos sobre las aguas como las gaviotas que revoloteaban sobre nuestro mástil. Y nos dio la impresión de que los acantilados de color pardo de Rheged acababan de desaparecer a nuestra espalda cuando ya divisé la débil mancha azulada de la isla en el horizonte hacia el sudoeste.

—¡Ahí está! —grité—. ¡Eso es Ynys Avallon!

Bors ajustó el curso y se dirigió hacia ella. Me instalé en la proa y me quedé dormido escuchando el chocar de las olas contra el casco. Desperté algún tiempo más tarde, pensando que vería a la isla justo delante de mí, pero en lugar de ello no vi más que un cielo gris y un mar también grisáceo a nuestro alrededor.

Todos mis compañeros estaban dormidos, excepto Bors, así que me deslicé hasta donde estaba él junto al timón.

—¿Dónde está? —pregunté, al tiempo que me acomodaba en el banco a su lado.

Señaló hacia adelante.

—La lluvia sopla del este y ha hecho aparecer un poco de niebla. Pero la isla está justo delante de nosotros. No temas.

Era cierto. La isla estaba ante nosotros, aunque no podía verla. Ésta es la peculiar naturaleza de la isla, motivo por el cual los habitantes de Ierna la consideran una isla de Otro Mundo: aparece y desaparece, y da la impresión de que a voluntad.

Pero Bors demostró ser un buen piloto y llegamos a Avallon pasado el mediodía.

—¿Cuál es el mejor lugar para atracar? —preguntó, al tiempo que escudriñaba lo que podía ver de la costa a través de la neblina.

—Debemos rodear la punta meridional en dirección al lado oeste —le dije—. El puerto no es tan bueno allí, pero el palacio de Avallach está en ese lado. Allí es a donde Myrddin ha llevado a Arturo para que lo curen.

De modo que nos dirigimos al extremo meridional de la isla y dimos la vuelta en dirección a la costa oeste. Resultó difícil en medio de la niebla, pero la reina ayudó, ya que había visitado la isla y recordaba dónde buscar rocas por debajo de la superficie, y dónde encontrar un lugar apropiado para el amarre.

No obstante, ya era tarde cuando por fin penetramos en el puerto natural y atracamos junto a la embarcación que había utilizado Barinthus. Bajamos a tierra y sujetamos nuestro barco junto al de Barinthus, y nos agrupamos sobre los rojos guijarros de la playa a los pies de la fortaleza flanqueada por torres de Avallach. Levantamos la mirada al acantilado que se alzaba ante nosotros, su elevada cima perdida entre las brumas.

—No nos habrán visto llegar —dijo Bedwyr—. Será mejor que nos guíes, Aneirin.

Me volví hacia la reina, pero Gwenhwyvar dijo:

—Adelante, Aneirin. Tú conoces el camino mejor que ninguno de nosotros.

Hice lo que se me ordenaba, y no tardé en encontrar los serpenteantes escalones tallados en la roca que conducían al palacio. Estaban mojados por la niebla y resultaban resbaladizos, lo cual dificultó la marcha.

Para cuando llegamos a la cima, apenas si podía distinguir el contorno del suelo delante de mí que se vislumbró ligeramente por un instante antes de desvanecerse en la gris oscuridad de un jirón de niebla. Di algunos pasos hacia adelante sobre la rizada y húmeda hierba hasta el sendero que llevaba a la fortaleza de Avallach, todo el tiempo con la sensación de que había cruzado una de esas fronteras invisibles y penetrando en el Otro Mundo. Ya que, en el mismo instante en que mis pies tocaron el sendero, la neblina adquirió luminosidad y brillo, todo oro y resplandor, iluminada por los rayos del sol que se ponía.

El repentino resplandor me deslumbró por un instante, debo admitirlo. Pero sólo eso. Incluso así, con neblina o sirrella, sé que habría visto el palacio del Rey Pescador de haber estado allí.

Pero había desaparecido. No había ni torres, ni murallas, ni puertas de acceso, ni tampoco sala. No quedaba absolutamente nada.

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