Arthur

Arthur


CAPÍTULO 16

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CAPÍTULO 16

 

Pensé que el trayecto hasta su casa enfriaría un poco nuestras ganas, pero me equivocaba. Cuando el taxi nos deja frente a su edificio y pagamos la carrera, mi entrepierna está a punto de reventar y dejarme calcinado. De hecho, es tanta la presión que siento ahí, que hasta caminar correctamente se vuelve un reto. Joder, si hasta abrir la puta puerta del portal se vuelve una odisea. No hemos vuelto a pronunciar una palabra desde nuestra salida del evento de la clínica. Y, salvo por su lengua juguetona sobre mi cuello, tampoco nos hemos tocado. Toda la tensión sexual que planea sobre nosotros la han creado nuestras miradas y suspiros desesperados. Miradas cargadas de anhelo, de ganas de acariciarnos, de sentirnos… Suspiros de contención, de expectación, excitación…

El sonido del ascensor aproximándose a la planta baja me dispara el pulso.

La miro.

Me mira. 

Tira de mí cuando las puertas se abren, pegándome a ella y rodeándome el cuello con sus brazos. Su lengua vuelve a deslizarse por mi cuello, lentamente.

Sus inspiraciones sobre mi piel, y el cálido roce de su aliento, hacen que me tiemblen las rodillas como nunca.

Su lengua abrasadora, asciende hasta posarse en mis labios y lamer el inferior con parsimonia.

Ahogo un gemido y entreabro la boca para que profundice la inspección a sus anchas.

En cuanto nuestras lenguas se tocan, un escalofrío me recorre de pies a cabeza y toda la contención se va a la mierda. La aprieto contra mi cuerpo y la devoro con ansia, urgencia y hambre. Hambre de toda ella, como un famélico que no prueba bocado desde hace una eternidad.

Así me siento.

Así me hace sentir.

Como un puto hambriento.

Salimos a trompicones del ascensor, con las bocas pegadas y nuestras lenguas danzando dentro de ellas, con un compás enfebrecido que nos deja sin aliento y jadeantes. Gime desesperada sobre mis labios cuando muerdo y tiro de su labio superior, intentando dar con la cerradura de la maldita puerta de su casa. En cuanto esta se cierra a nuestras espaldas, la pego a ella, presiono las caderas contra su vientre y me quedo ahí, notando el calor que emana de su cuerpo. Sus manos vuelan a la cinturilla de mis pantalones y a los botones de mi camisa. Las mías, al dobladillo de su vestido y al elástico de su minúsculo tanga. En cuanto noto sus dedos en el glande, me doy cuenta de que estoy a punto de correrme y sólo acabamos de empezar. Exhalo con fuerza, cierro los ojos y pego mi frente a la suya, a la vez que freno el recorrido de sus dedos sobre mi polla.

—Para…—jadeo sobre sus labios—. Despacio, por favor… —ruego—. O acabarás conmigo en un santiamén.

Suspira y coge aire.

—Sí, vale, despacio… —musita asintiendo.

Me coge de la mano y me guía por un pasillo ancho y en penumbras, hasta su habitación. Enciende la luz y se gira para mirarme de frente.

Siento su mirada como un carbón encendido, abrasándome la piel allí donde se posa. La acerco a mí un poco más para poder tocarla. Empiezo por el pelo, la cara, los labios… Sigo con su cuello, la curva que hace este al unirse con la clavícula y el esternón.

Me desvío a su costado, desciendo hasta la cintura y cruzo sus caderas hasta los muslos. Me arrodillo, a la vez que mis manos bajan por sus esculturales piernas. Le quito los zapatos y subo de nuevo, hasta su estómago, llevándome el vestido en el ascenso y pasándolo por encima de su cabeza, para dejarlo caer al suelo. La ropa interior sigue el mismo camino.  La mía también, no iba a ser menos.

—Eres hermosa… —susurro, acercándome a su boca.

La beso con suavidad, tranquilo, pausado. Disfrutando del tacto de su lengua enredándose con la mía, de su sabor…

Nos dedicamos, durante minutos eternos, a explorar nuestros cuerpos. A descubrirnos con caricias tímidas que se tornan urgentes y anhelantes. Que nos obligan a contener el aliento y las ganas. Que disparan los latidos de nuestros corazones y nos llevan al límite. Nos dedicamos a saborearnos sin dejar ningún rincón de nuestro cuerpo por degustar.

Lamiendo cada recoveco de éste, perdiéndonos en ese sabor que nos vuelve avariciosos, golosos y lujuriosos. Sus manos, ascendiendo y descendiendo por mi polla, a veces con lentitud, y otras con urgencia. Mis dedos, adentrándose en su cavidad húmeda y caliente. Adentro y afuera. Gimiendo, en su caso. Gruñendo, en el mío. Sudorosos… Arqueándonos… Rogando…

—Arthur… Oh, Dios, Arthur… No puedo más…

Me posiciono entre sus muslos y presiono para entrar en ella. Cuando lo hago, todo lo sentido anteriormente en el proceso, se multiplica por mil, cortándome el aliento y obligándome a ralentizar los latidos del corazón.

Exhalo con fuerza. 

—Joder, Alison…, me matas…

Me muevo despacio, con sus manos sujetando mis antebrazos y empujando a su vez, apremiándome a acelerar las acometidas. Arquea la espalda y jadea, anclando sus piernas a mis caderas.

Cada uno de sus jadeos, se incrusta en mis tímpanos acercándome al abismo.

Roto las caderas en círculos, tocando algún punto de su interior que la hace gritar mi nombre.

—¡Arthur!

Ese grito entre gemidos entrecortados me nubla la razón y me pierdo, dejándome llevar. Me pierdo en cada embestida profunda. En cada choque de nuestros cuerpos.

Con cada exhalación. Con el sonido de nuestras respiraciones aceleradas y entrecortadas. La siento tanto que me asusta y, a la vez, me llena de algo que no soy capaz de describir porque es nuevo para mí. El azote de un potente orgasmo me atraviesa de pies a cabeza y explota en mi interior, llenándome de euforia y haciéndome convulsionar sobre su cuerpo. Temblores que me erizan el vello de la nuca.

Temblores que me cortan el aliento. Temblores que me dejan exhausto y satisfecho. Cinco minutos después, es ella la que tiembla entre mis brazos, tomada por mi cuerpo y arropada con mi aliento. Me bebo cada uno de los jadeos que sale de sus labios. Jadeos que me saben a gloria y suenan a música celestial porque mi nombre baila en cada uno de ellos.

Sonríe.

Sonrío.

Me acaricia la cara y posa los dedos sobre mis labios. Beso cada uno de ellos con ternura, posando mi mano en su garganta, notando cómo se acompasa su respiración. Llevo mis labios ahí, donde su pulso late, y comienzo a dibujar un sendero de delicados besos hasta la comisura de sus labios, inhalando su olor a mi paso.

«Joder, esto no lo habías hecho nunca…»

Me tenso.

Es cierto, nunca le dediqué mimos y caricias tiernas a mis acompañantes de cama. Los polvos de una noche son eso, polvos de una noche. Sólo sexo. Intercambio de fluidos.

Caricias compartidas por el simple placer de follar. Orgasmos banales ocasionados por la lujuria y la necesidad, sin sentimientos de por medio. Una vez terminada la faena, adiós muy buenas y ha sido un placer. Nunca tuve la necesidad, ni quise, hacer lo contrario. Hasta ahora. Con ella. ¿Por qué?

—¿Estás bien? —pregunta en susurros.

La miro, confundido.

—Te has puesto tenso de repente.

—Estoy bien.

—Pues no lo parece.

Suspiro.

—He vuelto a olvidarme de usar protección.

—No pasa nada, ya estoy embarazada, ¿recuerdas?

—Olvido la facilidad que tienes de hacerme perder la razón.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Aún no lo sé…

Sonríe.

—Tengo mucha sed y me muero de hambre.

—¿Ahora?

—Ahora es un buen momento para comer un bocadillo de sobras, ¿me acompañas?

Sale de la cama y se cubre el cuerpo con lo primero que pilla del suelo: mi camisa. La huele mientras se abrocha un par de botones y pone cara de satisfacción. Automáticamente siento un calambre en el estómago. ¿Se puede estar más sexy que ella en este momento?

«Ella siempre está sexy…».

Cierto.

Me pongo el bóxer y el vaquero y la sigo a la cocina, donde ya busca en el frigorífico algo que llevar a la boca. Me apoyo en el marco de la puerta y observo todo lo que va dejando sobre la encimera: pan de molde, queso, jamón loncheado, lechuga, tomate y un recipiente que, por lo que parece, contiene restos de algún tipo de carne.

—¿Piensas comerte todo eso? —pregunto asombrado.

—¿Y tú piensas quedarte ahí mirándome?

Me encojo de hombros.

—Me gusta mirarte.

Sonríe.

—Ven aquí y échame una mano con esto.

—No tengo hambre.

Alza la mirada.

—Arthur, relájate, ¿quieres?

—Es complicado.

—Vale, ¿verdad o atrevimiento?

—¿Qué?

—¿Verdad o atrevimiento? —repite.

—Verdad.

—¿Te arrepientes de lo que acaba de pasar entre nosotros?

—No—respondo sin dudar.

—Pues entonces relájate.

—¿Y tú?

—Créeme, si ese fuera el caso estarías saliendo por esa puerta y no a punto de probar el mejor bocadillo de tu vida.

«Ese ya lo he probado, dos veces…»

Sacudo la cabeza, para espantar esos raros pensamientos de ésta, y me acerco a la encimera dispuesto a echarle una mano con todo lo que hay allí.

—¿Y si hubiera dicho atrevimiento? —indago, curioso.

—Pues te hubiera pedido que hicieras cualquier estupidez.

—¿Como por ejemplo?

—No lo sé… ¿Besarme?

Nuestras miradas se encuentran.

—Eso no es ninguna estupidez—susurro.

—¿No?

—No—digo aproximando mi boca a la suya—, besarte es una adicción.

Primero lamo su labio inferior y, luego, dejo que estos se fundan en un beso delicado y profundo, con nuestras lenguas acariciándose sin prisa. Olvidándonos del pan de molde, de la lechuga y el tomate. Saciando nuestra hambre con cada partícula de nosotros. Primero allí mismo, en la cocina; y más tarde, otra vez en la habitación.

«Tropezar no es malo, encariñarse con la piedra, sí».

Me despierto sobresaltado al escuchar un ruido. Alison, acurrucada y abrazada a mi cuerpo, duerme profundamente. Presto atención, por si hubiera sido un sueño, pero no. Claramente oigo una puerta cerrarse y el tintineo de unas llaves.

«¿Alison tiene asistenta los sábados?»

—¿Ali? ¿Estás en casa? Te he traído el desayuno de tu confitería favorita.

«Me cago en la puta, Adrien…»

Zarandeo a mi acosadora, que protesta en sueños y se gira, dándome la espalda.

—Alison—murmuro en su oído—. Joder, nena, despierta, Adrien está aquí.

Como un resorte, su cuerpo vota en la cama y abre los ojos de par en par.

—¿Qué?

—Tu hermano, joder—mascullo entre dientes.

Me levanto escopetado y busco mi ropa por el suelo.

—¿Cómo es que tiene las llaves de tu casa?

El pánico se refleja en su cara al mirarme.

—Es que esta no es mi casa, es la suya.

—¿Me has traído a casa de tu hermano? ¿Te has vuelto loca?

—Lo siento, me dijo que pasaría el fin de semana en la finca de los Cooper, no sé qué coño hace aquí.

—Por lo visto traerte el desayuno.

Saco el bóxer de debajo de la cama y me lo pongo, rezongando por lo bajo.

Dos golpes en la puerta de la habitación me obligan a contener la respiración.

«¡Mierda! ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!»

—Tranquilo—me dice Alison.

—¡Tranquilo los cojones!

—Alison, ¿estás despierta? ¿Hay alguien ahí dentro contigo?

—¿Qué? ¡Noooo! —balbucea.

—¿Entonces con quién hablas?

—¿Conmigo misma?

La manilla de la puerta se mueve arriba y abajo.

El corazón está a punto de salírseme por la boca.

—¡Adrien, no entres, acabo de salir de la ducha y estoy desnuda! —Alison grita a la desesperada.

—Vale, te espero en la cocina que, por cierto, parece una pocilga. Ya me explicarás qué mierda hiciste anoche en ella.

Ambos nos miramos, sabiendo a qué se refiere. En otras circunstancias me reiría, pero ahora estoy demasiado acojonado para eso.

—Sí, sí, ahora te cuento.

Pone los ojos en blanco y resopla.

—Quédate aquí—me dice—, ni se te ocurra moverte.

—Descuida, lo último que quiero es que el mamón de tu hermano me vea.

—Arthur…

—No pronuncies mi nombre, joder, podría estar escuchando. 

Me encierro en el baño en cuanto ella sale por la puerta. No sé si darme de cabezazos contra la pared o llenar la bañera y ahogarme en ella.

«Qué mala suerte tienes, joder».

Pasan diez minutos… Veinte… Cuarenta…

Pego un brinco cuando la puerta se abre y aparece Alison, que rompe a reír en cuanto ve mi cara de horror.

—¿Te has hecho caquita, Preston?

—No tiene gracia.

—Sí que la tiene.

Es cierto, la tiene, por eso dejo que sus carcajadas, una vez pasado el susto, me contagien.

—Anda, sal de ahí y vamos a desayunar, me muero de hambre.

—¿Siempre tienes hambre?

—Desde hace tres meses, sí.

—¿Eso de que las mujeres embarazadas comen por dos no es una leyenda urbana?

—Te puedo asegurar que, en mi caso, no.

Más tarde, ya en mi casa y tumbado en mi cama, al repasar en mi mente lo acontecido esta mañana con la aparición de Adrien, me descojono vivo.

«Te has salvado por los pelos, chaval».

 

 

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