Arthur

Arthur


CAPÍTULO 27

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CAPÍTULO 27

 

 

 

Son casi las doce de la noche, del domingo, cuando aparco el coche frente al edificio donde vivo con mi padre. No podía pasar ni un minuto más en aquella casa, con ella.

No después de la monumental bronca acaecida tras un tonto comentario realizado por mi parte. Un comentario inocente y sin más significado que lo que quería expresar con él. Decir que estoy cabreado, es quedarse corto, joder.

Creo que con ella siempre va a ser así, una de cal y otra de arena, y, sinceramente, empiezo a estar hasta las pelotas de que cada vez que pienso que hay esperanza para nosotros, de un solo plumazo lo haga desaparecer, quedándose tan ancha.

¿Cabreado? ¡Los cojones! ¡Estoy que me llevan los demonios, joder!

Abro la puerta y, afortunadamente para mí, compruebo que no hay nadie en casa. Ni siquiera me paro a pensar en que es muy tarde para que mi padre no esté allí. Supongo que estará con su novia, o vete a saber, ahora mismo me da igual.

Todo me da igual. No, miento. Si eso fuera verdad, no estaría hirviendo de ira y frustración. No tendría ganas de romper algo y ponerme a gritar hasta reventar los pulmones y quedarme sin voz.

Agradezco que mi padre no esté, de lo contrario tendría que explicar los motivos de mi estado y, ahora mismo, es lo que menos me apetece hacer. Mejor que él no sepa nada. No quiero que se preocupe por mí.

El teléfono suena en el bolsillo interior de mi chaqueta. Sé que es ella antes de siquiera mirarlo. No pienso contestar, total, para qué. Ya sé qué me va a decir, lo mismo de siempre: que lo siente y que todo es culpa de las putas hormonas. Una disculpa que ya empieza a sonarme a cuento chino, para qué nos vamos a engañar. Una disculpa que ya suena a disco rayado y de la que me he cansado.

Se acabó. Esta vez tendrá que ser más original e inventarse algo nuevo. Cuando en realidad los dos sabemos cuál es el motivo real de que suelte por la boca lo primera que le venga a la mente sin pensar, sin filtrar: el fantasma de Colin y la promesa hecha en su tumba.

Resoplo desquiciado por el maldito sonido del móvil y lo silencio.

Entro en mi habitación y tiro la bolsa con mis cuatro pertenencias a los pies de la cama. Me quito la chaqueta, la dejo por ahí, en cualquier parte, y me froto la cara con las manos. Empiezo a sentirme bastante desesperado con la situación.

Una situación que me sobrepasa y me desconcierta. Una situación que ha hecho que me enfrentara a mí mismo y a lo que quería de la vida, llegando a aceptar que las cosas pasan y punto.

Que Alison James se quedara embarazada no entraba en mis planes, mucho menos enamorarme de ella, pero pasó y aquí estoy, dispuesto a todo por formar una familia a su lado.

¿No ve que estoy loco por ella? ¿No se da cuenta de que beso el puto suelo que pisa? Sabe de sobra cómo era yo antes de ella, joder, ¿acaso cree que esto para mí es un juego? ¿Que cuando nos cansemos, si te he visto no me acuerdo? Maldita sea, yo también he sufrido la pérdida de alguien que supuestamente debía de quererme incondicionalmente.

Yo también me hice una promesa, joder, y no pasa nada por romperla. Somos humanos, no predecimos el futuro y no manejamos los hilos del destino.

Es una hipócrita. Sí, una hipócrita. Me habla como si fuera la voz de la experiencia, diciéndome que no todas las mujeres son igual que mi madre y que me debo dar la oportunidad de conocer a una y enamorarme. Bueno, pues ya lo he hecho, me he enamorado de ella, así de simple.

«Díselo…, háblale de tus sentimientos y pon las cartas sobre la mesa…»

Suspiro parado frente a la ventana, pensando en cómo me sentí esta mañana al despertar de nuevo a su lado, con su redondeada barriga pegada a mi espalda y rodeado por su brazos y piernas. Recuerdo esa sonrisa que se dibujó en mi boca y se me contrae el estómago.

«Con lo bien que había empezado el día…»

Desperté a eso de las nueve y, al igual que la mañana anterior, se me fueron los minutos observándola dormir.

Mientras lo hacía, pensé en lo a gusto que me sentía con ella. En la complicidad que teníamos, dentro y fuera de la cama. En lo que me hacía reír con sus comentarios… Pensé en todos los cambios que mi vida había experimentado, en tan corto espacio de tiempo, y deseé que fueran para toda la vida, a su lado y al lado de nuestro bebé. Cuando ella abrió los ojos, se encontró con los míos, y también con esa sonrisa embobada que últimamente luzco, por su culpa.

—Buenos días, preciosa—murmuré pegándola más a mí.

Ronroneó en respuesta.

—¿Has dormido bien?

—Como un lirón— respondió inhalando el olor de mi cuello—, ¿y tú?

—Me quedé frito en cuanto sentí tu respiración pausada. Estaba exhausto…

Soltó una carcajada.

—Yo también, menudo día el de ayer—puso los ojos en blanco—. Por nuestra salud, es mejor que hoy salgamos de la cama y, a ser posible, de casa.

Reí con ganas.

—¿Qué propones?

—No sé, podemos dar un paseo por la playa y después comer por ahí, ¿te parece?

Asentí.

—Un plan perfecto que pondremos en marcha en cuanto te dé los buenos días como te mereces—dije lamiendo su labio inferior.

—Eres insaciable, Arthur Preston.

La miré con intensidad.

—Tú provocas que esté famélico y quiera devorarte a cada segundo.

Le hice el amor con la boca, con los dedos… Lamí cada parte de piel expuesta a mí, cada recoveco oculto. Degusté su salado sabor, hasta que se retorció cual culebra, sobre el colchón, gimiendo una y otra vez mi nombre, con desesperación. Chupé sus sensibles pezones. Jugué con su clítoris, presionando, mordiendo, rotando. Dejé que ella me devorara a conciencia, que me transportara al más allá con la cadenciosa caricia de su lengua y sus succiones.

Me arqueé cuando presionó mi polla con la mano y la movió con un ritmo frenético, volviéndome loco y sintiéndome desesperado por colarme en su interior y, literalmente, empotrarla contra el colchón y hacerla mía una y otra vez.

Nos corrimos dos veces, una allí, en la cama; después, en el baño, mientras nos duchábamos. Así deberían de empezar siempre todas las mañanas.

¿Insaciable yo?

Insaciables los dos.

Caminamos por el paseo marítimo cogidos de la mano. El continuo roce de nuestros dedos me hormigueaba la piel y aligeraba mi corazón, sólo por el hecho de ir así con ella por la calle, como si fuéramos una pareja más de enamorados.

Tomamos un té en la terraza de una cafetería, mientras elegíamos la música para el día de Acción de Gracias, y luego compramos unos bocadillos, que comimos sentados al pie de uno de los muros del castillo.

Nos tumbamos en la hierba y, con su cabeza apoyada en mi pecho y su mano en mi estómago, jugamos a buscar figuras en las nubes esparcidas por el cielo.

A media tarde, bajamos a la playa y, descalzos, nos adentramos en la orilla del mar, dejando que las pequeñas olas rompieran a nuestros pies. Hablamos, reímos, nos acariciamos… El día iba estupendamente bien, hasta que llegamos a casa y a mí se me ocurrió decir, porque así lo sentía, que podría acostumbrarme a aquello sin problema.

Recordar cómo se tensó su cuerpo, me enerva la sangre.

Los dos estábamos en el sofá, dispuestos a ver un capítulo de esa serie que tanto le gusta a Alison. Una de vampiros buenorros y hombres lobo de escándalo. En la mesa baja, teníamos un par de cervezas sin alcohol y un bol con palomitas de colores, de esas super dulces. En mi mente, aquella era la imagen perfecta de lo que sería mi vida si la compartiera con ella y sonreí sintiéndome bien, cómodo.

Suspiré y la miré.

—¿Sabes? —murmuré—. Podría acostumbrarme a esto sin problema—nos señalé a ambos.

La tensión en sus hombros fue automática, se envaró y apartó sus ojos de los míos.

—No lo hagas—masculló entre dientes.

—¿El qué?

—Acostumbrarte a esto, a mí.

—Joder—me puse en pie y la encaré—, nunca sé a qué atenerme contigo. Sólo estaba manifestando que, en este momento, aquí y ahora, me siento a gusto y cómodo, ¿tan grave es?

—No quiero que te hagas ilusiones, Arthur.

—Sólo era una expresión, Alison, una maldita expresión que indica cómo me siento, joder, no estaba pidiendo compartir tu vida ni nada por el estilo.

—No entiendo por qué te pones así.

—Si no lo entiendes es que estás más ciega de lo que creía.

—A lo mejor es que no quiero ni me interesa verlo—exclamó con desdén.

—Claro, ¿por qué ibas a querer ver que lo que hay entre nosotros es algo más que una amistad con derecho a roce, cuando sigues enamorada de alguien que no está y nunca va a volver? Es mejor vivir de recuerdos que crear otros nuevos, ¿verdad? Eres una cínica, joder.

Me fulminó con la mirada.

—Al menos yo sé lo que es amar y sentirse amada, no como tú, que te has pasado toda tu vida despreciando a las mujeres porque tu madre te abandonó siendo un niño.

—Eso ha sido un golpe bajo, Alison.

—No más bajo que el que me has lanzado tú.

Suspiré y dejé caer las manos a mis costados, rindiéndome.

—Tú ganas.

Giré sobre mis talones y salí del salón.

Ella me siguió a la habitación.

—¿Por qué no puedes simplemente ceñirte a las normas en lugar de complicarlo todo? —inquirió desde la puerta.

—¿Qué normas? ¿No acostumbrarme a esto? ¿No hacerme ilusiones contigo? ¿Hablas de esas normas que sólo te interesan a ti?

—Cuando hablamos por primera vez en Clover House del bebé, ambos lo teníamos claro, ¿no es así?

—Aquel día tenía también claro que no quería ser padre bajo ningún concepto, y ahora es lo que más deseo del mundo. Si ese hecho ha cambiado, ¿por qué no pueden cambiar los demás?

—Porque yo no quiero que cambien.

Sonreí con inquina.

—Claro, sólo se trata de ti y de lo que quieras tú, ¿no? Qué importa lo que queramos los demás, ¿verdad? ¿Qué importa que mi maldito mundo se haya vuelto del revés, que haya perdido a mis amigos y el trabajo de mi vida? ¿Qué importa que cada puto día, desde hace dos meses, sólo viva por y para ti? Nada importa porque a la señorita Alison James ni le interesa ni quiere ver lo que pasa a su alrededor ni lo que provoca a su paso, ¿cierto?

—Estás siendo muy injusto conmigo.

—¿En serio? ¿Eso crees? —torcí el gesto—. Pues déjame decirte, cariño, que aquí la única injusta que hay eres tú.

Abrí los cajones de la cómoda, saqué mis escasas pertenencias y las deposité encima de la cama, con rabia.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Recoger mis cosas?

—Arthur, por favor…

—Por favor nada, Alison, te estoy dando lo que quieres.

Tu espacio, tu intimidad y tu vida. Ya sabes, para no coger costumbres innecesarias—cerré la cremallera de la bolsa de viaje y la miré—. Cuando estés dispuesta a abrir los ojos y ver lo que hay más allá de tus narices, sabes dónde encontrarme.

Fue lo último que dije antes de salir por la puerta.

Lo último que vi, fueron las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

¡Y cómo me escocieron esas lágrimas, joder!

Aun así, aquí estoy, ignorando sus llamadas y cabreado como nunca.

Puede que ésta sea la única manera de que se dé cuenta de que lo nuestro es algo más que una simple amistad con derecho a roce.

Y si no es así…, bueno, tampoco será tan difícil olvidarme de ella, ¿no?

«Iluso…, es la madre de tu hijo».

 

CAPÍTULO 28

 

 

La primera semana en el trabajo, tras nuestra bronca, es un calvario. Un calvario por varias razones, pero, principalmente, porque compartir tiempo y espacio con ella, cuando lo que de verdad quiero es mantenerme lo más alejado posible, es una agonía.

Me hormiguean los dedos, porque me muero por acariciar su piel. Se me corta el aliento, cuando la tengo demasiado cerca y sé que no puedo besarla.

Me aclaro la voz, infinidad de veces, porque Alison James, para bien o para mal, siempre consigue dejarme sin palabras. Echo de menos las risas, los roces y nuestra complicidad. Aun así, me mantengo firme, estoico, sin ceder ni un milímetro. Se acabó eso de ser el chico para todo y estar tan disponible.

Se acabó ser el buen samaritano. Se acabó ser el tonto a las tres que siempre lo perdona todo.

Se acabó.

El lunes, vuelvo a mi antigua rutina al llegar a la oficina: encender las luces, preparar el café, echar una ojeada a la agenda y todas esas cosas.

Para cuando son las nueve de la mañana, y ella aún no ha llegado, empiezo a preocuparme. Sí, soy así de gilipollas, y me cuesta la misma vida no llamarla, pero lo hago. Ni llamo ni pregunto.

Nada, como si en realidad no me importara, aunque sí que me importa. Me importa mucho, joder.

Aparece cerca de las once, como si tal cosa, y me pilla enfrascado en el balance trimestral.

—Buenos días, Preston.

Su saludo, frío y profesional, es como una bofetada dada a mano abierta. 

Sin apartar la vista del ordenador, respondo:

—Señorita James.

Por el rabillo del ojo, veo que se quita la chaqueta y la cuelga en una de las perchas. Lleva un vestido de esos premamá, de punto y rayas horizontales de diferentes colores, que me hace salivar. Se sienta a la mesa y tamborilea con los dedos en la mesa.

—¿Y bien? —inquiere.

—¿Y bien qué?

—¿Me vas a decir cuál es el orden del día o tengo que adivinarlo?

Mentalmente pongo los ojos en blanco, cojo la agenda y me acerco a su mesa.

—A las once y media tienes la reunión trimestral con Amber. A la una, almuerzo con el señor Jones para ultimar la visita del próximo fin de semana. Y a las tres, otra reunión con Dana, Brooke y Gilliam.

—Gracias.

—De nada, para eso me pagan.

Sin dirigirle ni una sola mirada, vuelvo a mi mesa y me centro de nuevo en la pantalla del ordenador.

—¿Tienes el teléfono estropeado?

La ignoro y sigo tecleando.

—Te estoy hablando, Preston.

—¿Ah sí? Pensé que era el zumbido de la impresora.

—¿Puedes mirarme a la cara cuando hables conmigo, por favor?

—Claro—lentamente, giro la cabeza y clavo las pupilas en las suyas—. ¿Decías?

—¿Tienes el teléfono estropeado?

—No que yo sepa.

—¿Por qué no respondiste a ninguna de mis llamadas?

Me encojo de hombros.

—Porque no quería hablar contigo.

—Entonces supongo que tampoco leíste el mensaje que te envié.

—No, no lo hice, la disculpa de las hormonas ya no cuela.

—No era una disculpa.

Asiento, dolido.

—¿Puedo seguir trabajando?

—Vengo de la revisión con la doctora Matthews.

«Mierda, te olvidaste de la cita…»

—¿Y?

—Todo está bien, ya puedo hacer vida normal.

—Me alegro.

—Gracias.

—¿Algo más?

Suspira y se muerde el labio inferior.

«Aquí viene tu disculpa…»

—Sí, tráeme un té de menta.

Tuerzo el gesto.

«¡Los cojones tu disculpa!»

—¿Algún problema?

—Ninguno—mascullo.

—Lo suponía, porque para eso te pagamos, ¿verdad, Preston?

—Exacto.

Esta es la conversación más larga que mantenemos a lo largo del día. Un día que, a cada minuto que pasa, se vuelve más y más tedioso. Para cuando llego a casa, lo hago sintiéndome mentalmente agotado.

El martes, más de lo mismo. Malas caras, bufidos sin venir a cuento, preguntas absurdas y respuestas monosilábicas. La tensión entre nosotros se palpa a leguas.

Hasta las chicas lo notan y nos evitan cuando estamos en la misma habitación.              

Por eso he vuelto a comer solo, para que ella pueda hacerlo, con tranquilidad, sentada a la mesa con sus amigas.

Lo sé, no se me da bien eso de ejercer de cabrón sin sentimientos, pero soy así, no puedo cambiar de la noche a la mañana. Por la noche, mi padre me pregunta qué es lo que pasa y se lo cuento. Le hablo de lo reacio que siempre estuve a enamorarme, del motivo que me llevó a prometerme a mí mismo que nunca lo haría y de por qué ahora han cambiado las cosas.

Si él es capaz de rehacer su vida, cuando ha sido el más perjudicado en esta historia, ¿por qué no voy a hacerlo yo? Desnudo mi corazón ante él y le muestro todos mis miedos, que se resumen en uno sólo: que la única mujer que se ha adueñado de mi corazón, no me quiera.

—¿Y por qué no iba a quererte?

—Vamos, papá, acabo de decírtelo, sigue enamorada de su novio fallecido. No puedo competir contra un fantasma por el que ella estuvo dispuesta a dejarlo todo.

—¿Sabes? Conocí a Colin y nunca me gustó. Me parecía un jeta, un interesado y un maleducado.

Aunque claro, cuando ella estaba cerca se mostraba diferente, mostraba otra personalidad. En cambio, tú no tienes dobleces, hijo, eres tal cual te ves, leal, honesto, sencillo…

—Sigue amándole a él, papá, a mí ni siquiera me da una oportunidad. 

—En eso te equivocas, Arthur, sí que te está dando una oportunidad, aunque puede que ella todavía no lo sepa.

—¿A qué te refieres?

—Por Dios, hijo, dejó que te quedaras en su casa una semana, cuidándola.

—Sí, pero sólo porque insistí y porque vamos a tener un hijo.

—Tu madre y yo te teníamos a ti y eso no impidió que ella se fuera sin mirar atrás. Lo que quiero decir, es que no todas las parejas que comparten vuestra situación tienen lo que vosotros tenéis.

Puede que tú no lo veas y ella tampoco, pero los que estamos a vuestro alrededor sí que nos damos cuenta, pregúntale a Amanda si no me crees.

Suspiro.

—En realidad, yo también pienso que lo nuestro es diferente y, claro, me hago ilusiones… Luego, cuando menos me lo espero ¡zas! Me suelta una de las suyas y pienso todo lo contrario. No sé qué hacer, papá, me estoy volviendo loco, joder.

—Sigue siendo tú mismo, hijo, no cambies ni un ápice de lo que hay en ti. Dale tiempo y verás que acabará dándose cuenta de lo especial que eres para ella.

—¿Cuánto tiempo?

—Si la amas, el que sea necesario.

No es por nada, pero que mi padre crea que tengo posibilidades con Alison, me motiva a no rendirme.

Por eso decido cambiar la estrategia y darle un empujoncito a esa loca mujer, para que decida si me quiere en su vida o no.

El miércoles sigue la misma dinámica que los días anteriores. Apenas nos dirigimos la palabra y, cuando lo hacemos, ni siquiera nos miramos a la cara.

Eso sí, cuando ella está enfrascada en algún asunto de la empresa, la observo sin que se dé cuenta. Es inevitable no hacerlo y desear que toda esta situación fuera distinta y le diera una oportunidad a lo nuestro. Me alucina lo cabezota que puede llegar a ser, joder. Me revienta que no sea capaz de dar el brazo a torcer. Y todavía me jode más quedarme en la inopia cuando la tengo cerca y darme cuenta de que no existe nada más a mi alrededor aparte de ella.

Como por ejemplo en este mismo momento, que sonrío como un idiota al ver cómo se lleva el bolígrafo a la boca y muerde compulsivamente el capuchón.

Si pudiera, me daría de collejas hasta dejarme tonto, de verdad. Las que suelo darme mentalmente parece que han dejado de surtir efecto y necesito algo más contundente para dejar de hacer el gilipollas en su presencia.

«Mal vas como sigas así, chaval…»

Justo en este instante, suena el teléfono en el bolsillo de mi chaqueta. Me levanto a por él y, de repente, se me ocurre que este es un buen momento para comprobar si para Alison soy tan invisible como parece.

Sonrío para mis adentros.

—¡Ornella! —saludo con énfasis—. Cuánto tiempo sin saber de ti, preciosa, ¿cómo te va?

Percibo la tensión en sus hombros al segundo.

«Bien…»

—¿Qué Ornella ni qué niño muerto? Soy yo, Luis.

—Lo siento, he estado muy ocupado últimamente…, no, nada importante, ya sabes, trabajo.

Ahora es su mandíbula la que se tensa.

«Vamos bien…»

—¿Qué te has fumado, tío?

—¿Que si me gustaría verte este fin de semana? —los ojos de la pequeña James se clavan en mí y me giro, ocultando una gran sonrisa—. Por supuesto, siempre es un placer verte, nena—estas últimas palabras las pronuncio: alto, claro y con un toque picante.

—Vale, creo que ya lo pillo, Alison James está contigo y quieres darle celos, ¿me equivoco?

—Para nada.

—¿Qué ha pasado ahora? ¿Sus hormonas han vuelto a atacar?

El cabrón se ríe a carcajadas.

—¿Este sábado? No, no tengo nada que hacer, salvo disfrutar de tu encantadora compañía.

—Bueno, a mí también me gusta verte, pero qué quieres que te diga, prefiero a Dana, ella me hace cosas…

—Sí, claro que conozco ese local—lo interrumpo—, está en el Soho, ¿verdad? Deja que lo apunte…

El carraspeo de Alison a mis espaldas casi me hace reír.

—Muy bien, más tarde te llamo y concretamos nuestra cita.

—Vale, tesorito, pero llámame sin falta, ya sabes que me muero por tus huesos londinenses.

—Idiota—mascullo en susurros.

—Anda, tontito, mándame un beso.

Me río y aclaro la voz antes de volver a hablar.

—Nada de mandarte un beso, prefiero dártelo en persona…, no, no será sólo uno, ya sabes que una vez que empiezo, no puedo parar… Eso es, nena, nos vemos el sábado.

—Estoy impaciente.

Guardo el teléfono de nuevo en el bolsillo y me giro para volver a la mesa.

Ver la mirada de furia de Alison y su boca torcida en un gesto de disgusto, me hace sentir bien y mal a la vez. Bien porque todo indica que está celosa y no le parece bien que quede con otras mujeres; y mal, pues porque no me gusta ser así y hacerle daño, de verdad que no. Pero es lo único que se me ha ocurrido como toque de atención, que vea que sí hay otras mujeres interesadas en mí, aunque eso ya lo sabe. Pero, sobre todo, quiero que empiece a pensar en que yo estoy libre como un pájaro y que si no se espabila puede perderme. Igual que le pasó a Mila con Luis.

Sus bufidos de gata enrabietada me hacen sonreír, pero disimulo.

—¿Te pasa algo? —indago por meter el dedo en la llaga.

—Nada.

—¿Seguro?

—Sí.

—No sé, pareces un poco tensa.

—No lo estoy.

—Lo que tú digas.

—Eso es, lo que yo diga—responde borde.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado ahora? —meto el dedo un poco más en esa llaga que parece escocer.

Resopla y se pone en pie, fulminándome con la mirada.

—La llamada de tu amiguita y vuestra conversación me han desconcentrado y me he olvidado de lo que iba a hacer.

Pongo cara de horror.

—Qué feo por tu parte escuchar una conversación ajena, Alison.

—La próxima vez que recibas una llamada personal en horario laboral, te pondré una amonestación, ¿estamos?

—¿Y si es mi padre, que me llama porque resulta que le ha pasado algo?

—Si es tu padre respondes y punto.

—Entonces, ¿esta nueva norma que te acabas de sacar de la manga sólo atañe a mis amiguitas?

—Atañe a todo el mundo que no sea tu padre.

—Entendido y lo siento, sólo estaba poniendo en práctica tu consejo.

—¿De qué consejo hablas? —se cruza de brazos.

—Ya sabes, que me dé la oportunidad de enamorarme de alguna de esas mujeres que me rondan.

—Ah, ése…

—Sí.

Nos miramos intensamente durante minutos y, finalmente, ladra:

—Deja de perder el tiempo y ponte a trabajar de una puñetera vez.

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