Armageddon

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Capítulo XLII

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CAPÍTULO XLII

SEAN se acercó lentamente a la mesa del general Hansen y dejó sobre ella el legajo de Bruno Falkenstein. El general dirigió una mirada al pliego de papel y lo apartó a un lado.

—Me alegro de que tomases la decisión de traer esto —dijo.

—Señor…, soy culpable.

—Sean, estos papeles se entretuvieron mucho tiempo en tu mesa de trabajo. No ha pasado otra cosa.

—Sí la hay, después de cómo obré yo con un hombre que había cometido el mismo delito.

—El caso es distinto. Tú te negarás a reconocerlo ahora, a causa del castigo que te infliges. Me gustaría saber cómo ha reaccionado Ernestine Falkenstein.

—Hemos roto.

Hansen se dio cuenta de que la decisión de la muchacha la había dictado el amor que tenía a Sean, que se proponía darle oportunidad para forjarse una existencia más o menos normal.

—Lo lamento, Sean.

—Llevamos en el alma heridas demasiado profundas. Yo no puedo hacer la paz con los alemanes, Erna y yo… probábamos a engañarnos a nosotros mismos. No se podrá establecer una verdadera paz hasta que nosotros desaparezcamos y la nueva generación de americanos y alemanes la funden.

—Me temo que tienes razón, Sean.

—General, le ruego que me ayude a salir de Alemania.

Una pausa para reflexionar, por Nelson Goodfellow Bradbury.

El Berlín occidental vive el delirio de la victoria. El mundo occidental ha ganado su primera y única batalla de la guerra fría.

En el espacio de un año, un cuarto de millón de vuelos ha llevado a Berlín dos millones y medio de toneladas de mercancías, salvando medio millón de millas.

La hazaña nos ha costado doscientos cincuenta millones de dólares y setenta vidas. Por lo que suelen costar las batallas, el precio es barato. Hemos adquirido conocimientos técnicos innumerables, y esta victoria ha sacado a la superficie las virtudes más acrisoladas del coraje y el ingenio americanos.

Hemos renovado nuestros lazos con el aliado inglés y hemos encontrado un aliado nuevo. En esta primera prueba, los berlineses han sido hierro puro.

Pero aquellos de los nuestros que crean que hemos conseguido una victoria definitiva son tontos. La Unión Soviética ha visto detenido su impulso por la «Doctrina Truman», el Plan Marshall, la NATO y el Airlift. El Kremlin ha hecho, meramente, una pausa para reflexionar.

El acuerdo poniendo fin al bloqueo de Berlín, como todos los acuerdos que suscriben los soviets, les es útil a ellos, por ahora. Los rusos no han cambiado ni una coma de su promesa de devorar al género humano mediante el comunismo.

La Unión Soviética recobrará sus rumbos y volverá a tantear en busca de victorias baratas. El Oeste será sometido a prueba una y otra vez.

Al final, la Unión Soviética ha de retornar siempre a Berlín escenario de su derrota. Mientras el Oeste permanezca en la ciudad, la Unión Soviética no puede consolidar sus colonias a puerta cerrada y se encuentra en el caso de tener que vivir exhibiendo su estilo de vida.

Vemos ya la existencia mísera que aguarda a la zona rusa de Alemania, en contraste, actualmente, con el vigoroso resurgir de la Alemania occidental. El Kremlin no puede resignarse a que su política continúe a la vista del mundo y ha de intentar una y mil veces expulsarnos de Berlín. Se ha ganado una batalla. La guerra sigue.

Al terminarse la Segunda Guerra Mundial, los rusos, encerrados durante siglos, salieron súbitamente de su concha y se derramaron fuera de sus fronteras.

Opino que les costará mucho tiempo aprender a convivir con el resto del mundo y enterarse de que la raza humana no desea ser moldeada a imagen y semejanza de ellos.

La firme voluntad americana debe conseguir que las victorias rusas se produzcan con mayor dificultad. Entonces ellos volverán la vista a su propia casa, remediarán sus propios males y decidirán sumarse a la gran familia humana y permitir que el mundo viva en paz. Hasta que la Unión Soviética aprenda esto, nos aguardan muchos años duros.

¿Qué decir de los alemanes?

A la generación actual le gustaría olvidar la era nazi. Mala suerte. Los alemanes se han bañado en la sangre de treinta millones de muertos. Imposible limpiarse.

¿Y el alemán que jura que no fue nazi?

Antes de dictar sentencia contra los alemanes, permítaseme decir que jamás encontré a un americano que manifestase un remordimiento personal por el hecho de que nosotros destruimos un pueblo entero y su civilización con una indiferencia brutal, para conquistar el Continente Norteamericano. Y muy pocos expresan remordimientos, como tales americanos, por haber arrojado bombas atómicas sobre poblaciones civiles indefensas.

Menor es todavía el número de los que aceptan una responsabilidad personal por el hecho de que en nuestro país viven veinte millones de personas como ciudadanos de segunda clase. Si bien nos es muy cómodo ver las faltas de los alemanes y los rusos, seguimos el recurso fácil de no ver las nuestras.

Los alemanes nos dicen que todos los hombres son inhumanos. Cierto. A pesar de todo, cuando se escriba un libro definitivo sobre la inhumanidad del hombre, el capítulo más negro irá dedicado al pueblo alemán de la era nazi.

¿Qué decir de la generación alemana venidera? ¿Se la ha de hacer responsable de los pecados de sus padres? ¿Puede un muchacho alemán ser más inocente que el muchacho polaco que habrá de vivir con las cicatrices causadas por los alemanes?

Los hombres somos la suma total de nuestro pasado. La era nazi es un sumando de la suma que formará la herencia de las generaciones alemanas todavía no nacidas. Sí, serán responsables.

El camino de la redención exige enfrentarse con la verdad del pasado. Sólo una experiencia democrática lograda traerá a este pueblo por el buen camino.

El ciudadano alemán que ha de seguir la tradición de permitirse ignorar la política, evitará el cargar su «hado» sobre el «padre» que le llena las alforjas.

La política alemana ha de perseguir algo más que una hogaza de pan y la maniobra más favorable para sobrevivir. Escuchamos ya algunas quejas por el gasto que acarrea el salvar a Berlín. No obstante, hemos de ser hábiles y pacientes y confiar que, viviendo con americanos, se les inculcará algo de nuestra manera de ser.

Si la redención del pueblo alemán se convierte un día en una realidad, veremos que esta redención empezó en Berlín.

Los berlineses se vanaglorian de que son diferentes. Lo mismo ocurre con los habitantes de Hamburgo, Munich y San Francisco. ¿Qué berlineses son diferentes? ¿Los de los sectores occidentales, o los del sector soviético?

Contemplamos demasiados signos amedrentadores de renacimiento de un espíritu nazi al otro lado de la Puerta de Brandenburgo. La única diferencia está en el color de la bandera y en que el martillo y la hoz sustituyen a la esvástica. Todo lo demás es igual. Son, en realidad, un pueblo débil que tiene que apoyarse en otra persona.

Algunos dirigentes berlineses les dirán a ustedes que Berlín ha sido siempre la piedra del hogar del pensamiento demócrata alemán. Y que posee una larga tradición de obrerismo y liberalismo. Esto es cierto.

También es cierto que fue la piedra del hogar del militarismo prusiano y del Estado Mayor alemán que condujo al mundo a una calamidad tan grande.

Otros berlineses les dirán que ellos nunca fueron nazis. Yo he visto las legiones de Hitler marcando el paso de ganso por la Puerta de Brandenburgo ante unas turbas fanáticas de berlineses que se desgañitaban gritando: «Sieg heil!».

Concediendo a los berlineses el beneficio de la duda sobre si eran parcialmente nazis, yo pregunto: ¿Hasta qué punto continúa existiendo un poquitín de espíritu nazi?

Los berlineses dirán que como vivieron la tiranía anteriormente, cuando volvieron a verla la reconocieron inmediatamente. Y le cerraron el paso. He ahí una base sólida de partida. Ni siquiera las personas que sienten por Alemania un odio más inconmovible y quizá aleguen que Berlín resistió por el terror que les inspiraban los rusos, pueden contestar el por qué los berlineses decidieron resistir incluso cuando creían que el Oeste abandonaría la ciudad.

En resumen: el pueblo de Berlín ha conquistado una victoria para la democracia. Esta victoria no le exonera, ni paga su deuda por la participación que tuvo en la Alemania de Hitler.

Berlín fue la capital nazi. Nada puede cambiar esta realidad.

Desde el final de la guerra, el Berlín oeste ha hecho más por la libertad del género humano que ningún otro pueblo del mundo. Nada puede cambiar esta realidad, tampoco.

Cuando pregunté a un sesudo general americano: «¿Cambiará el pueblo alemán?», me contestó con la sabiduría de los grandes hombres. Me dijo: «Vuelva usted dentro de veinticinco años y le contestaré».

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