Arizona

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I

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—La cena no está dispuesta todavía —repuso ésta en tono muy significativo.

—¿Y tú, Nesta?

—¿Yo, qué? —Nesta dejó los arreos de su caballo en el porche, sin hacer caso de la desaprobación manifiesta de Sam Playford.

—Que cuándo abrimos mi paquete. Os he traído a todos muchos regalos.

—¡Ábrelo ahora mismo, Cappy! —gritó, radiante de júbilo.

—¿Y qué dice usted, Playford?

—Si mi voto sirve, Cappy, digo que si tiene usted algo que dar lo dé pronto.

—¡Eh, Rich, tú también entras en el juego!

—Déjame arbitrar, Cappy —dijo Rich, con mortificante frialdad.

—Me parece bien. Tú eres el único sensato en esta casa.

—Abre el paquete cuando Nesta y las mellizas se hayan acostado.

El trío femenino así desafiado expuso una ruidosa e incoherente, pero unánime, decisión de no acostarse en toda la noche.

—Bueno, quedémonos en un término medio —decidió Tanner—. En cuanto cenemos empezará la función.

—Entra, Cappy —dijo Rich—, que el aire de noviembre refresca mucho en cuanto se pone el sol.

El vestíbulo ocupaba toda la anchura de la casa y quizá la mitad de su longitud. Et fuego que ardía en la chimenea de piedra le daba un aspecto confortable y alegre. Servía también de comedor, y dos camas, una en cada rincón, indicaban que algunos de la familia dormían allí también. Una puerta cerca de la chimenea comunicaba con la cocina, adición reciente. Otras dos habitaciones, ninguna de las cuales tenía entrada por la estancia principal, completaban la vivienda. A Rich Ames, como a todos los del Tonto, le gustaban los fuegos de leña, y tres chimeneas de piedra amarilla que se elevaban sobre el tejado de las casas eran prueba suficiente de esto.

—Mescal y Manzanita, a lavarse y a peinarse —ordenó la señora Ames desde la cocina. Nesta había desaparecido.

—¿Cómo está la caza, Rich? —inquirió Tanner con interés.

—Nunca ha habido tanta, que yo recuerde —le informó Ames con satisfacción—. Mi padre me habló una vez de un otoño como éste; fue hace diez años, mucho antes de la guerra.

—Buenas noticias. ¿Y qué clase de caza?

—De todas clases. Castor, marta, visón, zorra… Si pudieras cazar todo lo que hay en el país podrías comprar las compañías peleteras. ¿Cómo crees que estarán los precios?

—Altos. Es una suerte llegar cuando la caza abunda. Creo que tenemos un otoño tardío.

—Sí. Tenemos muy poca nieve aún por aquí. Sólo en las alturas y desde hace pocos días. Hay tantos osos, venados y pavos que hay que echarlos a puntapiés de los caminos. Y muchos pumas, también.

—Supongo que habrá buenos pastos, pues, de otro modo, la caza emigraría a otras tierras.

—Hermosos, Cappy. Las bellotas a montones en el suelo; hay muchas fresas y uvas, y la mejor cosecha de piñones que ha habido en muchos años. La caza está todavía muy alta y no bajará hasta que no empeore el tiempo. Hemos tenido muchas lluvias en el momento oportuno y las nieves del invierno tardarán. Apuesto a que conozco más de cien colmenas. Te hemos estado esperando, recordando tu debilidad por la miel.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Cómo si a ti no te ocurriera lo mismo! Y a usted, Playford, ¿qué le parece la miel del Tonto?

—¿A mí? Me gusta tanto como a los osos.

—Me alegro mucho de todo esto —declaró satisfecho el cazador—. Supongo que vosotros, muchachos, vendréis conmigo; por lo menos este invierno…

—Desde luego, Cappy —repuso Rich.

—Muy satisfecho de la oportunidad —añadió Playford—. Mi casa está ya preparada para el invierno. Tengo hasta leña cortada.

—Afortunadamente he traído un saco de cepos nuevos —dijo Tanner.

—¡Eh, Rich! —llamó la madre desde la cocina—. Ven a llevar la cena si no quieres que la vierta.

Rich acudió alegremente y cada vez que salía de la cocina cargado de peroles humeantes, hacía misteriosos guiños a Cappy Tanner indicando a Nesta, que había salido vestida de blanco, muy suave y muy distante, y a Sam Playford que no podía apartar de ella su mirada humilde y arrobada.

—Cappy, siéntese en su sitio de siempre —dispuso la señora Ames. Las mellizas vinieron corriendo como un remolino y disputaron sobre quién había de sentarse al lado de Cappy. Nesta fue la última en sentarse con un ligero aire de desagrado por la proximidad de Playford.

Este juego divertía al cazador, pero empezó pronto a despertar su curiosidad y a preocuparle. Nesta nunca había tenido un adorador aceptado ni por la familia ni por ella. En el Tonto, las muchachas de dieciséis años estaban casadas o a punto de casarse; y Nesta pasaba ya de los dieciocho y seguía aún soltera, y, que Cappy supiera, sin compromiso. No podía afirmar nada, sólo estaba seguro de su encanto y del cambio experimentado, cuyo misterio la hacía aún más atractiva. La conversación empezó a flaquear y el interés de todos, incluso el del viajero, pareció concentrarse en la tarea de acabar con la comida. El levantado de los manteles se realizó con maravillosa prontitud y se trajo la lámpara de la cocina para aumentar la luz. Rich añadió un par de leños al fuego.

—Ahora, a sentarse todos alrededor de la mesa mientras yo hago de Rey Mago —dispuso Tanner, y, entre los gritos de alegría de las mellizas, se dirigió al porche dejando la puerta abierta.

Éste era un momento en el que había pensado mucho. Para hacer una magnífica impresión decidió entrar todos los paquetes y cajas de una vez y abrumar así de un solo golpe a los Ames. Pero no había calculado la dificultad de manejar todas aquellas cosas sin estar bien liadas en una lona. No sólo se tambaleó bajo el peso, sino que tropezó en el umbral y perdió el equilibrio.

Rich Ames estuvo a punto de reventar de risa. Cappy fue al suelo haciendo temblar la cabaña.

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