Ariana

Ariana


TRES

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Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue un techo de madera color vino. No sabía donde se encontraba, pero cuanto menos seguía en el mundo de los vivos.

Apenas se movió en el lecho, pero de inmediato un cuerpo le tapó la claridad que entraba por la ventana. - ¿Te encuentras bien?

La voz de Henry Seton le hizo regresar por completo a la vida. Le miró fijamente y luego quiso incorporarse. Ahogó un grito y volvió a caer sobre los mullidos almohadones, con los ojos cerrados y el rostro blanco como el papel.

- No intentes moverte -escuchó decir a su amigo-. La herida no es grave, pero me temo que has perdido mucha sangre.

- Dios… -gimió-.

Cuando se encontró con fuerzas y volvió a abrir los ojos, no fue para ver el rostro preocupado de Seton, sino los iris violeta de su agresora. Sin darle tiempo a abrir la boca, ella se adelantó, se puso a su lado y le enjugó la frente con un paño húmedo.

- Procure descansar un poco más, aún esta débil.

Rafael intuyó en su mirada que le suplicaba silencio. Y en lugar de comenzar a gritar como un energúmeno acerca del asalto, se mantuvo callado mientras ella sujetaba su cabeza y le acomodaba mejor sobre los almohadones. Siguió cada movimiento de la joven, observándola a placer, ahora que la luz del día se lo permitía, mientras ella recogía lo que había sobre la mesita de noche. - ¿Qué diablos pasó? -preguntó Henry, acomodándose a un lado del colchón-.

- Me atacaron. - ¿Pudiste verlos?

Dirigió una mirada irónica a la chica mientras ella permanecía erguida en medio del amplísimo cuarto, un poco azorada.

- No -gruñó-. No pude ver a nadie, estaba oscuro.

- Pudieron ser cazadores furtivos.

- Seguramente. Cazadores de conejos.

El comentario hizo agachar la cabeza a la muchacha y Rafael creyó ver un atisbo de sonrisa en sus labios.

- Peter y ella te encontraron -dijo Seton-. - ¿Peter?

De modo que el gigante barbudo se llamaba Peter. ¡Pues ya ajustarían cuentas!

- Es mi hombre de confianza. Trabaja hace cinco años para mí y es al único al que puedo confiarle mi vida y la de Ariana.

- Ya veo. Dame un poco de agua, por favor.

Fue ella quien se acercó y le puso un vaso de agua fresca en los labios, mientras le sujetaba de nuevo la cabeza. El contacto de su mano le agradó, pero su humor seguía siendo pésimo. Siempre era pésimo cuando se encontraba encamado y sin posibilidades de valerse por sí mismo. Y sabía que se agriaría más según avanzasen las horas; no era hombre que pudiera estarse quieto.

- Bien -dijo Henry-. No es el mejor momento, pero creo que deberías conocer a mi nieta.

- Ya la conocía -gruñó Rafael-.

- Sí, hace siete años -sonrió el inglés-, pero de eso hace ya mucho tiempo y ella era una niña. Ha cambiado un poco desde entonces.

La mirada de Rafael Rivera se volvió casi negra al observar a la muchacha. Se había cambiado de ropa y ya no lucía pantalones y pelliza masculinos, sino un vestido ajustado de color lila, casi del mismo color que sus ojos. La cólera del conde de Torrijos aumentó al darse cuenta de que era una muchacha preciosa.

- Cierto -susurró-, ha cambiado un poco.

- Bueno… -Henry parecía un tanto incómodo-. Ya le he hablado de nuestro acuerdo y…

- Necesito descansar -cortó Rafael-.

El inglés asintió. Sabía que a pesar de haber aceptado, el español no estaba del todo convencido. Debía darle más tiempo, no presionarlo, no tensar la cuerda.

- Volveré más tarde. Si necesitas algo, tira del cordón que tienes a la izquierda.

Ariana le regaló una mirada de agradecimiento antes de abandonar el cuarto tras su abuelo. Rafael lanzó un taco feísimo apenas se cerró la puerta. Cerró los ojos y poco después volvía a estar dormido.

Le despertó el sonido de las cortinas al ser abiertas. Miró hacia los ventanales y la vio trajinando de nuevo en la alcoba. Se había cambiado de vestido y ahora llevaba una falda larga negra y una blusa amarilla.

Rafael se movió un poco y ella le prestó atención de inmediato. - ¿Quiere sentarse?

Rivera asintió y ella le ayudó a acomodarse, apoyado en el cabecero. Para cuando acabó, estaba pálido por el dolor. La lanzó una mirada que hubiera podido helar los Pirineos y ella bajó la suya, un poco cohibida. Alcanzó un vaso de agua y se lo tendió. - ¿Tiene apetito? ¡Solícita!, barruntó Rafael. ¡Ahora la condenada niña se mostraba solícita con él, después de haberle acuchillado como a un jabalí! - ¿Por qué?

La pregunta la hizo ponerse a la defensiva.

- Pensábamos que quería matarme -dijo en un susurro que más pareció un gemido-.

- Eso ya me lo dijo tu orangután, preciosa. Lo que quiero saber es por qué no he de decírselo a Henry.

La aspereza de su voz la afectó y su mirada se volvió fría.

- Mi abuelo no debe enterarse, está muy enfermo.

- Tu abuelo, amor, es capaz de acabar con veinte osos antes de que su enfermedad se lo lleve a la tumba -la mención de la muerte llenó los ojos de Ariana de lágrimas y Rafael se maldijo por su brusquedad-. Lo siento, soy una bestia -se disculpó-. Es sólo que no me hago a la idea de que Henry…

- Lo tenemos asumido.

Rafael alzó las cejas al escucharla. ¿Lo tenían asumido? ¿De qué material estaba hecha aquella chiquilla? ¿De piedra? La miró con más detenimiento y le pareció ver a una estatua de mármol, fría y distante, altanera, como una princesa enseñada a no tratar con el pueblo llano.

- Te felicito -dijo-. Yo no creó poder asumirlo con tanta frialdad.

Ariana le miró con desdén. No le agradaba el español. No le agradaba la idea de su abuelo. ¡Casarse con aquel engreído! Henry opinaba que la fortuna de los Rivera convertía a aquel sujeto en alguien de confianza, porque posiblemente tuviera más dinero que ellos. Ella opinaba otra cosa. Recordaba a Rafael Rivera, conde de Torrijos. Le recordaba aunque sólo era una chiquilla de trece años cuando le vio por primera y única vez. Reconocía que entonces él era también casi un muchacho, con sus veintidós años recién cumplidos. Le había gustado al primer golpe de vista, por entonces ella era una muchachita enamoradiza y sensible y el español un joven guapísimo. Casi se había enamorado de él durante su estadía en Queene Hill. Pero también recordaba cuando le pilló retozando con una de las criadas en el bosque. Por supuesto, no se lo había dicho a nadie, la habían enseñado a comportarse como una dama. Guardó silencio aunque deseó desfigurarle la cara y echarle a patadas por romper sus sueños infantiles. Pero se comportó como lo que ya era, una señorita de inmejorable familia por cuyas venas corría sangre de reyes.

Sin embargo ahora, al volver a tenerle enfrente, la rabia de antaño regresó unida a la duda. ¿Pero es que su abuelo estaba loco eligiendo a aquel mujeriego para convertirse en su esposo? No acababa de entender la causa por la que Rafael Rivera había aceptado aquel estúpido pacto. ¿Acaso pensaban todos que ella no sabía cuidarse sola?

Volvió al presente cuando le escuchó hablar.

- Cuéntame lo que está pasando, Ariana.

Sus hombros se encogieron apenas.

- Alguien quiere matarme.

- Eso ya me lo han dicho.

- Y es lo único que puedo decirle. No se más.

- Ese tal Peter es tu guardián, ¿no es eso?

- Sí. Confío en él, como mi abuelo. - ¿Qué hacíais a aquellas horas en el bosque?

- Cazábamos. - ¡Vaya! Entonces no hemos mentido mucho a Henry, ¿no es verdad? - ¡Sólo que yo no soy furtiva, mister Rivera! - ¡Ni yo soy un conejo, qué demonios! -gritó Rafael-.

Ariana se retiró un paso de la cama. Aquel hombre le parecía peligroso a pesar de encontrarse herido con un tajo considerable en el hombro.

- Confío en que me guardará el secreto sobre lo sucedido, señor. No quisiera preocupar al abuelo con nimiedades. - ¿Que alguien trate de matarme lo consideras una nimiedad? - ¿Tengo su palabra? -insistió ella-.

- La tienes, maldita sea. Tampoco yo quiero que Henry tenga más quebraderos de cabeza. Pero habremos de hablar más respecto a este asunto.

Ariana giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Desde allí se volvió y le miró.

- Dentro de un momento le servirán la cena.

Rafael estuvo a punto de mandarla al infierno. Una estatua, eso es lo que era aquella chiquilla. Hermosa pero fría como una diosa a la que ningún humano podía acceder. ¡Y él tenía que convertirse en su esposo de pacotilla, por los cuernos de Satanás!

Un segundo antes de desaparecer, Ariana dijo: - Siento haberle herido.

Rafael supo que lo sentía igual que si hubiera pisado una hormiga paseando. - ¡Y un cuerno! -gritó de nuevo antes de que la puerta se cerrase-.

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