Ariana

Ariana


DOCE

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Volvió a verla sólo veinte minutos después, mientras estaba acomodado en el balcón, apoyado en una butaca y con los pies sobre la baranda. Ella apareció por su derecha y, aunque notó su presencia, siguió fumando en silencio.

Ariana le miró y sin poder remediarlo pensó que era un hombre formidable. Alto, de anchos hombros y estrecha cintura, largas piernas, rostro perfecto, ojos algo almendrados, pestañas pobladas y largas. Con seguridad su físico y su rostro seductor le procuraba más mujeres de las que podía atender. Ese pensamiento clavó una aguja de celos en su pecho, aunque de inmediato lo desestimó.

Tosió para llamar su atención y Rafael giró un poco los hombros para mirarla.

- Ya limpié los platos -dijo él, a modo de saludo-.

Ariana notó que se ponía roja como la grana. La estaba reprendiendo por no haber accedido a ayudarlo, el muy maldito. - ¿Puedes ayudarme con los botones? -suplicó-.

Las renegridas cejas del español se alzaron en un gesto irónico. Dio una chupada más al delgado cigarrillo y lo tiró. Con un ademán simpático hizo girar el dedo índice de su mano derecha en el aire, indicándola que se diera la vuelta. Aún sofocada, Ariana le obedeció. Le escuchó gruñir y se envaró sin poder evitarlo. Luego, al notar los dedos de Rafael manipulando los botones y rozando su espalda, se puso más rígida, pero él no pareció notarlo y continuó con la tarea encomendada. - ¿No podías haberte provisto de blusas y chaquetas? -protestó cuando llevaba abrochados diez botones, tan diminutos que apenas podía sujetarlos con los dedos- ¿Todo lo que tienes en el armario son vestidos como este?

- Son más cómodos.

- Siempre que tengas una sirvienta que se pase media hora quitando o poniendo botones en los ojales. ¡Por Dios, no se acaban nunca!

- Si te molesta, yo… - ¡Quédate quieta!

La orden fue tan brusca que Ariana se tragó la lengua y ni se atrevió a respirar hasta que él dio por finalizado el trabajo, la hizo dar la vuelta y la miró directamente al pecho, ajustado por la tela.

- Ha merecido la pena -susurró Rafael-.

Ariana Seton había sido galanteada por algunos hombres, estaba acostumbrada a que le regalaran decorosas miradas de admiración, a que le susurraran lo hermosa que estaba, a que le dijeran con profundo respeto que la encontraban bellísima. Pero nunca, en toda su vida, le habían dicho de modo más sencillo que la deseaban. Porque eso fue lo que Rafael Rivera estaba dando a entender. Simple. Sin tapujos ni frases preparadas. Sintió que el color regresaba de nuevo a sus mejillas y se enfureció con ella misma. ¿Iba a estar siempre poniéndose roja a cada comentario de aquel salvaje? Sin embargo, al instante siguiente, Rafael pareció no darle más importancia que a una pulga. Echó un vistazo hacia el exterior y preguntó: - ¿Te apetecería dar un paseo por el lago?

Al recordar el baño matutino de él se acaloró aún más.

- Hay un bote -dijo Rafael-. Pequeño pero en buen estado, lo he revisado al amanecer -notó el sofoco de la muchacha y decidió que necesitaba un poco más de quinina-. ¿Sabes? Estuve bañándome en el lago. ¿Lo has hecho alguna vez?

- No -susurró ella-. - ¿Qué has dicho? -se volvió a mirarla con las cejas alzadas, como si no la hubiera escuchado bien-.

- Que no me he bañado en el lago. - ¡Ah! Pues resulta delicioso, chiquita. Bien, ¿qué me dices de ese paseo en barca?

- Yo…

- No debes temer nada, no va a hundirse. Imagino que sabes nadar, ¿verdad? Por si pasara algo.

Los ojos violeta se achicaron. Ella se percató de la burla y Rafael pensó, por un instante, que iba a empujarlo con todas sus fuerzas y tirarlo por el balcón. Pero todo lo que hizo Ariana fue decir:

- Puede que aún te ahogue en el lago, Rivera.

Rafael se rió con ganas y ella no pudo remediar echarse también a reír. La risa de Rafael era contagiosa y además, estaba tan atractivo que Ariana pensó incluso que una pequeña paz entre ambos no vendría mal.

De modo que desde ese momento reinó cierta armonía entre ambos. Bajaron al lago y Rafael sacó el pequeño bote de una cabaña cubierta por el ramaje, arrastrándolo hasta la orilla. Colocó los remos, le ayudó a montar y empujó la pequeña balsa, saltando luego a su interior con agilidad.

Por un buen rato Rafael propulsó la ligera embarcación en círculos, para poder admirar el lugar. Los cisnes se retiraron prudentemente a su paso, observándolos con interés. - ¿Cuando regresaremos a Queene Hill?

Rafael no había dejado un momento de observarla, mientras su mirada acariciaba cada rincón del lago y cada remolino. Había estado metiendo la mano en el agua como una chiquilla, prorrumpiendo de cuando en cuando en cortas risas. Rafael sintió que un extraño sentimiento protector le embargaba.

- Mañana vendrán a recogernos. Hay que guardar las apariencias.

- Comprendo -asintió ella-. Pero no me parece adecuado que vuelvas a dormir en el sofá. Creo que no descansaste bien.

Levantó la mirada hacia él y tragó saliva. Rafael tenía una sonrisa en la boca que lo decía todo. - ¿Qué quiere decir eso exactamente, Ariana?

No supo qué responderle. ¡Condenación! Por qué hubo de sacar la conversación. Aquel salvaje interpretaba de modo obsceno todo cuanto ella decía y llevaba cualquier tema siempre hacia el terreno que deseaba.

- Lo que he dicho. Sería mejor que durmieras en una cama, como todo el mundo.

La risa de Rafael la hizo atragantarse. Le ardió el rostro y se refrescó con un poco de agua antes de poder mirarlo de nuevo. Estaba realmente divertido por su idiotez, y no era para menos, reconoció.

- Será mejor que dejemos esta conversación -dijo él-. ¿Regresamos?

Ariana asintió en silencio y él volvió a impulsar el bote. La muchacha permaneció con la cabeza un poco baja, para evitar mirarlo, pero no pudo remediar observar las largas piernas, el torso y los brazos de Rafael cada vez que movía los remos. Formaban una sinfonía perfecta, un canto al poder físico y le costaba desviar la atención de su cuerpo tan bien formado.

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