Aria

Aria


15

Página 18 de 25

15

—¿Taylor? —le llamé. Después contuve el aliento.

No obtuve respuesta. La oscura presencia en el exterior de la cabaña parecía haberse desvanecido. Me encontraba sola, en el centro de esa sala de madera crujiente.

Encaminé mi paso por la escalera. Nombré por segunda vez a Taylor.

—Estoy arriba. Sube —me contestó.

—¿Por qué no contestas? La puerta se ha cerrado de golpe y creí que…

—El viento, Maddie, el viento al que conviertes en un fantasma que no ves. Ven, acércate —le oí decir desde el primer piso.

Subí la escalera por entero. El piso superior era diáfano, convertido su espacio en un gran dormitorio abuhardillado con un cuarto de baño anexo.

Encontré a Taylor de espaldas, con su linterna apuntando al centro de una gran mesa de madera bajo el ventanal de la estancia. Al acercarme observé aquello que provocaba que Taylor no despegara la mirada de la mesa: una carpeta abierta, con papeles sobresalientes; unos, impresos, otros, escritos a mano.

—Dime, ¿esta es tu letra? —Taylor señaló una página con renglones creados bajo una escritura rápida pero legible: la mía propia.

—Sí. Es mi letra —aseveré—. Pero no recuerdo haber escrito esto…

—Creo que acabamos de encontrar un buen trozo del pastel —dijo él.

Juntos inspeccionamos la documentación hallada, compuesta por dibujos hechos a lápiz y comentarios míos acerca de un tema absolutamente desconocido para mí.

Clave Ishtar, así llaman al conjunto de las tres llaves triangulares. Con su triple unión podrá verse que el grabado sobre el acero forma la composición del rostro de la diosa Ishtar, perteneciente a la cultura de la antigua Babilonia. En la llave que robé a Kent se aprecia la parte derecha del rostro de la diosa. Algunos estudios confirman que la veneración a esta diosa de la carnalidad y la guerra en el siglo XVIII a. C. dio inicio a las logias adoradoras del sexo tan perseguidas a través de los siglos por las principales religiones del mundo. El culto ancestral a la diosa Ishtar dio origen a todas las corrientes masónicas posteriores relacionadas con ritos sexuales y con la exaltación del poder y el control mundial.

Al paso de los tiempos, la diosa Ishtar ha tomado varios nombres. Aunque la organización a la que pertenece John W. Kent asegura honrar a la diosa griega Eulogia (diosa de la elocuencia), sus ritos iniciáticos de carácter sexual ofrecen sospechas de que puedan encontrarse alabanzas a Ishtar entre sus rezos. Los grabados y el nombre dado a la clave son prueba aclaratoria. (27/01/14).

Si restaba alguna duda de mi robo al presidente de los Estados Unidos, esta ya había quedado más que disipada. Con aquel documento escrito, mi colaboración con Cameron Collins para desestabilizar las alianzas secretas de John W. Kent era ya todo un hecho. Y habría que responder por tal acción.

De mi bolso saqué el aparato electrónico de Zharkov. Lo situé en el centro de la mesa. Taylor lo inspeccionó.

Rehusó las preguntas que podría haberme hecho cualquier persona ante su primer contacto con el artefacto: ¿esta es la llave?, ¿se trata de un iphone?, ¿cómo se enciende?, ¿tiene algún tipo de contraseña?

Al contrario de lo pensado, Taylor sorteó todos los botones del complicado teclado para dar con el menú concerniente a la extracción de la pieza triangular. Los dedos no vacilaron ni un segundo al contacto de las teclas que formaban la contraseña: «X322X».

Como si abordara por enésima vez ese gesto, sacó la llave de la pletina surgida en el lado derecho del aparato. La linterna nos descubrió el grabado frontal: una cuarta parte del rostro de la bella diosa babilónica. El acero gris de la placa triangular expelía una extrema frialdad al contacto con los dedos. Mi compañero me señaló un nuevo descubrimiento: una fina cavidad aparecía a lo largo de dos de los tres lados del triángulo, ranuras hembra para algún tipo de conexión electrónica múltiple.

—Clave Ishtar. Al menos podemos ponerle un nombre a estos infernales artilugios… —repuso Taylor—. ¿Recuerdas algo más? Quizá el nombre de esa organización a la que hacías referencia y con la que tachas de masón al presidente…

Negué con la cabeza.

—John W. Kent, miembro de una organización masónica… —continuó Taylor—. No veo yo a ese tipo con una túnica blanca y cepillándose vírgenes…

Hubo un silencio. Afuera, el viento otoñal agitaba con fuerza las copas de los árboles. Sí. Era obvio que estando yo sola en la planta baja, la puerta de la cabaña había sucumbido al capricho del aire nocturno.

Me aproximé al interés de Taylor, abstraído por el brillo de la gema encontrada entre las cenizas del Majestic.

—¿Es por este triángulo de acero por el que ha de morir tanta gente? —inquirí.

—No quieras buscar una respuesta a esa pregunta.

—Quizá ese sea el mal de este mundo… —repuse cansada—. Que nadie quiera buscarles la respuesta a ese tipo de preguntas.

—Habrías de saberlo… En las democracias de este mundo el que ignora vive y el que pregunta muere.

—¿Y a eso lo llamas tú democracia?

—Esa es otra pregunta a la que no hay que hallarle respuesta. ¿Estás deseando que me maten o qué? —sonrió—. Siguiente pregunta…

Pasamos un cuarto de hora indagando en los pormenores de aquella carpeta. A mis escritos sobre la diosa Ishtar fechados a últimos de enero de 2014 les seguían una fotografía en blanco y negro sacada de alguna página relacionada con la historia del arte mesopotámico. En ella se retrataba el bajorrelieve en piedra de la diosa Ishtar de cuerpo completo. Dicha obra —datada alrededor de la primera mitad del siglo XVIII a. C.— se encontraba expuesta en el museo de Londres. A los pies de la fotografía podía leerse su descripción:

Ishtar, diosa mesopotámica del amor, el sexo y la guerra. Su desnudez simboliza la sexualidad, la carnalidad. Su cabeza se adorna con un sombrero cónico, de borde ancho. En sus manos en alto, la figura porta el anillo y la barra de la Justicia, emblemas de la Divinidad. A sus espaldas se aprecian unas alas plegadas y sus pies son convertidos en garras de pájaro. La diosa, de pie, asienta su peso sobre los lomos de dos leones, símbolos del fuego. Por último, dos búhos, asociados al Inframundo, flanquean a la deidad.

Tras la impresión de la fotografía no había más que folios en blanco. Dejamos a un lado la carpeta. Al parecer, Taylor la había encontrado sobre esa misma mesa, bajo un David Copperfield de lomo amarillento. Abrimos el libro por si entre sus páginas hallábamos algún otro papel al que prestarle atención.

—Creo que vamos a tener que poner patas arriba la cabaña para encontrar más de tus escritos… Quizá decidieras esconderlos en algún otro lugar. —Taylor cerró la carpeta—. Pero eso será mañana. Pasaremos la noche aquí. Haré un fuego en la chimenea de abajo. Hay mantas suficientes sobre la cama y sobre ese armario. Tranquila…, yo dormiré abajo, en el sofá. No quiero más acusaciones de violación.

—¿Quieres dejar ya el asunto? —le espeté muy seria. Taylor inspiró con fuerza. Se acercó a la mesa y cogió la llave triangular para introducirla de nuevo en el aparato. Apretó el botón justo para desconectarlo.

—Este cacharro tendrá algún tipo de batería, ¿no? ¿Qué pasará si se descarga del todo?

—No lo sé. Dímelo tú —le dije cruzada de brazos.

—¿A qué viene ese tono?

—Conoces la contraseña para encenderlo… —acerté a replicarle—. Y no te ha costado mucho localizar esa llave en su interior.

Taylor se frotó la frente y sonrió sin conseguirlo:

—En la cárcel, Gustav me dibujó uno de estos aparatos —argumentó—. Me adelantó el funcionamiento y la contraseña para llegar hasta la llave. Me comentó que se la vio marcar a Viktor Zharkov miles de veces. Claro que el código no ofrece segundas oportunidades. Debes apretar el botón exacto o el sistema se obstaculiza. Para reiniciarlo tendrían que unirse las otras dos llaves a esta y realizar juntas un cambio de contraseña común o algo parecido.

—Lo sé.

—Lo sabes… —murmuró su cinismo.

—Bueno…, puede intuirse… Lo que sí recordaba era su contraseña. Alekséi Zharkov la escribió a mi lado antes de que atentaran contra Cameron.

—Algo que sabías y no me dijiste… Así vamos por mal camino, Maddie.

—Aunque te hubiera acercado a esa contraseña, de nada te hubiera valido. Al ver cómo manejas este aparato, cualquiera diría que guardas uno igual en casa.

—¿Qué insinúas…?

—Que callas más cosas de las que dices. No creo que ese Gustav del que hablas conociera tantos detalles acerca de la clave.

Taylor me acuchilló con sus ojos y lanzó a la mesa las llaves del Chevrolet.

—Cógelas y márchate. Si vas a desconfiar de mí, será mejor que no volvamos a vernos. Seré el único gilipollas al que matan por algo que le traía sin cuidado. Solo por salvar la vida de una puta desagradecida… Vamos, ¡lárgate!

—No voy a marcharme…

—¡Pues entonces no me jodas más!

—Lo siento —le dije arrepentida de mi acusación.

Había sido víctima de un impulso inconsciente arbitrado por un recuerdo borroso. Un recuerdo sin voz, sin imagen, que me había empujado a hablar con semejante tono a mi compañero. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Por qué me había sentido en la necesidad de desconfiar de un hombre al que había visto arriesgar su vida a cada segundo a mi lado?

—Salgo fuera. Voy a por leña. Tú quédate aquí —me dijo tras unos segundos de incómodo mutismo.

—Lo siento, Taylor.

—Olvídalo.

Vi cómo él se introducía en su bolsillo el aparato de Zharkov, para después descender en silencio por la estrecha escalera de madera.

Me senté en la cama casi a oscuras, con la luz de la linterna enfocada al suelo. Comenzaba a dolerme horrores la cabeza. Pese a mi esfuerzo por olvidar las últimas cuarenta y ocho horas, las muertes de Cameron y Gloria clavaban sus garras en mi fuero interno, y lo peor era que no veía remedio para curar las heridas, sintiéndolas latentes, a punto de derramar su sangre. La parálisis física y mental proveniente de la pérdida no cesaba en llamar a mi puerta. Solo la nueva misión encomendada para descubrir la clave Ishtar daba a consciente la fuerza necesaria para permanecer hermético, ajeno a un dolor que me sobrevendría solo cuando los asesinos de Cameron hubieran pagado; solo cuando Madison Greenwood revelara la verdad oculta encerrada en las tres llaves. La llave de Zharkov ya estaba en nuestro poder; la segunda, perteneciente al presidente Kent, dependía solo de la recuperación de mi recuerdo. Y la tercera, a resguardo del fabricante armamentístico sin nombre, al que tendríamos que localizar en las próximas horas.

Sentí el impulso de llamar a Johanna, la única persona de este mundo capaz de consolarme y ofrecerme con su voz un trozo de la tranquilidad ansiada. Hacía casi ya una semana que no oía su voz. Era mi obligación de hermana haberme puesto en contacto con ella. En anteriores días me lo había hecho casi prometer. Pero debía mantenerla alejada de todo lo que amenazaba mi vida. Ya había perdido a Cameron por la clave Ishtar, y no iba a perderla a ella también por la misma causa.

De mi bolso rescaté mi antiguo móvil. Lo encendí. Comenzaron a surgir una decena de llamadas perdidas de Johanna. Era evidente que ella ya habría llamado a la policía ante mi desaparición. «Espera un par de días más, Johanna. Solo un par de días».

En breve, mi hermana recibiría noticias mías: o bien volvería a abrazarme, liberada por fin de la amenaza de los amos de la clave Ishtar, o bien debería identificar mi cuerpo encontrado en cualquier vertedero.

Volví a apagar el móvil. Lo introduje de nuevo en el bolso. De improviso la mano topó con un pequeño cilindro. Lo saqué a la vista. Levanté la linterna a la altura de mis ojos. Pude ver que se trataba de una cápsula metálica de bordes redondeados, de unos ocho centímetros, muy ligera y con una luz roja intermitente coronando uno de sus extremos. ¿Cómo había llegado ese extraño dispositivo hasta mi bolso?

Me asusté. Fuera lo que fuese, esa cosa no era mía. Alguien la había colado ahí sin mi permiso y al amparo de mi distracción.

Lo tiré al suelo y lo aplasté. La luz rojiza dejó de parpadear tras el minúsculo cristal, ahora hecho añicos bajo mi zapato. Pensé en el tiroteo a la entrada del Majestic. Mi bolso tirado en el suelo, a unos metros de mí. Las balas surcando el aire. Alguien tuvo que aprovechar el momento del caos para introducir ese objeto en mi bolso.

Recogí el dispositivo del suelo. Instintivamente, deseé ocultarlo en algún sitio que no fuera ni mi pantalón ni mi bolso. Caminé por el dormitorio. No iba a descubrirle a Taylor ese artilugio. Desconocía el porqué, pero aunque la realidad me demostrara las evidencias de su fidelidad y fiabilidad, mi amigo me resultaba a cada minuto más oscuro, como si su rostro hubiera por fin hecho huella en mi memoria y de él no se sacara precisamente un recuerdo amable. ¿Es que acaso Taylor había formado parte de mi vida en mi tiempo como Amanda? Entonces, ¿cuánta mentira rodeaba su altruismo desmesurado, su amor confeso por mí?

Me estaba volviendo loca. Comenzaba a desconfiar ya de la única persona que podía ayudarme a salir de ese atolladero. Sabía que las conjeturas no me iban a hacer pensar con claridad. Las detuve en seco. Lancé la luz de la linterna al frente, hacia el hueco de escalera por donde mi amigo había descendido hasta la planta baja.

Iría con Taylor, adonde fuera. No había opción.

Si él me fallaba, entonces ya nada me quedaba.

Terminé por esconder el dispositivo sobre el techo del armario ropero de esa habitación, en la esquina frontal de su cornisa.

* * *

Hora y media nos bastó para dejar la habitabilidad de la cabaña como estaba mandado, lista para acoger la inestabilidad de nuestro sueño. Mientras yo acomodaba con sábanas y mantas el sofá y la cama, Taylor aprovechó para cortar —con un hacha encontrada en una alacena— suficiente leña y encender el fuego en la chimenea. El ambiente se inundó de un calor muy acogedor. El refulgir de las llamas sería nuestra única luz mientras la noche insistiera en no ahuecar su capa en las próximas horas.

Cenamos alrededor de las diez. El calor proveniente de la chimenea me llevaba poco a poco al adormecimiento. Habíamos acercado la mesa al fuego y repartido por ella la comida en fiambreras que había comprado Taylor esa mañana, en aquel supermercado de carretera cercano al motel de Richmond.

Taciturno y ausente, Taylor daba el último mordisco a un bocadillo de salchichas cocidas. A diferencia de Taylor, la tensión de aquel día me había robado el apetito. Aun así me esforcé en llevarme al estómago la ensalada que alimentaría al niño en mi interior. Con el tenedor de plástico pinché la lechuga y el maíz. Con la otra mano me llevé al pecho la manta que me había colocado Taylor sobre la espalda.

—Te traeré una manta más grande —me dijo él al otro lado de la mesa.

—No, estoy bien —le contesté.

Mantuvimos un silencio de mutuo acuerdo. Los troncos de la chimenea, envueltos en llamas, atraparon pronto mi pensamiento. Desde nuestra última discusión, Taylor había vuelto a ser el mismo: el hombre que menos hablaba de cuantos había conocido. Solo al final de nuestra cena se le ocurrió romper el silencio:

—¿Estás segura de su paternidad?

—¿Cómo…?

—Tu hijo…

—Sí… —le interrumpí un tanto irritada por el discurrir de la conversación—. Cameron es el padre.

—Y eso te contenta…

—Le amaba, Taylor. Es todo cuanto puedo decirte —le contesté sin mirarle—. En cuanto acabemos con todo esto, tendré a mi hijo. Le diré que su padre hizo lo posible por protegerme, que dio su vida por salvarnos a los dos.

—Mentirle a un hijo no es propio de una buena madre.

—Buena o mala madre, será mi hijo el único que decida eso.

—Cierto… —Taylor aplacó la lengua y contuvo la respiración. Pasaron largos segundos de indecisión para volver a ahondar en tan peligroso tema. Cabizbaja recuperé la atención en el fuego. Taylor decidió, entonces, acallar su ira contra Cameron. Se levantó para recoger la mesa—. Es tarde. Debes dormir.

Le ayudé a retirar la mesa de la acogedora cercanía de la chimenea.

Quise restarle tensión al ambiente con una improvisada disposición de camas:

—Te he preparado el sofá con mantas —le advertí—. Encontré una almohada que quizá…

—No… He cambiado de opinión. Tú quédate al lado de la chimenea… En este salón hará menos frío que arriba.

—No hace falta que subas al dormitorio. Yo puedo echarme en el suelo con un par de mantas y… —La mano en alto contuvo mi insistencia. No iba a convencerle.

En media hora me dejó acostada en el sofá, bajo el abrigo de tres mantas.

Antes de subir al dormitorio, Taylor se aseguró de que estuvieran bien cerradas todas las ventanas (con rejas exteriores), así como de echar la llave a la puerta de entrada. Reforzó la seguridad de esta colocando una tabla de madera bajo el picaporte de la puerta, ejerciendo presión contra el suelo, a modo de palanca.

—Que descanses —me dijo inexpresivo.

—Buenas noches —le contesté.

Comenzó a subir las escaleras introduciéndose la llave de la casa en su bolsillo izquierdo. En el derecho se acomodó la culata de su pistola. Desde mi recogimiento en el sofá observé el pesado ascenso de mi amigo por la escalera.

—Taylor… —le llamé. Él giró lentamente la cabeza. Me miró el rostro iluminado por el resplandor del fuego—. Mi hijo sabrá también que, después de la muerte de su padre, apareció un hombre bueno al que le estaremos los dos eternamente agradecidos.

No dijo nada. El cuello volvió a la posición inicial que le ayudaba a ascender escalón tras escalón. Primero un pie, después el otro. Al tomar la curva de la escalera, desapareció.

Ir a la siguiente página

Report Page