Ari

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Ari

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El sitio al que me dirigía se encontraba en una estrecha calle en tercera línea de playa y muy cerca del hotel Lago Rojo. Allí, en una antigua casa de dos plantas, vivía Duende, la persona que me había llamado por teléfono hacía diez minutos y que consiguió que abandonara mi puesto de trabajo en el transcurso de una importante investigación policial. Supuse que necesitaba dinero, pero yo también lo necesitaba a él. Llevaba días sin noticias suyas y los picores iban empeorando hasta convertirse, a menudo, en dolor.

Unos pocos meses atrás, en los primeros días de octubre, empecé a sufrir molestias estomacales. Al principio no les concedí ninguna importancia, pero a medida que pasaban las semanas, fueron en aumento. Tenía una sensación muy rara dentro de mí y la clara conciencia de que algo no iba bien. Un mes y medio más tarde, decidí por fin acudir al médico. En un primer instante valoraron la posibilidad de que padeciese algún problema de próstata, sin embargo, tras unas pruebas que reflejaban una extraña y preocupante sombra, me diagnosticaron un tumor en el hígado y me ingresaron en el hospital para seguir haciéndome pruebas y determinar el tratamiento a seguir. Tras unos diez días, me comunicaron que el tumor era demasiado grande, y aunque no había signos de que se hubiera extendido a otros órganos, resultaba muy tarde para actuar.

—Tenemos un medicamento nuevo, en fase experimental, que podría incrementar tus expectativas de vida —me propuso una joven doctora de rostro angelical.

—¿De cuánto tiempo hablamos? ¿Cuánto me queda?

—De tres a seis meses —contestó ella con frialdad.

Supuse que, a pesar de su juventud, habría comunicado ya muchas noticias como aquella, y de ese modo había acabado por abstraerse del significado de las palabras que salían de su boca; de la condena que suponían para su interlocutor.

Acepté el tratamiento y lo inicié de inmediato, pero no pasaron más de tres o cuatro días antes de que sufriera la diarrea más feroz que jamás me haya atacado. Me debilité hasta extremos insospechados. Perdí ocho kilos en cuestión de días. No tenía ganas de nada, solo de descansar, de dormir; de esperar que la muerte me llevase antes de tres meses y aliviara mi sufrimiento. Me invadieron unos picores insoportables por todo el cuerpo, que solo calmaban los polvos de talco durante unos pocos minutos, y mi tez se tornaba más amarillenta con el paso de las horas. A veces perdía la conciencia o deliraba y mantenía conversaciones en voz alta con mi mujer muerta o mi hija ausente. Les reprochaba que no me cuidasen bien, que no supieran mitigar mi dolor.

Una de aquellas jornadas en las que yo ya no distinguía si era por la mañana o por la tarde, si tocaba cenar o desayunar, recibí la visita de mi cuñada Montse. Quedó horrorizada nada más verme. En sus ojos, para mi alivio, descubrí que me quedaba muy poco sufrimiento. Pero ella no se limitó a compadecerme. Tiró el frasco de pastillas experimentales a la papelera, echándole la culpa de haber acelerado mi decadencia con la diarrea que tanto me había debilitado. Se quedó a dormir en mi apartamento esa noche y, a la mañana siguiente, después de obligarme a desayunar un zumo de naranja y unas tostadas con mantequilla, me adelantó que íbamos a visitar a alguien capaz de ayudarme de verdad.

—Te sorprenderá su juventud —me explicó—, pero tiene unas manos benditas. Seguro que te aliviará.

No sabía muy bien qué insinuaba, aunque mientras íbamos de camino a La Carihuela imaginé que se refería a algún tipo de curandero. Yo nunca había creído en ese tipo de gente, en ese tipo de historias sobre sanaciones milagrosas, pero no disponía de las fuerzas necesarias para oponerme. Me hubiera parecido igual de bien, o de mal, que me hubiese embarcado en un avión con destino al más prestigioso hospital de Houston o que vertiese algún tipo de veneno en mi bebida para proporcionarme una muerte más tranquila. En ese estado en el que me hallaba, el mundo me parecía poco más que un molesto ruido de fondo, y mi único deseo consistía en que se apagase y me dejara descansar en paz.

La primera vez que lo vi, calculé que Duende rondaría los veinte años, quizá un poco más. Alto, algo grueso, con una larga e intrincada melena morena, y siempre con camisetas negras y vaqueros oscuros o desteñidos. En esa primera visita no llegué a hacerme ninguna idea sobre él. Apenas me dirigió la palabra. Mi cuñada le explicó la naturaleza de mi problema, y se limitó a poner la palma de su mano derecha sobre mi piel desnuda, a la altura del estómago, mientras cerraba los ojos y componía un gesto de concentración. Empleó apenas un instante, unos pocos segundos que no me causaron la más mínima impresión. Había imaginado algo más llamativo, lleno de cánticos o plegarias que invocasen al más allá, a Jesucristo, a la Virgen María o a algún dios pagano de la curación. Pero no ocurrió nada de eso; un momento de concentración y fuera, se acabó. Tan solo en una oportunidad creí apreciar un pequeño destello salir de sus dedos, pero sin duda lo confundí con algún reflejo o con el deseo que yo albergaba de encontrar una explicación a lo que hacía.

Acudí tres días seguidos, siempre acompañado por Montse. Notaba que las fuerzas regresaban a mí. Empezaba a pensar en algo más que en dormir y en la muerte. Mi cara recobró un tono de normalidad inimaginable solo unos días atrás, y la idea de recuperar mi vida comenzaba a formarse en mi cerebro como una posibilidad insólita pero real.

A la semana siguiente acudí por primera vez solo. De nuevo me notaba capaz de conducir, de pasear, de mantener una conversación y, entonces, Duende me habló por primera vez sin tapujos.

—Como te imaginarás, Emilio, no formo parte de una ONG.

—Por supuesto. ¿Cuánto te debo?

—No me debes nada. La semana pasada y esta te atendí tres veces y no te cobraré nada. Cuando acudiste aquí estabas realmente mal. La mierda de pastillas que te habían recetado hubiesen acabado contigo en quince días. A partir de la semana que viene será suficiente con que vengas una vez a la semana, más o menos. Yo te llamaré.

—De acuerdo.

—Tienes un tumor muy grande. No creo que pueda curarte, pero si no dejas de venir, sí que podré evitar que avance y llevarás una vida perfectamente normal, como la que llevabas antes de que te diagnosticaran el cáncer. Cobro mil euros por sesión.

—¡¿Mil euros?! Eso es imposible. ¿Acaso crees que me sobra el dinero o qué? ¿Cómo voy a pagarte mil euros a la semana? ¡Qué locura!

—Lo harás o no seguirás en este mundo —replicó sin un atisbo de compasión, como si expusiese una verdad irrefutable.

—Pues entonces duraré pocas semanas —le contesté mientras se desvanecían todas las esperanzas que se habían ido formando en las últimas horas.

—Vamos, hombre, no te pongas dramático. Trabajas de policía, ¿no?

—Sí, ¿y qué?

—Los policías tienen muchas maneras de conseguir dinero.

«Sí», pensé, pero no los policías, sino los policías corruptos, los que aprovechaban sus investigaciones para conocer a delincuentes a los que chantajeaban a cambio de protección, o a los que se unían a cambio de una parte sustanciosa del negocio. Todos sabíamos que existían ese tipo de personas en el cuerpo. Todos conocíamos a alguien cuya casa o cuyo coche poseía un valor muy por encima de lo que alcanzaba su sueldo, pero yo nunca había estado a ese lado de la línea que divide a los defensores de la ley de los delincuentes puros y duros. Aunque no soportaba a mis jefes y discrepaba del rumbo que llevaban los acontecimientos, amaba mi profesión y jamás se me habría ocurrido traicionar su espíritu de aquella forma tan abyecta.

Más o menos, cada diez días, recibía una llamada de Duende y acudía a su casa. Después de un mes, mi dinero se agotaba sin remedio. Sopesé diferentes soluciones, que iban, desde pedir prestado a mi cuñada, hasta vender mi piso o solicitar un crédito, pero ninguna terminaba de convencerme. Acaso vislumbraba que no resolvían el problema, solo lo postergaban. Incluso la venta de mi vivienda, que parecía lo único que podría otorgarme un cierto remanente, se me antojaba complicada por la crisis inmobiliaria y porque me obligaría a pagar un alquiler, además de mudarme y abandonar demasiados recuerdos que no me sentía preparado para dejar atrás.

Así pues, no tomé ninguna decisión y, algún tiempo más tarde, sucedió lo inevitable.

—Ven esta tarde —me dijo Duende

—Ya no tengo dinero —le respondí.

—Búscame cuando lo tengas.

Pronto regresaron las molestias, los picores, el cansancio y, por encima de cualquier otra percepción, la opresiva certeza de que la muerte me rondaba igual que un tuno a una hermosa joven. Entonces, sucedió sin más, sin pensarlo, sin decidir al respecto, sin valorar las consecuencias que se derivarían de mis actos. En el fondo, no tenía nada que decidir, asomaba mi instinto de supervivencia. Mi vida prevalecía frente a cualquier otra consideración; así que, cuando me topé con un reputado camello, de un cierto nivel, y que dirigía una pequeña red de distribución en locales nocturnos, alcancé un acuerdo con él. Yo lo acogería bajo mi protección, lo haría pasar por un informador, y de esa forma nadie lo tocaría. A cambio, recibiría mil euros semanales que me garantizarían continuar acudiendo a las llamadas de Duende.

No me siento orgulloso por lo que hice, pero tampoco culpable. Nunca intenté justificarme, entre otras razones porque alguien que lucha contra la muerte no necesita justificación alguna. No tuve problemas de conciencia ni me miré con asco frente al espejo. El negocio de Rocky, que así se apodaba el individuo, consistía en colocar todo tipo de mierda, con la permisividad de muchos porteros, en los locales de Puerto Marina. Yo no desconocía que la mayoría de sus consumidores eran adolescentes y que las consecuencias que podían provocar aquellos productos resultarían muy graves para algunos de ellos; pero si Rocky acababa entre rejas, otro ocuparía su lugar y la droga seguiría ahí mientras mis restos descansarían para siempre en el camposanto más cercano, sirviendo de pasto para gusanos y otras alimañas.

Reconozco, no obstante, que el hecho de haber dado aquel paso hizo que algo cambiara dentro de mí. Comencé a sentirme tentado por hacer lo mismo con otros delincuentes, ya no por necesidad ni por salvar mi vida, sino por pura avaricia. Me imaginé viajando en un camarote de lujo a bordo de un crucero, o conduciendo un BMW rojo camino de un restaurante sobre un acantilado, en el que me esperaban espectaculares manjares servidos por una cohorte de camareros que me agasajaban a cuerpo de rey. De repente, me preguntaba por qué no aprovechar mi posición y disfrutar mis últimos años, por qué no darme los caprichos que nunca me di, conocer los sitios en los que nunca estuve, vestir ropa elegante, zapatos caros; llevar relojes de oro o tarjetas platino en la cartera. En el fondo, sentía que tenía más derecho que otros muchos que vivían aquella vida que yo solo podía soñar, pero, aun así, resistí y solo conseguí el dinero necesario para mis sesiones de curación, ni un euro más. ¿Eso significó que me sintiera mejor persona, mejor policía? No lo sé, quizás sí. Puede que me contemplara con la misma indulgencia que a un ladrón que solo roba la comida que necesita para no morir de hambre.

Aquel domingo de febrero en el que desapareció Ariadna, la casa de Duende me recibió como siempre, con la atronadora música de Slipknot a un volumen que rozaba lo insoportable. Él insistía en que aquella banda seguía el camino trazado por otras que me gustaban a mí: Led Zeppelin, Iron Maiden, Saxon, Scorpions, etc.; pero yo no alcanzaba a encontrar la conexión por ningún lado. Con todo, consiguió convencerme para que escuchase un par de discos que me grabó y que usaba, fundamentalmente, para mantenerme despierto en los tiempos muertos y aburridos de muchos seguimientos rutinarios, que solían acabar con horas y horas dentro del coche, esperando a que el objetivo se moviera.

Sé que Duende resulta un nombre un poco, digamos, peculiar, pero nunca mencionó el verdadero, y cuando en alguna ocasión intenté sonsacárselo, me retó a que lo investigara. Un par o tres de veces lo intenté, incluso con bastante empeño, pero nunca logré averiguarlo. Más adelante llegué a la conclusión de que, con total probabilidad, su nombre constituía la menor de las incógnitas que pesaban sobre él. Su pasado no existía y su presente no se ajustaba a ningún arquetipo mínimamente creíble. De dónde venía o adónde iba; incluso, dónde estaba, resultaban cuestiones insolubles en la mayoría de las casos. No obstante, si de alguien pude aprender, fue de él. No sé si llegó a convertirse en un amigo, pero, desde luego, si no lo hubiese conocido, hoy no podría estar aquí sentado, tecleando esta sucesión de palabras que luchan por explicar lo inexplicable más de una década después de la desaparición de Ari.

A su casa, en contraste con su vida, se entraba directamente al salón, sin recibidor, sin excusas. Resultaba bastante austera, con un viejo sofá cama, cubierto por una funda floreada, delante del cual se situaba una mesita baja, llena de arañazos y de cómics. En una esquina, otra mesa de madera, más alta, cuadrada, con cuatro sillas alrededor. En la esquina opuesta, una puerta, generalmente cerrada, que conectaba con la cocina y las escaleras que ascendían a la planta alta. Apenas existían muebles, salvo uno bajo con cajones, situado frente al sofá, y sobre el que descansaban la televisión y el equipo de música con sus potentes altavoces.

Mientras yo me quitaba el jersey y la camisa, Duende permanecía en el sofá, leyendo tranquilamente Tormenta de espadas, la tercera novela de la serie Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin. Yo, por aquella época, también leía bastante, y si mal no recuerdo, andaba enfrascado en la serie sobre el inspector Wallander, de Henning Mankell. En ocasiones habíamos hablado de la obra de Martin, que yo no había leído todavía aunque se hizo muy popular, y Duende la relacionaba con la de Tolkien, para que yo pudiese hacerme una idea sobre la narración. Por lo que deduje, no obstante, equivalía a comparar a Led Zeppelin con Slipknot, poco más o menos.

—Ya —le avisé, mientras depositaba mi arma reglamentaria y mi móvil sobre la mesa.

—Show me the money —me contestó sin apenas levantar la mirada del libro.

Cogí el abrigo y rebusqué en un bolsillo interior del que saqué un pequeño fajo compuesto por veinte billetes de cincuenta euros, que puse delante de él. Él los cogió y, soltando la novela sobre el sofá, comenzó a contarlos con parsimonia. Sabía que no me gustaba nada aquello, que me recordaba el origen del dinero con que le pagaba, pero él parecía intuir mis tribulaciones y disfrutar con ellas, con la imagen de un ser al que había corrompido, al que había empujado a abandonar sus más profundas convicciones sobre el bien y el mal.

—Deberías relajarte un poco, Emilio.

—Me encuentro muy relajado.

—Has venido corriendo y con un montón de culpabilidad sobre tus hombros.

—Debería estar trabajando. He dejado solo a mi compañero en mitad de un caso muy importante.

—Lo único que debería importarte es seguir con vida.

—Puede, pero al menos podrías dejar tanta exigencia, avisarme con un cierto margen de tiempo. Me pones en una situación muy complicada en el trabajo, y si me echan no podré pagarte.

—Tengo una vida ajetreada.

Hizo una pausa para buscar algo en el interior del primer cajón del mueble, que se hallaba bajo el televisor, y me lo entregó, no sin cierto orgullo en su expresión.

—Puedes comprobar que he estado muy ocupado, y he gastado mucho dinero.

Los folios contenían impresiones de billetes aéreos comprados por Internet. El primero correspondía al vuelo 815 de la compañía Oceanic, con origen en Sidney, Australia, y destino en Los Angeles, Estados Unidos. El siguiente trayecto enlazaba la ciudad californiana con Londres, en un avión de Delta y, desde ahí, easyJet le había traído de regreso a Málaga.

Me detuve en la primera página, como si algo me llamara la atención.

—Sí —me interrumpió Duende, como adivinando mis pensamientos, mientras me quitaba los papeles de entre las manos—. Es el mismo vuelo que desapareció hace unos años y cuyos restos aparecieron cerca de Bali. Murieron todos los pasajeros, pero durante un tiempo circularon extrañas especulaciones divulgadas, en su mayoría, por el que debió ser el piloto, pero que se quedó en tierra por enfermedad; un tal Frank Lapidus. Un tipo inquietante, diría yo. Desde el principio me fascinó esa catástrofe aérea —me confesó—, y siempre que vuelo desde Sidney a Los Angeles, procuro hacerlo en el Oceanic 815. No sé qué espero que suceda, pero no lo puedo evitar; se ha convertido en una especie de adicción para mí.

En ese momento consideré que aquella adicción resultaba muy cara, y que, por supuesto, parte del dinero salía de mi bolsillo o, para ser más exacto, del de mi amigo Rocky. Con el tiempo, sin embargo, descubrí lo que de verdad se escondía tras aquellos frecuentes viajes a Australia, de los que, desde luego, Frank Lapidus tenía muy poca culpa.

Al fin se situó frente a mí. Puso la mano derecha sobre mi estómago y cerró los ojos. Se apartó antes de lo habitual, con un gesto de extrañeza en su rostro y de forma un tanto precipitada, como saltando hacia atrás involuntariamente.

—¿Ocurre algo? —Me inquieté.

—Puede —respondió, poniendo de nuevo la mano sobre mi piel.

Quise que me explicara lo que había sucedido; si había notado algo extraño; pero se negó con evasivas. Se escudó en que no me importaba, que no guardaba ninguna relación con mi tumor y que solo le incumbía a él. Tal vez otro día se detendría a hablarme de su habilidad curativa, pero todavía no había llegado el momento.

En ese instante, sonó mi teléfono. Corrales.

—Dime, ¿qué sucede?

—El padre nos ha dicho la verdad.

—¿Cómo? —pregunté aún desubicado—. ¿A qué te refieres?

—Su hija entró en el ascensor y, según muestran las grabaciones de las cámaras de seguridad del edificio, todavía no ha salido de allí.

V

Tras recibir la llamada de mi compañero, permanecí todavía unos minutos en el salón de Duende, esperando a que amainara la tormenta que resonaba en el exterior. Mientras él continuaba con su lectura, yo no hacía nada más que darle vueltas a la frase de Corrales: «Ha entrado en el ascensor y todavía no ha salido de allí». Aquello no se sostenía. Algo se nos escapaba; algún tipo de manipulación de los vídeos o una puerta interior, en alguna parte fuera del alcance de las cámaras, que habíamos pasado por alto. Nadie desaparece en un ascensor, y aquella niña no iba a ser la primera. Desde luego, no mientras yo me encargase del caso.

Cuando la lluvia comenzó a perder intensidad, me atreví al fin a pisar la calle. Duende apenas levantó la cabeza del libro para mirarme cuando me despedí. Ahora me arrepentía de haber aparcado tan lejos. Necesitaba llegar cuanto antes a la comisaría para poder visionar las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad instaladas en la urbanización Paraíso. La meticulosidad y competencia de Corrales se hallaban fuera de toda duda. Si existiese algo raro en el vídeo lo habría advertido, de eso estaba seguro; pero, a la vez, seguía albergando la secreta esperanza de que esa grabación pudiera aclararnos lo sucedido; que arrojara luz sobre la desaparición de Ariadna, dejando en evidencia al increíble relato del padre. Por el momento, prefería no imaginar que pudiese ocurrir de otra forma.

Desde la avenida Carlota Alessandri, giré a la derecha y subí por la cuesta de La Cordera hasta llegar a una gran rotonda con una gasolinera Repsol a mi izquierda, un centro comercial Carrefour a mi derecha, y la entrada del parque empresarial El Pinillo frente a mí. La lluvia arreció de nuevo. Un relámpago encendió el atardecer sobre la montaña, mientras la humedad se colaba en mi coche y alcanzaba hasta mis huesos. Seguí recto para abandonar la glorieta y, después, tras pasar bajo el puente de la línea de cercanías Málaga-Fuengirola, giré a la derecha para entrar en el recinto de la nueva comisaría y aparcar sin dificultad en la zona habilitada para ello, en la parte trasera del edificio central, de los tres que componían el complejo.

A diario algún agente custodiaba la entrada principal, pero un domingo como aquel, con el azote del levante y la lluvia, quedaba expedita para cualquiera que pretendiese franquearla. La recepción sí estaba ocupada. Germán permanecía en su puesto, que compartía con otros dos compañeros con los que rotaba turnos. No obstante, él llevaba allí más años que nadie. Se encontraba ya al borde de la jubilación; asustado ante la perspectiva de disponer de tiempo libre para vivir, algo de lo que no llegó a disfrutar jamás, pues apenas unos meses después falleció en el hundimiento de un crucero en las aguas del Mediterráneo mientras consumía, sin saberlo, sus últimas vacaciones.

—Bonita tarde para trabajar —me saludó.

—Mientras no se caiga la comisaría, lo intentaremos.

—Yo creo que aguantará, al menos un par de años.

—Yo no estoy tan seguro —repliqué—. Este edificio hace unos ruidos que me recuerdan a las cañerías cuando cogen aire.

—El comisario dice que eso son chorradas.

—Entonces, ni una palabra más al respecto.

—Exacto. Prestamos servicio en la mejor comisaría jamás construida, y punto.

—Oye, ¿sabes si Corrales ha vuelto ya?

—Aún no.

Me despedí de Germán y le indiqué que me avisara en cuanto llegase mi compañero. Además de repasar aquellos vídeos, teníamos que sentarnos a reflexionar sobre la poca información de que disponíamos para perfilar un plan de acción. Las horas pasaban sin que la niña apareciese, y pronto llegaría el momento de informar a los medios y difundir su imagen para conocer si alguien la había visto desde su desaparición.

Me encerré en el pequeño despacho de la segunda planta, que me correspondía en mi condición de inspector. Dejé el abrigo sobre un viejo perchero de pie y me hundí en la silla, dejándome caer casi a plomo. Por un instante noté que las fuerzas me abandonaban. Tuve la extraña percepción de que aquel caso resultaría más complejo de lo que hubiera imaginado y, por alguna razón, yo no me encontraba capaz de resolverlo. Me sentí viejo, derrotado, impotente para afrontar un nuevo reto como el que se me presentaba.

Al igual que Germán, llevaba meses considerando la idea de jubilarme. A mí me faltaban todavía bastantes años, pero quizás con el tumor podría acceder a un retiro por enfermedad. El problema, una vez más, se llamaba Duende. Necesitaba unos mil euros semanales para que me siguiera curando, y si dejaba la policía ningún delincuente se mostraría dispuesto a pagar esa cantidad por mi protección; de modo que, en mi caso, jubilación equivaldría a muerte e, incluso así, no dejaba de convertirse en una palabra que me seducía con discreción. A menudo me costaba demasiado levantarme afrontando la idea de ir a trabajar. Notaba que mi tiempo de policía se agotaba, se consumía inexorablemente. Cada vez echaba más de menos a mi hija. Necesitaba estar cerca de ella. Ya no podía vivir sin ella. Decidí llamarla cuanto antes. «La próxima semana, sin falta», me dije; obviando que aquel mismo propósito lo repetía, sin éxito, casi a diario.

Tras tocar en la puerta, el subinspector Iván Corrales entró en mi despacho con un lápiz de memoria en su mano derecha. Intenté descifrar su expresión, pero no me resultó sencillo. Temía detectar resentimiento hacía mí por no haberlo acompañado a la sede de la empresa de seguridad, pero más que nada me pareció cansado, tan cansado como yo. Imaginé que él también sospechaba que aquel caso se complicaría y la perspectiva de enfrentar algo así no le atraía en absoluto. Su sensatez, su sentido común, su método, no casaban bien con la imagen de una niña desaparecida por arte de magia.

Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa, y me ofreció la memoria USB. La conecté a mi ordenador y reproduje las imágenes. Una y otra vez. Sin parar. De forma compulsiva, deteniéndome en detalles absurdos hasta que, al fin, hastiado, opté por cerrar el reproductor y, negando con la cabeza, me eché hacia atrás sobre el sillón. Me pregunté dónde se escondía el truco y cómo era posible que dos policías expertos como nosotros no descubrieran nada en un vídeo como aquel.

Mi compañero jugueteaba nerviosamente con un bolígrafo. Ninguno deseaba comenzar aquella conversación porque ambos sabíamos que las conclusiones no nos iban a gustar, así que mantuvimos el incómodo silencio durante unos minutos que se eternizaron. Pudiera parecer que nos dedicábamos a reflexionar en profundidad sobre lo ocurrido, empeñados en encajar las piezas del rompecabezas, pero simplemente no deseábamos asumir la realidad ni enfrentarnos a ella. En cuanto diésemos el primer paso, estaríamos dentro de un lodazal y ya no podríamos dar marcha atrás, así que nos resistíamos aun sabiendo que resultaría inútil; que aquella niña se había cruzado en nuestro camino y esquivarla iba a resultar tan complicado como saltar la cordillera del Himalaya con una pértiga.

Nos miramos a los ojos. Directamente. Sin tapujos. Corrales dudaba de mi compromiso con el trabajo, pero yo estaba dispuesto a demostrarle lo contrario, a no dejarlo solo otra vez, a pedirle que confiara en mí, que unas pocas semanas no alteraran una opinión forjada a lo largo de muchos años de impecable servicio a su lado.

—¿Qué se nos escapa? —le pregunté.

—No lo sé. Le he dado tantas vueltas a la cabeza que creo que puede explotarme en cualquier momento.

—Observando las imágenes podemos concluir que el padre nos contó la verdad. Sus reacciones me parecen sinceras. No creo que haya nada fingido ni exagerado en su manera de proceder. Si actúa, se merece una nominación a los premios Goya.

—Estoy de acuerdo, pero eso no resuelve el mayor de los enigmas.

—¿Dónde está la niña?

—Exacto. Nadie desaparece en un ascensor.

—Entonces, teniendo en cuenta eso y que la grabación demuestra que no ha salido de allí, solo cabe una posibilidad.

Corrales negó con la cabeza. El razonamiento le llevaba a una conclusión que le resultaba tan ilógica, tan imposible, como todo lo demás relacionado con este asunto.

—Me lo advertiste por teléfono, ¿recuerdas? —le apunté—: «Ha entrado en el ascensor y todavía no ha salido». Ergo, sigue dentro.

—Eso resulta absurdo, Emilio, y lo sabes igual que yo —replicó levantándose, a la vez que elevaba el tono de su voz—. Hemos registrado el ascensor de arriba abajo. Los técnicos han buscado por todo el hueco, se han subido a la cabina y hasta han trepado por el cable. Allí no hay nadie y, además, no hay nada extraño en ese ascensor que pueda indicar un posible punto de fuga. Joder, hablamos de un cubículo de dos por dos, la niña no está ahí.

—Los de la Científica decidirán sobre la posible manipulación del vídeo; entretanto, no disponemos de ningún indicio para sostener que haya sido alterado, por lo que si el vídeo no ha sufrido manipulación, la niña permanece en el interior de ese ascensor. No hay ninguna otra hipótesis. Habrá que buscar mejor, sin descartar ninguna posibilidad, por absurda que parezca. Ni tú ni yo concedimos la más mínima credibilidad a la historia del padre, y unas horas después, ambos afirmamos que es verdadera. No podemos dar nada por sentado; transformaremos lo imposible en improbable y avanzaremos muy despacito por el único camino que se nos abre.

Corrales suspiró. Sabía que mi razonamiento resultaba impecable, pero a la vez inaudito. La niña tenía que encontrarse en el ascensor, pero ambos sabíamos que la niña no se encontraba allí. No obstante, comprendía que necesitábamos un punto de partida sobre el que cimentar la investigación, y a tenor de la declaración del padre y las imágenes que parecían corroborar sus palabras, tampoco a él se le ocurría otro mejor.

Fuera, la noche se había cerrado por completo. Los destellos de un tráfico intermitente distorsionaban la monotonía negra de un horizonte oculto por un manto de nubes y sin una triste luna que lo iluminase. Añoré la primavera, pero ese año la presentía aletargada, como si nuestro cansancio la alcanzara también a ella y anhelara huir de sus obligaciones y que el invierno cediera el testigo directamente al verano, sin que ella acudiera a su cita con el mundo. ¿Soñaría la primavera con jubilarse? ¿Acaso se habría jubilado ya? Me preguntaba si sobreviviríamos a un mundo sin primaveras y otoños, arrasado por el frío y el calor, por la nieve y el sol, sin medias tintas; todo o nada. Algunos disfrutarían así, con la desaparición de los matices, y podrían esconder sus carencias bajo la desagradable contundencia de un «sí» o un «no».

—Aunque sea domingo, y a estas horas, hay que poner este asunto en conocimiento del comisario —afirmó Corrales.

Asentí. Yo no desconocía que aquel debería ser nuestro siguiente paso, pero antes de enfrentarnos a la conversación con nuestro jefe, pretendía discutir con mi compañero algunos detalles que consideraba fundamentales y que prefería tener bien atados antes de hacer la llamada de rigor y que el comisario recibiera señales contradictorias por nuestra parte y tomase decisiones que no nos convinieran. A él le correspondía la última palabra, pero si le presentábamos los datos y las soluciones de la forma adecuada, y sin disensiones, resultaba factible vaticinar que nos respaldaría.

—¿Qué opinas sobre pedir refuerzos? —pregunté.

—Me parece perfecto. La historia se presenta complicada y si actuamos solos no resultará sencillo avanzar deprisa.

—Bien, se lo propondremos a Palacios. Imagino que no se opondrá en una situación como esta.

—¿Has pensando en alguien? —me preguntó.

—Eso que lo decida él. Tampoco conviene que parezca que se lo imponemos todo.

Corrales sonrió con socarronería. También manejaba las claves para tratar con el comisario Palacios, y concedió que mi idea era buena, aunque un tanto arriesgada, pues no todos los compañeros compartían las virtudes que necesitábamos para encontrar a Ariadna.

—También nos preguntará por los medios de comunicación —imaginó Corrales.

—Desde luego —supuse yo.

Lo razonable consistiría en enviar una nota a los medios sin dar demasiada información. Desde luego, sin mencionar para nada la palabra «ascensor». Junto con la nota podríamos adjuntar un par de fotos de la niña y expresar la preocupación de los padres. A estos les recomendaríamos no atender a la prensa, al menos por el momento. A lo mejor, de ese modo discreto, dispondríamos de unas jornadas más en las que trabajar con tranquilidad; aunque, por descontado, hallándose una menor involucrada, salvo que la desaparición se resolviera inmediatamente, aquello acabaría convertido en un circo hiciéramos lo que hiciéramos.

Corrales expresó su acuerdo con mi planteamiento, aunque en ese aspecto dudaba que el comisario nos respaldara, pues ambos conocíamos su gusto por las ruedas de prensa, las cámaras y los flashes. Con su metro ochenta, su pelo cano engominado, su cuidado bigote y sus impecables trajes, daba muy buena imagen en las cadenas de televisión, y no solía desaprovechar las oportunidades que se le presentaban para lucir palmito e ir haciendo méritos con vistas al futuro. Le encantaba presentarse como un firme defensor de los ciudadanos y sus derechos, de la democracia y el imperio de ley, que él personificaba como nadie con sus exquisitos modales de moderno caballero al servicio del pueblo.

—Acabaremos en una rueda de prensa —profetizó—, con él en el centro, y tú y yo uno a cada lado, como testigos del espectáculo.

—En este escenario, no lo aseguraría. Todavía sabemos muy poco y resultaría muy arriesgado lanzarse a la piscina de esa forma. Yo creo que esperará un poco antes de ponerse frente a los focos. Le gusta la notoriedad, pero es listo y huele los problemas; no se arriesgará a salir con tantas incógnitas detrás.

—Es posible —admitió—. Me muero de ganas por ver la cara que pone cuando le pongamos la grabación. ¿Qué crees que dirá?

VI

Palacios nos citó en su casa. Afirmó encontrarse algo acatarrado, aunque su voz sonaba igual de vigorosa y firme que de costumbre, y no quería salir a esas horas. Vivía en una urbanización nueva junto a la estación María Zambrano, en Málaga. Nos dio la dirección y nos explicó cómo llegar sin que las interminables obras del metro, que inundaban la ciudad desde hacía unos años, nos retrasaran demasiado.

Nos dirigimos hacía allí en el coche de Corrales, pues a mí no me gusta demasiado conducir por la noche. Me resulta muy cansado ese añadido de concentración que hay que aplicar por la falta de luz, y nunca me siento del todo seguro al volante en esas circunstancias. Tomamos la autovía a la altura de Los Álamos, dejando a nuestra izquierda el centro comercial Plaza Mayor, con su impostada imagen de pueblo con casitas de colores, sobrevoladas de manera constante por aviones que aterrizan o despegan del aeropuerto con estrépito. A su espalda nacieron otras grandes superficies como IKEA, mientras a la derecha, al otro lado de la autovía, sobrevivían a duras penas los chalets de la zona de Guadalmar.

En poco más de veinte minutos habíamos llegado a nuestro destino y aparcado en la calle Héroes de Sostoa, que conecta el centro de la capital con la zona de la Carretera de Cádiz, uno de los barrios más populares y poblados de Málaga y en el que, por suerte, ya habían concluido las obras del suburbano; no sin polémicas, destrozos y notorios desatinos. Cruzamos la carretera y llamamos al portero electrónico del bloque dos. Tras franquear la entrada, nos encontramos ante un gran patio rectangular con un sinfín de portales que lo rodeaban y, a la izquierda, a unos ciento cincuenta metros de nosotros, una gran piscina que parecía coronar el recinto cerrado. Todo el espacio ofrecía sensación de nuevo, de modernidad, y también de buen gusto y excelentes materiales. Además, la zona se encontraba especialmente bien ubicada, no solo por su cercanía con la estación, sino porque, a pie, en no más de quince minutos podías acceder al puerto, la playa o a la avenida Andalucía, la arteria principal de Málaga, que se prolongaba hasta la Alameda y el paseo del Parque.

Reconozco que me sorprendió la austeridad de la vivienda de nuestro comisario. Aquel salón apenas amueblado, de paredes blancas y sin cortinas, no casaba con la imagen que teníamos de él. Esperaba algo más en la línea de lo que había contemplado en casa de los padres de Ariadna. Ciertamente, su sueldo no daba para tanto, pero no atisbaba por ninguna parte el reflejo de su personalidad. Otra vez me encontraba ante un individuo capaz de mantener diferentes comportamientos, según la esfera en la que se encontrase. Ansiaba destacar a toda costa en su trabajo, hacerse notar en la vida pública, pero resultaba discreto y contenido en el ámbito privado o, al menos, eso pretendía hacernos creer.

Palacios lo observaba todo a una cierta distancia; siempre ubicado un paso por detrás de la acción, del trabajo, de las disputas o de la vida misma. No deseaba que ninguna salpicadura manchara su impecable aspecto, sus trajes caros o sus zapatos de piel. Quizás por eso también, pese a haber nacido en 1959, el mismo año que yo, parecía diez años más joven. Se comportaba de una forma fría y calculadora, pero yo no consideraba esa frialdad como algo intrínsecamente malo, pues siempre mantenía la calma y, con frecuencia, eso le permitía hallar soluciones que los demás, simplemente, no percibíamos. Aquella noche no resolvió el misterio, desde luego, pero al menos puso algunas cosas en su sitio y nos mostró algún interesante camino a seguir que, al recordarlo después, resulta increíble que no se nos ocurriera ni a mi compañero ni a mí, siendo como éramos dos experimentados policías. Probablemente, nosotros sí que nos dejábamos influir por la coyuntura y nos encontrábamos todavía demasiado impactados por la historia del padre y las imágenes del vídeo, y eso no nos permitía discurrir con la claridad que necesitábamos en una situación tan complicada.

Nos ofreció asiento en un sofá oscuro y no demasiado confortable; también algo de beber, propuesta que ambos rechazamos. Mientras miraba la grabación en su portátil, apenas parpadeaba. Su expresión no denotaba ningún tipo de sorpresa o impacto, ni siquiera un mínimo atisbo de asombro. Si esperábamos alterar su frialdad y que lanzara gritos e improperios ante lo que mostraban las imágenes, nos equivocamos. Cuando el vídeo concluyó, nos devolvió la memoria y apagó el ordenador sin ni siquiera chistar. Después de quedarse un instante en silencio, comportamiento habitual en él, suponíamos que para evaluar con calma los acontecimientos y no precipitarse, nos pidió que le comentásemos nuestra primera impresión y por dónde íbamos a iniciar las indagaciones.

—La niña no está en el ascensor —afirmó, sin ningún género de dudas, tras escucharnos y negar con la cabeza—. No podemos partir de una base que sabemos falsa, por mucho que las imágenes parezcan indicar lo contrario.

—Pero...

Amagué con protestar, pero él me paró en seco con un gesto en el que no pude determinar si había más carga de autoridad o de desprecio. Me calló igual que uno se quita de encima a una mosca molesta pero insignificante, que ni siquiera merece una mirada antes de ser aplastada contra el suelo por un despiadado gigante.

—No hay peros, Emilio. Ya sé que lo ideal resultaría disponer de una hipótesis, porque eso nos aclara el camino a seguir, pero en este caso habrá que hacerlo al revés. Comenzaremos a investigar en todas las direcciones posibles y, a partir de ahí, surgirán indicios y podremos formular una hipótesis más creíble que esta de que la niña permanece en el ascensor, que insulta la inteligencia de cualquiera con dos dedos de frente.

—De acuerdo —concedí con la cabeza gacha, admitiendo mi derrota.

—La grabación que me habéis mostrado comienza con la niña saliendo de su casa, pero, ¿qué hay de lo anterior?

—¿A qué se refiere? —preguntó Corrales.

Palacios siguió negando con la cabeza, incrédulo, decepcionado, con un punto de hartazgo, como si no diese crédito a que hubiésemos pasado por alto el primer detalle que a él se le había cruzado por la imaginación; como si siempre fuese él el que acabara resolviendo nuestro trabajo o se hallase rodeado de incompetentes. ¿Tan torpes éramos que no detectábamos ni lo más obvio?

—¿Y si ya había alguien en el ascensor?

—¿Cómo? —gritamos los dos al tiempo.

Nos miró entonces con superioridad. Presentía que se hallaba a punto de demostrarnos que su inteligencia nos superaba y que no había nada de casual en que ejerciese de jefe y nosotros de simples subordinados. La evolución natural se encargaba de que cada cual ocupara su lugar en el mundo. Emergía, otra vez, la ambición por destacar. La austeridad apenas figuraba ya como un simple decorado de fondo, que no hacía más que resaltar la grandeza del personaje y sus muchos méritos, pero sin distraer al espectador del foco principal situado sobre él. De repente, fue como si su imagen creciera y se estilizara. Desprendía el brillo de los grandes momentos. El mesías regresaba a la tierra para iluminar a sus discípulos, una vez más.

—Imaginemos que cuando la niña sube al ascensor este no se encuentra vacío. Alguien, que ya ha preparado la huida, se encuentra esperándola. La inmoviliza y la saca de allí de alguna forma que aún desconocemos. Incluso podemos suponer que intervinieron dos asaltantes. Uno permanecía arriba, en el techo ya abierto del ascensor, mientras el otro, tal vez alguien conocido por la niña, la golpea y se la pasa al que aguarda arriba, para después escapar también él. No digo que la historia haya ocurrido exactamente así; ni siquiera de una manera parecida. Desde luego, no soy adivino, pero resulta obvio que existen alternativas a vuestra idea inicial.

Lo bueno de Palacios es que siempre te sorprende, incluso ahora, cuando escucho el resumen de alguna rueda de prensa suya en los informativos, consigue captar la atención de todos porque siempre añade algún punto inesperado. A veces para bien, y a veces para mal, pero rara vez resulta previsible. Ni lo fue antes como comisario ni lo es ahora como secretario de Estado. Cuando traspasaba la puerta de su despacho, uno jamás imaginaba lo que podía estar pasando por su cabeza. Era como entrar en el país de las maravillas o en la ciudad de los prodigios. Si nos hallábamos en mitad de un caso importante, él podía llamarte para que perdieras media hora de tu tiempo explicándole cómo llegar a un restaurante en Cuenca, que planeaba visitar el fin de semana, o le dieras un resultado para completar la quiniela de la jornada. ¿Qué opinaba yo, sería capaz el Osasuna de arrancar un empate del Calderón o no? Le encantaba demostrar que él era el jefe, el dueño de tu tiempo; el que decidía el camino, el que divisaba más allá de lo que alcanzaban nuestros ojos y, a veces, debo reconocerlo, mal que me pese, estaba en lo cierto.

—Tendréis que obtener las grabaciones de, al menos, la última semana y visionarlas enteras. La prioridad, por supuesto, son las horas más próximas a la desaparición para comprobar si no hay otra persona que, como la niña, entrase en el ascensor y tampoco saliera. Observad si alguien pasa demasiado tiempo en el interior o si hay operarios que lo hayan manipulado en los últimos días. Preguntad a los vecinos o a los porteros, si los hay, si han reparado en alguien ajeno al edificio en la última semana o si han notado algún detalle extraño en el funcionamiento del ascensor.

Aproveché las instrucciones y el mucho trabajo que se derivaba de ellas para pedir refuerzos. El comisario, como suponíamos, se mostró de acuerdo y nos asignó a los subinspectores Santos y Mediavilla, lo que juzgamos una elección muy acertada por su parte, pues eran dos de los mejores investigadores de que disponíamos. Prometió que él mismo se encargaría de avisarlos y ponerlos al tanto de lo acaecido hasta entonces, y que deberíamos reunirnos a la mañana siguiente para distribuir las tareas de cada uno y planificar el desarrollo del caso. Los cuatro constituiríamos el equipo de investigación y recibiríamos otras ayudas puntuales, siempre que la ocasión lo requiriese.

También se mostró de acuerdo con mantener un perfil bajo en cuanto a los medios de comunicación, o al menos en intentarlo. Le pareció bien que les enviásemos una escueta nota y un par de fotos recientes de Ariadna que pudieran ayudar a localizarla. Antes de salir a la palestra, necesitábamos conocer más detalles, sobre todo en lo relativo a la manera en la que desapareció la niña.

—Si el padre apareciera en los medios contando que su hija entró en un ascensor y que no salió de allí, tendríamos a todas las televisiones de medio mundo haciendo guardia a las puertas de su urbanización en menos de veinticuatro horas. Desde los programas informativos, hasta los del corazón, pasando por Iker Jiménez y su Cuarto milenio. Llenarían horas y horas de espectáculo a costa de esa pobre cría. La palabra «circo» se quedaría pequeña para describir la que se montaría alrededor del caso. Necesitamos saber lo que pasó allí adentro antes de que la familia se desespere y acuda a los platós.

Intentaba parecer horrorizado ante la perspectiva, pero en realidad estoy seguro de que percibía todo aquel previsible maremágnum como una oportunidad para él. Estaría encantado de alternar en los programas con todos esos presentadores estrella o famosos de medio pelo, que destapaban su vida o la inventaban a cambio de un puñado de euros. Aquello ayudaría a promocionar su carrera y que el mundo descubriese que su puesto de comisario en Torremolinos se le quedaba tan pequeño como a Napoleón la alcaldía de Fuengirola.

Siempre me cuestioné por qué ingresó en la policía, como medio para hacer carrera política, y no se atrevió a afiliarse, directamente, a uno de los dos partidos que entonces ganaban todas las elecciones. No cabe duda que sus cargos policiales se convirtieron en un buen trampolín, pero también desperdició valiosos años que, de haber dedicado a medrar desde dentro, le hubiesen llevado, con toda probabilidad, hasta las más altas responsabilidades.

—¿Qué sabemos de los padres? —preguntó tras una breve pausa, que aprovechó para abrirse una cerveza.

—No demasiado todavía, aunque desde mañana mismo constituirán una prioridad en la investigación. El padre es asesor fiscal, se llama José Alberto del Cid, y se ocupaba de la niña cuando desapareció. Ella se encuentra de viaje, en un congreso, su nombre es Olivia Madueño.

—¿La doctora Olivia Madueño?¿La cirujana? —preguntó con un gran fruncimiento de ceño.

—¿La conoce?

—Esa mujer es una hija de puta.

VII

Saqué una pizza de espinacas con queso de cabra del congelador y la metí en el microondas. Mientras se cocinaba, preparé la mesa del salón poniendo un viejo paño a cuadros, un par de servilletas de papel y una cerveza sin alcohol. El agotador domingo tocaba a su fin y yo me notaba cansado y hambriento, por lo que no encontré las fuerzas suficientes para pararme a preparar nada más saludable y con menos calorías. Después me invadía la culpa, pero en el instante de decidir entre lo sano y lo fácil, me decantaba a menudo por la segunda opción y más tarde lograba encontrar una excusa para mi comportamiento, y una nueva fecha a partir de la cual aquello resultaría intolerable; con frecuencia el lunes de la semana siguiente, pues los cambios, o se hacían desde el principio de la semana, o carecían de sentido.

Enrique Palacios lo había vuelto a conseguir; nos había sorprendido sacando cientos de conejos de la chistera. El último, e inimaginable, que conociese a la madre de Ariadna. Tras su demoledora frase no nos ofreció ningún tipo de aclaración, se limitó a coger un trozo de papel y apuntarnos el número de teléfono de una tal Nuria Aguilar. Él la pondría sobre aviso de nuestra llamada y seguro que ella nos hablaría largo y tendido acerca de Olivia Madueño, o eso al menos nos adelantó. ¿Qué escondería aquella brillante cirujana? ¿Acaso sería capaz de participar en la desaparición de su propia hija? Odiaba especular y, sin embargo, en este caso no encontraba otra opción. La materia sólida sobre la que reflexionar resultaba tan escasa y poco consistente que mi pensamiento exploraba territorios más propios de la fantasía novelesca que de la policía criminal.

Encendí el televisor y, tras zapear un poco, me detuve en uno de esos programas de viaje que tanto abundaban entonces. Este lo repetían a menudo, pues la emisión de Canal Sur HD se encontraba en periodo de pruebas y «Andaluces por el mundo» resultaba un formato con mucho éxito en la cadena andaluza. Una joven malagueña, que dirigía un hotel en Estambul, nos enseñaba las peculiaridades culinarias turcas, adentrándonos por sitios tradicionales, pero escondidos al turismo de masas.

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