Ari

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Ari

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Ariadna temblaba. Los nervios se habían apoderado de ella. Se obligó a respirar profundamente, tal y como le había enseñado su madre. Poco a poco recuperó el control de su cuerpo. Había encontrado la puerta y había pasado al otro lado. Ahora, lo mejor sería regresar, pues ya se había demorado en exceso, y decidir cómo actuar en adelante.

Volvió sobre sus pasos. Cerró de nuevo los ojos. El golpe contra la pared le provocó una herida en la frente.

Buscó las marcas, sin encontrar nada.

De repente, le faltaba el aire. No sabía salir.

Estaba atrapada.

XV

Se sentó apoyada contra una de las paredes, y se llevó las manos a la cabeza. Un poco de sangre manaba por la herida recién abierta. Aunque el golpe la había sorprendido, no se trataba de algo grave. Sentía miedo, pero no por el corte. Temía quedar atrapada para siempre en la soledad de una habitación vacía. Sus imprudencias la arrastraban, cada vez, a peores situaciones. Se sorprendió a sí misma añorando el claro del bosque. El magnífico, aunque falso, cielo azul recorrido por maravillosas aves, le parecía de repente un lugar maravilloso en el que pasar sus días. Allí al menos podía disfrutar del aire libre, una biblioteca y algo de compañía.

La temperatura dentro resultaba más baja o, al menos, la humedad existente le proporcionaba esa sensación. La eterna primavera del otro lado no existía en el interior de aquella especie de círculo imperfecto en el que se encontraba.

Se puso en pie de nuevo. Debía decidir entre explorar el pasillo que se abría al fondo, justo enfrente del lugar por el que había entrado, o recorrer la circunferencia para buscar una vía de escape. Por el momento, consiguió apartar de su mente las consecuencias de no encontrar una salida, de quedar recluida allí para siempre.

Resolvió que lo más lógico sería examinar la superficie del círculo en el que se hallaba, así que hizo justo lo contrario. Si hubiese una puerta, conduciría inexorablemente al comedor. En cambio, puede que aquel pasillo le mostrase nuevas maneras de abandonar su cautiverio, de dejar atrás aquella pesadilla, así que decidió arriesgarse.

Se dirigió hacia la luz con una creciente excitación dominándola. Se imaginó como una pionera en tierra desconocida, que pone el pie, con cada paso, en un lugar que nadie ha visitado jamás; una precursora que muestra el camino al mundo con su valor y su arrojo.

El pasillo resultó estrecho y corto, apenas tres o cuatro metros de largo. A los lados, las paredes estaban sucias. Al fondo, acababa su breve trayectoria en una puerta de color cerezo que permanecía cerrada.

No lo dudó ni un segundo. Se plantó delante de la entrada en apenas cuatro pasos y, tras respirar profundamente, agarró el pomo y lo giró.

La puerta se abrió sin dificultad, desvelando otra habitación circular, aunque más grande que la primera. En contraste con la desnudez de la anterior, allí multitud de objetos esparcidos por el suelo pugnaban por cada centímetro, desordenados. A su izquierda descubrió una mesa rectangular, pero no encontró ninguna silla a su lado. Incluso con la puerta cerrada a su espalda, la visibilidad resultaba buena, lo que era en verdad sorprendente, pues no había ninguna fuente de luz, al menos en apariencia, de la que pudiera proceder semejante claridad.

Se situó en el centro y fue girando sobre sí misma con la intención de controlar todos los objetos antes de decidirse por observar con detenimiento alguno en particular. La estancia no disponía de salida alguna, al menos a primera vista, a excepción, claro, de la puerta por la que Ariadna había accedido.

Encontró dos pequeños cofres, un gran arcón y un buen montón de libros apilados junto a la mesa. En el tablero de esta había otro libro, que abierto ocupaba casi toda su superficie. También pudo distinguir, entre un maremágnum de pequeños objetos, un par de cuadros, de retratos, para ser precisos. El resto parecían piezas sin valor: retales, marionetas, algún cojín, un par de tablas de madera, una lámpara rota, un pincel, varias libretas de colores, como la que guardaba en su cajón, y un largo etcétera, indistinguible sobre un atestado suelo. Se preguntó quién sería el responsable de aquel revoltijo ¿Acaso Lara se dedicaba a sustraer objetos del otro lado para acumularlos allí? Puede que hiciese negocio con ellos, aunque no acababa de comprender cómo ni para qué. O, quizás, se le ocurrió, existieran más estancias secretas y no había traspasado la pared por el mismo punto en el que lo hacía Lara. Después de todo, podría haber arriesgado su vida en un lugar equivocado.

Lo que más le llamó la atención, por supuesto, fue el libro sobre la mesa, así que, con cuidado de no pisar nada, se dirigió hacia él.

El ejemplar permanecía abierto por la mitad, más o menos. Al igual que había leído en la biblioteca, daba la impresión de ser muy antiguo, pero permanecía bien conservado. La página de la izquierda la ocupaba un dibujo, sin ningún tipo de color, en el que la figura de un hombre, cuyo rostro quedaba sin definir, componía una extraña pose. Con las piernas flexionadas, los brazos abiertos y la cabeza echada ligeramente hacia atrás, parecía implorar al cielo por alguna gracia, mientras a su alrededor surgían extraños destellos o fuegos.

La página de la derecha contenía una gran cantidad de texto bajo el título subrayado de «Detectar magia». Aunque sintió el deseo de leer aquella descripción, prefirió hojear el resto del libro. Comprobó que no ocultaba nada más que una constante repetición de aquel esquema: dibujo de una figura a la izquierda, texto bajo un título subrayado a la derecha.

La variedad de denominaciones resultaba tan grande que, cuando aún le faltaban algunas páginas por pasar, ya había olvidado la mayoría de ellas. Se trataba, sin duda, de un compendio de magia. Una relación de hechizos con sus efectos. Algunas explicaciones resultaban muy largas; otras, en cambio, tan escuetas que el autor las había solventado con un par o tres de palabras. Le sorprendió que el tamaño de los textos no guardara relación con la dificultad de las figuras, pues algunos de los gestos más sencillos disponían de las reseñas más extensas. Se preguntó si eso significaría que los hechizos menos poderosos requerirían acciones más complicadas o si resultaría fruto de la casualidad.

Cuando se hartó de pasar páginas, se alejó un poco de la mesa. Fijó su mirada en el montón de libros que se situaban junto a ella. Se agachó y se puso en cuclillas para poder observar sus cubiertas. Los descartó, uno tras otro, hasta encontrar un encabezamiento que le llamó la atención.

El camino hacia tu magia, por Alex Truff, daba la impresión de que ofrecía exactamente lo que ella iba buscando. Lo colocó sobre la mesa y comenzó a hojearlo. Al contrario que en la mayoría, en aquel libro apenas había dibujos. Le dio la impresión de no haber leído nunca tanto texto, pues, aunque a su edad ya había acabado muchas novelas, casi todas pertenecían a colecciones infantiles y contenían numerosas ilustraciones para hacer más amena la lectura.

Se dio cuenta de que la tarea que se había propuesto no iba a resultarle sencilla. En el fondo, no era más que una niña, y seguro que quien hubiese escrito aquel manual no lo había hecho pensando en que un niño pudiese comprenderlo. Se sintió desamparada. De repente, la confianza en conseguir todo lo que se proponía se esfumó como un conejo en la chistera de un mago.

Se apartó de la mesa y se rodeó el pecho con los brazos. Empezaba a tener mucho frío. Pensó que, en ese momento, el menor de sus problemas era aprender a desarrollar sus habilidades. Si no encontraba la manera de salir de aquella estancia secreta, moriría de frío y hambre.

La invadió un miedo desconocido. No el miedo a la soledad, al abandono, como había percibido hasta entonces, sino el miedo a la muerte. Supo que aquel miedo resultaba más intenso, más auténtico que ningún otro que fuese a experimentar jamás.

Pese a que sabía que permanecer en movimiento resultaría fundamental para espantar el frío, se sentó con la espalda apoyada en la pared. Alcanzó una muñeca de trapo, con coletas rubias, que se encontraba tirada en el suelo junto a otras dos. Tenía el cuerpo rosa y el cabello rubio cubierto parcialmente por un bonito sombrero blanco.

Sonrió con amargura. Le preguntó a la muñeca cómo salir de allí. Después, temió acabar como ella, en aquel suelo escondido en ninguna parte, rodeada por un montón de objetos inútiles.

Se puso de nuevo en pie, con la muñeca en la mano. Abandonó la habitación y siguió el pequeño pasillo hasta llegar a la primera estancia, por la que había entrado.

Giró sobre sí misma. Miró en todas las direcciones, de arriba abajo y de izquierda a derecha, con la intención de descubrir algún indicio, por pequeño que fuera, que le indicase una manera de salir; pero no lo encontró. Por más que palpaba la superficie de la pared, buscando alguna señal como la que le había permitido acceder hasta allí, no lograba localizarla. Una y otra vez, compulsivamente, volvía a intentarlo, pero siempre con el mismo resultado. Creyó enloquecer. Cada tentativa la hundía un poco más en una sensación de inmenso fracaso, acentuando la percepción de que se acercaba al final de su vida, que le aguardaba un inmenso vacío, un agujero negro que la tragaba hasta hacerla desaparecer.

En un acto de desesperación, perdió el control y arrojó la muñeca contra el suelo con una violencia que le provocó pánico de sí misma. De repente, se contempló como una desconocida, como alguien a quien la angustia ha transformado en una persona violenta, capaz de herir a cualquiera que se cruzase en su camino, sin importar su condición.

Encaraba de nuevo el pasillo con el propósito de regresar y buscar si, entre los libros, descubría una forma de atravesar aquellas paredes, como última y desesperada posibilidad, cuando escuchó algo a su espalda.

El corazón le dio un vuelco.

Lara había entrado.

XVI

Se puso muy nerviosa al no encontrarla. La incredulidad inicial se transformó con rapidez en miedo a las consecuencias que se derivarían de su desaparición. Junto a todos, contemplaba el cielo, ese maravilloso espectáculo de la pequeña ave en llamas, que solo pasaba una vez cada muchos meses, y al retomar la normalidad, Ariadna había desaparecido.

Durante semanas se había acercado a ella con prudencia, dejándola creer que no era como los otros. Poco a poco había notado en sus preguntas, o en sus miradas, que la confianza entre ambas iba creciendo. Aún recordaba la cara de satisfacción del maestro cuando le contó el color de la magia de Ariadna, y cómo la reacción de este la había hecho soñar con recompensas mayores si lograba proveerlo de información importante. Pero ahora, si Ari se esfumaba, todo se iría al garete.

Echaba tanto de menos al mar, con ese azul vibrante por las corrientes, con ese olor tan peculiar mientras su padre remaba para que ella disfrutara del paseo; que solo tenía ganas de llorar.

Ahora se sentía como una maldición para la humilde familia de pescadores de la que provenía. Su padre, que solo la tenía a ella, pues su madre había muerto al darla a luz, habría sufrido otro gran golpe con su desaparición. Dudaba que hubiese resistido ese nuevo envite de la vida. Por edad, aún debería seguir vivo, pero se le hacía un nudo en el estómago al imaginar en qué condiciones se desarrollaría su existencia sin nadie a quien amar.

Algunas lágrimas brotaron de sus ojos. No entendía cómo había surgido la energía mágica en ella, pero, por encima de todo, no entendía qué había hecho para merecer esa maldición. Ese hilo verde grisáceo que salía de ella solo había servido para que la mantuviesen prisionera de por vida, alejada de su padre. Si al menos alguien la hubiese despertado antes y pudiera haber usado la magia, sus sensaciones resultarían diferentes; pero en ese instante odiaba todo lo que representaba aquel mundo al que, quisiera o no, pertenecía. Tantos sueños se habían esfumado de golpe, que se había convertido en una persona vacía por dentro, sin que ninguna llama de esperanza se divisara en el horizonte. Al menos, así había sucedido hasta que el maestro entró en contacto con ella. Se sentía afortunada por el hecho de que él le hubiese encargado una misión. Sabía que el futuro se encontraba en sus manos. No podía desperdiciar una oportunidad como aquella. Costase lo que costase, debía encontrar a Ariadna.

Mientras miraba a uno y otro lado, descubrió a Lara entrando al palacio. De repente, más allá de la sorpresa inicial, la asaltó una intuición. Guiada por su instinto, la siguió al interior. Pero al entrar, no vio a nadie. Recorrió cada centímetro del comedor, del dormitorio y de los baños, pero no encontró ni rastro de Lara y, por supuesto, tampoco de Ari.

Salió otra vez al exterior para confirmar que tampoco habían regresado allí, a caminar en círculos con el resto de niños.

La situación se agravaba por momentos. No una sino dos niñas desaparecidas en la misma mañana. ¿Adónde habían ido? ¿Cómo podía haberse volatilizado Lara, que solo iba unos metros por delante de ella? No entendía nada. Su escasa confianza se desmoronaba de nuevo ante la adversidad de las circunstancias que la rodeaban. Sentía como si el destino conspirase contra ella, o disfrutara de manera cruel con su sufrimiento.

Se tumbó bocarriba sobre el césped, con las rodillas ligeramente flexionadas, para meditar sobre lo que sucedía y, por encima de todo, sobre cómo reaccionar. ¿Debía contactar ya con el maestro o esperar unas horas para comprobar si aparecían Ariadna y Lara? Si se precipitaba podía enojarlo sin necesidad, pero si dejaba pasar demasiado tiempo, la adversidad se convertiría en irreversible y ella pagaría las consecuencias de su descuido. Si lo más importante era controlar a Ari, no sabía por qué había perdido el tiempo mirando al cielo como una idiota.

Suspiró.

No le quedaba otra que esperar, pues para contactar con él necesitaba acceder a la biblioteca, y esta no abría sus puertas hasta después del almuerzo. Con un poco de suerte, deseó, sus dos compañeras se encontrarían de vuelta para entonces y la situación revestiría menor gravedad. Incluso así, debía informar al maestro del extraño suceso.

Hizo memoria. Ya llevaba unos años por allí y, que recordara, nunca nadie había desaparecido. Había contemplado algunas muertes por causas naturales. También había asistido, muy a su pesar, al suicidio de un chico marroquí, llamado Hamed, cuyo patético intento de fuga había acabado con su vida delante de todos. Que alguien pudiese fugarse de aquel bosque constituía un mito sobre el que la mayoría ni siquiera se atrevía a especular. ¿Habrían conseguido Ariadna y Lara lograrlo?

Ella, en los últimos días, había vuelto a soñar con una vida alejada de allí. Contemplaba su relación con el maestro como una inmensa oportunidad que se le abría para, haciendo bien su trabajo, obtener la mayor recompensa que podía imaginar.

En sus primeras semanas allí, cuando todavía no sabía hablar sin hablar y la belleza del lugar ejercía una gran fascinación sobre sus sentidos, aún soñaba con regresar a su hogar. Cada día imaginaba a su padre, con la camisa blanca y el pelo desaliñado, yendo a buscarla. Presentía, en cada acontecimiento, un indicio de que su estancia en aquel paraíso se acabaría de inmediato. Pero el inexorable paso del tiempo había ido acabando con todo, marchitando hasta la más mínima flor que creciera en su interior.

Se abandonó al cielo líquido que constituía su techo. Dejó que la irrealidad la dominara, la engañara una vez más. Quiso atrapar la inocencia que llevaba años sin experimentar para olvidarse de todo. Imaginó que se perdía por las calles atestadas de gente, bajo la protección de su padre. El ruido y las luces la reconfortaban. Mantenía los ojos bien abiertos, pues temía perderse algo. Los dos se pararon en un puesto callejero y él le compró un kimbap. ¡Cuánto daría por probar de nuevo el peculiar sabor de aquellos granos de arroz rodeados de algas!

No lo consiguió; no pudo evadirse.

Se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba.

Recordó el ave fénix, con su singular belleza en llamas, y alcanzando su bloc de láminas, comenzó a dibujarlo para hacer tiempo hasta que llegase el momento de hablar con el maestro.

XVII

Ascensión Risdruejo se había convertido en pieza clave de la investigación. Necesitábamos, lo más pronto posible, contactar con ella para que nos diese las señas de su apartamento en la costa. También, por supuesto, resultaría interesante poder hacerle algunas preguntas acerca de su relación con Olivia Madueño, pero lo principal era conocer la localización de la vivienda, pues algo me decía que la madre de Ariadna podría estar usándola como escondite.

Santos nos condujo a toda pastilla hasta el Hospital Clínico. En principio, habíamos contemplado la idea de visitarlo para recabar más información sobre la sospechosa, para saber si se relacionaba especialmente con algún compañero de trabajo que pudiese ayudarnos a saber de su paradero, o de lo que había hecho durante el periodo de excedencia. Pero esos aspectos habían pasado a un segundo plano. Puede que, en otro momento, regresáramos sobre ellos, pero ahora solo nos interesaba conseguir una dirección y, sobre todo, un teléfono de Ascensión Risdruejo, y dado que había sido paciente del hospital, nos parecía que allí podríamos conseguirlo sin mayor dificultad.

El hospital se halla en la zona de Teatinos, enclavado en pleno campus universitario, junto a la Facultad de Medicina. Además, se trataba de una de las zonas que más crecía de la capital malagueña a principios del siglo xxi. El tráfico resultaba intenso, y las posibilidades de encontrar un aparcamiento nulas, por lo que no nos complicamos la vida y Pat dejó el coche en el primer paso de peatones que encontró libre, pues el caos que formaban universitarios y pacientes del hospital sobrepasaba cualquier previsión, y la gente dejaba sus vehículos en los lugares más insospechados.

Una vez dentro, nos dirigimos directamente al mostrador de información. Exhibiendo la placa, nos saltamos la concurrida cola, y pedimos hablar con un responsable.

El administrativo que nos atendió, nos hizo pasar a un pequeño despacho y nos pidió que esperásemos un momento.

Apenas dos minutos después, apareció una mujer rubia, de piel muy blanca, cuya edad debía rondar los cincuenta años.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó presta. Daba la impresión de encarnar a la perfección el prototipo de persona eficiente, dispuesta a resolver cualquier problema que se le plantease.

Le explicamos el motivo de nuestra visita. Pese a que Mediavilla había hablado con los compañeros de la doctora Madueño, Ángeles López, que así se llamaba la jefa del servicio de admisión, desconocía la desaparición de Ariadna. Rápidamente comprendió la gravedad de los hechos, y se puso manos a la obra.

Nos dejó solos de nuevo, pero enseguida regresó y nos entregó un sobre con los datos de la señora Risdruejo. Por supuesto, el contenido del sobre hacía referencia solo a los datos de contacto de la paciente, y no a su historial clínico; aunque este hubiera resultado también muy interesante para nosotros dada la pelea que provocó entre Nuria Aguilar y Olivia Madueño.

Le agradecimos su colaboración y, mientras nos dirigíamos hacia el coche, noté que el corazón se me aceleraba. Santos y yo intercambiamos una mirada.

—Llámala ya, joder —me impelió.

—Aquí hay mucho ruido —repliqué—. Cuando estemos dentro del coche, lo haré.

Aceleramos el paso. Los dos sabíamos que nos encontrábamos en un punto decisivo, en el que el curso de la investigación podía cambiar.

Abrí el sobre. La dirección pertenecía a Antequera, pero al menos había dado varios números de teléfono; uno fijo, y otros dos móviles, de algún familiar, supuse.

Una vez en el interior del BMW, con Santos a mi lado, expectante, saqué el teléfono y me dispuse a intentarlo.

Tras tres tonos, descolgó un hombre que, por su voz, deduje que sería bastante joven.

—Buenos días. Soy el inspector Emilio Van der Hayden, de la Policía Nacional. Necesito hablar urgentemente con Ascensión Risdruejo.

Al otro lado se hizo el silencio. Tal vez fui demasiado directo y sorprendí a mi interlocutor.

—¿Sigue usted ahí?

—Sí, sí —afirmó, recuperándose—. ¿Ha ocurrido algo?

—No se preocupe, solo necesitamos hacerle un par de preguntas relacionadas con una investigación. ¿Se encuentra ahí?

—No —respondió—. Yo soy su sobrino. A estas horas suele salir a caminar, si el tiempo, como hoy, lo permite.

—¿Lleva el móvil?

—No, ella siempre lo deja en casa, pero no tardará demasiado.

—¿Podría usted ir a buscarla y llamarnos? —pregunté.

Antes de que pudiese contestar, Santos, de repente, me arrebató literalmente el teléfono a la vez que meneaba la cabeza.

—Soy el subinspector Santos, un compañero de Van der Hayden —se presentó.

—Ah —balbució el otro, tan sorprendido como yo.

—Necesitamos hablar con Ascensión; pero, sobre todo, lo que más nos urge, es conocer la dirección exacta de un apartamento que, al parecer, posee en la costa, ¿podría usted facilitárnosla?

—Uf —resopló—. Exacta, no.

—Al menos, el nombre de la calle. Algo para ponernos en camino mientras ella nos llama.

—Doctor García Verdugo —afirmó sin titubear.

—¿Y eso dónde queda exactamente?

—En Fuengirola, muy cerca de la salida de la autovía del centro comercial Miramar. En esa misma calle hay un instituto de secundaria, un centro de salud y una oficina de la Seguridad Social.

—Conozco el sitio —afirmó Santos mientras arrancaba el coche.

Quedamos en que, mientras nosotros nos dirigíamos hacia Fuengirola, él iría a buscar a su tía, con la intención de que al llegar pudiésemos hablar con ella para saber la dirección exacta del inmueble.

Con el coche ya en marcha, evaluamos la posibilidad de avisar a Corrales y Mediavilla, para que también ellos acudieran al apartamento, pero, finalmente, decidimos ir solos, pues incluso en el caso de que nos encontrásemos a Olivia Madueño, esta no suponía, al menos en apariencia, un peligro para nuestra integridad física.

Santos no necesitó usar la sirena para pisar a fondo y exprimir los más de doscientos caballos de aquel deportivo. El motor del BMW rugía mientras él disfrutaba como un niño dejando a docenas de coches atrás.

Pensé que nos hallábamos muy cerca de la doctora Madueño, pero yo sabía que Ariadna no se encontraba con ella, y eso me descorazonaba. Nadie a mi alrededor conocía el verdadero destino al que habían enviado a la niña. Sin embargo, dar con la madre supondría un primer paso imprescindible para llegar hasta su hija.

Decidí que, aquella tarde, por muy cansado que me sintiera o muy tarde que acabase, me reuniría con Duende, pues no ignoraba que él se había convertido en el único camino que me podría conducir hasta Ariadna.

Una vez abandonamos la zona de Teatinos, el tráfico se hizo más fluido. En apenas veinte minutos tomábamos la salida de la autovía correspondiente a nuestro destino.

Menos sencillo resultó encontrar un aparcamiento, pues en la misma manzana se encontraban muchos organismos oficiales. Santos recordó que la comisaría de Fuengirola quedaba casi al lado, así que acabamos dejando el coche en una calle reservada para la policía.

La adrenalina nos recorría cuando tomé el teléfono y marqué de nuevo el número de Ascensión Risdruejo. Los tonos de llamada se agotaron sin respuesta. Probé entonces con el móvil.

—¿Sí? —respondió el sobrino.

—Soy el inspector Van der Hayden. ¿Se encuentra junto a su tía?

—Sí. Le paso con ella.

—Soy Ascensión Risdruejo —se presentó—. Dígame.

La voz de la mujer sonó clara y dulce. No daba la impresión de resultar tan mayor como me había imaginado leyendo sus datos. Un montón de preguntas acudieron, en perfecto desorden, a mi mente; pues ella, sin saberlo, se ubicaba en el centro de muchas cuestiones sobre Olivia Madueño, pero en ese instante no tuve más remedio que posponerlas y centrarme en las señas de su apartamento.

No solo me detalló la dirección completa, sino que me ofreció una precisa explicación de cómo llegar hasta ella. Le pedí que en las próximas horas no se separara del teléfono, pues en cualquier momento podríamos necesitar su colaboración. Así mismo recabé su consentimiento para entrar, si resultase necesario, en la vivienda.

Pulsamos sobre un par de botones en el portero automático, antes de conseguir que nos abrieran, sin identificarnos como policías.

Ya frente a la puerta del sexto B, intercambiamos una rápida mirada. Pese a la experiencia, los nervios nos consumían a ambos. ¿Se encontraría la sospechosa tras aquella puerta?

Pulsamos el timbre en repetidas ocasiones, sin obtener respuesta. También aporreamos la puerta, con el mismo resultado.

Hice un gesto a Santos para que se acercase a la puerta mientras yo me alejaba un par de pasos para comprobar que nadie nos observara. Él sacó un juego de ganzúas y, en un abrir y cerrar de ojos, la cerradura cedió.

El pequeño apartamento permanecía vacío, pero resultaba obvio que allí vivía alguien. Había restos de comida en la cocina, la cama permanecía deshecha y con ropa tirada encima, había algunos restos de agua en el baño, etc.

—Se esconde aquí —afirmó Santos.

—Alguien usa el piso —le corregí—. Resulta un poco precipitado afirmar que hayamos encontrado el escondite de Olivia Madueño.

—Ya —replicó él, despreciando mi exagerada prudencia.

Contacté de nuevo con Ascensión Risdruejo, que me aseguró que no existían más llaves del apartamento que las que poseían Olivia y ella misma. Aunque siempre cabía la posibilidad de que algún intruso, sabedor de que el piso se mantenía desocupado la mayor parte del año, se hubiera colado, la hipótesis de hallarnos ante el escondite de la doctora Madueño parecía la más verosímil.

—¿La esperamos aquí? —preguntó mi compañero.

Negué con la cabeza.

—No sabemos cuándo piensa volver, si es que vuelve. Echaremos un vistazo, dejando todo tal y como lo hemos encontrado. Hablaremos con el comisario para que el lugar permanezca bajo vigilancia en todo momento. Cuando lleguen los del primer turno, nos iremos a Antequera.

A Santos, mi plan le pareció bien.

Palacios se mostró satisfecho con los avances de la investigación y prometió que, en menos de una hora, dispondríamos de un par de agentes por allí, para iniciar las labores de vigilancia.

Cuando dimos por concluido el registro, sin encontrar nada significativo, me pregunté cuánto tiempo hacía que Olivia Madueño se había marchado. «Quizás —me dije—, si hubiésemos llegado unos minutos antes, ahora estaríamos interrogándola y las posibilidades de hallar a su hija resultarían algo más que un objetivo lejano, que una combinación imposible en un juego de azar en el que la banca tendía a ganar casi siempre».

Tomamos un café en un bar situado junto a la entrada del edificio, mientras aguardábamos a que nos relevaran. Aproveché para llamar a Corrales y contarle lo que habíamos descubierto. También para convocar una reunión del grupo de investigación a primera hora de la tarde, cuando, calculaba, regresaríamos de Antequera.

Él, por su parte, me explicó que acababan de empezar a revisar los movimientos bancarios, pues los datos habían tardado más en estar a su disposición de lo que habían previsto en un principio. Todavía no habían dado con nada relevante.

Nos sustituyeron Quintana y Duque, dos novatas que apuntaban maneras, especialmente la primera, con la que había tenido la oportunidad de colaborar en un par de ocasiones, y había podido comprobar que trabajaba de forma meticulosa e inteligente. Yo fui compañero de su padre, que murió unos diez años antes en acto de servicio. Recibió un balazo de un atracador que intentaba fugarse con un botín de seiscientos euros. Después, lo de siempre, una familia destrozada, un par de palmaditas en la espalda y una condecoración a título póstumo como todo consuelo.

De nuevo en el coche, pusimos rumbo a Antequera. Santos rebuscó hasta encontrar un CD de El Barrio.

—No, si te parece voy a poner a uno de esos grupos que chillan en inglés y que tanto te gustan —me espetó al observar mi gesto.

—Pues alguna vez deberías escucharlos.

—Yo prefiero la música de verdad, y no tanta pose y tanta tontería.

—Como tú digas. —Me rendí.

El ritmo de la investigación se aceleraba por momentos. En apenas setenta y dos horas habíamos, no solo determinado el nombre de la principal responsable de la desaparición de Ariadna, sino que también habíamos sido capaces de localizar su más que probable escondite y, pese a todo, mis sensaciones no resultaban buenas. No me quitaba de la cabeza a Duende y la realidad que me había mostrado.

De repente, mientras un desagradable viento del norte se levantaba, y el invierno parecía renacer de sus cenizas, me invadió un sentimiento de culpabilidad por no haber acudido a mi cita con él el día anterior.

De nuevo me recordé a mí mismo, que aquel miércoles de febrero acudiría sin falta a su casa. Me di cuenta de que, con el método policial, podríamos acercarnos a la solución, o incluso atrapar a la madre, pero jamás daríamos con Ariadna. Necesitaba a Duende. Solo él podría ayudarme a traer de vuelta a la niña; y ese precisamente debía ser el único objetivo que me importase.

—No sé —comentó Santos—. Hay algo que no me gusta.

—¿A qué te refieres?

—A que todo resulta demasiado sencillo.

—¿Demasiado sencillo? —repetí atónito—. Hablamos de la niña que desapareció en el interior de un ascensor, ¿no?

—Es cierto, se esfumó de forma inexplicable; pero por suerte había cámaras en el edificio, gracias a las cuales el padre identifica a su mujer. Después nos da el nombre de una paciente suya que posee una segunda vivienda, de la que ella guarda las llaves, y...

Dejó la frase en el aire durante un instante, como si procurase elegir las palabras exactas que quería pronunciar a continuación. Aquella forma de actuar, tan prudente, constituía toda una novedad, pues por lo general, Pat Santos se comportaba siempre de un modo impulsivo.

—Puede que sea una estupidez, pero no me gustan los casos que encajan tan rápido. Intuyo que se complicará.

Por un momento, tuve la tentación de revelarle mi visita, la noche del lunes, al edificio donde había desparecido Ariadna. De detallarle cómo Duende y yo habíamos examinado el ascensor y cuáles habían sido las conclusiones de este; pero me contuve, a pesar de que, de todos mis compañeros, consideraba a Santos como el único capaz de tomarse en serio unas explicaciones como aquellas, pues le encantaba el mundo de lo oculto, lo esotérico, etc. A menudo adquiría revistas especializadas en misterios o leía libros que ofrecían respuesta a los enigmas más dispares; desde la desaparición de los dinosaurios hasta la civilización perdida de la Atlántida, pasando por la construcción de las pirámides de Egipto o la comunicación con los espíritus de los muertos.

No sé qué esperaba de la conversación con Ascensión Risdruejo, pero, desde luego, no obtuvimos nada medianamente interesante. Después de todo, Olivia Madueño le había salvado la vida. La objetividad que esa anciana pudiese mostrar al opinar sobre ella resultaba nula. A sus ojos, la doctora Madueño se convertía poco menos que en un ser celestial, enviado por Dios a la tierra para aliviar el sufrimiento de las personas.

—Si ella ha desaparecido —aventuró—, también la habrán secuestrado. No cabe otra explicación.

Mientras tomábamos unas cervezas sin alcohol y unos bocadillos antes de regresar a Torremolinos, me sentía frustrado. Consideraba que habíamos desperdiciado tres horas de nuestro tiempo para nada en aquella charla intrascendente. Si hubiera hablado con la señora Risdruejo por teléfono, hubiese solventado el tema en cinco minutos.

Odiaba tomar decisiones equivocadas, y más en un caso como aquel, con una niña desaparecida y a la espera de que alguien pudiese rescatarla. Empezó a dolerme la cabeza. Solo deseaba regresar a mi casa y tumbarme sobre el sofá, mientras alguna música sonaba de fondo para alejar a mis fantasmas.

Santos parecía ajeno a mis cavilaciones. Continuamente sonaban mensajes en su móvil. Si con frecuencia cambiaba de modelo de coche, no con menos frecuencia alardeaba de un nuevo teléfono, cada vez con la pantalla más grande o capaz de llevar a cabo funciones impensables solo unos meses atrás.

El camino de regreso lo hicimos en silencio. Lo convencí para que no me torturase con su música, y fuimos escuchando una cadena de radio convencional, que a esa hora ofrecía un programa de información deportiva local al que ninguno de los dos prestó demasiada atención.

Mientras los Montes de Málaga hacían serpentear a la carretera por la que viajábamos, yo me hundía en el convencimiento de que jamás traeríamos de vuelta a Ariadna, a la vez que me sentía culpable por no poner al corriente a mis compañeros de la verdadera situación del caso. ¿Cómo encontrar a alguien que desaparece atravesando la pared de un ascensor?

Me preguntaba si de verdad serviría para algo encontrar a Olivia Madueño, pues, en el fondo, si ella no declaraba, resultaba de lo más dudoso, con lo que teníamos hasta entonces, que un juez la mantuviese en prisión el tiempo suficiente para ablandarla. Disponíamos de muchos indicios, sí, pero de ninguna prueba concluyente. Las cámaras de seguridad demostraban que ella había entrado la noche anterior en el ascensor, pero también que había salido y no había regresado, con lo cual, aunque tuviera muy difícil explicar el motivo por el que había permanecido varios minutos en el ascensor, más difícil resultaría que nosotros demostrásemos que era la responsable de la desaparición de su propia hija.

A las cuatro y quince minutos comenzó la reunión del grupo en la habitual sala de interrogatorios. Pese a que me encontraba cansado, y con los ánimos a la altura de los zapatos, intenté hacer un detallado y extenso resumen de los avances obtenidos, concluyendo que la vigilancia del apartamento que Ascensión Risdruejo poseía en Fuengirola, se había convertido en nuestra mejor baza.

Una vez di por concluida mi exposición, tomé de nuevo asiento y pedí a Corrales y Mediavilla que nos informaran de cómo habían ido sus pesquisas.

—La verdad —comenzó Corrales— es que hemos encontrado algo significativo.

Nos miró a Santos y a mí para asegurarse de que le prestábamos toda nuestra atención. Corrales se comportaba siempre de ese modo. Parecía sentirse despreciado si no le mirabas a los ojos mientras hablaba, como si la vista y el oído formasen un solo sentido, y no dos independientes.

—Hay un patrón curioso, que solo se da en las semanas previas a la desaparición. Consiste en la retirada, con la tarjeta de la doctora Madueño, de pequeñas cantidades en efectivo.

—¿A qué te refieres cuando hablas de pequeñas cantidades? —preguntó Santos.

—Me refiero a cantidades entre los cien y los ciento sesenta euros.

—¿Y no había hecho lo mismo en los meses anteriores?

—No. Con anterioridad las sumas de las que había dispuesto resultaban algo más elevadas, casi siempre unos doscientos cincuenta o trescientos euros; pero, sobre todo más espaciadas en el tiempo, o al menos sin un patrón definido, como si acudiese al cajero, simplemente, cuando lo necesitase. En el último mes, en cambio, tres veces por semana fue al cajero para retirar efectivo.

—Quizás —intervino Mediavilla—, pretendiera no llamar la atención de su marido.

Yo no compartía del todo aquella teoría, o al menos, no creía que ese comportamiento pasase desapercibido a alguien que controlase sus cuentas, si es que el marido se encargaba de las finanzas familiares; circunstancia harto probable dada su profesión. Las cantidades, en efecto, resultaban pequeñas dado el poder adquisitivo de ambos, pero el hecho de que, cada semana apareciesen tres apuntes indicando que su esposa sacaba dinero de la cuenta, no consideraba que se le pudiese pasar por alto a un eminente asesor fiscal como él, socio de un despacho en plena calle Marqués de Larios.

—¿Sabemos si acudía siempre al mismo cajero automático? —preguntó Santos.

—En efecto —afirmó Mediavilla—. Todos los apuntes hacen referencia al mismo código de cajero.

—Bien, ¿y dónde se encuentra?

Corrales y Mediavilla se miraron desconcertados. Resultaba evidente que a ninguno de los dos se le había ocurrido esa cuestión que, por otro lado, podría darnos una información muy relevante para el caso.

—Habrá que averiguarlo inmediatamente —intervine—, pero antes debemos determinar qué hacer mañana. ¿Aún disponéis de material para ahondar en los temas financieros?

—Sí —respondió Corrales—. Hoy hemos atacado lo más obvio, pero hay fondos de inversión y otros tipos de productos financieros más complejos. En cualquier caso, creo que mañana podremos concluir esa tarea, salvo que descubramos algo que nos exija profundizar más.

Se me escapó un suspiro mientras decidía qué haríamos Santos y yo. Finalmente, expuse que iríamos a hablar con los familiares de Olivia Madueño: la madre, el hermano y la cuñada. Si nos quedaba tiempo, también regresaríamos al hospital con el objeto de averiguar si allí se relacionaba especialmente con alguien. Por supuesto, todos éramos conscientes de que esos planes podrían verse alterados, en cualquier instante, por una llamada del equipo de vigilancia que permanecía apostado frente al apartamento de Ascensión Risdruejo.

Di por concluida la reunión y me dirigí a mi despacho a esperar que Corrales y Mediavilla me trajesen la localización exacta del cajero en el que Olivia Madueño había ido tres veces por semana a sacar dinero. Si, como sospechaba, ese terminal se encontraba en Fuengirola, podríamos afirmar, sin más cautelas, que habíamos puesto al descubierto el lugar en el que había pasado las horas en las que su marido la imaginaba trabajando. Allí habría urdido su plan, tanto para hacer desaparecer a su hija, como, con toda probabilidad, para preparar su propia fuga en los días posteriores.

Había algo que no me cuadraba en todo aquello. Algo en el comportamiento de Olivia Madueño no encajaba en la visión general que tenía hasta ahora del caso. Ariadna había desaparecido, o mejor dicho, la habían hecho desaparecer, el domingo por la mañana. No tenía mucho sentido que su madre, si estaba implicada y pretendía también desaparecer, continuase tan cerca, solo a catorce kilómetros.

Me puse en pie y me acerqué a la ventana de mi despacho. La tarde aún no daba síntomas de transformase en noche, mientras yo me preguntaba si, en el fondo, Olivia Madueño no se habría arrepentido de lo que había hecho e intentaba encontrar la manera de repararlo.

Si mi intuición acertaba, entonces sí que resultaría vital dar con ella y tener una conversación a solas, o con Duende.

Todas mis esperanzas se concentraban en que Olivia Madueño regresase al apartamento que vigilábamos en Fuengirola. No esperaba absolutamente nada de las conversaciones con sus familiares cercanos, aunque, por supuesto, nunca podía darse nada por sentando; a lo mejor ellos podrían ofrecernos algún detalle sobre su personalidad que nos acercara a alguna conclusión.

Sin saber muy bien por qué, descolgué el teléfono y marqué el número de José Alberto del Cid.

Respondió al tercer tono. Supuse que, aunque hubiese ido a trabajar, habría regresado pronto.

—¿Sí? —respondió desconfiado.

—Perdone que le moleste de nuevo. ¿Es usted el encargado de llevar las cuentas en casa?

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

No sé si sería producto de mi imaginación, pero lo noté nervioso, alterado.

—Ya sabe —le aclaré—, la contabilidad doméstica.

—Ah, sí, sí; por supuesto, yo me encargo de la contabilidad doméstica.

Uf, aquella respuesta me sonó tan forzada, tan artificial, que una idea, todavía sin definir, comenzó a formarse en mi mente.

—¿Observó algo extraño en el comportamiento financiero de su esposa en los días anteriores a la desaparición de Ariadna? No sé, ¿gastó más dinero de lo habitual? ¿Retiró fondos de las cuentas? ¿Compró un billete de avión?

—No, en absoluto —mintió con demasiada rapidez, sin pararse si quiera a reflexionar—. Ni retiró fondos de las cuentas ni compró ningún billete de avión.

Por segunda vez, al responder, repetía casi con exactitud lo mismo que yo le había preguntado. ¿Por qué? ¿Qué significaba eso?

—Gracias, señor Del Cid.

—De nada.

Agité la cabeza.

José Alberto del Cid no se encontraba solo. Esa resultaba la explicación más lógica a su comportamiento. Repetía las frases para que quien se hallara con él supiese lo que yo le preguntaba, pero ¿quién podría provocarle aquella incomodidad ante la llamada de la policía?

XVIII

José Alberto del Cid colgó el teléfono con exagerada parsimonia. Respiró profundamente, intentando tranquilizarse. Cerró los ojos y, en un instante, reflexionó sobre la montaña rusa en la que se había convertido su vida en los últimos días. Un domingo por la mañana, normal y corriente, se había convertido en el detonante de una explosión que había arrasado con todo.

Después de que Van der Hayden y Santos abandonasen su casa, se demoró unos instantes en el sofá, frente al televisor, decidiendo si acudir o no al trabajo. Le costó muchísimo arrancar. La perspectiva de que sus socios le atosigaran con preguntas sobre cómo se encontraba o qué novedades existían respecto de la desaparición de su hija, lo volvía remiso a dejar la seguridad de aquellas cuatro paredes. Sin embargo, permanecer en el salón significaba tener que enfrentarse de nuevo a sí mismo y a todos los fantasmas que habían ido a visitarlo desde que Ari desapareciera.

Se asomó a la ventana. El día parecía hermoso entonces, aún no se había estropeado en las garras del insaciable invierno de aquel año. En su estómago, seguía librándose la batalla entre irse o quedarse. A cada momento, un bando parecía tomar una ventaja insalvable, decisiva; pero entonces, por sorpresa, el otro asestaba un contraataque mortal.

A la postre, sus pies decidieron por él. Cogió las llaves del coche, que se encontraban en un cajón del mueble de la entradita, además de un abrigo de paño azul, y se dispuso a abandonar su domicilio.

Se acercaba el mediodía. El tráfico en dirección Málaga se intensificaba por momentos, pero sin llegar al atasco de las horas punta. Pensaba en Olivia. No podía quitarse de la cabeza la sensación de haber sido manipulado, engañado, traicionado. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cómo no había sospechado nada? Ella había permanecido un mes sin trabajar y él ni siquiera lo había intuido. Su hija, concluyó, había sufrido las consecuencias de su propia estupidez.

Le entraron ganas de acelerar, de mantener el volante recto, ignorando las curvas. La perspectiva de estrellarse, y que todo se fundiera en negro, le atraía como el mejor final posible para el drama en el que se hallaba inmerso.

Masculló un insulto dirigido a su mujer. Lo repitió una y otra vez, alimentando un sentimiento de profunda repugnancia, casi de odio, hacia ella. Nunca había experimentado algo tan profundo hacia nadie. Si él no tenía el valor de quitarse la vida, al menos esperaba que alguien se la quitase a ella.

Se asustó al enfrentar sus propios pensamientos. La muerte le rondaba por aquí y por allá, pero, tal y como le había espetado unos minutos antes el subinspector Santos, se estaba olvidando de Ari, de su hija. Lo más importante debería ser ella; encontrarla, sacarla de la pesadilla en la que se hallaría mientras él divagaba al volante de un coche de lujo. Existía un mundo real, alejado de sus demonios, y en él, Ariadna le necesitaba más que a nadie, pues él era su padre.

Hacía tiempo había adquirido una codiciada plaza de garaje en un edificio del centro histórico, cercano a la catedral y al despacho del que era socio. Aquellos pocos metros cuadrados le habían costado una fortuna, pero con frecuencia se vanagloriaba por la compra, pues le permitía acudir a la oficina a la hora que le viniese en gana, sin preocuparse de tener que perder el tiempo a la búsqueda de un aparcamiento imposible.

Cuando salió al exterior, descubrió que el sol no calentaba apenas y que la belleza de aquella jornada de febrero resultaba fría y distante. Las bocacalles cercanas a la calle Larios bullían de gente con prisa; muchos como él, bien vestidos y llevando maletines en la mano. Se sintió un poco intimidado ante aquella frenética actividad. De repente, se encontró fuera de lugar, como si llevara años alejado de aquel mundo y hubiese cambiado tanto que ya no lo reconocía.

Subió las escaleras con el creciente deseo de echar a correr en dirección contraria, de tomar el coche y regresar a Torremolinos; pero consiguió dominar el miedo antes de que se convirtiese en pánico y atravesar, de ese modo, la entrada de la asesoría en la que trabajaba.

Se escabulló por el pasillo y se encerró en su despacho. Levantó el teléfono y le dio instrucciones a una de las recepcionistas para que no le pasasen ninguna llamada. Encendió el ordenador y echó un vistazo a la lujosa agenda de piel que guardaba en el primer cajón. Todas las anotaciones que encontró en la página del miércoles, 9 de febrero, se le antojaron intrascendentes cuando no tediosas o directamente insoportables.

Se conectó a Internet para visitar las páginas de los periódicos deportivos. Después abrió su correo electrónico personal, en el que solo halló una gran variedad de publicidad disfrazada de consejos vitales.

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