Ari

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Ari

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—Bases de datos policiales, médicas, etc. El mundo de los dormidos, aunque no lo crea, en ocasiones nos ofrece la solución a nuestros problemas.

Román meditó unos segundos antes de continuar con la conversación. No deseaba precipitarse ni poner sobre aviso a las personas equivocadas. Si en Málaga había miembros de La Frontera trabajando para la policía, tal vez El Claustro controlase el acceso a esas bases de datos a las que se refería Vasily.

—Antes de responderte a esa cuestión, me gustaría saber si has averiguado algo, aunque no sepas su nombre. Por ejemplo, ¿vive el dueño de esos cabellos?

—Sí, por supuesto que vive, aunque eso no es lo más interesante que he encontrado.

—Sorpréndeme.

—¿Recuerda el portal que hicimos para enviar a una niña hasta ese bosque en el que los mantienen a todos retenidos? Y que, por cierto, no me hizo ninguna gracia elaborar.

—Lo recuerdo. Y también recuerdo que tus objeciones se acabaron multiplicando por dos tu tarifa habitual.

—Bien —continuó Vasily, obviando la referencia de Román a la sencilla manera en la que había acabado con sus reparos morales—, pues el dueño de esos pelos, se encuentra en el mismo lugar al que enviamos hace nueve meses a Ariadna.

—¿El mismo?

—Me puedo equivocar, pero aseguraría que se encuentra allí, en el lugar exacto al que enviamos a la cría.

—Gracias, Vasily. Quiero que mantengas la vigilancia sobre él. Si se mueve, necesito saberlo de inmediato.

—De acuerdo.

—Ah, una última cuestión. No hace falta que cotejes las muestras con las bases de datos. Ya sé quién es —afirmó mientras colgaba.

Respiró profundamente, deseando que el aire inspirado contuviera la solución a cuantas cuestiones se le planteaban.

Los cabellos solo podían pertenecer a una persona: Jurgen, el niño al que Stella había iniciado en la magia y que tan a menudo recordaba. Su posición física, por otra parte, le indicaba que seguía en el bosque de los siempre-niños, que durante estos años se había mantenido con vida, pero había sido incapaz de fugarse. Pensó que a su hermana le encantaría que pudiese liberar a su único alumno. No tenía tiempo que perder. Pretendía ponerse en marcha de inmediato. No obstante, existían muchos aspectos que debía dejar cerrados antes de que la batalla contra El Claustro comenzase.

Volvió a coger el teléfono. El corazón le latía con una intensidad que no recordaba en los últimos años, quizás desde la última vez que había estado con una mujer.

Antes que nada, concertó una cita para primera hora de la mañana siguiente en la notaría; pues pretendía redactar un nuevo testamento. A su muerte, el negocio pasaría a manos de Sara. El resto de posesiones las donaría a la beneficencia, salvo una, la más especial, de la que nadie conocía su existencia y en la que guardaba profundos secretos. Esa sería para alguien que acababa de conocer, aunque ese alguien ni siquiera sospechase en ese preciso instante su conexión con La Frontera.

Durante unos días, no hubo ninguna novedad. Se dedicó a poner papeles en orden y, sobre todo, a reflexionar sobre la manera en que poner en marcha sus planes. Acudió a sus anotaciones para recordar a cada uno de sus clientes y, de ese modo, confeccionar un listado de magos con los que debía contactar. Huiría de los más ortodoxos, afines siempre al poder establecido. Pero, desde luego, no resultaba sencillo determinar quiénes estarían dispuestos a levantar la voz, a unirse a su causa a costa de arriesgarlo todo y, sin embargo, sabía a ciencia cierta que del tino de esos primeros encuentros dependería su suerte. Si hablaba con las personas adecuadas, si acertaba en su elección, las posibilidades de crear un movimiento opositor sólido resultarían muchas. En cambio, si cometía un solo error, él, y las personas que ya se hubiesen unido a él, acabarían muertos.

Solo unas horas antes de haber acudido a la comisaría, recibió una llamada de Vasily para avisarle de que Jurgen se había desplazado unos cuantos kilómetros.

Tras la sorpresa inicial, logró recomponerse para llegar a la conclusión de que ese movimiento indicaba que el chico intentaba escapar. Rápidamente, una idea, o más bien una intuición, sacudió sus pensamientos.

—¿Conservas alguna conexión con Ariadna, o las utilizaste todas para preparar el pergamino?

—La madre nos trajo bastantes objetos, aún debo tener algo por ahí.

—Perfecto.

—No me diga que quiere saber si los dos están juntos.

—Vasily, a veces consigues que se me olvide lo mucho que te pago.

—Le llamo en una hora.

Por fortuna, no tardó ni veinte minutos, pues los nervios le consumían.

—¿Y bien?

—Increíble. Los dos se encuentran juntos ahora mismo.

Román cerró los ojos y suspiró al otro lado del hilo telefónico.

—Tengo algo más, que tal vez pueda interesarle —siguió Vasily.

Su jefe contuvo la respiración, pues presagiaba alguna revelación importante.

—La energía de Ariadna se ha manifestado ya. Diría que en estos instantes resulta muy débil; quizás, aunque no parezca tener ningún sentido, porque la haya gastado realizando algún conjuro, pero el caso es que se ha convertido en una maga de mi gremio.

—¿Cómo?

—Lo que oye. El poder de esa niña se encuentra relacionado con el tiempo y el espacio. Algo poco frecuente, pero fácilmente detectable con hechizos de su misma energía, como los que he utilizado yo para buscarla.

Así que en eso consistía el plan de Jurgen, en que Ariadna los sacase de allí. Eso significaba, si lo lograban, que muy probablemente reaparecerían en Torremolinos, pues la niña residía allí y le resultaría muy sencillo establecer una conexión con su propio pueblo.

No tenía ni un instante que perder. La acción podía desencadenarse en cualquier momento, y él pretendía involucrar a las personas adecuadas.

XIX

Mis compañeros se habían marchado a casa. La actividad resultaba escasa a esas horas. La tarde de noviembre, oscura y desapacible, invitaba a llamarla «noche», mientras yo intentaba mantener la compostura ante la inesperada visita que acababa de recibir. Puede que mi suerte estuviese comenzando a cambiar, después de todo. Yo había puesto a aquel hombre en el centro mismo de mis expectativas para resolver el caso. Deseaba encontrar una manera de llegar hasta él y, de repente, acudía a mí. Me inquietaba desconocer los motivos que le habían llevado hasta la comisaría pero, incluso así, y pese a mi cansancio, en el fondo, me sentía aliviado, pues su presencia me ahorraba mucho trabajo.

—¿Sorprendido, inspector? —me preguntó, nada más tomar asiento en la modesta silla que le ofrecí. Antes de responderle, me pregunté si su delicado trasero soportaría tan vulgar contacto, acostumbrado como estaba a otro tipo de materiales más nobles.

—Mucho —confesé sin rubor.

Ya había departido una vez con Román Giovanetti. Ya sabía cómo se las gastaba. Era un tipo inteligente, audaz, que no se dejaba intimidar por una placa de policía. La conversación anterior se había celebrado en su casa, en su terreno. Ahora nos encontrábamos en el mío, pero había tenido la habilidad de presentarse sin avisar, para, de ese modo, partir de nuevo con ventaja.

Juzgué inevitable que, al menos en los primeros lances, él llevase la iniciativa. Habría venido a verme con algún propósito, y yo debía escuchar sus motivos, pero en algún punto tendría que ser capaz de arrebatarle el control y efectuar las preguntas que me interesaban. No podía desaprovechar una oportunidad como aquella, o tal vez no dispondría de otra igual.

Deseé que Duende se encontrara junto a mí. Él conocía mejor que yo los entresijos de La Frontera, y me daba la seguridad que me faltaba en aquel terreno más cercano a la irrealidad de los sueños que a la lógica que debía guiar una profesión como la mía.

—Se preguntará por el motivo de mi visita...

—Desde luego.

—¿Y cuál imagina que será?

Le gustaba jugar. Sus pequeños ojos grises disfrutaban observando cómo se divertía a costa de un adversario desorientado, como yo. Se comportaba igual que uno de esos equipos de fútbol, que cuando va ganando por cuatro a cero se dedica, entre los olés de su público, a bailar al rival a base de pases y más pases.

—A lo mejor le apetece saber qué se siente al dormir en el calabozo, junto a unos cuantos yonquis y algún que otro chorizo —le advertí, con toda la seriedad que fui capaz de imprimir a mis palabras. En casos como aquel, una buena patada a la altura de la rodilla resultaba el método más efectivo para demostrar al adversario que no iba a consentir que se riera en mi cara.

El señor Giovanetti captó el mensaje a la primera. Por muy mago y muy rico que fuese, se encontraba en el interior de una comisaría, hablando con un inspector de policía, y si se pasaba de listo, todavía disponía de resortes para hacérselo pasar muy mal, al menos un par de días.

—¿De cuánto tiempo dispone, señor Van der Hayden?

—Ahora mismo, si le digo la verdad, mi tiempo es mayor que mi paciencia.

Giovanneti ensayó una sonrisa, sin demasiado éxito. Me encontraba tan cansado, física y mentalmente, que no quería agotarme en absurdos jueguecitos.

—Mi hermana ha muerto —dijo sin mirarme a los ojos. Sin duda, no deseaba que yo descubriese cuánto le dolía aquella pérdida, pero su propia reticencia me hizo saber que muchísimo, que el vínculo con ella no consistía solo en la herencia a modo de apellidos que habían recibido ambos de los mismos progenitores, sino que iba mucho más allá.

—Lo siento.

—Gracias.

Román Giovanneti hizo un esfuerzo por volver a sostenerme la mirada. Supuse que la muerte de su hermana resultaba muy reciente. Quizás, conjeturé, constituía el desencadenante de su visita. Tenía enfrente a un hombre distinto al que conocí en su casa, en los primeros días de la investigación. Entonces, me dio la impresión de encontrarse por encima del bien y del mal, en un escalón diferente al mío. Ahora, en cambio, se mostraba más cercano, más vulnerable; como si la muerte de su hermana lo hubiese humanizado.

—¿Qué sabe del lugar en el que se encuentra Ariadna? —me preguntó.

—Que es un lugar en el que retienen a algunos niños.

—¿Sabe para qué?

—No. No lo sé.

En los siguientes minutos, aquel anciano dedicó su tiempo a instruirme sobre el lugar al que él mismo había contribuido a enviar a Ariadna. Me sentí horrorizado al descubrir que decenas de niños eran utilizados como meras fuentes de energía, a costa de su desarrollo físico y su futuro, por los miembros de El Claustro.

Me confesó que su hermana había pasado gran parte de su vida allí, pero que había conseguido escapar y, gracias a que él llegó a un acuerdo con Cedric, uno de los miembros de El Claustro, tal vez el más influyente de todos, permitieron que quedara bajo su custodia, a cambio, por supuesto, de ayudarles, siempre que requiriesen sus servicios.

—No crea —añadió— que me siento orgulloso de algunas de mis últimas acciones. Hablamos de la vida de mi hermana, y cuando eso se pone en la balanza, cualquier principio pierde importancia.

Román Giovanetti me pareció un hombre de moral recta, así que comprendí el conflicto generado por aquella decisión entre seguirla o proteger a su hermana. Lo que haríamos cada uno ante una coyuntura como esa, nadie lo sabía, pero, desde luego, no me encontraba en disposición de echarle nada en cara. Yo habría actuado igual, si con ello protegiese la vida de mi hija.

—Stella ha muerto —repitió.

Asentí.

—El juego ha cambiado.

Observé el brillo de la determinación en sus ojos. Había ido hasta allí para ofrecerme su ayuda, para que juntos trazásemos un plan para liberar no solo a Ariadna, sino al resto de niños condenados a serlo para siempre. Pelearía, me prometió, por derribar El Claustro, y acabar así con su dictadura sobre un mundo que ansiaba la libertad.

Me sentí un poco abrumado. De repente, en un solo día, aquel caso olvidado, enterrado en el tiempo, resucitaba ante mis ojos. Román Giovanetti, sin que yo, prácticamente, hubiese abierto la boca, me ofrecía justo lo que necesitaba de él.

—Me gustaría que participase también Duende —pedí.

—Por supuesto. Puede llamarlo ahora mismo, si lo desea.

Me pareció una idea excelente. Hablé con él y quedamos en que lo recogería pasados unos minutos.

—¿Qué le parece si vamos a cenar los tres a alguna parte? —propuse—. La verdad es que por hoy ya estoy un poco harto de sentirme policía. Necesito despejarme.

—Me parece bien. Yo también he tenido un día intenso. He puesto en orden muchos asuntos antes de venir a hablar con usted.

Cuando salimos al exterior, la noche dominaba el mundo. La humedad era grande, y el viento desagradable. El invierno enseñaba sus garras. Pronto caería sobre nosotros, para atraparnos durante meses a una existencia menos apacible, para recordarnos que la naturaleza marcaba nuestras vidas, y no al revés, como solíamos creer.

Durante el corto trayecto que separaba la comisaría de la casa de Duende, con Román Giovanetti a mi lado, no podía dejar de pensar en hacia dónde me conduciría aquella situación. Iba directo hacia una existencia que la mayoría de la gente desconocía y que yo, hasta entonces, había descubierto tan solo de forma tangencial. Ahora, en cambio, iba a adentrarme en ella e intentar traer de vuelta a una niña arrebatada a su familia.

Me intranquilizaba no conocer la naturaleza exacta de los peligros a que podía enfrentarme. Mi placa, mi profesión, no significaban nada al otro lado, no me sacarían de ningún embrollo. La sirena de mi coche no haría huir a nadie en La Frontera.

Me invadió el pesimismo. Temí que estuviera dando los primeros pasos hacia la muerte. Iba a pelear contra poderes que me superaban, que superaban, de hecho, a cualquier fuerza policial que hubiese existido. ¿Cómo soñaba salir con vida de ese trance? Nunca conocería a mi nieto ni besaría de nuevo a mi hija. La sensación de que mis días se acababan me provocó un terrible escalofrío. Por otro lado, el miedo a la muerte me demostraba que aún tenía mucho que perder aquí, en mi gris y monótona existencia.

En el asiento del copiloto, ajeno por completo a mis miedos, el señor Giovanetti mantenía la cabeza ligeramente ladeada hacia su ventana, con la mirada perdida en sus propios demonios. Él, por su edad, contemplaría la muerte como algo más natural. Había conseguido dejar sus temores a un lado y presentar batalla al enemigo. Sin duda, con la muerte de su hermana, había dicho adiós a todo lo que de verdad le importaba. Ya no tenía nada que perder, y por eso actuaba así.

Por teléfono no había advertido a Duende de que tendríamos compañía; así que cuando descubrió a Román en el interior de mi coche, abrió los ojos de forma exagerada y apenas le salió la voz del cuerpo para responder a nuestro saludo con un imperceptible «Hola».

Mientras nos dirigíamos hacia el Arroyo de la Miel, donde nuestro visitante afirmó conocer un excelente sitio para cenar y charlar tranquilamente, Duende consiguió recuperarse de la sorpresa inicial y pudo, al fin, articular palabra.

—¿Le has convencido para que venga? —me preguntó.

—En realidad ha venido por su propia voluntad.

—Vaya —se sorprendió de nuevo.

—Durante la cena, te lo contaremos todo —le prometí—. Tenemos mucho trabajo por delante.

Aparqué cerca de la comisaría de la policía local de Benalmádena, a la entrada del pueblo, frente a unos viejos bloques con nombres de los diferentes signos del zodiaco y junto a un campo de fútbol. Pese a la hora, no quise arriesgarme a llegar con el coche más cerca del centro y que no hubiese aparcamiento.

La calle permanecía desierta, y el tráfico escaseaba. Nadie habló mientras caminábamos hacia el restaurante. Cada cual se había sumergido en sus propias historias, sus propias incertidumbres. Yo me sentía cada vez más inquieto, menos capaz de afrontar una tarea como la que se me presentaba. Me planteé dejar que fueran ellos los que viajaran hasta el remoto lugar en el que se hallaba Ariadna y la trajesen de regreso. A fin de cuentas, ellos conocían y formaban parte de ese mundo al que yo, simplemente, me había asomado por las circunstancias de la investigación que dirigía. De otro modo, si esa niña no hubiese desaparecido en el interior de un ascensor, mis días se habrían agotado en la ignorancia más absoluta de los poderes que me rodeaban, incluso que me curaban.

A medida que nos acercábamos al centro, la actividad se hacía más intensa. Nos cruzábamos con más gente, aunque no dejaban de ser unos pocos los que, como nosotros, se atrevían a salir de sus casas en una noche como aquella.

Deseé encontrarme ya en el interior de la sala, y poder llevarme a la boca una buena copa de vino, para calentarme, y también para que el alcohol acolchara un poco mis sentidos y me otorgase el valor que la lógica no me concedía.

Al fin llegamos al Rincón Asturiano, situado junto a la estación de Renfe y la parroquia de la Inmaculada Concepción. Conocía el sitio, pero nunca había comido allí. Como resultaba previsible, el pequeño, pero elegante, salón permanecía vacío, casi abandonado; con el servicio aburrido, deseando dar la noche por terminada para regresar a casa después de una larga jornada mientras soñaban con una vida que no consistiera solo en trabajar.

Enseguida pedimos la bebida, y tal y como había supuesto, encontrarme con la copa en la mano, me tranquilizó.

Román Giovanetti hizo un resumen para Duende de lo que me había contado a mí. Sin embargo, de inmediato, a él le surgió una pregunta básica, y que a mí, quise pensar que por la sorpresa de su visita, ni siquiera se me había pasado por la imaginación.

—Todo eso está muy bien, Román, pero, ¿qué ha pasado con Olivia Madueño? ¿Dónde se encuentra?

Al señor Giovanetti no pareció sorprenderle la pregunta. Pero tampoco le gustó. De alguna forma, ese nombre, le producía una incomodidad que no lograba disimular.

Cuando al fin iba a responder, sonó su móvil. Al observar quién le llamaba, se mostró muy extrañado.

—Disculpen —se excusó antes de pulsar sobre la pantalla y llevarse el terminal al oído.

—Espero que sea importante —advirtió con severidad.

Durante unos instantes, permaneció a la escucha, sin pestañear. La sorpresa inicial dio paso a un gesto cada vez más serio. Todo hacía indicar que la llamada era trascendental. O eso, o fingía con verdadera profesionalidad.

—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó.

—Dime el sitio exacto —ordenó unos segundos más tarde—. Sí, lo conozco.

Apuró su copa de Ribera de Duero, un tinto Pesquera, gran reserva, cometiendo el delito de no paladearlo, sino que se lo tragó de un golpe.

—La cena se ha acabado —anunció.

—¿Qué ocurre? —pregunté, mientras mi instinto me susurraba que nos acercábamos a otro momento decisivo.

—Hace menos de cinco minutos, una magia, relacionada con el tiempo y el espacio, se ha desencadenado en Fuengirola.

—¿Y eso qué significa, exactamente?

—Por el momento, solo que tenemos visita. Pero resultaría imperdonable, por nuestra parte, no recibirlos adecuadamente, ¿no creen?

—¿Puede estar relacionado con Ariadna?

Román Giovanetti me miró con una sonrisa pícara, pero franca, antes de devolverme la pregunta.

—¿Usted qué cree, inspector?

—Que sí —respondí sin ningún motivo lógico con el que sustentar tan imprudente afirmación.

XX

Había una parada de taxis cercana al restaurante, junto a la estación de Renfe, así que para no perder ni un segundo decidimos tomar uno. Le indiqué al conductor, después de mostrarle mi placa, que necesitábamos ir más deprisa de lo que las normas de tráfico permitían. Se trataba de un chico joven, calculé que no tendría ni veinticinco años, que encajó con entusiasmo nuestra exigencia e incluso se atrevió a especular sobre el motivo de nuestra misión, sin que ninguno atendiésemos a sus comentarios.

Los hechos se precipitaban de nuevo. Me costaba recordar la sucesión de acontecimientos de aquel día, sin temor a olvidar alguno, desde que un periódico publicase los informes policiales sobre la desaparición de Ariadna del Cid Madueño, hasta ese momento en el que nos dirigíamos hacia Fuengirola. En medio, había conocido a Mónica Fuentes, almorzado con Duende, reunido al grupo de investigación... Y no olvidaba, por supuesto, que la mañana había comenzado en el despacho de Palacios, mi jefe.

Intentaba serenarme, pero yo mismo sabía que me resultaría complicado. A esa edad, me excusé ante mi conciencia, uno no se encuentra ya para tantos trotes. Quizás fuese un tópico, pero de repente me sentí así. Demasiado mayor para la acción, para mi trabajo.

Dejamos el, en otro tiempo famosísimo Tívoli, a nuestra derecha, y enfilamos el camino de la autovía. Apenas encontramos tráfico, y no hubo que repetirle a nuestro chófer ocasional que apretara la marcha, pues con seguridad resultaba el único que disfrutaba de la situación.

Yo lo desconocía entonces, pero en el preciso instante en el que nosotros pasábamos a la altura de la Reserva del Higuerón, las tres niñas contemplaban el mar desde la orilla y disfrutaban, efímeramente, de la libertad que tan caro les había costado alcanzar.

Yo marchaba delante, junto al taxista, y apenas me dio tiempo a oír de nuevo el tono de llamada del teléfono móvil de Román Giovanetti, antes de que este descolgara.

—Dime... ¡¿Cómo...?! Entiendo.

Colgó. Duende y yo, pese a la curiosidad que sentíamos, mantuvimos un prudente silencio, no así el conductor, que mirando por el espejo retrovisor, se aventuró, una vez más.

—Se complica la cosa, ¿verdad?

—Sí, mucho —aprovechó Román para advertirnos, sin revelar nada.

El taxista asintió, como si comprendiera la gravedad del peligro a que nos enfrentábamos, y pisó aún más el acelerador.

Yo, en cambio, no imaginaba cómo podía complicarse más la situación en la que nos hallábamos. El trayecto, que a esa velocidad, duraría no más de diez minutos, se me hacía inacabable. Hubiera preferido conducir para que la carretera desocupara mi mente de otros pensamientos. Cada vez tenía peores sensaciones. Presentía que algo fatal iba a suceder. El miedo me paralizaba, extendiéndose como un virus por toda mi piel. Muchas veces durante mi carrera había sentido miedo, pero pocas con aquella intensidad.

Nueva llamada. Nueva inquietud. Aunque apenas duró medio minuto, el tiempo justo para ofrecer un nuevo detalle, supuse.

—Déjanos junto a la mezquita —le ordenó al taxista.

Este, que había previsto abandonar la autovía por la salida más cercana al castillo, dio un volantazo y tomó la del centro comercial, la misma, caí, que habíamos tomado meses atrás, cuando buscábamos el apartamento en el que se ocultaba Olivia Madueño y que, en efecto, se encontraba muy cerca de la blanca mezquita.

Me pregunté qué pasaría por la cabeza de mis dos compañeros de aventura. Giovanetti disponía de toda la información, y también de los resortes que conceden el poder y el dinero. Supuse que sería el más tranquilo de los tres. Duende también conocía el mundo mágico al que nos enfrentábamos, y por tanto el tamaño de la amenaza. Yo no sabía si eso resultaba mejor o peor, pues ignoraba hasta qué punto alcanzaban aquellos poderes.

—¿Espero aquí? —preguntó el conductor una vez que alcanzamos nuestro destino.

—No, vuelve a tu parada —le respondí mientras le pagaba con un billete de veinte euros—. Si necesitamos ayuda, la comisaría está aquí al lado. Gracias.

El joven comprendió que sobraba, y no protestó. Ya había vivido su parte del evento, ahora podría presumir con sus colegas mientras ponía tierra de por medio con el peligro que nos aguardaba.

—Ha habido un nuevo episodio mágico, relacionado con el tiempo y el espacio —reveló el señor Giovanetti en cuanto estuvimos solos—. El segundo se desencadenó, al igual que el primero, sobre el Castillo Sohail. Sin embargo —continuó— parece que todos se dirigen hacia esta zona.

—¿Y cómo puede saber eso? —pregunté inquieto.

—Porque Ariadna está con ellos. Su madre nos dejó algunos objetos suyos, mediante los cuales hemos podido localizarla. Llevo unos días vigilando sus movimientos.

Contuve la respiración. No tenía ni idea de a qué se refería con eso de los objetos para localizarla; pero la revelación de que la niña que llevaba meses buscando, se encontraba a pocos metros, acabó por alterarme del todo.

Por suerte, no tardé en alcanzar ese punto en el que el cansancio reina sobre cualquier otro sentimiento, por importante que parezca. Solo deseaba que todo acabase, sin importarme demasiado el resultado. Si debía morir, o debíamos morir todos, perfecto, pero que ocurriese ya, sin más complicaciones ni absurdos retrasos. Aceptaba cualquier consecuencia, así como mi inutilidad en un momento como aquel, en el que iba a encontrarme con fuerzas cuya dimensión se escapaban a mi conocimiento.

Pasamos por delante de la mezquita y de un solar sin construir que había junto a ella. Antes de girar a la derecha, observamos que tres niñas avanzaban a la carrera por el principio de la calle que subía desde el paseo marítimo. De repente, a la vez que una caía de bruces contra el suelo, otras tres figuras aparecían a toda velocidad.

Nos quedamos paralizados, sin saber a qué respondía exactamente la escena que se desarrollaba ante nuestros ojos, y que parecía sacada de una película de Hollywood.

—¡Vamos! —exclamó Román Giovanetti, corriendo hacia ellas.

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