Ari

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Ari

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—Siempre he creído que aquel deseo me condujo hasta aquí. Que si no hubiese ansiado cambiar de nuevo, no me encontraría atrapado en este infierno.

Ariadna no supo si debía hablar o no. En cualquier caso, no sabía qué decir. La confesión de Jurgen hacía que se preguntara si acaso ella también habría deseado, mientras dibujaba los extraños paisajes, formar parte de ellos. Puede que sí. Puede que en alguna ocasión, en algún momento de debilidad, hubiera deseado disfrutar de aquella naturaleza, pertenecer a ese entorno idílico y escapar de su rutina diaria; aunque, desde luego, no consideraba, en general, que su vida necesitase un cambio. No obstante, reconocía que el bosque había ejercido también una cierta atracción sobre ella.

—Un día, mis padres me apuntaron a una excursión organizada por el colegio. No me apetecía, pero no me quedó otro remedio que aceptar a regañadientes, pues temí que si no accedía me aguardara una charla repleta de reproches, a las que mi padre solía someterme en aquella época, sobre mi aislamiento. El caso es que no lo pasé mal del todo. Hicimos un recorrido por Berlín y comprobé que, aunque diferente a Estocolmo, la ciudad también ocultaba rincones que me gustaban. Nos detuvimos en un parque para comer. Mientras cada uno buscaba un banco en el que sentarse, reparé en que había dejado mi comida olvidada en el autobús. Regresé y, en el preciso instante de traspasar la puerta trasera, que aún permanecía abierta, algo insólito sucedió. No puedo describirlo con precisión, pero me invadió un extraño vértigo mientras la vista se me nublaba.

Jurgen suspiró. Había algo doloroso en el recuerdo que le mostraba. Tal vez había pasado demasiado tiempo aparcado y, ahora que salía de nuevo a la luz, su reflejo seguía perturbándolo. Ariadna temía perder su infancia, pero Jurgen, de hecho, pese a su aspecto, ya la había dejado atrás, y eso resultaba algo irreparable, aterrador, cuya sola posibilidad la asustaba.

—Desperté en una pequeña habitación, pero me dormí de nuevo, una y otra vez. Jamás me he sentido tan débil. Llegué a temer que pasaría el resto de mis días durmiendo, incapaz de derrotar al sueño. Al fin, no sabría determinar con exactitud cuánto tiempo más tarde, desperté en el gran dormitorio.

Ariadna se dio cuenta de que esa parte de la historia resultaba idéntica a lo que había vivido ella, o casi. Faltaba su intento por salir de la habitación pequeña y que alguien la había golpeado, o al menos esa sensación había experimentado.

—Al principio, el sitio me deslumbró, especialmente cuando salí al exterior y comprobé que el claro del bosque que yo había imaginado se hallaba frente a mis ojos. Me sentí feliz, fascinado. Mi único temor residía en que todo formase parte de un sueño y que, al despertar, se esfumase. Al poco, casi de inmediato, empecé a descubrir aspectos que, lejos de gustarme, me asustaban. El grupo de niños, caminando en círculos, como sonámbulos, me pareció de lo más extraño. Ese silencio constante, infinito, que parecía envolverlo todo, me calaba dentro, como el frío húmedo de un sitio a la orilla del mar. Pronto eché de menos a mis padres y, en cuanto obtuve la seguridad de que me encontraba ante algo real, me preocupé de verdad. Yo era muy tímido entonces. Nadie me hablaba y tampoco yo me atrevía a iniciar una conversación, pues todos me infundían miedo.

—Pero en algún momento hablarías con alguien, ¿no?

Jurgen sonrió por primera vez en un buen rato. Su gesto resultaba cálido, cercano. Ariadna notaba cómo, cada vez, se sentía más impulsada a confiar en su maestro. De algún modo, aunque continuaba impaciente por iniciar su aprendizaje, apreciaba aquel gesto de ponerla al tanto de su vida. Por lo que ella había podido leer, la confianza entre maestro y alumno resultaba un elemento fundamental, que incidía de manera directa en el aprendizaje.

—Claro —respondió—. Después de unos días, quizás de una semana o más, me derrumbé. Hubo un momento en el que no pude levantarme de la cama. Al despertarme, comencé a llorar y, en algún punto, ese llanto se convirtió en incontrolable. En cierta manera, me había apartado de la realidad y mi conciencia desapareció, ahogada por las lágrimas. Nunca me había sucedido nada igual y, afortunadamente, no me ha vuelto a suceder. El caso es que, en algún momento de aquella infausta jornada, una niña morena, de ojos saltones, se acercó hasta mí. Comenzó a hablarme, a decirme con una voz dulce, que me tranquilizase. Sus palabras consiguieron devolverme a la realidad. Poco a poco, el manantial de lágrimas pareció secarse. Fue en ese momento cuando me sobresalté, pues me di cuenta de que su voz me llegaba sin que ella moviese la boca ni yo la escuchase a través de mis oídos. Sin saber cómo, sus palabras alcanzaban directamente mi cerebro.

Ari recordó su primera conversación con Lara. Aunque ella no había tenido que esperar días, su sorpresa ante esa forma de comunicarse, de hablar sin hablar, había resultado idéntica. De hecho, pese a llevar semanas allí, a menudo seguía sobresaltándose cuando alguien iniciaba un diálogo con ella. En cierto sentido, odiaba aquel sistema, pues contribuía al silencio, a la tristeza que irradiaba aquel sitio.

—¿Quién puso esa norma? —preguntó.

—¿Qué norma? ¿A qué te refieres?

—A esto. A hablar sin hablar. ¿Por qué no podemos hablar de verdad?

Jurgen abrió las manos, en un gesto con el que pretendía demostrar que él tampoco sabía demasiado al respecto.

—Ni idea —admitió—. Igual que a ti, a mí me enseñaron que debía comunicarme de ese modo, y ya está. La verdad es que no fue algo que me planteara en un principio y, con el paso del tiempo, acabas por acostumbrarte.

—Antes de ver lo que le han hecho a Mijail, llegué a pensar que nadie nos vigilaba, que el miedo era nuestro único guardián.

—Pues ya has comprobado que no es así. De todas formas, en mi opinión, aunque existan carceleros, no me cabe la menor duda de que en el miedo se encuentra nuestro peor enemigo. Ni siquiera contemplo la posibilidad de que alguno de nosotros no quiera escapar y, sin embargo, desde que llegué a este lugar, solo he sabido de un verdadero plan de fuga, sin contar el nuestro. La mayoría, como Mijail, se ha entregado a una muerte segura, con la única intención de acabar con todo de un modo rápido. Entre nosotros se ha instalado un pánico infundado a huir. Sí, infundado —repitió—, puesto que nada tenemos que perder. Nos hemos dejado vencer por la rutina o, peor todavía, nos hemos abandonado a la ridícula esperanza de que alguien vendrá a rescatarnos. Durante mucho tiempo, yo también la alimenté. Hasta que comprendí que nadie nos encontraría en un lugar como este, del que nadie en nuestro mundo conoce su existencia.

Ariadna asintió en silencio. Si todos habían llegado hasta allí por un método tan poco convencional como ella y Jurgen, ¿quién descubriría la manera de liberarlos? «Solo otro mago», se respondió; y entonces, aunque interrumpiese una vez más a su maestro, no pudo reprimir una cuestión que llevaba tiempo deseando plantear.

—¿Quién nos ha traído hasta aquí? ¿Por qué?

—No nos quieren a nosotros, sino a nuestra energía. Nos hallamos en un lugar en el que la magia fluye constantemente, lo que hace que produzcamos mucha energía y, de alguna forma, mediante algún tipo de potente conjuro, nos la roban para utilizarla ellos. Pero, de quiénes se trata, sinceramente, lo desconozco.

Lara ya le había explicado aquel procedimiento para que ella entendiese el motivo por el que ninguno de los allí retenidos crecía físicamente y seguían pareciendo niños para siempre, hasta el día de su muerte.

Empezó a notar frío, y se alegró por ello. Odiaba la perfección climatológica que significaba permanecer siempre a la misma temperatura, con la agradable brisa y el templado sol reinando en un cielo despejado y abierto.

—¿Cómo aprendiste tú? —preguntó Ariadna.

—A eso llegaré en un instante, no te apresures.

—Lo siento.

—La chica que se acercó hasta mí, se llamaba Stella. En los siguientes días, no me separé de ella. A su lado me sentía seguro. Nuevas inquietudes surgían a cada instante, pero con ella se mitigaban, cuando no se disipaban por completo. Poco a poco, fuimos conociéndonos mejor. Me contó todo lo que recordaba sobre su familia y su infancia. Me reveló, para mi más absoluto asombro, que llevaba décadas allí. Aquello me produjo un impacto devastador. Por primera vez en mi corta vida pensé en la muerte y en un futuro sin futuro, atrapado para siempre en este lugar, en este cuerpo de niño.

Pasó mucho tiempo antes de que un rayo de esperanza cruzara de nuevo por mi pensamiento. Como a ti, desde el principio me llamó la atención ese hilillo como de humo que parecía salir de la cabeza de todos. Ella me explicó lo que significaba y, poco a poco, fue hablándome de la magia y sus diferentes escuelas, hasta que un día me trajo aquí. Me contó que había descubierto la estancia por casualidad, al tocar unas pequeñas marcas que había observado en la pared y, cuando daba por hecho que jamás saldría de allí, reparó en una palabra escrita en el techo de esta habitación —ya casi resulta indistinguible—, que pronunciada al otro lado de las hendiduras, permite abandonar la sala. Después se encargó de sustraer algunos libros de la biblioteca para estudiarlos con más tranquilidad.

—Así que ella fue tu maestra, ¿pero quién la enseñó a ella?

Jurgen agitó la cabeza, negando con una sonrisa.

—Eres muy, muy impaciente.

—Lo siento.

—Hay personas que, por así decirlo, despiertan solas. Los caminos de la magia, Ari, resultan de lo más diversos. Stella, desde que tuvo uso de razón, recordaba haber creado situaciones excepcionales, y estos libros la ayudaron a desarrollar su habilidad, así que cuando decidió mostrarme el camino, ya se había convertido en toda una experta. Pero hay otros casos en los que gente, que durante décadas no ha tenido ninguna relación con la magia, despierta de repente. Todas las personas, en menor o mayor medida, disponen de una energía mágica, que en determinadas circunstancias puede crecer hasta activarse y permitir a su dueño utilizarla.

—¿Te enseñó Stella aquí dentro?

—Sí —respondió él, con la mirada perdida en otra época—. Todas las tardes nos escapábamos unas horas. Como te conté antes, lo más importante es aprender a mirar dentro de uno mismo; y a eso se dedicó.

—¿Cuánto tardaste en aprender?

—Supongo que lo que quieres saber es cuánto tardé en lanzar mi primer conjuro, porque de aprender no se acaba nunca.

—Eso —confirmó Ariadna.

—No mucho, la verdad. Unas tres o cuatro semanas, supongo.

—¿Ella te enseñó muchos?

—No —respondió con tristeza—. En cuanto di muestras de que la magia se había desarrollado en mí, desapareció.

—¿Cómo que desapareció? —preguntó Ari, atónita.

—Tal y como suena. Unos días más tarde de que realizase con éxito mi primer conjuro, simplemente se esfumó.

—¿Sin más?

Jurgen se agachó. Comenzó a palpar bajo el tablero de la mesa hasta que, al fin, encontró lo que buscaba. Despegó algún tipo de adhesivo, y cuando volvió a erguirse sujetaba un papel sobre su mano derecha.

—Me dejó esto —le reveló, ofreciéndoselo.

Me voy, Jurgen. Ya no me necesitas. Yo te he mostrado el camino, ahora depende de ti seguirlo. Me hubiese encantado que te unieras a mí en este intento de escapar, pero tú aún no estás preparado y yo ya no puedo esperar más. No te rindas.

Stella M. Giovanetti.

XXI

Poner la escalera junto a la estantería para mover el libro elegido, que había ido cambiando con cada encuentro, se había convertido en algo frecuente en los últimos días y, en principio, aquella tarde no difería de otras. Sin embargo, unas pocas horas después, tumbada sobre su cama mientras aguardaba para que el maestro la alzase a su presencia, comenzaba a cuestionarse la decisión tomada. La posibilidad de haberse precipitado tomaba cada vez más cuerpo en su interior.

Que Lara le hubiese propuesto unirse a un plan de fuga existente, junto a Jurgen y Ariadna, la había cogido totalmente desprevenida. Tras el impacto, reaccionó de la única forma posible; aceptando el ofrecimiento.

Enseguida, no obstante, puso en una balanza el poder de cuatro niños, que habían aprendido magia por su cuenta, contra la omnipresencia del gran maestro, y supo que el único camino posible para obtener la libertad pasaba por mantener su fidelidad para con el más poderoso. Lo importante era encontrarse en el bando ganador. No podía considerar a Jurgen ni a Lara sus amigos. Pese a haber compartido años enteros junto a ellos, jamás habían intimado ni compartido algo más que el espacio físico de la mesa del comedor o el claro del bosque por el que paseaban. Unirse a ellos aumentaba la probabilidad de acabar mal; y Sun deseaba la libertad, no la muerte.

Con el paso de las horas, la determinación inicial se había ido quebrando poco a poco. La apuesta por fugarse parecía un desesperado todo o nada. La seguridad del maestro, un camino que se recorrería pasito a pasito. El primero, si salía bien, acabaría con ella fuera de allí. La recompensa del segundo, en cambio, resultaba una incógnita. ¿Deseaba más privilegios en aquella cárcel o salir de allí para siempre, olvidar todo y a todos? La respuesta no ofrecía dudas, pero su valor sí.

En cuanto comenzó el proceso, supo la respuesta. Ante él, se comportaba siempre como un títere.

—¿Y dices que la nueva también está implicada?

—Así es, maestro. Ella ha pedido que me inviten a participar, según me ha dicho Lara.

—Interesante trío —observó.

—¿Cómo debo actuar?

—Uniéndote a ellos, por supuesto. Cualquier otro comportamiento por tu parte levantaría sus sospechas.

—Pero, ¿dejará que sigan adelante?

—Sí. Quiero saber más sobre sus habilidades, sus conocimientos, sus conexiones, sus escondites, etc. Así, cuando actúe, podré acabar con todo de raíz.

Sun sintió un profundo agujero en el estómago. Las consecuencias para sus compañeros resultarían terribles, pero, en el fondo, sabía que ellos se lo habían buscado al desafiar el orden establecido. Cualquiera que se enfrentase al gran maestro merecía recibir un castigo, sobre eso no le cabía la menor duda.

—Sun —dijo, llamándola por primera vez por su nombre—, ¿sabes para que sirve tu habilidad?

—Claro, maestro. Puedo convertirme en una sanadora, y curar a los demás.

Cedric Almour sonrió.

—En realidad —la corrigió—, tu poder se encuentra relacionado con la vida en sí misma.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que no solo puedes preservarla.

—No entiendo —admitió Sun, desconcertada.

—Pero entenderás. Me has contado que Lara despertará tu magia, ¿verdad?

La niña asintió con un gesto, sin decir palabra, pues desconocía a dónde intentaba ir a parar el gran maestro.

—No deberías hacerle mucho caso a esa mocosa. Ni siquiera tiene tu misma energía. Dudo que sea capaz de enseñarte nada.

—Pero...

—Sí, harás como que la escuchas, y aprenderás, pero no de ella.

No sabía de qué forma iba a aprender entonces, pero el maestro parecía más accesible que de costumbre, y no tuvo que aguardar demasiado hasta conocer la respuesta a su pregunta.

—Hace mucho tiempo que no he despertado a nadie. ¿Te gustaría convertirte en mi aprendiz, Sun?

Una sonrisa de oreja a oreja iluminó su rostro.

—Bien. Interpretaré tu alegría como un sí.

XXII

En cuanto Corrales y Mediavilla me confirmaron que el cajero en el que Olivia Madueño había dispuesto de su dinero se encontraba en Fuengirola, di por terminada mi jornada laboral.

La noche caía a plomo sobre Torremolinos. Aunque nunca había hecho demasiado caso a esas teorías que identificaban los estados de ánimo con la luz de las diferentes estaciones, o zonas geográficas, para explicar, por ejemplo, la gran tasa de suicidios que soportaban los países nórdicos, no me quedaba otra que reconocer que empezaba a hartarme del invierno. Añoraba salir de trabajar disfrutando de la luz del día y no siempre sumido en una oscuridad que me aburría y me invitaba a dormir.

Pese a que la investigación avanzaba a un ritmo vertiginoso, albergaba un sentimiento de culpabilidad por no haber visitado la tarde anterior a Duende. No se me escapaba que la labor policial, en este caso, ocupaba solo un lugar complementario, que la clave para encontrar a Ariadna, o al menos intentarlo, residía en lo que él pudiese aportar.

De camino a La Carihuela, logré apartar por un momento la desaparición de la niña de mi cabeza. Sentí la necesidad de hablar de nuevo con mi hija. Me figuré que charlar con Sonia me otorgaría las fuerzas suficientes para continuar con toda esa presión sin venirme abajo. Decidí que esa misma noche, cuando regresara a casa, la llamaría de nuevo. Imaginaba que el simple hecho de escuchar su voz al otro lado del teléfono, al otro lado del mundo, en realidad, aliviaría las muchas dolencias que me aquejaban.

Tras intentar sin éxito aparcar en la calle Trocadero, donde se encontraba la casa en la que vivía Duende, no me quedó más remedio que dar otra vuelta y dejar el coche en la plaza del Remo. Allí, en la boca del mar, la humedad se intensificaba tanto como el olor a salitre y la sensación de frontera, de final de la tierra, o al menos de lo conocido, de lo seguro, para enfrentar una naturaleza salvaje e incontrolable. Temiendo resfriarme, me subí la cremallera hasta cubrirme el cuello y me propuse, como medida preventiva, tomar un sobre de Algidol antes de irme a la cama.

Recorrí la desierta y peatonal calle Bulto, en la que apenas sobrevivían cuatro o cinco casas a la invasión de bares y tiendas, de diferente índole, que habían acabado por borrar cualquier huella de lo que había sido un barrio de pescadores. Me pregunté cómo hubiera evolucionado este pueblo sin la presencia masiva del turismo. Probablemente continuaría anclado a sus tradiciones. La gente malviviría de la pesca. Seguirían pobres, pero auténticos. Uno sabría que la calle por la que transitaba pertenecía a Torremolinos y no la confundiría con cualquier otra calle de cualquier otro municipio turístico. La globalización, concluí, no significaba más que la pérdida de identidad en favor del dinero fácil. Del dinero por encima de todo y de todos; como única filosofía, como única meta, tanto individual como colectiva.

En la esquina entre la calle Bulto y la calle Carmen, giré a la izquierda y, tras recorrer un pequeño pasaje que acababa en la puerta trasera del hotel Lago Rojo, repetí giro a la izquierda para llegar hasta mi destino.

Golpeé varias veces sobre la puerta, cada vez con más fuerza. Como siempre, la música se escuchaba desde la calle. Sin embargo, en esa ocasión me sorprendió comprobar que no sonaba Slipknot, como de costumbre, sino Foo Fighters, que descargaban sin compasión su The best of you, con Dave Grohl, el exbatería de Nirvana, dejándose la voz en ese corte cuyo principio me encantaba.

Duende bajó el volumen de la música, aunque sin quitarla del todo. En el interior de la casa la humedad del exterior disminuía, aunque como los Foo Fighters, permanecía de fondo, sin desaparecer, pues apenas nos encontrábamos a cincuenta metros de la orilla.

—¿Has descubierto algo interesante? —me preguntó.

—Bastante, la verdad.

Le hice un breve, pero pormenorizado resumen de nuestros progresos, poniéndolo al corriente de todos los detalles que consideraba importantes; en especial, del hallazgo del apartamento que poseía Ascensión Risdruejo en Fuengirola y en el que, con absoluta seguridad, se había ocultado Olivia Madueño durante el mes en el que había fingido seguir trabajando mientras, de hecho, preparaba la desaparición de su hija.

Él me escuchó con atención, sin interrumpirme, hasta que al fin le advertí que mi historia había concluido.

—Me sorprende que siga por aquí —objetó.

—A mí también. Siempre cabe la posibilidad de que otra persona ocupara el apartamento, pero todo hace suponer que sea ella la que lo utiliza, y he podido comprobar con mis propios ojos que allí había dormido alguien la noche anterior. Hay restos de comida, ropa en los armarios, humedad en el baño, etc.

Duende enarcó las cejas, como dándome a entender que me creía, pero que ese comportamiento no encajaba con la idea que se había hecho del desarrollo de los acontecimientos.

—¿Para qué desaparecer entonces? ¿Para qué dirigir todas las miradas hacia ella? Con lo del congreso médico en Toledo, disponía de una coartada perfecta para poner tierra de por medio y haber huido a cualquier parte del mundo. Pero, asumiendo muchísimo riesgo, se queda a quince o veinte kilómetros de su casa. No me cuadra.

—Salvo que se haya arrepentido —apunté.

—¿Qué insinúas?

—Tal vez pretenda recuperar a su hija. Puede que alguien la obligase a hacer lo que hizo —especulé— y ahora busque repararlo.

Duende compuso en su rostro un gesto inclasificable, pero que dejaba claro que no apoyaba mi teoría. Yo, por supuesto, desconocía los detalles del mundo en el que él se movía, incluso así, no me parecía tan inconcebible que una madre echase de menos a su hija e intentase por todos los medios recuperarla; incluso aunque con eso pusiera en peligro su propia seguridad. Aquella teoría me resultaba creíble, comenzaba, de hecho, a echar raíces dentro de mí.

—¿Y tú, has averiguado algo?

—Sí —asintió—. He confirmado lo que ya sospechaba, Olivia tuvo que comprar la magia necesaria para realizar esa conexión con el lugar al que iba a enviar a su hija, y solo hay una persona que pudo vendérsela: Román Giovanetti.

—¿Y quién es ese tío?

—Uno de los personajes más importantes de La Frontera, si no el que más en esta zona.

Duende me puso al corriente de a qué se dedicaba y por qué se había convertido en alguien tan poderoso. Por lo que me contó, deduje que, en realidad, más que un reputado mago, ejercía las funciones de director comercial de una gran empresa que se ocupaba de satisfacer las necesidades de sus clientes a cambio de la conveniente compensación económica. Hasta entonces no había imaginado que, en esa otra fantástica realidad que me mostraba Duende, el dinero ocupase también un lugar preponderante. En el fondo, pensé, la naturaleza humana emergía por encima de cualquier otro aspecto, por muy mágico que fuese.

—¿Has hablado alguna vez con él? —le pregunté.

—No.

—¿Sabes dónde vive?

—En Marbella, por supuesto.

—Deberíamos hacerle una visita.

—Sí —me apoyó él—, y cuanto antes mejor.

—¿Cómo llegaremos hasta él?

—Eso no debería suponer ningún problema. Haré un par de llamadas mañana a primera hora. A pesar de ser de un tipo rico y poderoso, no resulta inaccesible; al contrario, tiene fama de ocuparse personalmente de cada encargo, por pequeño que sea. Le gusta controlar su negocio hasta el más mínimo detalle.

—Por eso habrá llegado tan alto —aventuré.

—Puede ser —admitió Duende, sin demasiada convicción—. Aunque soy de los que opinan que, para lograr hacerse rico, hacen falta muchas cualidades, casi todas detestables, más una buena dosis de suerte.

—Tal vez tengas razón, pero, si algo he aprendido con los años, es que no todas las personas encajan, necesariamente, en un arquetipo.

Acepté la copa que me propuso entonces, a condición de que cambiase de música. Él sonrió mientras buscaba entre un montón de CD, pocos de los cuales parecían originales. Finalmente, sostuvo dos, uno en cada mano, como sopesando cuál me gustaría más o, puede que cuál le disgustase menos a él.

Carraspeó para atraer mi atención.

—Lo que puedo ofrecerte, y soportar al mismo tiempo, es esto. Elige el que quieras —afirmó mientras ponía sobre la mesa Dream Evil, de Dio, y Fighting the World, de Manowar.

Sonreí.

—Veo que, muy en el fondo, escondes buena música.

—Si tú lo dices...

No lo dudé ni un instante. Segundos después, las primeras notas de Night People retumbaban en el pequeño salón. Entre el clasicismo de Ronnie James y la parafernalia alemana de Manowar, siempre elegiría al primero.

Mientras saboreábamos la música al ritmo de los chupitos, que no al revés, Duende me confesó que la historia de Ariadna le había afectado más profundamente de lo que le gustaría admitir. De algún modo, se convirtió para él en un punto de inflexión que le empujaba a tomar parte, a involucrarse en una lucha de la que yo no sabía nada y él había procurado saber aún menos.

Yo no recuerdo haber hablado demasiado sobre el caso, más bien sobre la penosa existencia que había llevado desde la muerte de mi mujer. Le hablé de Sonia, de cuántos años permanecimos sin mantener ningún contacto y de cómo, en los últimos días, lo habíamos recuperado.

A la mañana siguiente amanecí sobre el sofá de Duende. Me desperté mal. La espalda me dolía y, aunque no podía precisar la hora en la que me había vencido el sueño, tenía la impresión de haber dormido poquísimo y haber descansado incluso menos.

Miré el reloj. Pasaban pocos minutos de las ocho. Mi primer reproche consistió en no haber telefoneado a mi hija. El segundo, dada la hora y mi estado, que no llegaría a tiempo al trabajo aquella mañana.

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