Arena

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El paseo marítimo y la playa. Esos eran mis lugares. Estar allí como parte del paisaje. La calle, un hogar o un refugio. Cualquiera que me buscara podía estar seguro de encontrarme en alguno de los dos sitios.

Sentado contra el muro del paseo marítimo, veía pasar a la gente. A las familias arregladas. Contemplaba la felicidad. Allí me encontraba con el Manco, Pipo, el Bocina, con quien estuviese. Bebíamos cervezas en el Tato. Todos mis amigos tenían novia. La felicidad. Nos reuníamos allí. No hacía falta quedar.

Un golpe en el hombro. La sonrisa de Gonzalo, el Manco.

—¿Qué haces?

—Aquí.

Fue a por dos cervezas. Me pasó una. Bebimos. De cara al mar. Plano. Oscuro. Irreal. El bullicio lo teníamos a la espalda. Aquello se estaba convirtiendo en una feria. Dos planos diferentes. El poyete del muro del paseo te transportaba a una dimensión; a nuestra espalda se extendía otra; ¿la felicidad? Pensé en la felicidad. No sé qué es la felicidad. En qué consiste.

El Manco sacó un paquete de Camel. Me ofreció uno. Fumamos. La felicidad es ahogarse, pensé. Y se me ocurrió levantarme para pedirle al Tato una hoja o una servilleta y escribir la frase, pero me quedé quieto, envuelto en el humo, el calor, la cerveza tibia; rascándome el salitre del mar. A pesar de que me encontraba de espaldas al paseo podía oler el champú en los cabellos recién lavados, y el desodorante, que camuflaban las secreciones de quienes caminaban por el paseo marítimo.

Al rato llegaron los demás. El Bocina con sus andares de elefante, el pelo zanahoria, las pecas, la cara de niño travieso en un cuerpo flotante; una piscina a la que alguien salta en bomba. Pipo, con el pelo pincho, camiseta surfera de marca, la suficiencia, los ojos, dos órbitas más allá, dos prismáticos.

—¿Vamos a la fiesta del Lepra?

Ni siquiera hacía falta la pregunta. Iríamos aunque no estuviese planeado. Estuvimos una hora fumando Camel y bebiendo Coronitas en el poyete del paseo frente al Tato. La brisa traía de tanto en tanto el humo de los espetos, el revoloteo de las cenizas esparcidas por el aire. Un recuerdo. Una llamada. Pequeñas naves espaciales sin rumbo, sin coordenadas. Después nos dirigimos a casa del Lepra. Yo de paquete en la Jog roja del Manco. El Bocina hundiendo la Vespino negra de Pipo. La fiesta era en el Candado, en casa de la madre, una zona de chalets con piscina, césped, palmeras y un coche de seguridad que hacía rondas constantes en el extremo este de Málaga, una burbuja ajena al barrio popular de El Palo. El Lepra vivía todo el año con su padre menos en verano, que lo pasaba con la madre; y como ella no estaba casi nunca, montaba juergas.

Cuando llegamos la gente nos llevaba ventaja. La mayor parte de los invitados se concentraba alrededor de la piscina. Yo no conocía a casi nadie. Había un tipo de unos treinta o cuarenta años disfrazado del Zorro, tenía la polla fuera y se la cogía como si fuese una espada. Los demás le jaleaban. El tío estaba como una cuba. Nos servimos lo que encontramos. Yo me pillé otra cerveza. Estaba tibia.

—¿Un tirito? —preguntó Pipo.

El Manco y el Bocina se escabulleron con Pipo. Yo me refugié dentro de la casa y me senté en un sofá del salón. Todos parecían felices. Había sonrisas por todas partes. Igual que las chapas Smile. Un hilo de sangre cruza la cara amarilla. Feliz. Swing. Albor. Jadeos. Aquellos jadeos. Los ojos, planetas rojos por conquistar. Se movían. Transpiraban. El sudor era el fantasma que nos iba a tragar. Nos iba a estrujar hasta dejarnos secos. Empezó a sonar «Everybody Hurts». ¿Me hablaba? ¿El dj se había metido en mi cabeza? Todo el mundo ponía otras canciones de R.E.M. Esta no era canción para una fiesta. Pero a nadie parecía importarle. Como si no la oyeran, como si la realidad se hubiese desdoblado en dos planos, como en esas películas de fantasmas en las que sale el espíritu del cuerpo del fallecido.

Reyes, la novia de Pipo, se sentó a mi lado.

—Hola, Bruno. Este quiere jodernos la fiesta. Ponte unos temas.

—Paso.

—Anda, tío, no te hagas de rogar. —Me puso la mano en la pierna y me apretó la rodilla.

Ni me inmuté. Terminé la cerveza. Me fijé en la galaxia de pecas de Reyes. Una constelación, su cuerpo. Tenía la piel tan pálida que apenas se ponía morena.

—¿Qué miras? —preguntó sin esperar respuesta. Luego dijo—: Cómo va el libro. Saldré en él, ¿no?

—Claro. —Mis ojos imantados por las pecas de su pecho, que parecían brillar, estrellas intermitentes, Peta Zetas en mi boca.

—¿Me dejarás leerlo?

Me pasó el porro. Le di una calada. Me pasó el ron con limón. Le di un trago. ¿Qué hacía allí? Debería estar en mi cuarto escribiendo y dibujando. Pero ¿perderme esto? La sensación de perderme las cosas. La sensación de estar en un sitio y desear encontrarme en otro distinto. La sensación que no me dejaba respirar: mi padre. Reyes volvió a pasarme el canuto. Aspiré. Me quité una hebra de tabaco de la boca y volví a dar otra calada al porro. Se lo devolví y le dije, justo cuando sonaba «What’s Up», una canción que odiaba:

—¿Me dejarás follarte?

Me lanzó un beso y se puso a bailar con las amigas. Las melenas giraban. Las bebidas giraban. El picor giraba. Las palabras permanecían estáticas. Piedras. Juguetes que deseaban cobrar vida.

Vi acercarse al Manco, al Bocina, a Pipo, puestos. Reían. Pipo pilló por detrás a Reyes y le metió la lengua y se magrearon allí mismo. Los miré. Aunque no se les distinguía bien. La gente se cruzaba. Las luces se encendían y se apagaban.

Había comenzado.

La caza.

El desvío.

—Vamos —me dijo el Manco y me levantó y salimos afuera, a la piscina. Nos pillamos cervezas de un barril con hielo medio derretido. La bebida estaba templada. Daba igual. Bebimos y fumamos y miramos a las tías y hablamos de tías. Ni Marian, la novia del Manco, ni Sara, la novia del Bocina, estaban en la fiesta. Se habían marchado de viaje con sus familias a Menorca o Mallorca, a una de esas islas felices.

A las seis de la mañana, el ocaso. No encontramos a Pipo. Se habría pirado con Reyes. Nos montamos los tres en la motocicleta del Manco y nos dejamos caer en la Arena Blanca.

El mar inmóvil. Una balsa. Una plancha. ¿Y si caminamos sobre la superficie del agua como en esa película mala?, pensé que les decía y miré al Manco y al Bocina, pero ya no estaban a mi lado. Me quedé mirando la arena. Húmeda. Me entraron ganas de escarbar. Ver si bajo la arena que se me pegaba a las manos, a los brazos, a las piernas, descubría algún muerto.

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