Arena

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Me zambullí para refrescarme. Salí y me senté en la arena mientras me secaba. Los murmullos del mar, de los veraneantes, de los chiringuitos y de la música que se escapaba de los bares se mezclaban en una amalgama ululante, onírica.

Cuando empecé a notar el sol, me fui. Caminaba sin rumbo concreto. Deambulaba por la playa, aunque tenía la mente en otro lugar. La arena estaba plagada de colillas, restos de tabaco a medio fumar. En un chiringuito el camarero limpiaba el suelo con una manguera. El cielo era de un azul grisáceo, como si avanzara la noticia de una lluvia de barro por venir.

De pronto me vi en la puerta de la biblioteca. Antes de entrar eché un vistazo al lateral del mercado. No había señales del Pérez: ni libros, ni periódicos, ni gatos, ni cartones, ni botellas de agua. No había nada, a excepción de algunas hojas secas que se arremolinaban en las esquinas y una fila de hormigas que seguía la horizontal del edificio.

En el interior, el aire acondicionado me abofeteó. Llevaba el bañador aún húmedo. El contraste de temperaturas me hizo sentir frío. La bibliotecaria me miró desde su escritorio, llevaba la melena recogida en una cola y se parapetaba detrás de sus gafas redondas. En la mesa de los periódicos, un hombre los leía concentrado. Me vino un picor a la nariz, estornudé varias veces seguidas. La bibliotecaria se acercó.

—¿Alergia?

No supe qué decirle.

—¿Sabes algo del Pérez? —preguntó.

—No.

—Es una pena que se haya ido, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sigues preocupado?

Estropeado. Así me sentía desde que tenía capacidad para recordar.

No sé a qué se debió, me vino la tristeza de golpe, el empuje de las lágrimas. Me contuve. Aguanté. De eso iba la vida, decía mi abuela. Hay personas que aprenden a aguantar y otras que no. Esa es la única diferencia, Bruno. Aprende cuanto antes, si no lo pasarás mal, me confesó una vez durante el intermedio de la telenovela.

—¿Nos tomamos algo cuando termines? —dije.

—Lo siento. Me vienen a buscar.

—Vale.

Entonces se produjo un silencio incómodo.

—Adiós —le dije sin esperar su respuesta.

—Espera.

La bibliotecaria fue al mostrador, cogió un libro y regresó con él.

—Es el último que leyó el Pérez. Con frecuencia pedía este título.

Las páginas estaban frescas, como si hubiesen salido de un frigorífico. Lo hojeé. Era una costumbre. «“¿Sabes?, eres un poco complicada, después de todo”. “¡Oh, no!”, se apresuró a asegurarle. “Realmente no lo soy. Solo soy… Solo soy una suma de muchas personas diferentes, muy sencillas todas ellas”».

—¿Lo has leído?

—No. —Pero recordé de inmediato lo que me repetía el Pérez sobre Fitzgerald y esa novela: La historia de una demolición, el ejemplo del dolor, así de suave puede ser la noche y cualquier destrucción, como pincharte heroína. La bibliotecaria me hablaba, aunque no la oí.

—… tal vez otro día podríamos…

—Adiós, tengo que irme. —No la dejé terminar.

Me largué.

Aguanta.

Aguanta.

Aguanta.

Cuando llegué a casa, me fui a mi habitación y me tiré en la cama. Las sábanas estaban arrugadas, infectadas de efluvios. Abrí el libro al azar y leí:

«A veces resulta más difícil privarse de un dolor que de un placer, y el recuerdo le obsesionaba tanto que, por el momento, lo único que podía hacer era seguir fingiendo».

Después, con la tristeza como un enjambre de abejas, me quedé dormido y soñé con mi madre.

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