Arena

Arena


27

Página 29 de 85

27

El sol y el bochorno azotaban con una crudeza sadomasoquista por la calle Bolivia. Deambulé al abrigo de las escasas sombras. La calima me producía temblores en la visión. El asfalto parecía el truco de un ilusionista.

En el Tato, uno de los Morales al que llamaban el Alcalde, y que acababa de salir de la trena apenas hacía una semana, me saludó con un leve movimiento de cabeza como si nos conociéramos de toda la vida. Jamás hasta ese día había reparado en mí. Imité el saludo. El Alcalde iba mamado y agarraba al Rasero de la nuca mientras le decía algo, aunque las sílabas se despeñaban, trabadas.

—Tato, ponme una birra.

El Tato se movía a cámara lenta. La prisa y él eran elementos antagónicos. Colocó el botellín en la barra de madera deslucida, con manchas negras de décadas de cigarrillos. Las dos puertas del bar estaban abiertas de par en par, pero no corría ni una pizca de aire. El Tato se quedó frente a mí y dijo:

—¿Y tú qué, Bruno?

—Tirando.

Esperó a que añadiese algo más. Como no lo hice, él remató:

—Bueno.

El disco de Eddy Grant finalizó y el Tato lo guardó en su funda con mimo, lo cambió por otro de Steel Pulse, que puso en el plato después de limpiar el vinilo con esmero. El Tato solo ponía discos o casetes. Abominaba de los cedés y todo lo que representara progreso. El local estaba decorado con una bandera de Jamaica, un póster plastificado de Bob Marley y fotos de gente de la zona: pescadores, remeros de las jábegas, surferos, carpinteros… También había imágenes de las playas antes de la construcción de los espigones.

—¿Vais a ir al Palmar?

—Ya veremos. Queremos alquilar una furgo.

—¿Te has sacado el carnet?

—El Manco.

—¿Queréis una? —intervino el Alcalde, que se levantó del taburete, dejando ver su camisa empapada de sudor—. Tengo una. Solo tenéis que hacerme un recado.

—Si vamos —respondí.

—Decídselo al Tato o a este —apuntó señalando al primero y luego también a otro que parecía a punto de desplomarse.

—Vale.

—Eso, chaval —dijo, y me dio un par de tortas amigables en el cogote como si fuéramos colegas—. Os conviene. Os sacáis una furgo por la cara y me hacéis un rey, coño.

Tenía la cabeza inclinada, la apuntaba al pecho. Los brazos del Alcalde estaban llenos de tatuajes con caras de Jesucristo y la Virgen del Carmen, sus jetas me observaban implorando perdón o auxilio. La tinta descolorida y los pliegues arrugados de la piel dibujaban una mueca rígida.

—¡Manco! —grité cuando lo vi pasar a la altura del Tato. Salí del local, apoyé la mano en una silla de plástico que ardía por la exposición al sol, y me quedé allí esperando que la silla se desintegrase en cualquier momento, y que el Manco llegara hasta mí.

—Qué —dijo. Y sin esperar la respuesta siguió andando hacia la Arena Blanca.

—¿Qué te pica?

—¿Hablabas con el Alcalde?

—Nos deja una furgo para ir al Palmar.

—¿Es un alma de la caridad? No me jodas, Bruno.

—A cambio de que le hagamos un recadito.

—¿Le has dicho algo de la bolsa?

—No. Pero…

—Ni lo mientes, tío, ni lo mientes.

Ir a la siguiente página

Report Page