Arena

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A las cuatro de la mañana no aguanto más, salgo de mi casa y me meto en Bobby Logan. En cuanto entro, me topo con Pipo, que me coge del cuello y me arrastra de nuevo hacia la puerta. Me preparo para recibir, alerta, tenso, aunque su mano en mi cuello no ejerce una gran presión y me zafo con facilidad. Sus pupilas rojas vibran. Suda. Las piernas cambian de posición y espero que me lance un puñetazo o una patada y grite como Bruce Lee. Le he visto hacerlo muchas veces, con rapidez, con la saliva saliéndole por la boca y la mirada como ida, concentrada en la parte del cuerpo que se dispone a golpear.

—Vamos al Wizz —me dice.

Pienso que es una estrategia para salir de la discoteca y tenerme en la calle a su antojo. Para destrozarme el careto.

—Es temprano —digo.

—Mejor. Vamos, coño.

—De qué vas.

—Aire, Bruno. Aire. Necesitamos aire.

—Acabo de llegar. ¿Y el Manco y el Bocina?

—El Manco es un cagao. Huele a mierda.

Pipo apoya el puño en la pared, ansioso. El Búho pasa y nos hace una señal y se pierde en dirección a la pista de baile. El dj pincha «Never Gonna Give You Up» y una pareja de chicas salta, se coge de la mano y vuela tras el rastro del Búho. La pista empieza a llenarse del humo que expulsan las máquinas mientras un pelirrojo hortera y bajito canta y se mueve en la pantalla.

—Nunca lo va a hacer si no lo hacemos nosotros.

—De qué hablas, tío.

—He llamado a mi primo, el que vive en Cádiz, y me dice que hay olas cojonudas en el Palmar. Poniente sin viento. Que durará tres días.

Quiero reírme. Me relajo.

—¿Y estos?

—Si lo apañamos se apuntarán.

—El Manco no.

—Peor para él.

Salimos a la noche estrellada. Hay gente trapicheando en el callejón. Apenas circulan vehículos. La humedad se adhiere al cuerpo. Pegamento. Cruzamos Juan Sebastián Elcano, fantasmas errantes, letras dibujadas por un niño de tres años con su caligrafía imprecisa, irregular, temblona. Pipo solo habla del Palmar para apartar a Reyes de sus pensamientos. Mi cuerpo huele a ella. A su coño. Pero Pipo está tan obsesionado con el viaje que ni se percata.

En el Wizz, el aire flota espeso, azul, sonámbulo. El local está poblado de gente de todas las edades. El baño es una procesión. Huele a todo menos a incienso. La iluminación tenue facilita el coloque. Lee Perry llena el espacio con su voz quebrada. Nos dirigimos al fondo del local. Veo al Alcalde sentado junto al Popeta, el Rasero y Falete, chupa un porro, abstraído, con los ojos medio cerrados, los tatuajes descoloridos de Jesucristo y la Virgen del Carmen al aire, la barriga desafiante, y la camisa con varios botones desabrochados que descubren los anárquicos pelos del pecho. Pipo le hace una indicación al Alcalde, pero quien se levanta es el Popeta, que empuja a Pipo y se dirige a mí para decirme si Pipo viene conmigo. El clan de los Morales. Asiento. El Alcalde me dice que me siente a su lado. A Pipo lo dejan de pie, aparte. El Alcalde me pasa el canuto, le doy una calada y las nubes densas brotan de las pupilas y comienzan a fundirse con el ambiente. Luego hace una señal y sin darme cuenta tengo una cerveza en la mano. Bebemos y vuelve a pasarme el porro hasta que suelta:

—Tú dirás, chaval.

En realidad no hay nada que decir, él sabe perfectamente la razón de que esté allí, pero de todos modos le digo:

—Queremos ir al Palmar.

—Ya.

—Sí, la furgoneta.

—El intercambio, chaval. Hacéis lo que tengáis que hacer y de paso me hacéis un recadito en Algeciras cuando regreséis, el quince. Ni antes ni después. El quince. Id mañana a los astilleros. Falete se encarga.

Abandonamos el opresivo Wizz y nos metemos de nuevo en Bobby Logan. La discoteca desfallece; un animal moribundo al que han disparado y se desangra antes de su inminente muerte.

Esa atmósfera hace que recuerde sus resuellos entrecortados, su cara torcida en una posición anormal, con las manos agarradas al quicio de la puerta y su mirada petrificada en la mía. Sus ojos rascando en mi piel con la intención de agarrarse, una tortuga que resbala una y otra vez al escalar por el acuario, un animal atrapado en un hoyo que trata de salir desesperadamente arañando las paredes de arena cuando lo único que consigue es enterrarse a sí mismo. Y yo quieto, la voz apenas de hormiga, «déjala», o ni siquiera eso, callado, con la congoja en la garganta y los esfínteres a punto de explotar, el suelo, un sembrado de botellas hechas añicos, las súplicas que decían que ella no había sido y su mirada y mi mirada y la de él pidiéndole cuentas antes de que ella se levantara intentando recobrar una dignidad absurda.

—Todo es por tu culpa.

¿A quién se lo decía?

—Eres un puto maricón.

¿A quién se lo decía?

Mientras yo, incrédulo, no acababa de comprender qué sucedía, con ganas de vomitar, con el deseo de demostrar que no era un cobarde.

—Hijoputa, no te hagas la víctima. Marica de mierda.

—Calla, zorra. Me cago en to’, puta, puta, puta.

La cabeza rebotó contra el quicio de la puerta de la que sobresalía un clavo. Su respiración hizo un ruido estridente. El pitido de la locura que brotaba de la desesperación. Las manos de mi madre se soltaron del quicio de la puerta. Su mirada se quedó dentro de la mía, arañando mi cuerpo de arriba abajo como un garfio. Mi madre, un garfio que me rajaba el cráneo, el pecho, la barriga, la polla y una de las piernas. Mi madre, que me anclaba en ese recuerdo, y mi padre, que me levantaba y me decía qué debía decir cuando llegara la policía y preguntara por lo que había sucedido.

—¿Qué hará esta sola? —comenta Pipo.

Vemos a Sara que viene hacia nosotros con un tubo que contiene una bebida naranja.

—¿Y el Bocina? —le pregunta Pipo.

—Es un flojo.

—¿Estás sola? —le digo.

—Se acaban de ir mis amigas.

La música ha dejado de sonar. Los camareros recogen las copas diseminadas por la discoteca y recargan las neveras, mientras los guardas de seguridad entregan vasos de plástico a los que aún remoloneamos y nos invitan a irnos. Salimos a la calle. El sol y la luna se miran de frente, tan cerca y tan lejos, como si pasáramos al nuevo día a través de una puerta falsa.

—¿Quedamos en los bancos luego para ir a los astilleros por la tarde?

—Vale.

Sara me pide que la acompañe. Está contenta. Desprende un olor dulzón. Bajamos por la calle Practicante Pedro Román. El Pérez me ve pero no me dice nada, está rodeado de gatos y lleva puestas sus inseparables botas de agua. Caminamos por la calle Bolivia. En una casa de la que sobresalen ramas de jazmines Sara arranca uno, se lo lleva a la nariz y aspira la fragancia, y me lo pone a mí y me echa el brazo, y sin avisar el picor, el ansia, las ganas me nublan el juicio.

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