Arena

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La hora de la siesta. Traté de que me alcanzara la modorra sin éxito. Ni de noche lograba dormir, me desvelaba. El calor aplastaba, el peso del piso aplastaba, la memoria aplastaba. No conseguía deshacerme del insomnio. Un ectoplasma. En las noches de verano, cuando era chico —no tendría ni once años— y mis padres me dejaban solo en casa, me levantaba de la cama y subía a la azotea a mirar las constelaciones. Creía que de esa forma me vencería el sueño, que quizá las estrellas me acunarían protegiéndome de los temores que me asolaban. En más de una ocasión me levanté sobresaltado de la cama, ahogado, sintiendo una horrible presión en el estómago. Las noches son carnívoras desde entonces.

El tiempo era una sonda que me introducían por el pene para evacuar los residuos que me bloqueaban. El tiempo era querer matar a tu padre. El tiempo era matarte a pajas.

Cerré los ojos y quise descansar. Pero algo interfería mi sueño, notaba que un grupo de hormigas me levantaba los párpados y se colaba a través de ellos y hurgaba dentro de mí.

Pensé en la primera vez que lo supe.

Pensé en las playas cuando había chinos y no arena sacada del fondo.

Pensé en mi padre y en mí cuando nos bañábamos en el mar.

Pensé en mis padres alentándome a que bebiera mientras ellos reían.

Pensé en los sonidos, en el olor a Ducados y colonia Lacoste.

Pensé que me gustaría no pensar todo el rato, ser una de las vainas que van cargadas en los camiones que recorren el mundo, como en La invasión de los ladrones de cuerpos.

Me acerqué al dormitorio de mis padres. Todo estaba como lo había dejado la policía después de que se llevaran a mi padre. Las veces que había entrado no lo ordené, ni era mi intención. En la mesita de noche había una botella con colillas negras, varias cajas de Diazepam, también hojas de periódicos tiradas por el suelo, una botella de agua de litro y medio. De una pared colgaba un almanaque de un restaurante chino llamado Pekín con dibujos de animales que sonreían. Cogí un Diazepam y me lo metí en la boca. En el baño abrí el grifo y tomé un buche de agua para tragarlo.

A la espera de que me hiciese efecto, las imágenes continuaban acudiendo a la cabeza, afloraban sin necesidad de regarlas. Mis padres no cerraban la puerta del baño cuando se duchaban o evacuaban. Exhibían la desnudez con naturalidad. Incluso mi padre la mostraba con una actitud furiosa. A veces, en verano, se ponía en el salón a ver la televisión en bolas, con la polla suelta. A veces, yo me sentaba a su lado para ver Mazinger Z y sentía la carnalidad del miembro, los gestos y olores familiares, el asco y la atracción, esa sensación que comenzó a invadirme pronto, demasiado pronto, cuando ni siquiera conocía el significado de las cosquillas, de que mi cuerpo se desmigara en la cama, esa sensación de paz que duraba apenas unos segundos y que inmediatamente dejaba paso al dolor, el sufrimiento, la tristeza. «Puños fuera», «Tetas fuera».

El sexo escarba invisible en la infancia. Ahora me daba cuenta, con el Diazepam esparciéndose dentro del cuerpo. Aquella fue la época en que mi madre comenzó a hincharse por los medicamentos y las drogas que ingería; cuando empecé a notar que las paredes atesoraban sombras, espectros, efluvios, que manaban indistintamente si recordaba la bruma del pasado o fantaseaba con la niebla del futuro.

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