Arena

Arena


60

Página 62 de 85

60

Otra fiesta en casa de la madre del Lepra, que había salido de viaje. La última antes de que el padre viniera a buscarlo para llevárselo a vivir con él. Otra vez todo el mundo disfrazado menos nosotros. La cerveza tibia. Los cubatas de garrafón. Los invitados bailando en torno a la piscina, bañándose, restregándose unos con otros. En cuanto llegamos nos soplamos un chupito de bourbon cada uno y fumamos lo que nos pasaron. Los mosquitos eran cazas japoneses Zero. Flores azules de la gran jacaranda que gobernaba el jardín cubrían las baldosas marrones y se pegaban a las suelas de las zapatillas.

—¡Al agua! —gritó uno, pero nadie lo siguió.

Los que estaban en el borde de la piscina se echaron a reír y siguieron a lo suyo.

Marian y Sara nos saludaron desde la pérgola. Fuimos hacia ellas. Antes de llegar me crucé con los ojos interrogantes de la Sioux. Me sonrió.

—¿La habéis visto? —dijo Pipo—. No se muriera.

—Tío, tranquilo. —El Bocina lo cogió por el antebrazo.

El Manco me pasó el brazo por el hombro y me confesó que estaba preocupado por mí, que me notaba raro, distante. Qué novedad, iba a decirle, pero para que me soltara el rollo de la amistad, de que todos juntos saldríamos de cualquier problema y no sé qué mierda más, cuando ni siquiera preguntó lo que tenía que preguntar, cuando ni siquiera se interesó por lo que me pasaba cuando más lo necesitaba, aquella tarde que yo le hablé del tema y él se quedó mudo y pasó a otra cosa, como si tuviese el mando del reproductor de vídeo y no le gustase la escena que estaba viendo.

Callado. La cabeza gacha. Las palabras evasivas. Al aire. Que se las llevaran. ¿Y si las palabras y las ideas son rocas graníticas? ¿Cómo se las va a llevar el viento?

—¿Estás bien?

—No me toques más los huevos, Manco —dije, y fui a pillar algo de beber. La pregunta me había transportado en el acto a mi padre y a sus palabras y me había puesto de peor humor del que ya estaba.

—Voy contigo —dijo Marian y se cogió de mi brazo.

Dentro de la casa el humo parecía un gas que te traspasaba gradualmente. Primero se posaba en la piel, escarbaba agujeros microscópicos por los que accedía a los tendones, los cartílagos, la sangre, y provocaba que te ralentizaras y sintieras pequeños entes dentro.

—¿De qué iba eso, Bruno? —preguntó Marian sin desprenderse de mi brazo, con una sonrisa amplia: un niño balanceándose con fuerza en un columpio.

—No es asunto tuyo.

—Claro que lo es.

Marian cogió dos vasos de plástico. Sirvió un par de dedos de Jack Daniels. Brindó y nos lo tragamos. Luego, con la mano, puso hielos en los vasos y preparó whiskies con cola. Yo abrí una cerveza. Sabía a meado. La dejé en la mesa y me puse un whisky con agua.

—¿Y bien? —insistió Marian cogiéndome la cara.

—¿Recuerdas la noche que te liaste con el Manco?

—No me jodas, iba cocida.

—Podemos continuarlo.

Me acerqué aún más a ella. La mano en el culo prieto. Me aguantó la mirada sin quitarme la mano. Inducido por la letra de la canción que sonaba en el estéreo, la atraje hacia mí. Me empalmé y le canté al oído la letra de una canción de Los Fabulosos Cadillacs: Me dicen el Matador, me están buscando.

Marian reaccionó fatal. Me empujó con las dos manos y el contenido de los vasos se desparramó por la mesa y el suelo.

—Eres un cerdo, si no fuera porque le importas al Manco ya le estaría contando esto. So cabrón, se preocupa por ti aunque no sepa cómo hacerlo.

—¿Y a quién creería?

Me volvió a empujar con todas sus fuerzas, y gritaba:

—¿Me estás amenazando, desgraciado?

La gente nos miraba. Así que seguí haciendo daño.

—Estás montando un numerito.

Vi alejarse a Marian a grandes pasos. Me regodeaba en la desgracia. La cabeza me daba vueltas en busca de mi propio cuerpo, como un perro que trata de morderse la cola sin fortuna.

—¿Qué haces aquí sentado?

Reyes se acopló a mi lado.

Nos pimplamos lo que quedaba de la botella de bourbon. Comenzó a cantarme en el oído. A veces paraba, y su lengua me humedecía el lóbulo.

—Me aburren las fiestas.

—Vamos a tu casa.

Me eché a reír. Al bajar y subir la cabeza la habitación giraba. Las luces eran garabatos de colores realizados por un crío de dos años.

—Voy a vomitar.

Nos escabullimos en el baño de arriba. Olía a incienso. Me desabrochó los pantalones y, aunque la tenía morcillona, me agarró la polla y se la metió en la boca. Logró que se pusiera dura unos segundos. Empezamos a follar hasta que se ablandó. Yo estaba muy mareado, solo quería tirarme en la cama, expulsar lo que tenía dentro.

Ansia.

Ansia.

Ansia.

—No me jodas, ¿me vas a dejar con el calentón?

La Sioux me dio un par de guantazos. Casi no los noté. Sí sentí que me agarraba la polla y me masturbaba, aunque no estaba seguro, cómo estarlo, apenas distinguía la niebla, las figuras difuminadas que parecían pulular de un modo atropellado por la habitación, igual que en mi cuarto durante aquellas madrugadas de dolor.

Los sueños como rayas.

Los sueños que dejaban de brillar a medida que descendías por las grietas profundas.

Recuerdos o mentiras, me costaba diferenciar una cosa de la otra.

Los gemidos, el olor, la presión, el sufrimiento, las ganas de vomitar para sentirme mejor, el terror en mitad de la noche y mi padre en la cama para arroparme, ¿o ya estaba allí?, las demás respiraciones, ¿o era la mía?, un golpe seco en el estómago, los gritos y los brazos moviéndose en un caos indescifrable, ¿dónde me encontraba?, un dolor en la mejilla, hincado de rodillas, la cara en el suelo, encogido, culebras traspasándome, entrando por los orificios, dando latigazos, perforando, reptando, la mano de mi padre en la frente, mi mano en la frente mientras con la otra me sostenía al inodoro y echaba los polizones y escuchaba la ira de Reyes y a los demás y me derrumbaba, apagándome, fuera de mí, de foco, en algún sitio protegido de los recuerdos que infectaban los pensamientos diarios.

Ir a la siguiente página

Report Page