Arena

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7. Gineceos y mensajes ocultos en la espuma

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7 Gineceos y mensajes ocultos en la espuma

Snuk estaba aterrorizado. Pero no por la oscuridad, quebrada sólo por débiles alfilerazos de luz en un techo —o un suelo— lejano. Todavía le dolía el hombro por la caída que había sufrido al fondo del pozo de los muertos. Había sido alzado en el aire por una garra de metal gigantesca, la mano de un demonio al extremo de un brazo con tubos y cables y remaches, y lo habían dejado caer en el foso. Tras rodar por una montaña de cosas frías cubiertas de aceite, se detuvo en un valle plano, el techo de algún engendro con motores diésel que yacía allí abandonado.

Snuk gritó llamando a su querida Rala, pero con eso no hizo sino atraer la atención de los pájaros. Eran terribles, el solo batir de sus alas en las tinieblas del interior de la nave de los cosechadores bastaba para volver demente al corazón más puro. Los pájaros orbitaron en estrechos círculos sobre la montaña de basura y se fueron sin su presa, porque Snuk, en cuanto los oyó venir, se enterró entre los escombros permaneciendo tan quieto que hasta su corazón dejó de latir durante unos segundos. Al final, aburridos, los monstruos se marcharon.

¿Dónde estaría Rala, su queridísima y tierna Rala? ¿Se la habría llevado otra de las garras de metal? Y si era así, ¿a dónde? No quería ni imaginar que hubiese acabado siendo pasto de los pájaros. No. Ella estaba viva, allí dentro, en alguna parte.

Snuk no había perdido la perspectiva: estaba en el interior de una nave espacial. Eso significaba que habría puertas, pasillos, un espacio limitado por el que buscar. Tal vez Rala no estuviera lejos, tan sólo al otro extremo de una mampara o tras un cristal de observación. Esclavos. Eso era lo que querían los cosechadores, no cadáveres. Los cadáveres no servían, no luchaban en la Arena. Ella seguía viva, en algún lugar de aquel infierno.

El joven se puso en pie, saliendo de los escombros. Se frotó el brazo. Dolía mucho; palpaba sangre seca sobre el antebrazo. Miró hacia los lejanos destellos rojizos y trató de identificar una silueta. Podría ser la grúa de la garra, se dijo a sí mismo sin mucha convicción. Permaneció un rato en silencio, aguzando el oído. En aquel lugar había sonidos. Chirriar de cadenas contra engranajes dentados o tuberías. Flamas de gas que prendían al contacto con el aire. Aleteos de aves cerca de nidos construidos entre las vigas del techo.

El joven hizo acopio de fuerzas y comenzó a caminar. Sus ojos se estaban acostumbrando a la casi total ausencia de luz, de modo que ya distinguía los contornos de los obstáculos que sorteaba. Andaba sobre un enorme montón de desechos, rodeado por raíles elevados por los que de vez en cuando cruzaban veloces vagonetas automáticas. Los raíles conducían hasta una boca de colmillos puntiagudos, clavados en encías giratorias que desmenuzaban el metal de los restos y se lo tragaban convertido en limaduras. Las vagonetas recogían lo que las garras o los pájaros decidían rescatar del montón, y lo arrojaban a unas cintas de transporte que acababan irremediablemente sobre la enorme trituradora.

Sin embargo, aparte de él, allí dentro no había ningún otro ser vivo.

Snuk procedió, acercándose a una de las cintas transportadoras. Un ruido le sobresaltó. Miró rápidamente sobre su hombro mientras se escondía, pero nada se alzó para atacarle. Creyó ver una forma que, a hurtadillas, se escondía tras una pila de planchas retorcidas llenas de tubos, pero cuando se acercó a comprobado había desparecido.

Desechó esos pensamientos, producto sin duda de su sobreexcitada imaginación, y se colocó cerca de la cinta de transporte más próxima, esperando que pasara una vagoneta.

Ayrem el Menor no era un joven afortunado. La mayoría de las cosas que había asimilado en su vida las había aprendido por las malas, a base de desgracias o trágicos derrumbes de planes. Su hermano, Senecam el Mediano, lograba combinar en alguna parte de su cabeza un poso de sentido común con algo más de perspicacia ante los motivos del mundo, y eso lo ayudaba a salir airoso de muchos baches que a él se le antojaban impracticables.

Pero había una cosa en la que Ayrem sí que podía vanagloriarse de ser el mejor.

Su padre le había reservado un puesto de importancia, nada más nacer, en los Pelotones Blindados, puesto para el que se había estado preparando toda su vida. Había visitado los monasterios kays de Permafrost y había aprendido las sendas secretas de los sueños. Había competido por los primeros puestos en las carreras carnívoras de Plenam Sexto e incluso diseñado sus propios motores vampiros para usarlos en la Arena. Actualmente contaba con veinte precoces años, en los cuales nunca había habido sitio para nada que no fuese la Arena. En eso era mucho mejor que su hermano, el Mediano, en lucha perpetua contra el primogénito de la familia para elevar un grado su orden de importancia en el linaje ducal. El otro, por supuesto, no iba a dejarse matar por las buenas, por lo que la lucha en la cúspide del árbol genealógico era cruenta.

Eso no le importaba lo más mínimo a Ayrem. Él era bueno conduciendo sus camiones de la muerte, aplastando al enemigo bajo sus poderosas ruedas, y no había placer mayor en el mundo que pudiera igualarse a eso. Era un asesino, sí, y se sentía orgulloso.

La suya era la más poderosa de todas las familias ducales que competían por los favores del consorcio Xariano de Xar. Se enfrentaban a muerte a las huestes palladystas, generalmente resultando victoriosos. Uno de sus rivales, el duque Sax, incluso les había invitado una vez a su residencia para agasajarles por una batalla especialmente espectacular que ellos habían perdido, no por superioridad numérica, sino por una hábil maniobra táctica improvisada por —tenía que admitirlo— su hermano mayor. Por supuesto, la familia de Ayrem, los Temples de Tebas, había declinado la invitación: las puyas entre familias fuera de la Arena estaban absolutamente prohibidas y el duque Sax tenía fama de ser un hombre honorable, pero… En el juego de la guerra jamás se debían bajar las defensas.

Sobre esas cuestiones cavilaba Ayrem mientras contemplaba descender la nave de los Autarcas Edeanos, otra de las facciones, sobre el anfiteatro de la Arena, el Circo Máximo de Palladys. Era un tubo de treinta metros de longitud por siete de grosor, propulsado por un anillo de aceleradores que podían orientarse para usarlos como armas. Su blindaje era escamoso como la piel de una serpiente, y la popa se remataba con una cúpula de observación llena de gas en la que flotaban los asquerosos edeanos como peces en un estanque de hidrógeno.

—Ya llegan —comentó su copiloto de confianza, un humano ex-palladysta llamado Rox.

—Ya lo veo.

El enorme cigarro esmeralda ejecutó una maniobra de descenso sobre la vertical de los hangares colindantes. Cuando uno de éstos descorrió las planchas de su techo para aceptar la carga, el transporte extendió sus hileras de baterías secundarias, desplegó todos sus sistemas de armamento, y puso en funcionamiento con gran celeridad sus grúas. Una caja negra de tres metros fue depositada en el interior del hangar, tras lo cual el cigarro remontó el vuelo.

Ayrem y Rox cruzaron una mirada ansiosa. Se morían de ganas por averiguar qué nueva arma habían desarrollado los Autarcas para emplear en los combates. El problema era que, aparte de que el espionaje industrial estaba penado con algo peor que la muerte —la expulsión con descalificación—, ahora los dominios del hangar estarían mejor protegidos que su propia Fortaleza Santuario.

Los dos pilotos escalaron las gradas del kilómetro nueve del anfiteatro, sentándose en un nivel entre el ochenta y el noventa. Al menos dos millones de personas cabían sin apuros en el enorme recinto de la lucha, construido en torno a una pista de pruebas para vehículos blindados. Era prácticamente circular, achatado en los polos, y sobre su centro colgaba una nave espacial permanentemente varada a doscientos metros de altura, sobre cuya espinada superficie los organizadores habían enganchado docenas de pantallas gigantes y marcadores luminosos. De otras pantallas independientes, que se desplazaban sobre los graderías, colgaban cestas con puestos flotantes de chucherías y banderolas.

Resultaba algo escalofriante pensar que aquella enorme planicie, una superficie de hexágonos de metal, estaría cubierta en pocos días con lagos de sangre.

—¿Ayrem? —chasqueó una voz en su solapa. El aludido, reconociendo a su hermano el Mediano, se tocó un botón y habló por el comunicador:

—Dime, Senecam.

—¿Los has visto?

—Traían una caja del tamaño aproximado de un Arrollador ligero. Puede que sea alguna variante de su nuevo TX-16, aunque también podría contener un vehículo mayor plegado.

—¿Como un caracol?

Ayrem asintió para sí mismo, espantando una mosca-buitre que se había posado en su cráneo rapado.

—Ya pensamos antes en ese diseño, pero no lo trabajamos porque no sabíamos cómo desenrollarlo con rapidez.

—Muy bien. Ven al taller. Faltan detalles por rematar de la nueva estrategia.

—Correcto —suspiró, y cerró la comunicación. Su compañero, Rox el Aplanador, apodado así entre los conductores de camiones de la muerte por su afición a pasar repetidas veces por encima de sus víctimas con sus neumáticos dentados, le interrogó con la mirada. Ayrem se puso en pie.

—Nos esperan en el taller.

—¿Crees que habrán inventado algún arma secreta no contemplada por el Reglamento?

—¿Los edeanos? —Ayrem rió—. No lo creo. Carecen de todo tipo de imaginación práctica. Lo único que saben hacer es copiar diseños de las demás casas y añadirles toneladas de blindaje. ¿Por qué lo dices?

—Oh, por nada. —Rox arqueó los labios—. Hay rumores sobre que una de las casas va a estrenar algo nuevo en esta edición de los Juegos.

—¿Biológicas? —masculló Ayrem, bajando la voz. Le asustaba pensar en diminutos derivados de los detonadores víricos que él había visto usar en alguna guerra exterior. Contra eso no estarían preparados. Afortunadamente, era un tipo de arma absolutamente prohibida por el Reglamento; nadie en su sano juicio dejaría usar un artefacto en los Juegos que matase también al público asistente.

Rox negó con la cabeza.

—No me lo creo. Tal vez ni siquiera sean los edeanos. Dicen que los Sax han construido un ejército completamente nuevo.

Ayrem se rascó la barbilla y bajó más escalones.

—Interesante —murmuró circunspecto—; muy interesante.

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