Arena

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Capítulo 2

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—Bien, ¿qué planes tienes para hoy?

Garth, que se estaba rascando las mordeduras que las pulgas le habían infligido durante la noche, recorrió con la mirada la habitación llena de viejos que empezaban a removerse mientras la primera claridad del amanecer se infiltraba a través de las rendijas de los postigos y las grietas del techo.

—Para empezar, salir de aquí.

El hombre de los harapos dejó escapar una risita.

—Para hacer aquello que te ha traído a la ciudad, sea lo que sea... Ah, sí, tu gran empresa envuelta en el misterio, ¿verdad?

—Algo por el estilo —replicó secamente Garth.

—Iré contigo.

Garth bajó la mirada hacia el viejo desdentado.

—Tenía el presentimiento de que lo harías —dijo en voz baja, y el hombre de los harapos le contempló poniendo cara de sorpresa.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque te fascinan los misterios —replicó Garth—. Siempre quieres averiguar qué ocurrirá después.

El hombre de los harapos se meció de un lado a otro sobre su escabel al lado del fuego, y soltó una carcajada de puro deleite.

—Quiero estar presente para disfrutar de la diversión —dijo—. Creo que alguien acabará perdiendo la vida, y quiero estar allí cuando eso ocurra. Ese tipo de situaciones siempre ofrecen muy buenas oportunidades comerciales.

El viejo se inclinó sobre el fuego y cortó dos gruesas tajadas de carne del asado que se había estado dorando lentamente sobre el reluciente montón de ascuas. Arrojó una a Garth, que la pilló al vuelo y se la pasó cautelosamente de una mano a otra hasta que la carne se hubo enfriado lo suficiente para que pudiese comerla. El viejo acabó su desayuno, abrió la puerta y echó un receloso vistazo por el hueco.

El mendigo sin piernas estaba sentado al otro lado de la calle, y movió una mano como si estuviera espantando una mosca en cuanto le vio.

—No hay peligro —anunció el hombre de los harapos—. Bien, vamos...

Cogió un báculo apoyado junto a la puerta, salió a la calle, giró sobre sí mismo y orinó en la pared del edificio. Garth le contempló sin tratar de ocultar su desdén, pero un instante después comprendió que no tendría más remedio que acabar imitándole y se reunió con el viejo.

—Por cierto, me parece que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para presentarse —dijo el hombre de los harapos—. Me llamo Hammen de Jor.

Acabó de orinar, se abotonó sus pantalones manchados de grasa y mugre y le ofreció la mano.

Garth, que también había acabado de orinar, se abotonó los pantalones y bajó la mirada hacia Hammen, que le sonrió revelando una dentadura amarillenta que hacía pensar en unos cuantos postes de madera putrefacta clavados en una caverna tenebrosa.

Garth aceptó la mano de Hammen sin excesivo entusiasmo, y después no intentó ocultar sus acciones mientras se limpiaba la palma en una pernera de sus pantalones.

Hammen se rió.

—Te aseguro que es un apretón de manos bastante más limpio que el que puedas esperar de cualquier Maestre de una Casa —dijo.

Garth no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Dónde puedo encontrar la Casa Gris? —preguntó.

—¿Y por qué quieres ir allí?

—Porque quiero echarle un vistazo. Curiosidad, nada más.

Hammen alzó su báculo en un aparatoso arco y lo usó para señalar el callejón repleto de basura, y los dos emprendieron la marcha.

Garth siguió al viejo que se había nombrado a sí mismo guía suyo sin dejar de lanzar cautelosos vistazos a los callejones laterales que iban dejando atrás. Ya hacía un buen rato que había amanecido, y sin embargo la ciudad apenas mostraba ninguna señal de actividad. Estaba claro que el bullicio de las celebraciones del inminente Festival habían consumido todas las energías de los ciudadanos. Hammen se detuvo un momento para empujar con la punta del pie varias siluetas que yacían al lado de un barril para recoger el agua de lluvia que estaba volcado en el suelo. Una de ellas se removió levemente, y las otras dos permanecieron totalmente inmóviles.

Garth bajó la mirada hacia ellas. Enseguida se dio cuenta de que los tres hombres estaban vivos, pero también supo que no tardarían en lamentar la penosa situación económica en que se hallarían cuando despertasen.

—Ya les han limpiado —anunció Hammen, y siguió avanzando hacia una avenida que tenía casi veinticinco metros de anchura.

Garth se volvió y echó un vistazo al extremo de la calle del que todavía brotaban tenues hilillos de humo en un recordatorio casi invisible de la diversión que había acogido el día anterior. Los vendedores callejeros estaban empezando a abrir sus puestos y desplegaban sus mercancías sobre mesas colocadas delante de sus puertas. Unos cuantos clientes madrugadores ya estaban comprando comida y Garth avanzó lentamente por entre ellos, incapaz de ocultar su asombro ante la multitud de mercancías que los puestos ofrecían a la venta.

Hammen se volvió hacia él.

—Me parece que no has tenido muchas experiencias con las ciudades —dijo.

Garth asintió.

—Sí, ya me había dado cuenta... —siguió diciendo Hammen—. Sólo un idiota me habría seguido por un callejón tal como hiciste tú unos momentos después de que nos hubiéramos conocido. Ese tipo de confianza sólo se encuentra en los patanes del campo. Ningún habitante de esta ciudad sería tan estúpido.

—Puede que estés tratando con un estúpido, pero también cabe la posibilidad de que estés tratando con alguien que puede cuidar de sí mismo —replicó Garth con voz gélida.

Hammen alzó la mirada hacia Garth y asintió.

—Sí, creo que eres capaz de cuidar de ti mismo —murmuró—. Pero sobrevivir en la ciudad... Bueno, resultará muy interesante ver si lo consigues.

Hammen empezó a ir más despacio y señaló un puesto de fruta.

—Ah, granadas de Esturin... —dijo—. Mi fruta favorita.

Hammen fue hacia la vendedora, que estaba colocando montones de granadas, naranjas, filagritos exóticos traídos del otro lado del gran océano, exquisitos y delicados lollins y demás relucientes delicias vegetales que tenían los tonos rojo, verde, anaranjado y azul más intensos que Garth había visto en toda su existencia.

La vendedora alzó la mirada hacia Hammen, meneó la cabeza mientras curvaba los labios en una sonrisa de exasperación y le arrojó una granada. Hammen señaló a Garth, pidiéndole en silencio que extendiera su amabilidad a su acompañante.

Garth pilló la fruta al vuelo, la mordió y sonrió al sentir cómo el zumo se deslizaba por su garganta.

—Es muy buena —dijo.

—Nunca la habías probado, ¿eh?

Garth no dijo nada mientras se terminaba la fruta, y escuchó distraídamente cómo Hammen y la vendedora, que estaba claro se conocían desde hacía mucho tiempo, comentaban las últimas noticias de la ciudad.

—Los guardias del Gran Maestre pasaron por aquí anoche tan deprisa que parecían un enjambre de moscas siguiendo el olor de la carroña —anunció la vendedora sin apartar la mirada ni un instante de Garth—. Andaban buscando al luchador.

—¿Y consiguieron dar con él? —preguntó Hammen.

—Oh, arrestaron a los sospechosos habituales.

Hammen se rió y le dio la espalda disponiéndose a irse. La vendedora sonrió, arrojó tres granadas más hacia la mano de Garth y le guiñó el ojo. Garth se guardó las granadas debajo de su túnica.

—Ayer hiciste ganar un montón de dinero a esas personas, y además te cargaste a un luchador de la Casa Naranja —dijo Hammen—. Podrás comer gratis durante una temporada.

Hammen movió la cabeza señalando los sucios estandartes marrones que aleteaban sobre muchos de los puestos de mercancías alineados a lo largo de la calle.

—Como puedes ver, casi toda la gente de este barrio es partidaria de los Marrones —le explicó.

—¿Por qué? —preguntó Garth—. Las Casas no significan nada para ellos, y estoy seguro de que a las Casas les importa un comino lo que piense el populacho.

—¿Cómo lo sabes?

—Creo que es algo que se puede dar por sentado sin mucho temor a equivocarse.

—No pareces saber mucho sobre el alma humana, mi tuerto amigo —replicó Hammen—. Para la inmensa mayoría de estas gentes, el Festival es el único gran acontecimiento que pueden esperar en toda su vida..., eso y la esperanza de ganar un premio de la lotería, claro. Los combates lo son todo para ellos.

»Puedes ir a prácticamente a cualquier puesto callejero o tugurio donde sirvan bebida —siguió diciendo mientras movía una mano señalando una taberna que ya estaba casi llena—, e incluso el mendigo más miserable será capaz de recitarte la lista de victorias y todos los hechizos que posee su luchador favorito, especialmente si ese hombre o mujer le ha hecho ganar unas cuantas monedas de cobre en las apuestas. Gana dinero para la turba, y pasas a ser un héroe.

—Menuda clase de héroe... —resopló Garth—. Hoy en día un luchador es capaz de quemar vivo a un campesino sólo para poner a prueba un nuevo hechizo, y después de hacerlo sentirá muchos menos remordimientos que si hubiese aplastado a una cucaracha con la suela de su bota.

—¿Qué quieres decir con eso de «hoy en día»? —preguntó Hammen.

—Oh, he oído contar las historias de los viejos tiempos, cuando las cosas eran distintas y cuando los luchadores tenían que ir en peregrinación para servir a quienes necesitaban su ayuda.

Hammen escupió en el suelo.

—Los viejos tiempos están muertos,

hanin —dijo—. Si has venido aquí con alguna otra idea en la cabeza al respecto, creo que me limitaré a separarme de ti aquí y ahora para que te las arregles por tu cuenta. He empecido a cogerte un cierto cariño, y no me gustaría verte muerto antes de que haya acabado el día... Sólo un idiota podría llegar a creer que a los luchadores les importa lo que pueda ser del resto de nosotros.

—Bueno, ¿y entonces por qué debe importar a los demás lo que pueda ser de los luchadores?

—A eso me refería —replicó Hammen—. No entiendes el alma humana. Las turbas ya saben todo eso, pero siguen vitoreando a su héroe, y al hacerlo tienen la sensación de que participan un poco en su gloria y en su poder. En cuanto empieza el Festival, se ven transportados al cielo durante tres días. Pueden olvidar la miseria, las enfermedades y las vidas cortas y brutales que les consumen. Mientras están en la arena pueden escuchar el rugir de los cánticos, y es como si fueran ellos los que estuvieran librando duelos por el poder y el prestigio, luchando por sus vidas y por obtener la aprobación del Caminante, que se lleva consigo al ganador del combate final para que éste pueda servirle en otros mundos... La turba puede vivir ese sueño maravilloso durante tres días de cada año.

Garth lanzó una mirada interrogativa a Hammen, cuya voz se había vuelto más suave y que acababa de adoptar un tono mucho más serio en el que, y eso era lo más sorprendente, Garth acababa de detectar la sombra de un acento de alta cuna.

—Hablas como si hubieras estado allí—dijo Garth mirando fijamente a Hammen.

Hammen le devolvió la mirada, y durante un instante muy corto Garth tuvo la sensación de que estaba caminando junto a una persona muy distinta del ladrón acostumbrado a vivir entre las ruinas que había conocido en el duelo. Percibió un poder lejano, como si aquel hombre pudiera controlar el maná, los fundamentos del poder de todos los luchadores, que derivaba de las tierras y de todas las criaturas que vivían sobre ellas. Hammen aflojó el paso y Garth percibió una tristeza infinita, y un momento después Hammen volvió a convertirse en el viejo de los harapos con tanta rapidez como se derrite la escarcha bajo la luz del amanecer, y empezó a toser, escupir en el suelo y soltar risitas mientras iba señalando las maravillas de la ciudad a un forastero.

Siguieron caminando por la calle, que estaba empezando a llenarse. Garth sacó dos de las tres granadas que se había guardado debajo de la túnica y arrojó una a Hammen. Después hundió los dientes en la fruta y la fue comiendo lentamente mientras seguían avanzando. Pasaron junto a la calle de los aceros, y Garth se detuvo durante un momento para ver cómo los comerciantes colgaban sus hojas baratas delante de las tiendas. Se paró delante de una para inspeccionar el interior sumido en la penumbra, y vio las armas más hermosas colgadas dentro y a los guardias del comerciante sentados entre las sombras. Cimitarras, enormes espadas para ser manejadas con las dos manos y estoques capturaban y reflejaban el resplandor palpitante de las forjas que mantenían su incesante actividad en las profundidades del local, donde los herreros daban vida a sus creaciones a martillazos y entre diluvios de chispas.

—Las mejores hojas siempre están en la parte de atrás. Son hojas que tienen largas historias y nombres sólo conocidos por quienes entienden en armas refinadas, hojas capaces de abrirse paso incluso a través de un campo de hechizos para acabar derramando la sangre de un luchador... —susurró Hammen, como si se sintiera invadido por un lejano anhelo.

Después llegó la calle de los que trabajaban el estaño, y después la de los plateros y los orfebres, donde cada puesto estaba vigilado por hombres armados y hasta se podía ver algún que otro lanzador de hechizos de primer nivel, que era capaz de conjurar a una criatura del más allá para matar ladrones. Garth contempló a aquellos hombres del primer nivel y meneó la cabeza. Casi todos eran ancianos que nunca habían ido más allá del primer nivel porque carecían de las habilidades y el poder dado de manera innata que permitía utilizar el maná, sin el que sólo se podían controlar los poderes más sencillos. Si libraran un auténtico duelo con otro luchador perderían su único hechizo en cuestión de segundos y, muy probablemente, también perderían la vida, por lo que se veían condenados a los callejones y a proteger los tesoros de los avaros y los gordos mercaderes. Garth se dio cuenta de que la inmensa mayoría de ellos ocultaban en lo más profundo de su corazón el temor de que algún día podrían llegar a verse desafiados por cualquier enemigo un poco más serio que un campesino armado con un estilete, e incluso ese campesino ya era una fuente constante de miedo en sus vidas.

Dejaron atrás las calles de los metales y se fueron acercando al corazón de la ciudad, y Hammen miró cautelosamente a su alrededor y observó con gran atención cómo un pelotón de luchadores del Gran Maestre pasaba patrullando delante de ellos con sus jubones, capas y pantalones multicolores despidiendo reflejos iridiscentes bajo el sol de la mañana. Ni uno solo de ellos volvió la mirada hacia Garth, y su compañero dejó escapar una risita.

—Esos petimetres presumidos sólo saben pensar en su atuendo... —murmuró—. Probablemente te están buscando, pero son demasiado estúpidos para percibir las pistas que podrían acabar llevándoles hasta ti.

Garth se dio cuenta de que el color de los estandartes que flotaban sobre la calle había empezado a cambiar. Durante varios bloques hubo una mezcla de marrones y grises, con algún que otro estandarte naranja o púrpura perdido entre ellos.

—Nos estamos aproximando al centro de la ciudad, donde convergen los cinco barrios. El palacio del Gran Maestre está justo delante de nosotros, en el centro de la Plaza, y los cuarteles de sus luchadores y guerreros también están allí... Las Casas de los cuatro colores flanquean la Gran Plaza.

Garth volvió la mirada hacia el final de la calle y la Plaza, que tenía casi seiscientos metros de anchura, y acabó viendo la enorme pirámide de cinco lados en la que vivía el Gran Maestre. El edificio medía como mínimo sesenta metros de lado y casi otros tantos de altura, y estaba recubierto de piedra caliza pulimentada que despedía una claridad tan intensa como la de las llamas al reflejar los rayos del sol. El palacio principal estaba flanqueado en sus cinco lados por las oscuras estructuras achaparradas de los cuarteles de los guerreros de la guardia y los luchadores del Gran Maestre. Todo el complejo estaba rodeado de fuentes en las que el agua bailaba y se derramaba bajo la luz matinal. Las columnas de agua subían hacia el cielo hasta rivalizar en altura con el gran palacio, y el agua de las fuentes estaba teñida con todos los colores del arco iris.

Garth aflojó el paso cuando ya estaba a punto de entrar en la Gran Plaza. Cuatro palacios más eran claramente visibles en los cuatro lados de la Plaza. Cada uno era distinto, y cada uno mostraba el color de una de las cuatro grandes Casas. Fentesk, al otro lado de la Plaza, era una estructura imponente y no muy alta con la fachada llena de gigantescas columnas y con cuatro enormes estandartes color naranja ondeando en las cuatro esquinas de lo que Garth acabó decidiendo era un edificio francamente feo.

Junto a él se alzaba la Casa de Ingkara, similar a la Casa Naranja salvo porque allí la impresión de monotonía producida por las columnas quedaba aliviada gracias al gran arco de entrada del que colgaba un estandarte púrpura. Al otro lado de Fentesk estaba la Casa de Bolk, que parecía una fortaleza debido a sus torres almenadas y baluartes; y finalmente, al lado de la Casa Marrón, estaba la de Kestha, cuya fachada estaba adornada con colosales estatuas que representaban luchadores alzando las manos hacia el cielo como si se dispusieran a lanzar hechizos contra los otros edificios.

—No sé quién diseñó estos palacios, pero tendría que haber sido ahogado en la cuna para proteger a la humanidad de su mal gusto —resopló Hammen.

—Son Casas de luchadores, no palacios para potentados —replicó Garth—. Las antiguas Casas eran distintas, pero las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos, y erigieron estas nuevas edificaciones.

—Bueno, pero sigue existiendo algo que se conoce con el nombre de buen gusto, ¿no?

Garth fue hacia la Casa de Kestha, y Hammen apretó el paso para no quedarse atrás.

—Supongo que ya sabes que estás cometiendo una estupidez, ¿verdad? —bufó Hammen—. Te están buscando por toda la ciudad.

—Tanto mejor.

Siguieron avanzando hacia la Casa de Kestha, pero Garth no tardó en aflojar el paso y se volvió hacia el quinto lado de la Plaza. El perímetro estaba lleno de tiendas y casas de comidas, y también había unos cuantos palacios menores de comerciantes que debían ser bastante acaudalados. Garth giró sobre sí mismo, fue hacia esos edificios y acabó deteniéndose en un lado de la Plaza y miró a su alrededor.

—Aquí es donde estaba la quinta Casa —dijo Hammen en voz baja.

Garth se volvió hacia él.

—¿La quinta Casa?

—Sí, la Casa Turquesa... Hace veinte años había cinco Casas.

—Ya lo sé.

—Pues entonces también sabes que las otras Casas masacraron a la Casa de Oor-tael la noche del último día del Festival, con el antiguo Gran Maestre y su ayudante Zarel al mando de sus fuerzas combinadas. Cayeron sobre ellos al amparo de las tinieblas, quemaron la Casa y asesinaron a casi todos los luchadores.

—Has dicho «casi todos».

—Se supone que algunos escaparon —replicó Hammen.

El hombre de los harapos guardó silencio durante unos momentos y miró fijamente a Garth.

—Bueno, por aquel entonces probablemente eras demasiado joven para que te importaran esas cosas —dijo secamente Hammen por fin, con una sombra de ira en la voz.

Garth no dijo nada y se volvió hacia aquel rincón de la Plaza, que parecía extrañamente fuera de lugar entre el esplendor de los otros cuatro lados.

—Y el último Gran Maestre —dijo Garth, y su tono era más de afirmación que de pregunta.

—¿Kuhtuman? Ah, ese bastardo... —dijo Hammen, murmurando la imprecación—. ¿Quién infiernos crees que es el Caminante? ¿Dónde crees que robó el maná que le abrió las puertas a otros mundos? La Casa Turquesa era la más poderosa de las cinco, y se negó a ayudarle en su empresa.

Hammen movió la cabeza señalando el lugar en el que se había alzado la Casa Turquesa.

—Así que mataron al Maestre de Oor-tael, a toda su familia y a prácticamente todo el mundo, y se llevaron su maná —murmuró.

—¿Y Zarel?

—¿Por qué te interesa tanto todo esto?

—Él se interesa por mí, ¿verdad?

Hammen meneó la cabeza.

—Algunos dicen que Zarel odiaba al Maestre de Oor-tael y que eso fue la causa de todo —le explicó—, y que fue Zarel quien sugirió la idea y que el Caminante acabó dejándose convencer a pesar de que Cullinarn, el Maestre de Oor-tael, era un viejo amigo suyo y de que le había salvado la vida en una ocasión.

—¿Y entonces por qué lo hizo?

—Ya te he dicho antes que no estaba muy seguro de si eres condenadamente bueno o de si sencillamente eres un estúpido —replicó Hammen—. A veces pienso que debería inclinarme por la segunda hipótesis... Cuando se trata del poder, la amistad suele ser la primera víctima. Kuthuman anhelaba el poder de un Caminante, y Zarel sabía que si le ayudaba después se convertiría en el nuevo Gran Maestre en cuanto Kuthuman se hubiera ido. Zarel organizó y dirigió el ataque, y el maná de la Casa Turquesa fue utilizado para atravesar el velo entre los mundos. Kuthuman se fue y Zarel se hizo con el poder, y todo ha cambiado con él. Los Maestres de las otras Casas le ayudaron o miraron hacia otro lado mientras el Maestre de la Casa Turquesa era asesinado, y desde aquel entonces sus sobornos han llegado con tanta regularidad como salen los excrementos del trasero de un ganso obligado a comer sin parar.

»El tesoro perdido de la Casa Turquesa sirvió para edificar esa monstruosidad de palacio —siguió diciendo, y movió la cabeza señalando la pirámide y las nuevas Casas—. Todo el mundo salió beneficiado.

Garth permaneció inmóvil y en silencio durante un momento, y después giró sobre sí mismo y se abrió paso a través del gentío que había empezado a invadir la Plaza. Fue rápidamente hacia la Casa de Kestha, y no aflojó el paso hasta que las losas que pisaba cambiaron de color y pasaron del rojo de la caliza que pavimentaba la mayor parte de la Plaza al gris oscuro de la pizarra. Garth se detuvo y alzó la mirada hacia las seis imponentes estatuas de luchadores que dominaban la entrada principal de la Casa.

Después meneó despectivamente la cabeza y siguió avanzando. Una mano surgió de la nada y le agarró.

—¿Qué infiernos quieres hacer ahí dentro? —preguntó Hammen.

—Si no tienes redaños para esto, viejo... Bueno, entonces será mejor que vuelvas a tu casa —siseó Garth, y se retorció quitándose de encima la mano de Hammen.

El gentío del que había estado rodeado hasta hacía unos momentos acababa de esfumarse, como si una barrera invisible marcara el punto en el que el populacho ya no podía acercarse más a las Casas de los luchadores.

Garth atravesó el semicírculo de piedra gris que delimitaba el recinto de la Casa Gris, y fue hacia ella avanzando con tranquila despreocupación. Un instante después oyó pasos que se apresuraban a seguirle y miró por encima del hombro para ver a Hammen tratando de alcanzarle. El viejo estaba resoplando y golpeaba el pavimento con su báculo.

Media docena de luchadores emergieron de las sombras proyectadas por las grandes estatuas. Llevaban túnicas y pantalones grises, y sus capas eran del más fino cuero y estaban adornadas con signos místicos y runas. Lucían fajines cubiertos de complejos bordados que iban desde su hombro izquierdo hasta su cadera derecha y de los que colgaban bolsas doradas dentro de las que guardaban sus amuletos y hechizos, y los diminutos paquetitos de tierra envuelta en seda que contenían el maná de tierras lejanas que controlaban. Los montoncitos de tierra ayudaban al luchador a crear su conexión psíquica con el poder de aquella tierra de la cual surgía su magia. Los luchadores avanzaron hacia Garth, moviéndose con una altiva falta de prisa, y se detuvieron ante él para obstruirle el camino.

—Fuera, mendigo. Acabas de entrar en nuestras propiedades —siseó uno de ellos, y puso la mano en el hombro de Garth y le dio un feroz empujón.

Garth retrocedió un paso, pero no se fue.

—¡Te he dicho que te vayas!

—He venido a unirme a esta Casa —dijo Garth sin inmutarse. Los seis luchadores se miraron los unos a los otros con exageradas expresiones de sorpresa en el rostro.

—¡Un espantapájaros tuerto seguido por un mendigo! —rugió el luchador que había empujado a Garth—. Insultas a nuestra Casa trayendo tu suciedad a nuestra avenida, y pagarás tu arrogancia limpiándola con tu lengua hasta que brille. Pero antes quiero ver tus dientes esparcidos por el suelo...

El hombre dio un paso hacia adelante para golpear a Garth, pero éste se hizo rápidamente a un lado cuando el puño ya iba hacia él y agarró al hombre por la muñeca y lo derribó, haciendo que cayera al suelo y dejándole sin aliento. Garth se agazapó, giró sobre sí mismo como si hubiera percibido que iba a ser atacado por detrás y extendió la pierna, golpeando a su segundo agresor en un lado de la rodilla. Se oyó el seco chasquido de un hueso que se rompe y el hombre se derrumbó entre aullidos de dolor. Garth se incorporó y oyó un nuevo crujido, y vio por el rabillo del ojo una daga que resbalaba sobre el pavimento y a un tercer luchador que retrocedía con paso tambaleante mientras se agarraba una muñeca rota. Hammen movió su báculo en un elegante arco, golpeó al hombre en la espalda y le derribó. Los otros tres luchadores empezaron a retroceder. El del centro hurgó en su bolsa de hechizos, sacó algo de ella y extendió los brazos. Garth pudo oír el rugido de la multitud como si llegara desde muy lejos, un confuso clamor de gritos avisando de que se estaba librando un combate.

Garth avanzó hacia el luchador que se estaba preparando para lanzar un hechizo y se disponía a señalarle con un dedo.

—¡No! —exclamó—. No lo intentes... Ahora tenemos otro enemigo al que combatir.

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