Arena

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Capítulo 5

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—¡Callad de una vez!

Tulan y Kirlen, Maestre de Bolk, lanzaron miradas llenas de irritación al Gran Maestre.

—Puede que seas el Gran Maestre, pero no tienes ningún derecho a tratarnos como si fuéramos tus sirvientes —dijo Tulan con voz gélida.

—Tengo el derecho a trataros como me dé la gana —replicó altivamente Zarel Ewine—. Estáis en mi ciudad, y los dos... Mejor dicho, los cuatro deberíais recordar que sé algunas cosas sobre cada uno de vosotros, y que es preferible no lleguen a ser conocidas por los demás.

Tulan se removió nerviosamente, y Zarel sonrió para sus adentros. Tulan era un cobarde al que siempre se podía intimidar sin demasiada dificultad.

—Si te estás refiriendo a la masacre de la Casa Turquesa, tú fuiste el instigador —replicó Kirlen sin inmutarse, y los anillos de sus dedos huesudos brillaron reflejando la claridad de las lámparas con un sinfín de destellos.

Después alzó la mirada hacia él y le contempló con gélido desdén mientras se apoyaba en su báculo. Zarel siempre había pensado que Kirlen tenía un rostro muy inquietante, pues era el rostro de la muerte, el rostro de una luchadora que había prolongado su existencia utilizando los hechizos implacablemente para exprimirles todo su poder hasta que la carne y el hueso sólo seguían unidos por la más fina e imperceptible de las hebras. Tenía la piel tan amarillenta como un pergamino viejo, y le colgaba del cráneo en flácidos pliegues llenos de arrugas que parecían estar a punto de desprenderse bajo los efectos de la corrupción. Siempre se hallaba envuelta por una leve pestilencia a oscuridad, putrefacción y tumbas mohosas.

Zarel contempló a la Maestre de la Casa Marrón sin inmutarse.

—Pero ahora soy el Gran Maestre, y actué a petición de Kuthuman —dijo por fin—. En cuanto a vosotros cuatro, nadie está al corriente del papel que jugasteis en todo eso.

—Adelante, ve y cuéntaselo a la turba... Me importa un comino que lo hagas —replicó Kirlen, y soltó una risita—. Además, todo eso es agua pasada y esos idiotas de la calle ya lo han olvidado. Lo único que les importa es qué ocurrirá en el próximo Festival, así que no intentes asustarnos con tus viejas amenazas de siempre.

—¿Es cierto que tu hombre infringió las reglas del

oquorak? —preguntó Zarel, decidiendo que sería mejor cambiar de tema.

—¿Acaso importa eso? Ni siquiera estamos hablando de una luchadora... No es más que una guerrera, y encima es benalita.

—Se supone que los duelos de magia están prohibidos en la ciudad —replicó el Gran Maestre con irritación—, pero el

oquorak es legal y el populacho espera que los combatientes respeten las reglas de su código de honor.

—¿Y te dejas gobernar por las expectativas del populacho? —resopló Tulan.

—¡No, maldito seas! —replicó Zarel—. Pero hay medio millón de personas viviendo en esta ciudad, y como mínimo un millón más vendrán a ella para presenciar el Festival. Si hay disturbios, las propiedades que se destrozan son las mías, y los que mueren son contribuyentes míos a los que hago pagar impuestos mientras están con vida. El

oquorak sirve para mantenerles entretenidos hasta que empieza el Festival, pero tiene que haber unas reglas y un cierto control, porque de lo contrario... Bien, de lo contrario antes de que nos demos cuenta los luchadores estarán utilizando hechizos en la calle, y entonces sí que tendremos problemas realmente serios.

—Bueno, si eso te hace feliz entonces ordenaré que se lleve a cabo una investigación —acabó diciendo Kirlen con cara de aburrimiento—. Habrá que encontrar a los testigos para que sean interrogados. La benalita ha desaparecido, al igual que ese tuerto tuyo...

La Maestre de la Casa Marrón se volvió hacia Tulan con una sonrisita burlona en los labios.

—Tu gente le asesinó, y espero una compensación —replicó secamente Tulan—. Era uno de mis mejores luchadores, de octavo nivel como mínimo, y veinte luchadores tuyos cayeron sobre él... Ni siquiera hemos podido encontrar un fragmento de su cuerpo.

Tulan se volvió hacia Zarel y le fulminó con la mirada.

—Te preocupas mucho por las reglas del

oquorak —siguió diciendo—, y en cambio estás dispuesto a pasar por alto algo tan grave como el que uno de mis mejores luchadores fuera cobardemente atacado y asesinado.

—Estaba en nuestra propiedad —replicó Kirlen—. Venció con engaños a uno de mis luchadores del noveno nivel, y hay algo todavía peor: la bolsa de ese hombre ha sido robada.

—Suponiendo que a ese luchador tuyo se le pueda seguir llamando hombre después de lo que le hizo el tuerto, claro —dijo Tulan, y soltó una risilla.

—¡Quiero una compensación, maldito seas! —rugió Kirlen—. Mi Casa ha sufrido graves daños. Cuatro hombres y una mujer han muerto, están malheridos o han sido sencillamente devorados, por lo que no pueden ser revividos mediante ningún hechizo, y además tengo a una veintena de heridos. Ah, y también han desaparecido casi doce bolsas, incluida la de Naru, uno de mis mejores luchadores.

—¡Fuiste tú quien lo provocó todo! —gritó Tulan con irritación, y golpeó la mesa con su robusto puño—. Mis bajas ascienden a ocho muertos y treinta heridos, por no hablar de las bolsas perdidas... ¡Quiero una compensación, o juro por el Eterno que tu Casa arderá hasta los cimientos!

—¡Los dos quedáis sometidos a interdicto! —gritó Zarel.

Los dos Maestres de Casa volvieron la cabeza hacia el Gran Maestre y le contemplaron sin inmutarse.

—Nadie pondrá los pies en la calle hasta el comienzo del Festival —siguió diciendo Zarel—. Cualquier persona que salga de vuestras Casas será arrestada y despojada de sus hechizos, y no podrá tomar parte en el Festival.

—Intenta quedarte con los hechizos de mi gente y tendrás una guerra entre manos —replicó secamente Kirlen.

Tulan se apresuró a asentir como si la Maestre de la Casa Marrón fuese su más íntima amiga y estuviera siendo atacada.

—Nos retiraremos del Festival —anunció.

Kirlen volvió la mirada hacia su enemigo, y los dos asintieron.

—Si te declaramos el boicot, no tendrás tu Festival y entonces no ganarás ni una moneda de cobre con las apuestas —dijo.

Tulan contempló al Gran Maestre, chasqueó los dedos y se echó a reír.

La mirada de Zarel fue del uno al otro. Estaba tan perplejo y enfurecido que durante un momento sólo fue capaz de balbucear, y contempló con incredulidad cómo Tulan y Kirlen se acercaban un poco el uno al otro igual que si acabaran de olvidar todos sus odios del pasado.

—Salid de aquí ahora mismo, y os juro que si se produce otro incidente...—logró decir por fin—. ¡Bueno, en ese caso mis hombres recibirán órdenes de tirar a matar! ¡Fuera!

Los dos Maestres salieron de la habitación juntos, aunque empezaron a intercambiar feroces recriminaciones apenas hubieron cruzado el umbral.

Zarel les vio alejarse. Fue hasta su escritorio con el rostro púrpura a causa de la ira, cogió una campanilla y la agitó. Unos segundos después una diminuta silueta encorvada apareció en el hueco de la puerta, que todavía estaba abierta.

—Entra, maldito seas —ordenó Zarel.

Uriah entró caminando muy despacio y con la cabeza gacha.

—Anoche fuiste a ver a Tulan, ¿no? —preguntó Zarel.

—Tal como me habíais ordenado, mi señor.

—¿Y bien?

—Le ofrecí cien monedas de oro por la cabeza del Tuerto. También le dije que ni siquiera tenía que entregarlo personalmente, ya que bastaría con que le hiciera salir por la puerta principal de la Casa después de que hubiera anochecido, y que entonces nosotros nos encargaríamos de todo lo demás.

—¿Y cuál fue su respuesta?

—Se echó a reír y me dijo que me fuera.

—Sí, pero... ¿Parecía dispuesto a aceptar la oferta?

Uriah asintió.

—Creo que estaba pensando en aceptarla —dijo después.

—Bien, ¿y qué ocurrió esta mañana?

—Tuvo que escabullirse por alguna entrada secreta, mi señor. Ya sabéis que abren otra entrada secreta apenas hemos descubierto una. Debajo de la Casa hay todo un laberinto de túneles y es imposible mantener vigilados todos los pasadizos que conocemos, por no hablar ya de aquellos cuya existencia nos es desconocida.

—¿Y qué más averiguaste?

—He hecho algunas investigaciones. El Barón de Gish llegará la noche anterior al Festival, y me aseguraré de que se le pregunte si conoce algún luchador que afirme venir de sus tierras. Lo único que sabemos sobre el luchador tuerto es que llegó a la ciudad hace dos noches, que luchó con un hombre de la Casa Naranja y que le mató, que luego desapareció en compañía de un ladrón de bolsas, y que apareció delante de la puerta de la Casa de Kestha a la mañana siguiente.

Zarel guardó silencio durante un momento.

—Ese ladrón del que has hablado... ¿Sabemos quién es? —preguntó por fin.

—Su nombre de la calle es Hammen, y es uno de los jefes de las hermandades que controlan el vicio y el crimen en la ciudad. Está muy bien considerado y tiene bastantes conexiones.

—Pero resulta obvio que no está lo suficientemente bien considerado como para que no pudieses encontrar un traidor dispuesto a informar acerca de él.

—El dinero siempre sabe cómo convencer a esa clase de gentes.

—¿Y cómo llegaron a conocerse el luchador tuerto y ese tal Hammen? —El ladrón de bolsas estaba ejerciendo las funciones de maestre del combate.

Zarel dejó escapar una maldición ahogada, irritado ante lo que era una clara infracción de sus derechos aunque hubiera sido cometida por una rata callejera que sólo había ganado unas cuantas monedas de cobre con ella. Dirigir las peleas era prerrogativa exclusiva del Gran Maestre, y el papel de maestre del combate era una posición muy honrada incluso en los tiempos de Kuthuman y anteriores a él..., ¡y Zarel acababa de enterarse de que incluso los ladrones de bolsas se arrogaban aquel derecho!

—¿Dónde están ahora? —preguntó.

—Fueron vistos por última vez durante la batalla de esta mañana y después desaparecieron, al igual que la benalita —le explicó Uriah—. Se cree que los tres perecieron durante la batalla, y que sus restos fueron devorados o que acabaron desintegrados.

—Que los tres mueran y desaparezcan de esa manera resulta una coincidencia realmente excesiva —dijo Zarel en voz baja y suave—. Quiero que se lleven a cabo nuevas investigaciones. Empieza con ese ladrón de bolsas... Envía a unos cuantos guerreros y luchadores para que le sigan la pista hasta su guarida. Debe de tener cómplices, ¿no? Utiliza los métodos habituales.

—Sí, mi señor —murmuró Uriah.

—Y no lo olvides, Uriah: o el luchador de la Casa Gris o tú conoceréis al Caminante para disfrutar de las diversiones muy especiales que puede ofrecer, así que haz bien tu trabajo. Cierra la puerta cuando salgas.

Uriah salió temblando de la habitación.

Zarel permaneció inmóvil y en silencio durante unos momentos, y acabó bajando la mirada hacia sus regordetas manos, que estaban cruzadas sobre su más que considerable estómago.

¿Qué hacer?

Aquella mañana había vuelto a experimentar la peculiar sensación del presentimiento. Ya le había llenado de un terrible apremio cuando sus ojos se posaron por primera vez sobre el tuerto, y aquella mañana había vuelto a surgir cuando entró en la Plaza para poner fin a los combates. Había tenido la sensación de que algo espantoso se mantenía al acecho, y durante un momento había creído descubrir qué era..., y la sensación se había esfumado de repente.

El Festival estaba a punto de empezar, y había demasiadas cosas que estaban yendo terriblemente mal. Zarel pensó que la tensión se había estado acumulando durante años. Cuando Kuthuman era Gran Maestre, y especialmente durante los últimos años de sus esfuerzos por atravesar el velo entre los mundos, todos habían vivido bajo la negra sombra del miedo a Kuthuman y a su poder. Después de que Kuthuman se hubiera convertido en un Caminante todos habían seguido temiéndole con un miedo todavía más intenso que antes, y eso a pesar de que sólo estaba presente entre ellos durante un día al año. El viejo equilibrio de poder entre las Casas de luchadores y el Gran Maestre había sido meticulosamente calculado, y después había sido mantenido con una enorme presión y delicadeza. El Gran Maestre no disponía de un poder lo bastante grande como para igualar el poderío combinado de las cuatro Casas, pero la misma naturaleza de la competición incesante que mantenían hacía que las cuatro Casas nunca llegaran a unirse contra él. A su vez, el Gran Maestre había mantenido una apariencia de orden en las tierras para que el maná pudiera seguir creciendo, y había impedido que el caos se adueñara de ellas.

Y todo eso estaba cambiando con gran rapidez. Las Casas competían de una forma cada vez más abierta y feroz entre ellas, y el Gran Maestre tenía que enfrentarse a desafíos cada vez más considerables. Zarel ya se había dado cuenta de que la misma naturaleza del sistema que había creado, así como el encarnizamiento cada vez mayor del Festival que saciaba a la turba y generaba todavía más apuestas, estaba ayudando a que el cambio se acelerase progresivamente. Pero el creciente número de muertes que se producían sobre la arena también servía para limitar el poderío de las Casas, ya que cada año perdían más luchadores en los combates y eso iba sirviendo para que su fortaleza se viera continuamente minada.

Además, también estaba el otro sueño oscuro, el de que pudiera ir acumulando poco a poco su propio maná, y de que mediante ese proceso por fin llegara el día en que podría hacer lo mismo que había hecho Kuthuman y convertirse en un Caminante por derecho propio. Ése era el secreto oscuro, pues Zarel sabía con una terrible certeza que si Kuthuman llegaba a comprender esa parte de su plan acabaría inmediatamente con él y le sustituiría por un nuevo Gran Maestre. Era un juego enloquecedor de planes dentro de otros planes que abarcaba el intento de conseguir un equilibrio increíblemente difícil, el hacer que los Maestres de las Casas no sospecharan nada, reunir el tributo de maná para el Gran Maestre y, por encima de todo lo demás, el seguir con vida.

Zarel ya había comprendido que aquel luchador tuerto se había convertido en la carta impredecible de la baraja cuya presencia podía alterar todo el curso de la partida. Era un grave problema al que debería enfrentarse sin más tardanza.

Sólo el pensarlo ya le llenaba de terror, pero Zarel sabía que tendría que llamar a Kuthuman y contarle todo lo ocurrido aunque sólo fuese como mera precaución, y conformarse con albergar la esperanza de que el Caminante tal vez conociera las respuestas a las preguntas que se estaba haciendo.

Dejó escapar un suspiro, se puso en pie, cruzó la habitación y se detuvo delante de lo que parecía un muro cubierto de paneles de madera. Alzó la mano y el muro se deslizó a un lado, revelando una pequeña estancia. Zarel fue hasta el centro de la habitación y entró en un círculo dorado que relucía en un agudo contraste con la roca negro azabache a pesar de que no había ninguna antorcha o lámpara. La puerta oculta se cerró detrás de Zarel. Bajó la cabeza, deslizó la mano dentro de su bolsa y aferró los paquetitos de maná de todos los colores del arco iris. Haces de luz empezaron a girar y arremolinarse a su alrededor, y se fueron retorciendo hasta formar un cono que envolvió a Zarel y subió hacia el techo.

Esperó en silencio durante largos minutos con los ojos cerrados para protegerlos del resplandor de aquella claridad ultraterrena que bañaba su cuerpo. Por fin sintió la aproximación de la presencia, como si fuese una avalancha que se precipitaba por la ladera de una montaña. Zarel Ewine, Gran Maestre de la Arena y Noble Barón de la Ciudad de Kush, cayó de rodillas.

El Caminante estaba inmóvil ante él.

—¿Por qué me has llamado? —susurró, y su voz estaba impregnada de irritación y de lo que podía ser rabia—. Aún faltan tres días para que empiece el Festival, y tengo otros muchos asuntos de los que ocuparme en estos momentos.

—Era necesario, mi señor —murmuró Zarel.

—No sois más que uno entre cien dominios, uno en un centenar de planos de existencia. Tengo cosas más importantes que hacer que perder el tiempo presenciando cómo te humillas ante mí... Espero por tu bien que no me hayas llamado por cualquier estupidez.

—Creo que es algo realmente serio.

—Entonces habla, y deprisa.

Zarel se apresuró a contarle la historia de Garth el Tuerto y de los combates que parecían seguirle allí donde fuese.

—Los informes afirman que ha muerto, pero yo no lo creo. Pienso que sigue vivo —concluyó en cuanto hubo terminado.

—Pues entonces búscale —replicó el Caminante—. ¿Por qué me has molestado? No esperarás que me dedique a seguir la pista de ese insecto hasta dar con él, ¿verdad?

—No, mi gran señor. Pero hay algo que me preocupa.

—Habla pues, maldito seas.

—Hay algo oculto detrás de ese hombre. No sé qué es, pero está allí. Durante un breve instante creí verle en la confusión de los disturbios, pero después ya no estaba allí y seguí mi camino. Si estoy en lo cierto y el luchador tuerto realmente se encontraba allí, eso quiere decir que posee grandes poderes. He pensado en todo esto durante mucho tiempo hasta que por fin vi claramente la conexión. Hace mucho tiempo había una persona que podía utilizar un hechizo similar..., y vos ya sabéis de quién estoy hablando.

Zarel percibió un breve instante de vacilación en el Caminante.

—¡En ese caso, encuéntrale! —le ordenó por fin.

—Bueno, gran señor, yo había pensado que...

—Encuentra a ese hombre inmediatamente y mátale. No puedo perder el tiempo con esto... Tengo otras muchas preocupaciones fuera de tu miserable plano de existencia. Volveré para el Festival, y espero que todo haya quedado resuelto cuando regrese.

—Mi gran señor...

Pero la presencia ya se había esfumado y Zarel percibió que había una gran premura en su partida, como si mientras hablaban se hubiera estado desarrollando alguna lucha inimaginable y el Caminante no pudiera perder ni un momento más en lo que para él no era más que un asunto trivial.

Zarel estaba agotado. Se dejó caer en el centro del círculo y abrió los ojos. La única luz existente en la habitación era la que procedía del círculo dorado dentro del que se hallaba. Sólo había tenido breves atisbos de los reinos de su dueño y señor, el Caminante, y sabía que, como todo el universo, eran un dominio de guerra y contiendas libradas contra otros seres dotados de los poderes más inmensos. Los vislumbres habían resultado pavorosos por el terror que contenían, y sin embargo también eran extrañamente seductores en su poder, pues si sobrevivía durante el tiempo suficiente un luchador podía llegar a ver el día en que se convertiría en un Caminante. Podía llegar a ser capaz de saltar más allá de la miríada de planos de existencia. Cuando tuviera acceso a esos reinos podría ir obteniendo maná en cantidades jamás soñadas anteriormente, acumulando un auténtico tesoro de aquel cimiento sobre el que basaba el poder de todos los hechizos y artefactos mágicos. De hecho, si lograba tener acceso a esos dominios podría convertirse en inmortal y existir durante eones incontables hasta que acabara sucumbiendo ante otro Caminante que por fin consiguiera robarle su maná. La cantidad de maná existente en el reino de los planos era limitada, a pesar de que se rumoreaba que éstos eran incontables, y la consecuencia de ello era que un Caminante nunca deseaba ver surgir nuevos rivales.

Zarel suspiró. El sueño de la inmortalidad resultaba terriblemente seductor, desde luego. Poder utilizar la magia le había otorgado la capacidad de prolongar su vida de una manera muy significativa, hasta un milenio o más. Pero cada prolongación de la existencia tenía un precio, y se iba envejeciendo lentamente hasta que llegaba un momento en que el poder de prolongar la vida no era más que un acto de locura llevado a cabo por seres estupidizados y sumidos en la senilidad, criaturas patéticas que ya no podían hacer nada aparte de permanecer sentados entre las negras sombras mientras flotaban a la deriva por un mundo de sueños imposibles.

Su enemiga más implacable, Kirlen de la Casa Marrón, ya se estaba convirtiendo en una persona así: la muerte la aterrorizaba, y la espera final le resultaba igualmente aterradora. Zarel sabía que Kirlen soñaba con destruirle y con llegar a ser Gran Maestre y acumular el poder suficiente para tratar de obtener la inmortalidad. Le bastaba con pensar en ella y en su incesante afán de urdir conspiraciones para sentir el deseo de encontrar un medio de acabar discretamente con Kirlen.

¿Qué podía llegar a hacer Kirlen con Garth el Tuerto, y qué planes tenía ese misterioso luchador? Pues resultaba obvio que debía de tener un plan...

El tuerto seguía vivo y tenía que ser encontrado. Estaba claro que su presencia suponía un serio peligro para el orden de cosas existente. Y si el orden de cosas existente se veía alterado, entonces el Caminante empezaría a inquietarse. Si llegaba a preocuparse lo suficiente, siempre podía buscar un nuevo Gran Maestre, y Zarel comprendió con una aterradora claridad que debía encontrar a Garth el Tuerto antes de que Kirlen diera con él.

—Entra.

Garth el Tuerto entró en el despacho de Jimak Ravelth, el Maestre de la Casa de Ingkara. El Maestre de la Casa alzó la mirada hacia él, y su rostro flaco y anguloso pareció quedar cincelado por el resplandor parpadeante de la única lámpara que ardía sobre la mesa detrás de la que se hallaba sentado. El escritorio estaba repleto de objetos brillantes, y cuando estuvo un poco más cerca Garth pudo ver que había montones de monedas de oro, esmeraldas, rubíes rojos como la sangre, ópalos tan grandes como ojos de gato, diamantes multifacetados que parecían estallar en deslumbrantes explosiones de luz y artefactos astutamente labrados en metales que no eran conocidos dentro de aquel plano de existencia.

Jimak le miró y sonrió, y sus labios exangües se tensaron haciendo que su rostro pareciese una calavera.

—Mis juguetes... —dijo en voz baja y suave, y movió una mano indicando a Garth que se aproximase para poder admirarlos.

El gesto parecía amistoso, pero al acercarse Garth pudo sentir cómo una barrera invisible e impalpable se levantaba ante él, y vio cómo Jimak se inclinaba levemente hacia adelante, como si se dispusiera a lanzar su cuerpo sobre sus posesiones para protegerlas de las miradas lascivas de otros ojos que no fuesen los suyos.

Garth recorrió el escritorio con la vista, deteniendo su mirada durante un momento en los artefactos, y después se encogió de hombros como si lo que había ante él no fueran más que baratijas patéticas que un mendigo estuviese intentando venderle a cambio de unas cuantas monedas de cobre.

—No me interesan —dijo sin inmutarse.

—Eso es lo que algunos podrían decir mientras hacían planes para robármelos —replicó secamente Jimak.

—Estoy interesado en otras cosas.

—¿Como cuáles?

—Como el poder y la venganza.

—Y las dos cosas pueden proporcionarte oro.

—No —dijo Garth con voz gélida—. El pago que busco debe hacerse aquí —añadió, y se señaló el corazón con un puño.

—Tiene algo que ver con el ojo, ¿no? —preguntó Jimak, y se lamió sus labios exangües con una lengua igualmente pálida.

Garth levantó el parche negro que cubría el agujero donde había estado su ojo y Jimak, dominado por una perversa curiosidad, alzó la lámpara para inspeccionarlo con atención mientras su respiración se volvía rápida y entrecortada.

—Parece como si te lo hubieran sacado con un cuchillo, ¿eh? —acabó murmurando—. No creo que lo perdieras en un combate... Desagradable, muy desagradable.

Jimak volvió a lamerse los labios.

Garth se bajó el parche.

—Es muy útil con las mujeres —dijo secamente—. Siempre retroceden en cuanto lo ven.

—Mujeres... ¿Quién necesita a las mujeres cuando tiene esto? —preguntó Jimak, cogiendo un rubí y acariciándolo con sus manos parecidas a garras.

—La herida me ha dolido durante cinco años, y he pasado cinco años yéndome a dormir cada noche con el recuerdo del dolor en mi mente. Llevo cinco años despertando cada amanecer con una agonía de dolor ardiendo en la cuenca del ojo que perdí.

—¿Quién fue?

Garth titubeó durante un instante.

—Vamos... —insistió Jimak.

—El Gran Maestre y Leonovit, el primo de Kirlen, Maestre de Bolk —acabó respondiendo Garth.

Jimak dejó escapar una risita ahogada.

—Vaya, vaya... —dijo sonriendo—. Así que nuestra venganza apunta muy arriba, ¿eh?

—Ocurrió hace cinco años, varias lunas después del Festival —le explicó Garth—. Leonovit y yo luchamos porque él había tomado a mi hermana contra su voluntad, y varios esbirros suyos me atacaron por la espalda cuando por fin estaba empezando a vencerle. Fui llevado ante el Gran Maestre y se me acusó de haber quebrantado la paz, y como castigo me sacaron el ojo. Después me despojaron de mi bolsa y me exilaron.

—Así que ahora has vuelto para vengarte...

—Algo así.

—¿Y por qué nadie se acuerda de ti? Naru lleva décadas sirviendo a la Casa de Bolk.

—¿Te acuerdas del número de luchadores de primer nivel que son

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