Arena

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Capítulo 7

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Garth se metió en un callejón lateral y procuró no hacer ruido mientras veía pasar a una patrulla de la Guardia cuyas antorchas proyectaron sombras temblorosas sobre el suelo y las paredes.

—Bien, ¿y qué ha ocurrido esta vez? —murmuró Hammen.

—Hacía demasiado calor y empezaba a asfixiarme ahí dentro, nada más.

—¿Qué tal estuvo?

—¿A qué o a quién te refieres?

—Ya sabes a quién me refiero.

—Prefiero no hablar de ello.

—Prefiero no hablar de ello... —masculló Hammen—. Soy demasiado viejo para este tipo de cosas, no me deja mirar y encima ahora me viene con que prefiere no hablar de ello.

Garth volvió a salir a la calle, se subió el capuchón de su capa procurando que le ocultara el rostro lo mejor posible y se unió al incesante fluir del gentío que deambulaba por una de las cinco grandes avenidas de la ciudad. Sólo faltaban dos noches para que empezara el Festival, y la atmósfera ya estaba cargada de una excitación electrizante que iría aumentando a medida que la ciudad se llenara a rebosar de visitantes que vendrían de los campos y de pueblos tan alejados como Yulin y Equitar, que se encontraban a quinientas leguas de distancia.

Además de ser la prueba definitiva para todos los luchadores de las Tierras del Oeste, el Festival también era una época de mercado. Los comerciantes llegaban cargados con sus artículos y sus cuadernos de encargos. No eran simplemente buhoneros que traían las mercancías que podían cargar sobre un caballo o una mula para venderlas en la ciudad, sino que se trataba de los propietarios de los grandes consorcios mercantiles que controlaban gigantescas caravanas, almacenes, carabelas y galeones. Acudían a la ciudad no sólo para vender sus mercancías y obtener nuevos encargos, sino también para escoger a los luchadores que necesitarían para proteger sus empresas y crear dificultades a las de sus rivales.

Los que se ganaban la vida entreteniendo a los demás también acudían al Festival, por lo que las calles se llenaban de malabaristas, cantantes, músicos y actores. Veintenas de

hanin entraban también en la ciudad a pesar de la prohibición del Gran Maestre, con la esperanza de que alguien se fijara en ellos y de que eso les permitiera obtener el preciado derecho a lucir un color antes de que les mataran. Los visitantes más importantes de todos los que venían para el Festival eran los príncipes, barones, duques y señores que presenciaban los combates y pujaban por los contratos del año siguiente. La Paz de la Tierra también se iniciaba con el primer día de la luna y duraría hasta el último día del mes, lo que les permitía prepararse para la estación de las guerras que seguiría a ella, que se librarían durante el período de tiempo que se extendía entre el Festival y el comienzo del invierno.

Garth vagabundeó por la calle y se detuvo para contemplar a un grupo de malabaristas, uno de los cuales debía de ser un

hanin capaz de controlar un hechizo, pues las bolas con las que hacía malabarismos se convirtieron súbitamente en serpientes cuando subieron por los aires, donde sisearon y agitaron sus cascabeles hasta que volvieron a convertirse en bolas al descender. La multitud contemplaba el número de prestidigitación con expresiones apreciativas y desde una distancia prudencial. Algunos espectadores no paraban de burlarse del malabarista que sospechaban era un

hanin, con la esperanza de romper su concentración y conseguir que acabara pillando al vuelo una serpiente venenosa, lo cual les proporcionaría un espectáculo mucho más divertido.

Garth siguió andando, y enseguida se dio cuenta de que todas las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor se centraban en el Festival. Las hojas de apuestas se imprimían por decenas de millares, y cualquiera podía comprar una a cambio de unas cuantas monedas de cobre. Cada hoja contenía los efectivos de todas las Casas, y utilizaba un código arcano para describir al luchador, su historial y su adiestrador, los hechizos que se creía que poseía y, lo más importante de todo, las victorias y derrotas que había obtenido en Festivales anteriores.

Incluso había hojas para los analfabetos, mucho más vendidas que las escritas, llenas de símbolos en código y marcas junto con guías para apostar que detallaban las probabilidades en los combates que habían sido librados por luchadores de los niveles superiores.

La calle vibraba con los ecos de las discusiones, algunas de las cuales se iban volviendo tan apasionadas que acababan llegando al extremo de ser libradas con los puños y las dagas desenvainadas mientras el gentío defendía a sus luchadores favoritos.

—El entusiasmo con el que la turba sigue el Festival nunca dejará de sorprenderme —dijo Hammen mientras esquivaban a dos mujeres ya bastante mayores que rodaban por el suelo mientras intercambiaban puñetazos—. Apenas tienen comida suficiente para seguir con vida. Los impuestos del Gran Maestre y los de los príncipes de las tierras de los alrededores llegan a magnitudes ruinosas porque tienen que pagar a los luchadores con lo que recaudan, y sin embargo... Bueno, ¿crees que se dan cuenta de ello?

Garth bajó la mirada hacia Hammen.

—Cuando te vi por primera vez, tú también parecías estarlo pasando en grande —dijo.

—Estaba sobreviviendo, y no me interrumpas cuando hablo —replicó Hammen—. Bien, como te estaba diciendo, sus mentes son incapaces de concebir cualquier pensamiento que vaya mucho más allá del sitio de donde saldrá su próxima comida y qué mano usarán para limpiarse el trasero. Aparte de eso no existe nada más que les importe, y lo peor es que no quieren pensar en nada más. Y sin embargo, cuando se trata de la arena... Oh, entonces son capaces de recitarte sin pestañear el linaje, el adiestrador, el nivel, las victorias y los hechizos de prácticamente cada condenado luchador de cualquiera de los cuatro colores; y los luchadores vivís más tiempo que nosotros, por lo que estamos hablando de historiales que a veces abarcan cuatrocientos años. Esas dos viejas arpías que se estaban peleando en la cuneta probablemente ya tenían sus favoritos cuando todavía llevaban pañales, y han estado siguiendo sus carreras durante toda su vida. Ah, pero... ¿Os importa eso a los luchadores?

—¿Se supone que ha de importarnos?

—Como ya te dije antes, muchacho, deberías cerrar la boca y escucharme con mucha atención, porque hoy me apetece soltar discursos. La gran mayoría de luchadores que he conocido serían capaces de aplastar a un campesino tan tranquilamente como aplastarían a un insecto..., especialmente aquellos que llevan maná rojo o negro dentro de sus bolsas. Usar esas masas de maná para concentrar sus conexiones psíquicas les proporciona poderes que resultan tan oscuros como cuasidivinos si se los compara con un campesino maloliente que sólo puede luchar con sus manos.

—Yo tengo algunos de esos poderes a los que te refieres.

—Lo sé, y es algo que me pone bastante nervioso. Pero como te estaba diciendo, la inmensa mayoría de luchadores son meras sanguijuelas. Viven como si fueran reyes en sus Casas, y se contratan para servir a nobles o comerciantes que pueden pagar sus servicios. Y mientras trabajan para ellos también viven como si fueran reyes, claro... Luchan, y si se enfrentan a quienes carecen del poder, entonces suelen matar a sus adversarios sin inmutarse. Si te enfrentas a otro luchador, normalmente lo que haces es perder un hechizo y olvidarte del asunto, y luego vas a ver a quien te paga y le dices que tu maná no ha estado muy bien ese día. Os pasáis la vida librando combates de lo más aparatoso, y en un año entero sólo mueren media docena de luchadores. La sangre sólo empieza a correr durante el Festival, e incluso entonces casi todo lo que se ve es puro teatro. A la inmensa mayoría de vosotros os importa un comino todo lo que no sea vuestro bienestar, y todos sois tan condenadamente altivos y orgullosos sólo porque un azar de vuestro nacimiento os trajo a este plano con la capacidad de controlar la magia. En cuanto al resto de nosotros, pasamos toda la vida en la suciedad y la miseria porque tenemos que manteneros.

—¿Eso va por mí?

—Si quieres que te sea sincero, amo... —murmuró Hammen—. Bueno, la verdad es que hay algunos momentos en los que no estoy muy seguro de si debo hacer una excepción contigo o no. Y los luchadores del Gran Maestre son todavía peores —siguió diciendo—. Son reclutados para servirle y pasan el resto de su vida teniendo al Gran Maestre como jefe y patrono. Están allí por una sola razón: su presencia sirve para poner nerviosa a la turba, a los príncipes rivales y a las otras Casas. Son todavía peores que las sanguijuelas de las Casas... Son parásitos que nos van royendo por dentro. Los luchadores de las Casas por lo menos llevan poco tiempo corrompidos, ya que hubo una época en la que prestaban un servicio a la gente. Pero los que sirven al Gran Maestre... Bueno, esos luchadores son más despreciables que un montón de excrementos de serpiente que se han ido secando en una rodada de carro.

Garth soltó una risita ahogada ante la ira de Hammen, se detuvo un momento delante de un puesto de fruta y volvió con dos granadas. Arrojó una a Hammen y siguió andando. Mientras comía la deliciosa fruta con gran fruición se aseguró de que su capuchón seguía ocultando su rostro, dándole un aspecto muy parecido al de un derviche santo de la orden muroniana. Los muronianos se ganaban la vida repartiendo panfletos en los que aseguraban que todo el universo estaba condenado y, en general, irritando al resto del mundo hasta tal extremo que algunas personas deseaban ver llegar el fin del universo sólo para poder quedar libres de ellos.

Unos cuantos guerreros de la guardia de la ciudad aflojaron el paso al acercarse a Garth, como si le hubieran reconocido. Garth metió la mano en un bolsillo como si se dispusiera a sacar un panfleto muroniano, y los guerreros se fueron a toda prisa.

—Me encanta este disfraz —dijo.

—Sigo pensando que cometes una locura al pasearte por la ciudad de esta manera —replicó Hammen—. Sería mucho mejor quedarse en la Casa... Apostaría a que a Varena le encantaría compartir la cama contigo esta noche, y estoy tan seguro de ello que me jugaría todo el dinero que hemos ganado hasta el momento.

—Quiero ver algunas cosas —dijo distraídamente Garth mientras arrojaba al suelo la piel de la granada.

Un clarín sonó de repente al final de la calle, y la multitud abrió paso a una columna de jinetes que avanzó por el centro de la calzada agitando sus fustas de un lado a otro para despejar un camino. Detrás de ellos venía un apuesto principito que contemplaba al populacho con altivo desdén desde la ventana de su carruaje. Cuando pasó junto a ellos, Hammen lanzó los restos de su granada con tanta puntería que éstos golpearon al príncipe en el centro de la nariz.

Hubo un aullido de protesta y los jinetes retrocedieron a toda prisa. Hammen se abrió paso hasta un lado de la calle riendo estruendosamente. El principito sacó la cabeza por el hueco de la ventana y empezó a rugir obscenidades con una voz estridente y quebradiza. Unos segundos después el carruaje fue bombardeado con un diluvio de basuras putrefactas y todos los objetos que había a mano para arrojar, y los guardias azotaron a los caballos haciendo que el carruaje siguiera avanzando calle arriba.

El incidente dejó a la multitud de muy buen humor, y todo el mundo se dedicó a maldecir entusiásticamente a la nobleza en general.

—Y ahora me dirás que no hay que llamar la atención, ¿eh? —siseó Garth.

—Bueno, ahí está el problema —replicó Hammen, y se rió—. Odian a esos bastardos, pero ni siquiera se dan cuenta de que al adorar a los luchadores lo único que hacen es reforzar el poder que esos bastardos tienen sobre ellos.

—Tengo entendido que hubo un tiempo en el que las Casas no eran tan malas —dijo Garth en voz baja y suave.

—Ah, la legendaria edad de oro, de plata o de lo que quiera llamarla la gente... Normalmente todos los recuerdos de los tiempos pasados son un montón de mentiras e invenciones. Las cosas nunca fueron mejor antes, y no irán mejor mañana.

—Eres todo un optimista, ¿eh?

—Eso es. Aunque... Sí, tal vez hubo un tiempo en el que las cosas iban un poco mejor... Antes del último Gran Maestre, ¿sabes? Cuando todavía existía la quinta Casa, Oor-tael, que utilizaba más maná de las islas y del bosque. Los luchadores de esa Casa estaban obligados a dedicar una parte de su tiempo a servir a quienes no pertenecían a las clases de los nobles y los comerciantes. Tenían que emprender peregrinaciones, y estaban obligados a vagar de un lado a otro como parte de su aprendizaje y adiestramiento, y también debían ayudar a los pobres con sus capacidades. Además, se esperaba que siguieran haciéndolo durante un año de cada tres incluso después de haber alcanzado el máximo nivel... Y las otras Casas acabaron odiándoles por ello.

—¿Fue ésa la única razón de que les odiaran?

—No sé. Yo sólo era un... —Hammen se calló—. Ya sabes que la antigua prohibición aún no ha sido derogada, ¿no?

—¿Y consiste en...?

—Sentencia de muerte para todo el que lleve el color Turquesa, ya sea luchador, guerrero, amante y... —Hammen hizo una pausa—, y hasta para el más bajo y vil de los sirvientes. También se castiga con la muerte a quien hable de ella o sospeche que alguien pertenece a la orden y no informe de ello.

—¿Y qué estabas a punto de decir?

Hammen alzó la mirada hacia Garth.

—Anoche te llamé Galin. ¿Lo recuerdas? —susurró.

—No, la verdad es que no —replicó Garth en voz baja.

—¿Sabes por qué lo hice?

—Debiste de confundirme con otra persona.

—Oh, amo... Cualquier persona que llevase el color Turquesa está muerta. Puede que algunos escaparan a la masacre, pero están muertos. Dejémoslo así, ¿de acuerdo? Los muertos no pueden volver a la vida, y la Casa Turquesa ha desaparecido para siempre.

Hammen se calló y contempló a Garth con visible recelo.

—Todas las manos de la ciudad y del reino se alzaron contra ellos, y el Gran Maestre pagó para que así fuese —siguió diciendo con un hilo de voz—. Pagó... Sí, pagó con decenas de millares de monedas de oro para que le trajeran a los pocos que escaparon de la masacre cuando su Casa fue asaltada durante la última noche del Festival en la ciudad. Si eran luchadores, les quitaron las bolsas y fueron empalados en la arena. ¿Y sabes qué hizo el populacho?

—No —dijo Garth, y su voz apenas era un susurro.

—Oh, puede que hubiera algunos a los que no les gustaba lo que estaban viendo —siguió diciendo Hammen—; pero había muchos, demasiados, que reían y lanzaban vítores y cruzaban apuestas sobre cuánto tardarían en morir los empalados... El populacho es así. Llevan tanto tiempo siendo alimentados con la sed de sangre, el Festival y el tener que arrastrarse ante el Caminante que ya nada les importa, y ni siquiera se dan cuenta de lo que les están haciendo. Hubo un tiempo en el que el Festival era un ritual privado, y por aquel entonces los luchadores se enfrentaban para medir sus habilidades sin que nadie presenciara los combates —Hammen hizo una pausa—. El Gran Maestre anterior construyó la arena y empezó a cambiar todo eso, y al populacho le encantó. Y después este Gran Maestre lo ha convertido en un espectáculo, en un deporte sangriento...

—¿Y por qué lo han permitido las Casas?

—Sigo sin estar seguro de si sencillamente eres estúpido o... Bueno, muchacho, la respuesta es el dinero, el dinero y otros sobornos. El Gran Maestre consiguió el apoyo de los Maestres de las Casas dándoles más dinero del que los luchadores muertos habrían ganado durante una docena de años de contratos. Los combates a muerte hicieron que el frenesí de las apuestas alcanzara extremos nunca vistos hasta entonces, y las cantidades apostadas pasaron de unas cuantas monedas de cobre por competición a los ahorros de toda una vida apostados en un solo combate. El Gran Maestre ha empobrecido al populacho con ello, e incluso a algunos de los príncipes. Echa un vistazo a esta ciudad... Se hunde en la miseria. ¿Por qué?

Garth intentó responder, pero Hammen se le adelantó.

—Porque el Gran Maestre está utilizando el dinero para obtener maná y poder para sí mismo —dijo—, y para conseguir fondos con los que obtener el maná que le exige el Caminante. Ésa es la excusa que emplea, naturalmente... Echa la culpa de todo lo que ocurre al Caminante, pero créeme cuando te aseguro que se guarda una buena parte para sí mismo. El antiguo papel de los luchadores ha sido olvidado ya hace mucho tiempo, y ahora sólo sirven para entretener a la multitud.

—Tú no lo has olvidado. ¿Por qué?

—Soy viejo —dijo Hammen en voz baja, y desvió la mirada—. No soy más que un viejo.

—Pero robas.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? El Gran Maestre ha convertido el robo en un pasatiempo de lo más honorable. Y de todas maneras, no hay nada más que pueda hacer para sobrevivir.

—¿Nada?

Hammen alzó la mirada hacia Garth y meneó la cabeza.

—Bien, ¿y qué fue de los que sobrevivieron? —preguntó Garth.

—¿A quiénes te refieres? —murmuró Hammen.

—A los supervivientes de la Casa Turquesa.

—No debes hablar de eso —replicó secamente Hammen—. Nunca hables de eso, ¿entendido? Si alguien te oye, eres hombre muerto.

—Si el Gran Maestre consigue ponerme las manos encima, no duraré mucho.

—Morir como Garth el Tuerto es una cosa, y morir como un sospechoso de pertenecer a la Casa Turquesa o incluso de ser partidario suyo es otra..., y muy distinta. Ah, y el populacho que tanto te quiere ahora te vendería en un momento a cambio del dinero que ganaría haciéndolo. En el campo, donde la Casa Turquesa era más fuerte... Bueno, allí las cosas no estaban tan mal y sospecho que tal vez estén un poco mejor que aquí. He oído decir que unos cuantos hombres y mujeres de las casas capitulares más alejadas lograron escapar.

Hammen suspiró.

—¿Qué pueden hacer los campesinos contra los guerreros y contra los otros luchadores? —siguió diciendo—. E incluso allí había muchos que estaban dispuestos a ayudar con informaciones, los suficientes para poder seguir la pista a los que habían huido... Cien monedas por un sirviente o una amante o compañera, quinientas por un guerrero, mil por un luchador. Esas sumas de dinero pueden seducir incluso a los mejores hombres.

—No a todos —replicó Garth en voz baja.

Hammen dejó escapar un resoplido y escupió.

—¿Sabes qué hacían cuando alguien caía en sus manos? —preguntó— ¿Sabes qué es lo primero que hacían en cuanto les parecía que ya le habían sacado toda la información posible? Le cortaban la lengua para que no pudiese hablar y contar la verdad sobre lo que estaba ocurriendo. Le cortaban la lengua a cualquier persona que diera cobijo a los fugitivos, o de la que se supiera que había hablado con ellos. Y ahora todos han desaparecido. Todos están muertos, o es preferible que se crea que están muertos... —susurró Hammen.

—Sigue habiendo rumores de que viven.

Hammen alzó la mirada hacia Garth con los ojos repentinamente llenos de una recelosa cautela.

—Podrían matarnos a los dos por lo que acabas de decir —siseó—. El mero hecho de decir que tal vez sigan vivos significa ser sentenciado a muerte. La mera sospecha de que sabes algo sobre todo eso o, peor aún, que conoces a alguien que... Bueno, eso también significa ser sentenciado a muerte.

Hammen permaneció en silencio durante unos momentos.

—¿Quién eres? —preguntó por fin.

—Soy Garth el Tuerto.

—¡Vuelve a tu casa, dondequiera que esté! —exclamó Hammen de repente—. Haces demasiadas preguntas... Si te quedas en la ciudad, no vivirás para ver el final del Festival.

—Tengo cosas que hacer.

—No merecen el que acabes así. Sean cuales sean, lo único que conseguirás es que te maten.

—No tienes por qué seguir a mi lado, Hammen. Puedes marcharte cuando te apetezca.

Hammen dejó escapar un aparatoso chorro de juramentos que duró un minuto entero.

—Muchas gracias, y ya sabes que no lo haré... —dijo por fin—. No ahora. Sabes que me tienes bien pillado, ¿eh? Es como si lo hubieras planeado así desde el principio, al igual que todo lo demás. Como si el que te tropezaras conmigo en el círculo que dibujé sobre el barro hubiera sido un encuentro meticulosamente planeado...

Garth rió y meneó la cabeza.

Siguieron caminando en silencio durante varios minutos que se hicieron muy largos mientras la multitud que se agitaba a su alrededor reía, armaba jaleo y discutía. Las hojas de apuestas que ya parecían estar por todas partes eran agitadas en el aire mientras dedos sucios las señalaban y sus propietarios comentaban a gritos los favoritos y sus probabilidades.

—¿Existe alguna razón por la que hayamos terminado viniendo aquí? —acabó preguntando Hammen, y movió la cabeza señalando una taberna y el gentío que se apelotonaba delante de ella para contemplar un duelo de

oquorak entre dos guerreros, uno de la Casa Marrón y el otro de la Casa Gris.

—Ninguna, salvo que da la casualidad de que hemos venido hasta aquí —replicó Garth.

—Y la de que fue aquí donde conociste a esa benalita.

Garth asintió y aflojó el paso para presenciar el combate, que terminó unos momentos después cuando el luchador Gris lanzó tres rápidos tajos, uno después de otro, que desgarraron el hombro del luchador Marrón.

El luchador Marrón retrocedió tambaleándose y pagó de mala gana la apuesta que había perdido mientras cortaban el trozo de cuerda que les unía y las monedas de cobre y plata pasaban de una mano a otra entre la multitud.

—¿Podrías hacerme un favor? —preguntó Garth de repente.

—¿Qué quieres ahora? —replicó Hammen.

—Encuéntrala. Creo que no me equivoco si doy por seguro que tienes contactos esparcidos por toda la ciudad, ¿no? No te costaría mucho dar con ella.

—Ya te he dicho que esa mujer sólo te creará problemas. Todas las benalitas son muy raras.

Garth sonrió.

—Creo que sé cuidar de mí mismo, Hammen —dijo—. Coge un par de monedas de oro, y si llega a ser necesario... Bueno, haz circular el dinero.

Hammen alzó la vista hacia él y le lanzó una mirada helada.

—No te preocupes —se apresuró a decir Garth—. Tu comisión seguirá intacta. Ah, y mientras intentas dar con ella, me gustaría que encontraras algún alojamiento, preferiblemente cerca de la Plaza... Tiene que ser un lugar seguro, ¿entendido?

—¿Estás pensando en un escondite o en un nidito para citas amorosas?

—Estoy pensando en lo primero que has dicho y... Bueno, ¿quién sabe? Tal vez también piense en lo otro.

Hammen soltó una risita.

—Ni lo sueñes, Garth —replicó—. Ya te he dicho que estás tratando con una benalita.

—No importa. Haz lo que te he dicho. Quizá necesitemos un sitio en el que poder desaparecer, y en ese caso nos resultaría muy útil.

—¿Qué quieres decir con ese «nos»? Yo puedo esfumarme cuando me dé la gana.

Garth bajó la mirada hacia Hammen y sonrió.

—Bueno, pues entonces sólo para mí —dijo.

Hammen maldijo y escupió en el suelo.

—De acuerdo, veré qué puedo encontrar —murmuró por fin.

Garth se volvió hacia el lugar en el que una parte del gentío estaba muy ocupada burlándose del luchador Marrón que acababa de ser derrotado en el duelo de

oquorak. Una ráfaga de viento barrió la calle haciendo que el capuchón de Garth se apartara de su cabeza durante un momento, y Garth se apresuró a levantarlo de nuevo para ocultar su rostro.

—Eh, ¿no te conozco?

Un mendigo fue hacia Garth con tambaleantes andares de borracho y alzó un dedo corto y rechoncho, primero hacia él y hacia Hammen después.

Garth empezó a girar sobre sí mismo para alejarse lo más deprisa posible.

—¡Lo sabía! —gritó el mendigo con voz triunfal y corrió hacia Garth—. Nunca olvido a un hombre que me ha hecho ganar una moneda de cobre. Eres el luchador tuerto.

Un instante después el nombre ya estaba abriéndose paso a través del gentío, que empezó a ir en pos de Garth.

—¡Tuerto, tuerto!

La multitud se arremolinó alrededor de Garth, y las manos se extendieron hacia él y le dieron palmaditas en la espalda. Voces pastosas le ofrecían copas de vino, mujeres y otros placeres.

—¿Qué color llevas ahora? ¿Lucharás en el Festival? ¿Cuál es tu hechizo favorito? Mi primo te vio luchar contra Naru... ¡Ganó cinco monedas de cobre apostando por ti!

Las peleas empezaron a surgir en la estela de la multitud cuando unos cuantos partidarios de otros luchadores expresaron opiniones poco favorables sobre el misterioso luchador tuerto.

—¡No cabe duda de que eres muy popular, pero creo que será mejor que salgamos de aquí! —gritó Hammen, intentando hacerse oír por encima del tumulto—. Ese guerrero Marrón se está yendo en dirección opuesta, y es muy probable que vaya a buscar a sus amigos.

Garth aflojó el paso hasta detenerse y la multitud se apelotonó a su alrededor, lanzando vítores y alargando las manos para agarrarle por la túnica o sencillamente para poder tocarle.

—Amigos, ya sabéis que el Gran Maestre me anda buscando —dijo—. Si seguís haciendo esto, la Guardia no tardará en venir.

—¡Una pelea! ¡Tengamos una pelea! —gritó alguien.

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