Arena

Arena


Prólogo: El final de una vida

Página 3 de 25

P

r

ó

l

o

g

o

E

l

f

i

n

a

l

d

e

u

n

a

v

i

d

a

Negrura.

Y luego, lentamente, un destello de luz. Su mente, que regresa dolorosamente de la inconsciencia para contemplar como un espectador más su propia muerte. Reflejos de metal en el canto afilado de espadas ensangrentadas.

La algarabía del público, una muchedumbre infinitamente lejana y ansiosa, llega hasta él como el rumor de un océano embravecido. Con la lánguida cadencia de una procesión de muertos, los sonidos regresan.

Algo choca contra su hombro y preludia un rugido: la voz de un amigo que le avisa, preparándole para la embestida. Los Engendros de Cobalto se lanzan sobre su barricada, prestos a destrozada con el ariete de su blindado de seis ruedas. Tristan —él se llama así… o eso cree— los ve venir, escucha el rugido de sus motores y cómo los filos de ataque de sus espolones cortan el aire ansiosos por probar su carne.

Y, en el último segundo, salta a cubierto.

El blindado embiste violentamente contra la empalizada y la hace volar por los aires, junto con algunos compañeros. El ariete frontal se deforma por la fuerza de contrarreacción de una mina oculta. El escudo de pavés de uno de sus compañeros del grupo Azul la había escondido de la vista del piloto hasta su detonación. Con destreza felina, el martinete de su grupo, un enorme bruto ataviado con una coraza espolonada, salta sobre la cabina del vehículo y clava su pica monofilamentada a través del techo. La sangre explota contra el parabrisas. El público chilla.

Tristan sacude la cabeza para despejarse y la realidad se carga en su cerebro como un programa de ordenador: el estadio, las inmensas gradas atestadas de gente que circundan una pista de varios kilómetros de diámetro. Millones de personas desgañitándose de placer al ver cómo su grupo favorito destroza o es destrozado. Cerca, un escuadrón de Cabezas de Santos pasa derrapando sobre las ruedas dentadas de sus motos, formando un anillo defensivo alrededor del blindado médico, tratando de ganar tiempo desesperadamente para que el robodoc sane a sus heridos. Sus enemigos locales, los Engendros, se lanzan sobre ellos disparándoles con ballestas automáticas.

El guerrero recuerda lo ocurrido hace escasos segundos, toda una eternidad en la Arena: el estampido de una granada y las vísceras salpicándole el rostro. Se mira para comprobar que todo está en su sitio, pero alguien o algo le golpea desde atrás. Probablemente un fragmento de metralla de algún combate cercano. Su casco no se agrieta, pero la cinética del golpe provoca una vibración en su cerebro que lo sumerge momentáneamente en la inconsciencia.

Ahora lo ve más claro. Le atacan. Quieren matarle, el público chilla exigiendo su muerte. Pero él no es como los demás, no se dará por vencido. Recoge su arma del suelo, una espada-sierra de doble cadena, y la pone en marcha. El motor ruge y expulsa vapores negros y contaminados. Tristan se gira, buscando el enemigo más próximo. Al principio del combate tenían un plan, como cualquier otro grupo. Pero ningún plan sobrevive más de diez minutos en la Arena; generalmente son las primeras víctimas de la contienda. Ahora todo se reduce a sobrevivir mientras el contador digital de la inmensa pantalla que corona el estadio alarga eternamente los segundos en una infernal caída hasta el límite de veinte horas.

Mira a su alrededor y no ve las insignias azules que distinguen a su equipo, las Espadas de Kyos. Se asusta —¿quién no?— y echa a correr. Ya llegará a alguna parte. Lo que bajo ninguna circunstancia puede permitirse es permanecer quieto. Los blancos inmóviles son presa segura para los sensores de puntería de los camiones asesinos. Echa a correr y grita algo al aire, a nadie en concreto, para que los que lo estén observando crean que se encuentra flanqueado por compañeros pendientes de sus movimientos. Lo peligroso de correr despavorido, él lo sabe, es acabar de repente en medio de una pelea que no es la suya, y que alguno de los bandos decida usado de escudo. La lucha en la Arena es así: las bandas tienden a permanecer unidas, todas alrededor de sus líderes y formando grupos muy compactos. Pero a una escasa hora del principio, esa civilizada forma de enfrentar el conflicto ya no existe. Sólo quedan las bestias, los hombres solitarios que luchan en pequeñas batallas aisladas sin saber lo que sucede más allá. Tristan lo sabe, y por eso corre.

Una vez, mucho tiempo atrás, su padre le había dado un consejo muy importante:

pase lo que pase, hagas lo que hagas, jamás dejes que tus piernas se congelen. Tristan no entendió en aquel momento lo que quería decir, pero lo supo dos años después, al cumplir los catorce, cuando su padre le dejó asistir por primera vez a la retransmisión de uno de los combates por la Telaraña. Con los ojos muy abiertos y muy marrones, el niño que había sido hasta entonces vio salir de los garajes a los diferentes grupos de luchadores con sus estandartes blasonados y sus nombres pintorescos: las Espadas Sanguinarias, los Carniceros Negros, las Hermanitas de la Inmundicia… estaban todos, sus héroes de la infancia, sus ídolos de juventud.

Uno de los novatos del grupo de los Carniceros, un joven de apenas su misma edad a quien nadie conocía, no pudo moverse cuando el Real Jurisconsulto declaró inaugurados los Juegos. Las ruedas giraron y los guerreros se lanzaron a ocupar sus posiciones, pero aquel chico no pudo obligar a sus piernas a que se movieran. La cámara, percibiendo que algo anormal ocurría, lo enfocó casi desde el principio, y se mantuvo con él en los largos minutos que tardó en atraer la atención de sus enemigos. Sus compañeros le daban empujones, trataban de hacerle reaccionar, pero estaban demasiado ocupados tratando de salvar sus propias vidas, y el muchacho pronto se quedó solo.

Tristan observó entonces el vaivén ascendente y descendente de su pecho, el leve temblor de la máscara de demonio cromado que sin duda ocultaba una expresión mucho menos agresiva, el sudor que empapaba el cuello de goma del casco y resbalaba en gotitas por sus hombreras.

La cámara fue acercándose a él hasta que sólo su cabeza fue visible, y entonces ésta desapareció, cercenada diestramente por la hoja de un contendiente anónimo. Tristan dio un respingo al recordarlo. Fue algo instantáneo: en un momento su cabeza estaba allí y al siguiente no. Ni siquiera hubo sonidos que ilustraran el golpe, sólo el sempiterno clamor de la multitud que vitoreaba o vilipendiaba las acciones más sangrientas en oleajes de fanatismo.

Jamás dejes que tus piernas se congelen. Qué sabio era su padre.

—¡Agacha la cabeza, imbécil!

La advertencia llega a tiempo. Tristan se tira al suelo pegándose tanto a él que siente todo su cuerpo en contacto con la arena. A escasos milímetros sobre su cabeza pasa un espolón giratorio de carro, dejando marcas serradas en la pintura de su casco. Levanta la vista y ve pasar las ruedas de un Camión Asesino, con su tráiler de cuatro ejes vomitando fuego y metralla sobre la pista. Quien le ha avisado es un amigo de su grupo de Espadas, La Sota. Hace un gesto de agradecimiento y se levanta de nuevo.

—¡Cuidado con esos Narices de Cerdo! ¡Todo el mundo a cubierto y preparados para una contra!

Tristan mira alrededor y ve que de repente se halla rodeado de compañeros. No sabe de dónde han salido ni le importa. Siguiendo las instrucciones del manual, elige un compañero y se coloca espalda contra espalda. Un grupo de Cerdos viene directo hacia ellos con las alabardas en ristre.

De repente, la configuración del suelo cambia. El estadio entra en modo de máxima inestabilidad y se alzan montañas y se horadan profundos valles en su superficie, un mosaico de torres hexagonales totalmente interactivo.

Los hombres tropiezan y caen. Una montaña nace bajo sus pies, y Tristan es lanzado al aire. Los enemigos de repente ven que tienen que sortear un farallón escalonado de columnas de seis esquinas para llegar hasta ellos, lo cual les da ventaja. En otras partes de la Arena, hay vehículos que no tienen tanta suerte: el suelo se hunde de repente delante de un blindado médico y él y el Camión que lo escolta se precipitan por un acantilado, girando frenéticamente en el aire y estallando en voluminosas bolas de fuego. El tráiler del Camión golpea las paredes del precipicio y se parte en dos con un estruendo, sepultando los restos del blindado bajo un amasijo de chatarra y cuerpos calcinados de tiradores.

Tristan hace un gesto de victoria con el puño, pero el alborozo se le congela en la cara cuando dirige la vista hacia los Cerdos: sus enemigos están siendo masacrados por algo mucho más peligroso. Sota le indica que se cubra y alguien lanza una granada fragmentaria al campo. Una explosión, fragmentos de algo blando y esponjoso. El último de los Cerdos cae atravesado por una enorme cuchilla monofilamentada y deja ver el corpachón negro del Robot Asesino.

Todos contienen levemente el aliento.

El Robot es un gigante de tres metros, delgado y con cuatro brazos acabados en un rosario de armas punzantes. Un único ojo radiante del color del fuego les contempla desde el interior de un búnker achatado donde debería estar su cabeza. Su blindado caparazón se contrae y adopta una configuración de cuatro patas para avanzar más rápido hacia ellos.

En ese momento, el paisaje decide volver a cambiar y alisarse. La montaña comienza a desaparecer.

—¡A todos los hombres, preparados para maniobra de concha! —grita Tristan por el intercomunicador del traje—. ¡Quiero que todo el mundo se despliegue en abanico, y ya!

Los hombres consideran juiciosa la orden y obedecen. Un oficial continúa la maniobra ladrando unas órdenes que él no escucha. Todos sus sentidos están reservados para el monstruo que se les viene encima galopando como una bestia mitológica.

Reza para que los instrumentos espía del Robot no hayan logrado descifrar el código en que van encriptados sus mensajes.

Entonces se fija en algo.

Los luchadores nunca miran hacia el público. Para ellos, éste es simplemente un murmullo constante al límite de su audición. Pero ahora Tristan se da cuenta: un destello violáceo, las prendas de una mujer que destacan extrañamente del resto, entre un mosaico de colores planos de cien metros de altura. Millones de personas contemplándoles, y él se fija curiosamente en ésa. Una chica… o un hombre de raras costumbres. En la grada nor-noroeste, la de las celebridades y ministros de las potencias que organizan los juegos, Seltsea, Vuldamarr, Xar y Palladys. Allí, bien protegida tras un escudo de cristal transparente capaz de resistir el impacto de un cañón balístico.

Vuelve a la realidad cuando el brazo cercenado de un compañero cruza volando por delante de su cara. Aún porta su escudo energético.

Tristan se concentra en la pelea y finta por escasos centímetros un golpe lateral. Cuatro compañeros están sobre el Robot, golpeándole, tratando de encontrar un punto débil en sus defensas. Dos sebaciara, gladiadores armados con mallas pulsátiles y tridentes de inyección cinética, lanzan sus redes sobre el monstruo, el cual las corta con sus extremidades como si fueran de papel. La Sota se lanza sobre él y lo monta, asiéndose peligrosamente con las piernas al torso mientras trata de incrustar su gladio dentado en la fina ranura del cuello de la bestia.

—¡Así se hace! —grita jubiloso Tristan, golpeando con errática furia las cuchillas del brazo izquierdo del Robot para entorpecer sus estocadas. De repente, el monstruo ejecuta un salto descomunal que lo aleja del grueso de los atacantes al menos veinte metros.

Sota está aún sobre él. Aterrorizado, intenta desasirse del corpachón metálico, pero una de sus botas ha quedado enredada en las pegajosas mallas imantadas de las redes pulsátiles. Sota grita pidiendo ayuda a amigos y enemigos; el Robot pelea solo, sin distinción de bandos, matando todo lo vivo. Todas las bandas rivales se han unido en ocasiones para deshacerse de tan peligrosos adversarios.

Pero el monstruo reacciona antes. Ni siquiera se gira para quitarse al hombre de encima. De su cuerpo de repente surge una espinosa selva de aristas afiladas, que atraviesan la armadura de Sota con insultante facilidad. Tristan y los demás escuchan los entrecortados gemidos de su compañero al ser múltiplemente atravesado por esas pequeñas espinas de cromo; su cuerpo cuelga inmóvil del Robot como una muñeca perforada por docenas de clavos.

Tristan grita, abre desproporcionadamente la boca para hacerlo, y corre con todas sus fuerzas hacia un extremo de la montaña que de nuevo vuelve a aparecer. De allí surge un carro de cuatro ruedas de los Cerdos, avanzando sin control mientras su conductor se desangra sobre el volante. Tristan sube a la grupa del corcel de doce cilindros y arroja fuera al moribundo tripulante. El Robot ve cómo enfila hacia él, acelerando y apuntándole con el espolón de proa, pero no hace nada.

Apretando los dientes, Tristan siente una furia indómita que paraliza sus sinapsis, abotarga sus pensamientos y hace rechinar sus dientes. Las prótesis de colmillos afilados que lleva engastadas en los alvéolos de las encías provocan cortes que hacen manar la sangre de su boca. Sus puños se cierran con fuerza sobre las palancas de control, y ordena al vehículo que embista a toda velocidad la masa coriácea del Robot. Tristan se descuelga por un lateral del vehículo, con medio cuerpo por fuera de éste y la irregular orografía del terreno vibrando bajo las ruedas.

Un segundo antes del letal encontronazo, salta del blindado. Rueda por el suelo dando muchas vueltas y escucha lejanamente el ruido de una explosión. Tristan sonríe, satisfecho, cuando se ha parado y trata de ponerse en pie renqueando. El mundo da vueltas a su alrededor. Siente el regusto de la sangre en la boca. Pero su enemigo está muerto. Consumido en un infierno de llamas, de muchos galones de combustible sólido deshaciéndose en una pared de plasma incandescente que se eleva triunfal a los cielos como erigiendo monumentos a su venganza.

Entonces, el monstruo surge del fuego.

No ha sufrido excesivos daños, pero el cadáver de Sota es una tea viviente.

Tristan alza su espada —cuyos averiados motores ya no funcionan—, y se prepara para morir. No le importa, pues el disgusto que siente, que le quema por dentro, viene de otra dirección. Sus piernas están paralizadas, por el golpe o por el miedo.

Nunca dejes que tus piernas se congelen.

Gracias por nada, padre. Gracias por nada.

Ir a la siguiente página

Report Page