Arcadia

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Capítulo 9

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El problema más importante en el que estaba trabajando se derivaba de una simulación por ordenador que dictaminó Hanslip durante uno de sus arrebatos de precaución. Dicha simulación se había diseñado con cuidado para hacer dos cosas: en primer lugar, establecer el grado en que se vería alterado el curso de la historia si se modificaba un acontecimiento; y en segundo lugar, comprobar varias teorías sobre la naturaleza de la evolución histórica. Se suponía que iba a ser una investigación preliminar de la viabilidad de alterar universos paralelos para crear condiciones adecuadas para la explotación.

El problema era que los acontecimientos se simplificaban para posibilitar los cálculos dentro de un marco espaciotemporal y un presupuesto razonables; Hanslip siempre era parco. Además, se preservaba el anonimato: el programa de evaluación ignoraba cuál de los escenarios era real, por si sus prejuicios naturales influían en sus decisiones.

El primer escenario postulaba que las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1960 las ganaría el candidato republicano, Richard Nixon, que derrotaría a su rival demócrata, un hombre llamado John Kennedy. La perspicacia y los conocimientos de Nixon, mucho mayores, se imponían, y ganaba las elecciones por un pequeño margen. El resultado era inevitable: mientras que Nixon poseía un buen historial y era una persona seria, Kennedy no sabía gran cosa del gobierno y tenía fama de mujeriego (como se puso de manifiesto de manera brutal en la campaña y se vio confirmado en su amargo divorcio en 1965). La experiencia de Nixon lo llevó a sofocar una tentativa absurda de invadir Cuba en 1961. Sin embargo, esto permitió que sus enemigos lo acusaran de ser débil, por lo que, para intentar contrarrestar esa opinión, ordenó el envío de tropas a Vietnam al año siguiente.

Nixon ganó las elecciones de 1964, derrotando a Lyndon Johnson, pero para entonces abogaba por un conflicto bélico generalizado. En 1968 fue sustituido por Johnson, que falleció a causa de una apendicitis en 1971 y su lugar lo ocupó Jimmy Carter, quien acabó en la cárcel por una falta grave. En último término, el actor Ronald Reagan, vicepresidente de Nixon en su segundo mandato y para entonces un hombre con mucha experiencia, llegó a la presidencia en 1980.

Hasta ahí, bien. Después el programa informático centró la atención en el segundo escenario, en el que las elecciones de 1960 las ganaba Kennedy, no Nixon. El resultado, opinaba, se había obtenido por un margen escaso, pero era inevitable debido a la reputación que se había labrado Nixon de falta de honradez. Kennedy era gallardo, joven y apuesto, y tenía frescura. Se puso de manifiesto en un debate televisivo, en el que Kennedy se mostró brillante y seguro; Nixon aparecía sin afeitar, desaliñado y vacilante.

Se desconoce el verdadero potencial de Kennedy, puesto que fue asesinado en 1963. Protagonizó un chapucero intento de invadir Cuba en 1961, pero se redimió con su actuación apaciguadora en la crisis de los misiles de Cuba, en 1962. Tras su asesinato, Lyndon Johnson fue investido presidente, pero dejó ese puesto tras ordenar, y perder, una guerra a gran escala en Vietnam. Johnson fue reemplazado por Nixon en una época de revuelo político después del asesinato del hermano de John Kennedy y otras figuras prominentes. Nixon también acabó con su mandato presidencial, esta vez debido a ciertas actividades ilegales. Lo siguió Gerald Ford, que rehusó hacer campaña cuando podría haber ganado, y después Jimmy Carter, que torpedeó su mandato con otra aventura extranjera mal diseñada. Al final, Reagan salió elegido presidente en 1980.

Hanslip se sintió un poco descorazonado al ver los resultados, puesto que la simulación parecía indicar con suma claridad que, aunque individuos y acontecimientos menores ciertamente influían en el curso del desarrollo histórico, incluso la influencia de figuras importantes se veía limitada de forma seria. A largo plazo daba la impresión de que resultaba en extremo difícil modificar el pasado, a no ser que se produjera una gran injerencia. Si un individuo cualquiera no nacía, por ejemplo, por lo visto se sustituía por otro similar.

No obstante, quienes dirigían el experimento tendrían que haberse percatado de las señales de advertencia ya en este punto. Por ejemplo, el programa cambiaba los parámetros de su cometido por su cuenta para lograr lo que denominaba credibilidad dramática. También reestructuraba acontecimientos para tomar en consideración los resultados que iba obteniendo, puesto que había sido configurado para no tener en cuenta las coincidencias. Así, por ejemplo, modificó la reputación de Nixon de persona honrada, basada en su educación cuáquera, por una de doblez y crueldad. Casó a Kennedy con una mujer insípida y beata, en lugar de emparejarlo con una persona encantadora y bella, para poder explicar así su carácter mujeriego, de otro modo incomprensible.

Mi objeción —expuesta enérgicamente en un memorando al que no se hizo el menor caso— era que el problema fundamental se derivaba de la cicatería de Hanslip. El programa había recibido instrucciones de tener en cuenta sólo dinámicas políticas internas. Las acciones externas —tales como decisiones que tomaran otros países, por ejemplo— se pasaban por alto, lo cual se me antojaba imprudente, aunque saliese más barato.

Una señal clara de que algo iba muy mal la ofreció un pequeño elemento de control que se incorporó. Por mor de la objetividad, el programa analizaba ambas historias —la real y la alternativa— sin que fuera informado de cuál era cuál. Y concluyó que la segunda secuencia de acontecimientos, la real, estadísticamente resultaba tan poco probable que era casi imposible que sucediera.

En concreto, razonaba que había demasiados acontecimientos aleatorios cuyo solo propósito parecía ser volver a encarrilar la historia. La historia regresaba a lo que el programa pensaba que debía ser su curso normal en 1980 mediante lo que, con tono desdeñoso, denominaba recursos argumentales, que incluso un novelista de la época habría rechazado por ridículos e inverosímiles.

Cito la conclusión:

«Se nos pide que creamos:

»a) que un católico inexperto, mujeriego, drogadicto, con fuertes vínculos con organizaciones criminales podría derrotar al político con más experiencia del país, y que su alarmante enfermedad y su naturaleza turbia podrían mantenerse en secreto. Además, que logró realizar labores diplomáticas excepcionales en 1962, cuando iba hasta las cejas de un cóctel de analgésicos y estimulantes;

»b) que un presidente, su hermano y varias personas influyentes más serían asesinados en un breve espacio de tiempo, por pistoleros dementes, cada uno de los cuales actuaría por su cuenta, sin ningún motivo aparente. Y que a John Kennedy le pudo disparar alguien con relaciones con la Unión Soviética sin que hubiera ninguna consecuencia;

»c) que Nixon, estando en el poder, autorizaría un robo sin sentido durante una campaña electoral que de todas formas iba a ganar, y que un hombre con tamaña experiencia no sería capaz de controlar el escándalo político tan poco importante que vino a continuación;

»d) que en 1980 Estados Unidos elegiría presidente a un actor avejentado, con escasa experiencia y el pelo teñido de color naranja.

»Nada de esto tiene ningún sentido. A decir verdad, el segundo escenario habría concluido con una guerra atómica en algún momento de ese período, en cuyo caso la historia ciertamente no habría vuelto a la normalidad en 1980».

El único resultado que valía la pena de este experimento, por lo demás carente de valor, fue el que se desechó por considerarlo un error de programación. La implicación de que, en determinadas circunstancias, el futuro y el pasado se podían y se debían reorganizar para acomodarse a acontecimientos existentes era una conclusión extraordinaria, y se me quedó grabada en la cabeza por su absoluta improbabilidad.

Esa simulación se llevó a cabo una semana antes de que me fuera, y no me cabe la menor duda de que nadie prestó la más mínima atención a las objeciones que puse. La respuesta —de que si la historia no se podía modificar con pequeñas acciones quizá fuese preciso hacerlo a lo grande— demostró lo debilitada que estaba ya mi posición, y reforzó mi convicción de que huir era la única opción real. De modo que eso es lo que hice. Mandé salir a toda la sección, me encerré dentro y me puse a trabajar.

Eso no quería decir que me alegrase de tener que marcharme, entre otras cosas porque llegué a Alemania en 1936. Difícilmente era la mejor época o el mejor lugar, entre unas cosas y otras, pero mi partida había sido precipitada, y, dadas las circunstancias, creo que lo hice bastante bien, aunque por desgracia no cargué los periódicos del momento. Me llevé sólo los de 1960 en adelante, ya que pensé que eso sería todo lo que necesitaría. No tenía tanto espacio en mi cabeza.

Durante los nueve primeros meses no tuvo importancia, dado que me pasé el tiempo en un manicomio. No fue lo que se dice la mejor toma de contacto con mi nuevo mundo, aunque, si de verdad uno quiere entender una sociedad, verla a través de los ojos de los enfermos mentales resulta de lo más esclarecedor. Una cosa que aprendí fue que el proceso de transmisión hace estragos en el cerebro, aunque intuía que ello se debía a los efectos de los implantes cerebrales más que a una consecuencia inevitable del desplazamiento. Por desgracia, me tomé unos alucinógenos antes de partir, para aumentar mi rendimiento; muchos de los ajustes debía hacerlos de forma manual, de manera que necesitaba toda la ayuda que pudiera tener. Como digo, se me dio bastante bien, pero salí en el otro extremo delirando y diciendo incoherencias. Incluso lo poco que dije que tenía algún sentido tan sólo sirvió para convencer a la gente de que estaba loca de atar.

Mi objetivo era San Francisco en 1972; acabar en un pueblecito a unos cinco kilómetros al sur de Múnich en 1936 no estuvo demasiado mal. No describiré aquí la vivencia de aterrizar en un mundo tan ajeno a mi experiencia, un mundo tan brutal y tan embriagador en tantos aspectos. Baste con decir que esto es algo de lo más peculiar. La nueva realidad es tan abrumadora que uno olvida enseguida las circunstancias del pasado: me descubrí dedicando poco tiempo a pensar en mi vida anterior, que con rapidez adquirió la naturaleza de un sueño, disociada de mi existencia actual.

Ojo, eso no significa que la cosa fuera más fácil: incluso cuando recuperé la cordura, las posibilidades de que cometiera errores y llamara la atención eran enormes. Las costumbres sociales eran muy distintas, para empezar. Conseguir dinero fue un asunto extraño, y cómo se suponía que había que comportarse con otros —dependiendo de la edad, el sexo, la riqueza, la educación, el lugar y las creencias— resultó ser algo incomparablemente complejo. De hecho, me alegró disponer de un período de tiempo largo para habituarme a todo ello. Estaba convaleciente, así que pensé que sería mejor intentar que aquello fuera agradable. Ansiaba una tabla de surf y un Thunderbird, pero cuando pasé a Francia, en 1937, descubrí que había placeres más que suficientes para ocupar mis días durante un tiempo.

Me marché con un paquete informático lleno de implantes que me facilitaron mucho la vida. Hablaba alemán con fluidez, por ejemplo, y podía manejarme igual de bien en otros veintitrés idiomas. Tenía los conocimientos necesarios para ser una abogada o una cirujana de éxito; podría haber ganado el Premio Nobel varias veces sencillamente publicando el trabajo de otros, adelantándome un tanto a ellos. Según los parámetros del momento, también era bastante guapa y estaba sana, y podría haber sido con facilidad una gran estrella de cine. No hice nada de eso, claro está, puesto que no quería llamar la atención, por si acaso.

La falta de periódicos era un fastidio, no obstante. Recordaba que estaba a punto de estallar una guerra, por ejemplo, y sabía más o menos quién la ganaría, pero, al igual que los demás, no sabía lo que me depararía el día siguiente. Una insensatez, sin duda, pero era una psicomatemática cuya especialidad era el tiempo; los acontecimientos constituían meros epifenómenos que no me interesaban lo más mínimo. Durante un corto espacio de tiempo me preocupó que la falta de información sobre el estado de los mercados de valores (quería una vida sencilla, pero no una vida sencilla y pobre) pudiera condenarme a la pobreza, pero no tardé en darme cuenta de que calcular los movimientos de los precios de los activos era ridículamente fácil. Sólo hacían falta unas dotes matemáticas rudimentarias y un sencillo esquema en estrella.

De manera que pasé varios meses en París amasando capital semilla de la forma más divertida que podía hacerlo una mujer en los tiempos que corrían, y también calculé la fórmula para predecir los mercados. Después solucioné la cuestión económica de una vez por todas y me instalé en una localidad tranquila, en el campo, donde una excentricidad estudiada —mi comportamiento, a decir verdad, era muy extraño, y tardé años en aprender a conducirme de la forma debida y con discreción— me protegió de las miradas curiosas hasta que me sentí capaz de integrarme.

Salí a escena durante la guerra, ya que no hacer nada habría llamado más la atención que tomar parte en ella. Además, me trasladé a Inglaterra, puesto que Francia no prometía ser tan entretenida. Entonces fui libre para continuar con mi trabajo. Curiosamente descubrí que mi mayor ventaja era no contar con ninguna ayuda. Mi cerebro podía divagar con entera libertad y, sin los grilletes que suponían los límites del procedimiento estándar, podía abordar el problema desde puntos de vista por completo nuevos. Era fantástico.

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