Arcadia

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Capítulo 27

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Mientras subía por Walton Street desde la estación de ferrocarril, Henry Lytten sólo quería llegar a casa, echar las cortinas y olvidarse del mundo entero. Dejó apoyada la bicicleta en la tapia que había junto a la casa, cogió la bolsita de la cesta delantera y abrió la puerta sintiéndose agradecido, dichoso. Después, lo dejó todo amontonado en el suelo de la sombría entrada y fue directo a su estudio. Allí se encontró a Rosie, sentada en su sillón, contemplándolo.

—¡Santo cielo! Menudo susto me has dado —afirmó—. ¿Qué diantres estás haciendo aquí?

—Encontré a Jenkins —contestó la muchacha—. Creí que le gustaría saberlo.

El profesor sopesó la información y acto seguido fue a la cocina a poner el hervidor y volvió.

—¿Has estado comiendo en mi cocina?

—Tenía hambre —admitió—, y no quería irme a casa.

—¿Por qué no?

—Míreme.

Lytten obedeció: rara vez miraba con atención a las mujeres, y en ese instante cayó en la cuenta, con sobresalto, de que eso era justo lo que estaba viendo. Cuando se había ido, hacía cuatro días, Rosie era una criatura aniñada, desgarbada, torpe. ¿Qué diantres le había sucedido? Tenía el pelo más corto y oscuro, las cejas… ¿las llevaba depiladas? Tenía las uñas pintadas, su piel parecía más cuidada. Hasta su forma de sentarse y de moverse había cambiado.

—Ya veo a qué te refieres —repuso.

—Mis padres me van a armar una buena, así que digamos que me he escapado un rato. Éste es el único sitio al que se me ocurrió que podía venir. Y debería ver usted a Jenkins —añadió—. Es como si se hubiese ido de vacaciones a las montañas para pegarse un montón de caminatas. Casi no lo reconocí.

Lytten gruñó.

—Será mejor que me lo enseñes.

Rosie subió al cuarto de invitados, que rara vez se utilizaba, salvo como tocador matutino de Jenkins. Era evidente que ella también lo había utilizado la noche previa.

En la cama descansaba un esbelto minino tumbado, satisfecho y roncando.

—¡Válgame Dios! —exclamó Lytten al verlo. En efecto, Jenkins había sufrido una transformación: delgado, lustroso, con aspecto saludable, todo lo que debería ser un gato y nunca había sido Jenkins. Él pensaba que su gato había nacido obeso—. ¿Cómo diantres ha pasado esto? ¿Estás segura de que es él? —Se agachó para examinar al animal, que se dio la vuelta en sueños y bufó de manera nada amistosa—. Sí, es él. Extraordinario. ¿Qué crees que ha pasado? Y, lo que es más importante, ¿qué te ha pasado a ti?

En ese preciso instante sonó el timbre. A veces la vida era demasiado complicada, ciertamente.

Abrió la puerta con un aire distraído en el que se entremezclaba cierta impaciencia por la interrupción, cuya responsable era una dama vestida de tweed, pero aun así bastante bella, que estaba allí plantada con una bolsa de la compra a sus pies.

—Cuánto me alegro de verte. Pasaba por aquí —aseguró—. Y se me ha ocurrido dejarme caer.

—Angela. Qué sorpresa.

—No parece que te alegres mucho de verme.

—Pues claro que me alegro.

Trató de hacerle ver que no era un buen momento, pero ella no le hizo ni caso, cogió la bolsa y entró.

—Por casualidad no tendrás leche en esa bolsa, ¿o sí? —preguntó—. He estado fuera unos días.

—Ojalá aprendieras a cuidarte mejor, Henry. Morirías de hambre si no te ayudase la gente. Y sí, sí tengo leche en la bolsa. Te la doy si tú me invitas a una taza de té. También traigo unos bollos.

Pasó por delante de él y se dirigió hacia la lúgubre cocinita.

—Necesito coger unas cosas del sótano, si te parece bien —dijo, volviendo la cabeza—. ¿Cómo te encuentras, querido?

—Bastante bien. Tuve que ir a París.

—Suena bien.

—No creas.

Se volvió al oír movimiento detrás.

—Ah —dijo—. ¿Os conocéis? No, claro que no.

La muchacha y la mujer se miraron con lo que Lytten consideró una expresión extraña. Pecando de cierto egocentrismo, decidió que debía de tratarse de una suerte de sentimiento posesivo. Las dos querían hablar con él, y ninguna quería que la otra estuviese allí. Por un instante se sintió bastante satisfecho de tener semejante magnetismo.

—Rosie, ésta es la señora Meerson.

—Angela, querida. Llámame Angela.

—Rosalind Wilson, la señorita que acaba de devolverme el gato en un estado de salud bastante inexplicable.

—A los gatos les gusta ir por ahí —apuntó con prudencia Angela.

—A éste no —objetó Rosie—. Yo diría que debe de haber estado aquí todo el tiempo, encerrado en el sótano. Es curioso que parezca un animal que lleva meses correteando por ahí, ¿no cree?

—Sí; ¿qué tienes ahí abajo, Angela? ¿Una especie de bicicleta estática gatuna? —preguntó de forma efusiva Lytten.

—Sólo cachivaches.

Mantuvieron una conversación intrascendente durante la siguiente media hora, ambas visitas pasando alegremente por alto el evidente deseo de Lytten de que se fueran lo antes posible. Al final se dio por vencido y llevó arriba su bolsa, para lavarse y cambiarse de ropa. Cuando regresó, vio que las dos mujeres seguían sentadas la una frente a la otra, en apariencia incómodas.

—Henry —empezó Angela, yendo tras él a la cocina—. Tenemos un problemilla. La Rosie que ves aquí no está aquí.

Lytten se rascó el recién afeitado mentón.

—¿Por qué no?

—Hay cosas —continuó ella con aire misterioso— que no es preciso que sepas. Cosas que conciernen a las mujeres. Estoy segura de que lo entiendes.

Lytten esbozó una sonrisa nerviosa.

—Confío en que no pretendas darme detalles.

—Eres un buen hombre —replicó ella—. No has visto a Rosie. No sabes dónde está o con quién podría estar. Tiene que resolver unas cuantas cosas antes de que pueda volver con sus padres.

Lytten empezó a acordarse de la guerra fría.

—Es primordial —prosiguió Angela—. Yo me haré cargo de la situación, pero para ello necesito algo de tiempo. De lo contrario, Rosie se verá metida en un buen lío. Sus padres, su reputación, ya sabes… —concluyó sin darle mucha importancia.

—No lo sé y no lo quiero saber. Haced lo que tengáis que hacer.

—Gracias. Entonces ¿me das tu palabra? ¿Aunque vengan sus padres, amigos, la policía? El que sea. No la has visto. ¿De acuerdo?

—Bueno…

—¡Henry!

—Muy bien, si insistes… Pero tendrás que hacer algo a cambio. Una especie de amigo llegará dentro de unos días. Mañana, con toda probabilidad. Ruso. Me preguntaba si podrías traducir unas cosillas.

—«Una especie de amigo» —repitió ella—. ¿Has vuelto a las andadas, querido?

Lytten asintió.

—En ese caso estaré encantada de ayudarte. Dime cuándo y dónde.

Angela se sacudió las migas del vestido, fue abajo, a lo que quiera que hubiese ido a hacer, y después se marchó, llevándose a Rosie consigo.

Si Lytten pensaba que la desaparición de sus dos visitas significaba que por fin dispondría de algún tiempo para recuperarse, se equivocaba. Apenas media hora después el timbre volvió a sonar, y él fue una vez más a abrir la puerta.

—¿Qué? —preguntó enfadado—. No quiero nada.

«Qué espanto de país», pensó, enfadado. Y es que sabía quién era el hombre que tenía en el porche. No lo conocía, claro estaba, pero sí reconocía el traje barato, mal confeccionado, la tez enfermiza, el lamentable corte de pelo, la postura.

La vida está llena de sorpresas. El hombre sacó una pequeña placa y se la enseñó: sargento Allan Maltby, inspector.

—¿Puedo pasar un momento, señor?

Lytten maldijo su suerte. No es que se tomara muy en serio a la policía, pero era una complicación. Una promesa era una promesa, por fastidiosa que fuera.

—Por supuesto —respondió, abriendo la puerta un poco más y adoptando lo que confiaba que fuera un aire de perplejidad.

—Se ha denunciado la desaparición de una muchacha —continuó el sargento Maltby— llamada Rosie Wilson. Por el momento, no hay motivo para pensar que se trate de otra cosa que no sea la irresponsabilidad propia de la juventud.

—¿Podría decirme qué ha sucedido?

—Me temo que no le puedo decir gran cosa, con franqueza, señor. Al parecer se ha estado comportando mal, se peleó con sus padres y se fue hecha una furia. No se la ve desde ayer, y sus padres nos han llamado. Más para castigarla que porque estén en realidad preocupados, sospecho. Tengo entendido que usted la conoce.

—Se ocupa de mi gato a veces. Me fui a Francia el lunes, he estado fuera desde entonces, he vuelto hace alrededor de una hora.

—Entonces no la ha visto, ¿verdad?

—No —dijo lisa y llanamente. Sopesó responder con algún circunloquio para no faltar por completo a la verdad, pero decidió no hacerlo. Años de experiencia lo habían acostumbrado a los rigores de las mentiras descaradas—. Pero estoy seguro de que estará bien. Es una buena chica, sensata. Es probable que esté con sus amigos. Creo que ahora hacen esas cosas a los quince años.

—Muy cierto, señor. ¿Podría pedirle que nos mantuviera al corriente si llegara a enterarse de algo?

—Desde luego. Si se pasa por aquí, los llamaré a ustedes o la llevaré a su casa.

—Muy amable por su parte, señor. Dicho sea de paso, tengo entendido…

En este punto el inspector —Lytten no le había permitido que pasara del pequeño recibidor, no por falta de educación, sino porque Rosie se había dejado la cartera de la escuela en el estudio— vaciló, como si tuviera cierta información.

—¿Sí?

—Tengo entendido que trabaja usted para el gobierno, señor —afirmó.

—¿Ah, sí?

—Verá usted, estoy destinado de forma temporal en el Cuerpo Especial. Un día a la semana. Es una gran oportunidad para mí. Muy emocionante.

—Claro. Hostigar a sindicalistas, esa clase de cosas. Subversión y espías. Me figuro que por aquí no habrá mucho de eso.

—No, la verdad es que no —contestó con pesar—. Verá, está usted en nuestra lista.

—Menuda contrariedad. ¿Qué lista?

—No figura usted como elemento subversivo, señor, por supuesto que no. Si fuera así, no se lo diría. Si alguna vez se pone en contacto con nosotros, lo iremos a ver y sabremos que es alguien a quien hay que escuchar.

—Lo cierto es que no debería existir semejante lista, ¿sabe? —replicó Lytten—. A veces me pregunto qué palabra resulta menos apropiada, si «secreto» o «inteligencia». A veces da la impresión de que ninguna de las dos cosas es muy evidente.

—Muy cierto, señor. Pero si alguna vez necesita algo, ya sabe a lo que me refiero…

—Preguntaré por usted expresamente, sargento Maltby. Si sirviera de ayuda, diré que además es usted un gran tipo.

—Ah, eso sería muy amable, señor.

—A decir verdad —añadió, de pronto ocurriéndosele algo—, es posible que tenga algo para usted. Espero poder confiar en su discreción. Poco antes de salir de Inglaterra, me percaté de que había un hombre vigilando mi casa. Lo he vuelto a ver justo cuando le he abierto a usted. Si tiene la bondad de echar un vistazo por esta ventana… —Lytten apartó un tanto la cortina y miró.

—¡Ajá! —exclamó Maltby, al mismo tiempo que se agachaba para mirar por el angosto espacio—. Metro ochenta, cabello oscuro, sin gafas, el abrigo colgado del brazo. Parece extranjero. ¿Es ése?

—Ése, sí. Tal vez no sea nada, pero me preocupa. ¿Me haría usted el favor de averiguar quién es?

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