Arcadia

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Capítulo 66

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–¡Maestro Henary! —gritó Jay mientras corría detrás de la pesada figura que caminaba despacio hacia la gran casa—. ¡Esperad!

Henary se detuvo para que el muchacho —que quizá ya no fuera un muchacho, pero seguía siendo dolorosamente joven— le diera alcance.

—Maestro Henary —repitió, y después vaciló—. No sé qué decir.

—Por primera vez en mi vida, Jay, me decepcionas —replicó Henary con suavidad.

—¿Qué ha pasado?

—No tengo ni idea. Salvo que has puesto de manifiesto el magnífico preceptor que soy. Has mantenido la calma a pesar de Dios sabe cuántas dificultades, has pronunciado tu primer discurso y has derrotado a uno de los mejores oradores de Anterwold, y has mirado a los ojos a un espíritu sin pestañear. Me atribuyo cierto mérito por tus logros.

—Por supuesto.

—Aunque, por desgracia, no mucho. Me vas a superar con creces. Las futuras generaciones sólo me conocerán por haber sido tu primer preceptor.

—Lo dudo mucho.

—Corriste unos riesgos que yo jamás me habría atrevido a asumir y saliste victorioso. —Continuaron andando, hacia la asamblea, hasta que Henary añadió—: Hoy hemos visto algunos milagros. El cumplimiento de una profecía, la llegada de espíritus, el fin del mundo. Una gran injusticia reparada. Cosas extraordinarias. ¿Sabes qué? Una parte de mí se siente casi decepcionada.

—¿Por qué?

—Porque todo cuanto he oído fue de sentido común. Esilio ha descendido y todo lo que nos ha dicho eran cosas que ya sabíamos. O al menos que deberíamos haber sabido. Extraño, ¿no crees?

—Sin embargo, ha sido terrorífico.

—Lo ha sido, sin duda. Y la noticia se propagará por todo Anterwold como un incendio en el bosque en verano. Lo cambiará todo, y para siempre. Es posible que podamos ayudar a que cambie, como nos dijo el espíritu. Yo diría que necesito tu ayuda, pero deja que más bien te ofrezca yo la que te pueda proporcionar.

—En fin…, no…

—Hay mucho que hacer, Jay. Será maravilloso y aterrador para todos. No creas que todos estarán de acuerdo con nosotros. Será preciso discutir, convencer y engatusar.

Jay sonrió.

—¿Qué creéis que deberíamos hacer primero?

—¿Primero? Bien, en primer lugar, hemos de ir a ver la ceremonia. Después iremos a Ossenfud. ¿Sabes?, creo que estaría bien que llegáramos allí antes que Gontal. Y después, bien, entonces será cuando empiece la verdadera diversión. Veamos, lo que sugiero es que…

Y el anciano alto y el joven delgado continuaron caminando, riendo y hablando, hacia una noche cada vez más oscura, ambos más entusiasmados de lo que lo habían estado en su vida, hasta que accedieron al gran patio donde se estaba celebrando la asamblea, delante de todos los adultos del dominio que habían conseguido llegar a tiempo. El ambiente estaba cargado de tensión y era muy ruidoso. El chambelán ya estaba hablando cuando ellos llegaron, pero le costaba que lo oyeran. Dos veces recitó las palabras necesarias, pero tuvo que decirlas a voz en grito una tercera antes de que reinara la calma suficiente para que la ceremonia continuase. ¿Quiénes, chilló prácticamente, se presentaban en primer lugar a la asamblea?

Catherine se adelantó, parecía un señor a pesar de sus ropas. Muchos apenas la reconocieron, pero cuando fue identificada, un ruidoso murmullo de aprobación se extendió por el patio, y después empezó un patear, unos pocos primero, luego se unió todo el mundo, golpeando el suelo con los pies, gritando y lanzando vítores por volver a verla. Por una vez, rompió el protocolo y, las lágrimas rodándole por las mejillas, agradeció el recibimiento.

—¿Alguien afirma ser poseedor de un título mejor? ¿Hay algún miembro del linaje de Thenald que desee presentarse?

Todos clavaron la mirada en Pamarchon. Ése era el momento con el que llevaba años soñando. El momento por el que había sufrido y para cuya consecución había conspirado. Dio un paso adelante con seguridad, y con voz clara y alta exclamó para que todos lo oyeran:

—¡Yo no!

—¿Es vuestra última palabra?

—Lo es.

—En ese caso, ¿algún otro miembro de la familia desea presentarse?

Era indicativo de la personalidad de Gontal que no se hubiera marchado aún. Un hombre de menor talla sin duda lo habría hecho, habría huido de la derrota y la humillación. Pero Gontal tenía más carácter. Era un hombre que se atenía a los cánones y a las normas. Éstos lo habían sustentado y guiado toda su vida, y se sentía obligado a honrarlos incluso en ese instante. Lo que no quería decir, como es natural, que tuviera que gustarle. Pero estaba allí, orgulloso y erguido cuando plantearon la pregunta. También se adelantó, la cabeza bien alta cuando repuso:

—¡Yo no!

Aunque muchos notaron que su tono no era muy entusiasta.

El chambelán tenía mucho más que decir, pero nadie lo oyó. Había sido una semana inaudita, y tan sólo unas horas antes muchos de los allí presentes habían temido por su vida. Habían visto cosas de las que se hablaría durante generaciones. Su señor se había esfumado y había regresado de nuevo. Habían estado a punto de vivir una guerra. Las profecías de antaño se habían cumplido de formas terroríficas.

Ahora todo quedaba restablecido y perdonado. Ossenfud y Willdon habían recuperado la armonía. La mancha que pesaba sobre la familia de Thenald había desaparecido. Los inocentes habían sido perdonados; los culpables, castigados. El día del juicio había llegado y se había ido, y ellos habían sido liberados de la servidumbre.

No era de extrañar que nadie oyera decir al chambelán: «Así pues, declaro que el señor de Willdon es señor una vez más, y esta elección ha terminado», aunque hizo cuanto pudo. Sencillamente todo el mundo estaba demasiado feliz, demasiado bullicioso y demasiado entusiasmado para prestar atención.

En medio del alboroto, Pamarchon fue el primero que reconoció a Catherine, instalada una vez más en su trono.

Ella sonrió.

—No me debes obediencia —repuso cuando fue a hacerle una reverencia—. Lo sabes tan bien como yo. Ve a buscar a esa esposa tuya. Si vas a reverenciar a alguien, ella lo merece más que yo.

—En tal caso, con tu permiso…

Se dirigió hacia la puerta.

Y se topó con Antros, que llevaba en brazos a Rosalind, la sangre corriéndole por el vestido.

Lanzando un grito de desesperación, Pamarchon echó a correr por el jardín hacia donde se encontraba Antros.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha sucedido?

—Jaqui —contestó Antros. Respiraba pesadamente tras haber llevado a Rosalind en brazos tan lejos y tan deprisa, aterrado de que si iba demasiado despacio la muchacha pudiera morir desangrada y de que si corría pudiera causarle dolor—. El espíritu ha vuelto a la luz, y Jaqui ha intentado hacer que Rosalind también fuera. Estaba tirando de ella para que entrara y le he disparado. Creo que el espíritu me ha dicho que lo hiciera. Jaqui tenía el cuchillo, y le ha hecho un corte a Rosalind antes de que ella lo empujara. Después ha desaparecido.

Mientras hablaba tendió a Rosalind en la hierba, y Pamarchon, que tenía experiencia en esas lides, la examinó con atención. Un corte feo en las costillas, donde le asestó el golpe Jaqui cuando ella lo empujó hacia la luz. Sangraba con profusión, pero parecía peor de lo que en realidad era. Rosalind abrió los ojos al sentir las manos de Pamarchon y sonrió al verlo tan preocupado.

—No estoy tan mal —aseguró—. Puedo caminar, gracias.

—Ni se te ocurra.

Rosie permaneció quieta mientras él la examinaba y sonrió a Antros.

—Es la segunda vez que me rescatas, Antros el valeroso —dijo con un hilo de voz—. Espero encarecidamente que el profesor no haya leído también la historia de Lanzarote y Ginebra.

Pamarchon la cogió en brazos y echó a andar hacia la casa, con Antros corriendo delante para llamar a un curandero. Catherine salió y abandonó de inmediato la ceremonia de toma de posesión para acudir deprisa. Después los curanderos se hicieron cargo y los mandaron salir, la depositaron en unas sábanas suaves y se hicieron con paños limpios y astringentes para limpiar la herida antes de vendarla.

—Quitaos esa cara de susto, joven —dijo uno de ellos tranquilizando al aterrado Pamarchon—. Cualquiera pensaría que no habéis visto nunca sangre. Ahora idos. Ella no os necesita, y nosotros tampoco. Necesita reposo y tranquilidad. Podréis verla cuando hayamos terminado. No es una herida tan mala, así que no os preocupéis.

Y Pamarchon, en compañía de Antros y Catherine, tuvo que esperar, caminando arriba y abajo, enviando todo el rato mensajes para saber cómo estaba Rosalind.

—Cualquiera pensaría que está enamorado —dijo Catherine a Antros en voz baja mientras lo observaban. Él rió con suavidad—. Al parecer lo has hecho muy bien allí —añadió.

—Seguía instrucciones.

—Intuyo que no te han dado ninguna.

—Es posible.

Antros, no obstante, tenía otras cosas en las que pensar.

—Pamarchon —llamó—. ¿Qué hay de Ossenfud?

El aludido asintió.

—Iré después de ver a Rosalind. Tendré que darme prisa: es preciso que llegue antes que el grupo de Gontal. Estoy seguro de que ya habrá despachado a alguno de los suyos, pero él sigue aquí. Catherine, ¿podrías asegurarte de que no sale de aquí hasta mañana por la mañana?

—Lo colmaré de amabilidad y hospitalidad. Y, si no funciona, abriré algunos de los mejores barriles de brandy de Willdon. Cuando haya terminado, ni siquiera recordará qué es Ossenfud.

—Gracias. Antros, tú debes volver al campamento y contar lo que ha sucedido. Que todo el mundo mantenga la calma. Diles que se lo explicaré todo a mi regreso.

Pamarchon volvió dos días después, exhausto pero satisfecho. Hizo todo cuanto tenía que hacer, llegó antes que Gontal, a lomos de uno de los mejores caballos de Catherine, e interceptó a sus hombres a unos veinte kilómetros a las afueras de Ossenfud. La expedición, aseguró, ya no era necesaria. En Willdon habían sucedido cosas fantásticas…

Acamparon, y él los entretuvo con un relato como el que no habían oído en su vida. Lo contó como era debido desde la marcha al sepulcro hasta la aparición del espíritu, el juicio, el desenmascaramiento del asesino Jaqui.

—El espíritu hizo que Catherine pusiera fin a su feudo. Aquellos que lo deseen pueden retomar su vida, con sus tierras y en libertad. Los que no lo deseen, serán recompensados, sus delitos serán perdonados y serán libres de hacer lo que quieran.

—Y tú ¿qué harás? —preguntó Djon.

—Ah, amigo querido. Me casaré con mi hada y ayudaré a instalar a los míos. Después conseguiré un barco, el mejor barco que se haya construido jamás, y me haré a la mar.

Miró sus rostros a la luz de las titilantes llamas y vio que los había dejado pasmados con cada parte de su relato.

—Necesitaré una tripulación, claro está —añadió—. Un trabajo para los aventureros, los osados, los temerarios. ¿Por casualidad sabéis dónde podría encontrar a personas así?

Dolorido y cansado, sucio, hambriento y sediento, regresó a Willdon y se bajó de la montura, que estaba igual de agotada que él. ¿Se habría restablecido Rosalind? ¿Le habrían mentido o habrían cometido un error? ¿Y si se había desmayado, infectado, o estaba muerta?

Cruzó a la carrera los bellos jardines cuando el sol se ponía por el oeste y vio a una esbelta y juvenil figura que salía corriendo de las habitaciones de los curanderos y lo saludaba con la mano.

Sintió una oleada de alivio que acabó de un plumazo con todo el cansancio, y echó a correr también.

—Tienes que ser muy bueno conmigo, Pamarchon, hijo de Isenwar —dijo Rosalind cuando por fin ambos estuvieron listos para despegarse—. Durante el resto de nuestra vida. Y lo sabes, o eso espero. No me puedo ir a casa. Ya no podré irme nunca. He tomado una decisión, y te he elegido a ti. Confío en que no hayas cambiado de parecer.

Habían pasado tres días desde los turbulentos sucesos del sepulcro, y sin embargo tenía la sensación de que no había ocurrido nada. Ya notaba una diferencia en la forma en que empezaba a abrirse a la gente, a mirar a su alrededor. Había oído hablar de manera distinta a algunas personas: «Me iré a…», «cuando fui…», «el año que viene…», «hace muchos años…».

—Estoy más seguro que nunca.

—¿Me dijiste la verdad con lo de viajar? ¿O tienes intención de asentarte en una granja con cerdos en el corral y gallinas en la cama?

—Estaré listo cuando lo estés tú. Me iría mañana si tú vinieras conmigo, o me quedaría aquí para siempre si cambiaras de opinión.

—Bobo —contestó Rosalind—. No cambiaré de opinión. Ver el mundo entero será fácil en comparación con lo que ya he visto.

Le dedicó la más dulce de sus sonrisas y él la estrechó entre sus brazos de nuevo.

Lady Rosalind —dijo Catherine cuando la muchacha por fin dejó a Pamarchon y entró en la casa—. Me alegra ver que has descansado y has mejorado. ¿Te encuentras bien?

Rosalind asintió. Había guardado cama tres días, dos días más de los que consideraba necesarios, a decir verdad. Su herida mejoraba, e incluso la más quisquillosa de las enfermeras admitió de mala gana que no había ningún motivo por el que no pudieron permitir que se vistiera y abandonara las habitaciones de los curanderos. Se puso ropas limpias que le llevaron de la casa y salió a los jardines justo cuando Pamarchon llegaba. Ahora estaba en la sala de los archivos, donde habló por primera vez con Catherine a su llegada. Ya no sabía cuándo había sido eso: a veces pensaba que sólo había pasado una semana; otras, parecía que de aquello hacía años.

—Me encuentro muy bien. Parecía mucho peor de lo que era. Fue muy amable por tu parte que vinieras a verme tan a menudo.

—Tuve que hacer uso de toda mi autoridad. Las enfermeras son tiranos en sus dominios. Estábamos todos muy preocupados por ti.

—¿Dónde está todo el mundo?

—Henary ha ido a Ossenfud: quiere mejorar sus relaciones con Gontal proponiéndole que colaboren en el Anaquel de las Perplejidades. Confía en que tú lo ayudes allí. Para ver si picas, diría yo. Gontal te tiene bastante miedo. Jay sigue aquí, entablando con Aliena conversaciones tan torpes que vale la pena escucharlas, y ese magnífico joven, Antros, ha vuelto a desaparecer en el bosque. Pamarchon, como bien sabes, acaba de regresar.

Rosalind se ruborizó y sonrió con timidez.

—¿De verdad piensas viajar?

—Sí, pronto, aunque no puedo rehusar la petición de Henary, y una de las enfermeras señaló que la primavera sería el mejor momento para partir. De modo que nos marcharemos dentro de unos nueve meses, espero.

—Para ver el mundo en todo su esplendor. —Sonrió—. Lluvia, niebla, nieve, peligro.

—Exacto —convino feliz y contenta Rosalind—. Y cosas bonitas, maravillosas, también.

—Hasta entonces, confío en que te quedes aquí todo el tiempo posible. A mí tampoco me vendría mal tu ayuda.

—Será un placer, mi señora. —Rosie hizo una reverencia, y Catherine se rió.

—Ah, no. No me llames así. Precisamente tú. De hecho, creo que no nos han presentado nunca. No como es debido.

—En ese caso hagámoslo como es debido. Me presento ante ti: soy Rosalind, prometida de Pamarchon, hijo de Isenwar. Pero creo que ya sé cuál es tu nombre.

—¿Eso crees?

—Sí. Fue por lo que dijo el profesor, cómo llegaste a ser un personaje importante en su historia por tu cuenta, un poco como yo. Eso me hizo pensar que quizá tú tampoco fueras de aquí.

—Continúa.

—Creo —empezó y se detuvo un instante, un tanto indecisa—. Creo que debes de ser Angela Meerson. Es la única explicación que tiene sentido.

Catherine sonrió.

—Buen intento, pero no.

—Ah, qué pena. Estaba segura de que tenías que serlo.

—Pero has estado muy cerca. Soy Emily Strang, la hija de Angela.

—Vaya, eso sí que no me lo esperaba —repuso Rosalind con un deje de decepción en la voz—. Claro que ni siquiera sabía que tenía una hija. No llegué a conocerla, ¿sabes?

—Yo tampoco.

—¿En serio? ¿A tu propia madre? Qué lástima.

—Ha cuidado de mí de otras maneras.

—¿Cómo rayos llegaste hasta aquí?

—Bueno, eso es una historia en sí misma, y de las grandes. Tardaré muchas horas en contártela, pero vale la pena escucharla. Confío en que te quedes aquí lo suficiente, porque te hablaré de mi madre y de su trabajo, del Exilio y del Retorno, o al menos de cómo creo yo que debió de pasar todo eso. He visto cosas extraordinarias, y me gustaría relatárselas a la única persona que las podrá entender, y quizá podrás ayudarme a desentrañar más la verdad. Hay muchas cosas que desconozco.

—Me encantaría.

—Pero eso será otro día, no hay prisa. Ahora debemos celebrar y ser felices. —Se volvió para mirar por la ventana, más allá de los vastos jardines de Willdon, el bosque que se extendía al otro lado—. Esto es muy bonito, ¿sabes? —observó en voz queda—. Esta vez podremos convertirlo en algo realmente magnífico.

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