Arcadia

Arcadia


Capítulo 44

Página 47 de 72

44

Cuando Jack More se fue, Oldmanter se quedó sentado solo, su cerebro procesando lo poco que había averiguado. No cabía la menor duda de que era sumamente inoportuno. La pérdida de Angela Meerson suponía un gran revés. Sabía de su existencia desde hacía más de medio siglo, y se había fijado en ella cuando aún era joven. Vio el inmenso potencial que tenía, pero también se percató de su falta de disciplina. Entonces dudó que pudiera sacar lo mejor de ella, sobre todo cuando sus capacidades habían sido objeto de mejoras artificiales. La intervención, que él costeó, salió bien, pero la volvió incluso más ingobernable. En una ocasión trató de reclutarla, pero ella se negó en redondo. Su reputación, por una vez, jugó en su contra.

En su lugar, Angela Meerson pasó de organizaciones de segunda a organizaciones de tercera, siempre generando alguna polémica y retirándose; en una ocasión dimitió antes incluso de ocupar el puesto. Quizá fuese un genio, pero hacía tiempo que la mayoría de la gente había llegado a la conclusión de que ella nunca desarrollaría nada que valiera la pena, que sería una de las promesas frustradas de la ciencia.

Tal vez, pero Oldmanter, cuyo éxito residía sobre todo en su atención al detalle, siguió su errático progreso hasta que acabó formando parte del equipo de Hanslip. Un final lamentable, ciertamente. Hanslip sólo era, a lo sumo, mediocre. Le faltaban la capacidad, la visión, la determinación para crear algo que no fuera un centro de segunda fila. Sólo su vanidad era mayor que la de la media.

Y sin embargo había permitido que Meerson floreciera. La había dejado en paz, y poco a poco a oídos del vasto equipo de inteligencia de Oldmanter empezaron a llegar noticias de sus resultados. Su trabajo en el campo de la transmisión de energía, los primeros experimentos. Las bases teóricas. No consiguieron averiguar muchos detalles, pero sí recabaron la suficiente información para pensar que en la isla de Mull estaba sucediendo algo de verdad interesante. Entonces el propio Hanslip se dirigió a él y le explicó con exactitud lo que había logrado Meerson. Quería un socio y pensaba que la tecnología que tenía en sus manos podía competir con los recursos de Oldmanter.

Difícilmente. Oldmanter no tenía socios ni colaboradores. La audacia en sí de Hanslip bastaba para que aprendiese una dura lección que le recordara al mundo quién estaba en realidad al mando. De una manera o de otra, Hanslip le cedería la tecnología. Y a cambio aceptaría lo que se le diera, que era muy probable que no fuese mucho.

Con todo, lo que el hombre le presentó daba muestras de una ambición asombrosa. En ese momento gran parte de la ciencia se dedicaba a obtener recursos adicionales como buenamente podía, a hallar mejoras y rendimientos marginales. No se podía ir a las estrellas. Varios siglos de tentativas e ingenuidad humana habían llevado a ninguna parte. El espacio era, tan sólo, demasiado grande, y nadie quería emprender un viaje para que sus tataranietos pudiesen recoger los dudosos frutos de vivir en un pedrusco muerto situado a más de mil millones de kilómetros.

Para colmo, los idiotas del período temprano de exploración habían inundado el espacio cercano de tanta chatarra que habían creado un nuevo cinturón de asteroides que resultaba casi imposible atravesar. La humanidad se había quedado encerrada en su propio planeta por culpa de su absoluto desorden. Entretanto, nada detenía la constante expansión de la humanidad. Tan sólo las guerras la frenaban un poco de vez en cuando. Hambrunas, ejecuciones masivas, control de natalidad, se había probado todo y se había fracasado. Mientras que el espacio en el que vivir se iba reduciendo y el suelo se agotaba, la población no paraba de aumentar: ahora había más de treinta mil millones de personas apelotonadas en un mundo que las sustentaba y las alimentaba gracias en exclusiva a los esfuerzos constantes, inagotables de la élite, que lo organizaba y lo controlaba todo teniendo en mente la eficiencia. Tenía que ser así, de lo contrario se llegaría al caos y al colapso. Con frecuencia se habían presentado programas diseñados para eliminar a la población inútil; en ocasiones incluso se habían puesto en práctica, pero no funcionaron nunca. Lo único que sucedía era que aumentaba el malestar, los renegados lograban más simpatizantes y el descontento social se acrecentaba hasta llegar al punto de que el control de los gobernantes amenazaba con írsele de las manos.

Tal y como lo explicaba Hanslip, Meerson había acabado con todo esto con una simple pregunta: «¿Por qué seguir exprimiendo lo que tenemos? ¿Por qué no sacar más de todo?». Abrió nuevos horizontes infinitos y eternos. Ahí fuera había miles de millones de años y miles de millones de universos que se podían conquistar. Ni siquiera Oldmanter, acostumbrado a disfrutar de un poder inmenso, podía haber imaginado algo tan grandioso. Ahora que Meerson lo había hecho, sabía que sólo él podría hacer el debido uso de aquello. Lo quería, así que decidió cogerlo.

Además, según su lógica, ¿y si caía en manos indebidas? En el mundo había millones de renegados, cuya sed de destrucción era insaciable. Él sostenía, desde hacía tiempo, que era preciso ocuparse de ellos de una vez por todas, pero seguían creciendo como la mala hierba, y lo cierto es que a pocos les preocupaba de verdad. Esas personas se lavaban las manos y criticaban desde el banquillo, poniendo en duda los esfuerzos de sus superiores y burlándose de ellos, sacando punta a cada desastre o fallo para minar el bienestar de la sociedad mundial. Eran los mismos que se hallaban detrás de los disturbios, el terrorismo, las huelgas, los que saboteaban las fábricas para señalar de manera autodestructiva la importancia de la libertad. Como si la gente en realidad quisiera ser libre y tener hambre.

¿Y si se apoderaban de esta tecnología? ¿Y si negaban su acceso a ella hasta que sus exigencias quedaran satisfechas? Peor aún, ¿y si propagaban su estupidez, como si fuera un virus, por los universos? Era preciso que ese descubrimiento estuviera en las manos adecuadas. Sería necesario someter a investigación a los colonizadores para comprobar su obediencia. Si se hacía eso, Oldmanter era capaz de imaginar las inmensas posibilidades de mundo tras mundo, cada uno de ellos con vastos recursos sin explotar, comerciando entre sí mediante distintos canales que su organización controlaría y gravaría. Cada uno de ellos se especializaría, cada uno de ellos produciría con eficiencia y en cantidades ilimitadas. Pero sólo si los gobernaban los mejores, y sólo si las poblaciones hacían lo que se les decía. Mantener el control sería difícil. La seguridad era lo más complicado de todo, y requeriría una fuerte inversión.

Deseaba dar un último regalo a la humanidad, y que fuera grande. Llevaba años, décadas, trabajando y conspirando para mantener el orden, para garantizar que incluso aquellos que no veían o entendían qué era lo que más les convenía fuesen gobernados por ellos. Unas veces, en sesiones y reuniones, actuaba haciendo uso de la persuasión. Otras, con rivales y con las masas, utilizaba métodos más directos.

No siempre se salía con la suya, desde luego, pero rara vez sufría una derrota permanente. Hacía treinta años había propuesto acabar con la tolerancia de renegados y disidentes. Una política única y concienzuda de supresión para deshacerse de quienes producían poco, contribuían menos y consumían demasiado tiempo administrativo. Por el bien de la mayoría, la minoría tendría que desaparecer. Lo derrotaron; uno de sus poco habituales reveses. Ahora deseaba reconsiderar ese asunto. Sería preciso eliminar a todos los elementos críticos y a los disidentes antes de que esta nueva oportunidad pudiera explotarse de manera segura, de lo contrario no sucedería nada. Plantearían objeciones, presentarían propuestas para enmendar sus planes, dirían que otros deberían expresar su opinión.

Cuando llegaron informes según los cuales el programa de Angela se acercaba a la fase de prueba, Oldmanter empezó a mover hilos para hacerse con el control de la tecnología y descubrió, para su sorpresa, que casi no era necesario. A decir verdad, fue Hanslip quien acudió a él, dejando caer insinuaciones y propuestas, comentando que había otras partes interesadas, postores rivales. Bueno, que se convenciera del genio que era para las negociaciones, si eso lo complacía y lo hacía más maleable. Lo único que importaba era el resultado, y poco a poco lo estaba alcanzando. Accedió a celebrar reuniones interminables, pero al final perdió la paciencia y llamó a Lucien Grange.

—Ve a Mull y acaba con esto, si eres tan amable. No puedo seguir escuchando a ese hombre, no lo soporto.

—¿Qué quiere?

—Lo quiero todo. El instituto entero. De ese modo podremos ocultar lo que de verdad nos interesa hasta que estemos listos. No quiero que el Consejo Mundial exija tener voz y voto en su desarrollo. Quiero estar seguro de que cuando la gente sepa de su existencia, sea demasiado tarde para desafiarme. Allí hay una mujer que se apellida Meerson. Quizá la recuerdes. Mantente alejado de ella, pero asegúrate de hacerte con sus servicios, tanto si te los da de buena gana como si no. Esa mujer es vital. Conserva a su equipo, deshazte de todos los demás.

—¿Qué hay de las condiciones? Han estado hablando de un cincuenta-cincuenta. ¿Sigue siendo así?

—Desde luego que no. Si es posible, no le des nada a Hanslip: así aprenderá a no hacerme perder el tiempo. Tienes toda la información necesaria para acceder a los ordenadores. Copia los documentos importantes, apodérate legalmente del instituto y después échalo a patadas.

Eso fue lo último que se supo de Lucien Grange, aparte de un breve mensaje que envió una semana más tarde para informar de que se había hecho con los datos y de que volvería un día después. Lo siguiente que supo Oldmanter fue que se había producido una subida de tensión de mil demonios que había sacudido el norte de Europa y había desatado el caos. En medio del escándalo y la confusión que siguieron, nadie se mostró más escandalizado y confuso que Hanslip, que, furioso, expresó con prontitud su deseo de que los responsables fuesen capturados y castigados de inmediato. Curioso. Oldmanter intentó dar con Grange para ver qué pasaba, pero nada: no respondía a los mensajes, no había manera de localizarlo, y cuando Oldmanter preguntó en el instituto de Hanslip, lo único que le dijeron fue que Grange había abandonado la isla de Mull y ya no era responsabilidad suya. Después, todas sus llamadas quedaron sin contestar.

Los dispositivos de seguimiento apuntaban a que Grange no había salido de la isla, pero, al mismo tiempo, no había ninguna prueba de que siguiera en ella. Sencillamente habían dejado de funcionar, lo cual era imposible. No tenía sentido, de modo que Oldmanter envió a algunas personas para mantener vigilada la isla. Se enteraron de que More se iba y se dirigía a toda prisa hacia el sur. Después More confirmó que Angela había desaparecido y que se habían perdido datos. De manera que lo sometió a vigilancia y vio que More acudía al Refugio. No hizo falta investigar mucho para averiguar por qué: iba a ponerse en contacto con la hija de Angela Meerson, el resultado de la mejora que Oldmanter había organizado para ella dieciocho años atrás.

Oldmanter sólo presentía un levísimo esbozo de lo que significaba eso, pero le bastó para darse cuenta de que había llegado el momento de asumir el mando de la situación. Comunicó que Hanslip era sospechoso de la subida de tensión, insinuó de forma enérgica que se había confabulado con renegados terroristas y exigió que cediera el control de su instituto. Le dio tres horas para obedecer y movilizó a sus tropas, que puso a disposición de la comunidad internacional para erradicar el peligro que había aparecido de pronto. ¿Y si —les dijo a los colegas del consejo que se pusieron en contacto con él— el ataque al norte de Europa no era más que el primero de una oleada? ¿Una prueba antes de que comenzara el verdadero ataque?

Al mismo tiempo, emitió una alerta sobre Jack More, pues era el enlace entre el instituto y los terroristas. Había descubierto una trama monstruosa de traición, y se comprometió a tomar la iniciativa para castigar a los responsables. Si alguien dudaba de la necesidad de erradicar los Refugios, estaba seguro de que este delito deleznable acabaría con esos escrúpulos de una vez por todas.

Ir a la siguiente página

Report Page