Arcadia

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Cuarta parte Arcadia » 2

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Me apetece tomarme mi tiempo. Cruzo las últimas losetas con dibujo y los últimos adoquines de Arcadia y me adentro en la ciudad. Las aceras de Puerta de Madera están viejas, agrietadas y combadas. Son ideales para los charcos, las malas hierbas y los paseantes. Me asomo a las callejuelas. Parecen más festivas que antes. Quizá la presencia de Arcadia las ha animado. Ya no son calles traseras poco transitadas, ahora están llenas de bares, tiendas de antigüedades y talleres en la segunda planta.

No se puede aparcar. Los guardias y los policías se encargan de ello. ¿Pero qué podían hacer contra los jaboneros? Al principio sólo fueron uno o dos, fruteros descontentos que habían sido desplazados de Vic el Gordo. Tenían que trabajar y alimentar a sus familias, así que montaron tiendas en las traseras de los camiones y aparcaron en los callejones sin salida, vendiendo fruta barata de baja calidad a quienes tenían demasiada prisa para entrar en Arcadia. Pronto hubo un puñado de puestecillos improvisados, algunos toldos de colores en las traseras de los camiones, algunas bandejas con productos agrícolas en las aceras. Nunca se han visto setas tan ásperas, fruta tan poco escogida, remolachas tan estropeadas, naranjas tan feas, peras tan magulladas, acelgas sin envolver —los espárragos del pobre— y moras y grosellas aún mojadas por la lluvia del campo, ya pasadas, muy baratas.

Muy pronto, claro está, el mercado desplazado tuvo un nombre: Jabón Dos, igual que una película. Uno piensa que los personajes están muertos, luego llega la segunda parte, tan viva como la primera. Ahora vemos que no es verdad que «las ciudades se tragan a los pequeños», que «los

soufflés sólo suben una vez». Los pigmeos medran en la calle. Yo solía pensar que los edificios eran lo único que perduraba en las ciudades, pero, al parecer, las personas también perduran. Se agarran con uñas y dientes. Improvisan. Patalean. Dejan un legado que no es de ladrillo ni de piedra.

Los primeros que vinieron están ya bien establecidos. Tienen su clientela, sus lugares fijos, sus regímenes. Algún habilidoso ha improvisado una iluminación para el amanecer y después de anochecido. Jabón Dos funciona hasta bien entrada la noche cuando Arcadia está cerrada y bajo guardia. Los jaboneros roban la luz de las farolas de la calle, por medio de un cable ilegal conectado y desconectado una docena de veces al día cuando los uniformes se acercan. ¿Quién pagará la factura? ¡A quién le importa! No será Celofán. A él le tiene sin cuidado. Las facturas ni le rozan. Está escudado por el corsé de su celofán. Se mueve con pasos de vals por el mercado tan reluciente como una sardina de teatro, todo el día y toda la noche. A veces se encarga de dirigir el tráfico que pasa dificultosamente entre los puestos. A veces se tumba en la calle para impedir el paso de los coches. Mendiga. Roba. Grita barbaridades. Nunca he oído semejantes palabras antes. Da patadas a las frutas caídas de los puestos. Siempre está en el borde del mercado, un portero uniformado de celofán. A medida que Jabón Dos se expande, él se aleja de su centro, para invitar a la gente a entrar. No importa adonde vayan ni si tienen algún motivo para abarrotar las calles. Él sencillamente espera compartir —y complicar— el éxtasis de las multitudes.

Ahora el distrito de Puerta de Madera, en otro tiempo tan muerto y deprimido, está tan ruidoso y congestionado, tan animado e inseguro como solía estarlo el Mercado del Jabón. La mercancía se amontona en pilas que desafían el sentido común y la física: torres de patatas, coníferas de naranjas, que tiemblan cada vez que pasa un transeúnte. El mercado provisional prospera con el ruido, la suciedad y la lluvia. Prosperaría —y prospera— incluso con la pobreza. «Toda vida está aquí», dicen los chovinistas del mercado, una afirmación que nadie haría respecto a Arcadia, con sus puertas flanqueadas por policías, su credo de Seguridad, su proscripción de chulos, vagabundos, putas y mendigas, vendedores callejeros, golfillos, adolescentes, borrachos y perros. Toda vida está aquí, a pesar del viento, la lluvia, el polvo, la basura a mis pies.

La comida de la Nueva Era que tomé en el almuerzo de los Vejestorios me ha dejado hambriento. Compro una pera pasada. Su piel está magullada y deteriorada por la intemperie como la cara de un labriego. El vendedor se baja del capó de su coche. Deja una conversación con un amigo y su almuerzo a medio comer sobre el metal, las huellas de sus dientes en el huevo duro, la barra de pan mordida, el frasco de plástico lleno de café excesivamente azucarado. Frota mi pera en la pernera de su pantalón para quitarle las marcas de la cosecha. La echa con una pirueta en una bolsa de papel. Retuerce la bolsa y le hace un par de orejas. Coge mis monedas. Yo cojo la fruta. Soy libre de comérmela cuando quiera. Me la como ahora. Me chorrea por la barbilla. No puedo andar y comer a la vez. Me aparto de la multitud y me apoyo contra una pared entre un bistró y una tienda de bricolaje para observar cómo el Hombre de Celofán provoca la confusión entre los coches. No sabría decir dónde prefiero comer, si en Jabón Dos o en Vic el Gordo. Ambas perspectivas me seducen. Soy libre mientras haya savia en mis piernas para poder elegir. No soy un Invulnerable. Gracias a Dios. No soy Victor, demasiado viejo y seco para sentirse a gusto aquí abajo. Él tendrá un libro (quizá) para celebrar su vida. Arcadia. Una estatua también. Pero todas sus peras, sospecho, se las llevan en tren y en taxi al Gran Vic. Se toma la vida en un plato. Con una servilleta. No puede simplemente —como yo hago ahora— tirar al suelo la bolsa de papel empapada que contuvo la pera y encontrar un rincón calentito para sí.

Hay un poco de sol que me da directamente en la cara, en la camisa, en la pera estropeada. Me la como ahora. El corazón y el tallo se los doy a la acera, y diez mil pies los aplastan, igual que la ciudad aplasta a todo el mundo cuando les llega la hora, cuando son desperdicios.

El sol sale del todo sólo por un instante. Está radiante y luego desaparece. El anticiclón que ha mantenido el tiempo seco ha sido arrastrado por el viento. Ha llegado la hora de la lluvia. Es fuerte y repentina como siempre en nuestra ciudad. En el campo llovizna pero aquí la lluvia son chuzos que rebotan en el techo de los coches. Las callejuelas no pueden absorberla. Se inundan. Rebosan. Sus desagües están taponados por las hojas de repollos, la propaganda, la pulpa y la piel desechadas. Las aceras se convierten en pistas de patinaje verdes y resbaladizas. Andar sobre ellas es jugarse los huesos. ¿Qué podemos hacer sino acurrucarnos bajo los toldos que hay, juntarnos en las entradas de las tiendas, sentarnos en los coches, buscar refugio —y una copa— dentro de un bar?

No puedo escapar completamente de la lluvia, a pesar del paraguas que sostiene mi vecino. Mi traje se empapa en un hombro. Mis calcetines y mis zapatos están mojados. Mi frente suda lluvia. El entretenimiento no acaba nunca. El tiempo es un ballet para las calles. Pero hay un bailarín más sustancial. Celofán está dando patadas y levantando el agua en el aire. Cree que vamos a arrojar unas monedas a cambio del espectáculo. Hace una reverencia. Mientras la hace sale el arco iris, conectando la ciudad vieja y la nueva. Es un puente que supera el ingenio de los arquitectos reflejado en los cristales del Gran Vic y de Arcadia. El arco iris se recrea en las ventanas. Pero no hay necesidad de sacar conclusiones. Todos sabemos que los arcos iris empiezan y terminan en todas partes, que son simplemente el sol que brilla desde atrás para engañar a la luz de la lluvia, si miramos en dirección este a media tarde hacia el chaparrón que amaina. No son augurios, pero sí son señales de que no hay peligro en volver a la calle. La lluvia casi ha cesado.

Mi cara y mis ojos están mojados. Tengo que fruncir el ceño y bizquear para poder enfocar mientras paso entre el resplandor y la oscuridad, mientras cruzo las calles y sorteo los charcos, mientras evito colisiones con las personas y los coches. Tantas personas con tantos propósitos. Demasiadas personas para conocerlas bien.

No desearía ser demasiado importante para caminar por las calles. Estar alejado de ellas es perder la bendición de la multitud. Los edificios más altos arrojan las sombras más largas, dicen quienes pasan sus vidas contemplando sus monumentos, y aquellos para los cuales la vida de las sombras es mejor que la vida real. Pero la mayoría de los que vivimos en las ciudades morimos y nos llevamos nuestra sombra a la tumba. No sobrevivimos a la mampostería y al cristal. Se dice que los grandes hombres tienen también las lápidas más grandes y arrojan las sombras más largas incluso después de la muerte. Los cementerios demuestran la verdad de este aserto. Pero yo prefiero pensar que los gusanos, la humedad y la degradación son demócratas de mentalidad abierta y nos tratan a todos por igual. Todos somos ciudadanos al fin. Por lo menos hasta que somos polvo.

Yo también dejo mi huella en la ciudad. Mi huella viviente. Estiro las piernas lo mejor que puedo y echo a andar despacio por la calle. Las huellas de mis zapatos mojados sobre la acera se secarán pronto, pero las huellas de los pies y las mil bolsas de papel mojado que contuvieron mil peras, los corazones, los tallos, las mondas de la vida diaria son más sustanciales —¿no es cierto?— que las sombras. Engordan los estercoleros de la ciudad.

Hay personas mojadas y pobres que andan por las aceras dando saltitos como si los charcos y las grietas fueran regalos de cumpleaños cívicos. Y hay muchos silbadores a mi alrededor. Mis piernas son viejas. Eso es lo único que me impide saltar aquí mismo o levantar de una patada el agua de lluvia de los charcos. Mi lengua está ocupada hurgando un trocito de piel de pera alojado entre mis dientes. Eso es lo único que me impide aspirar el aire de mi ciudad y silbar.

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