Arcadia

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Segunda parte Leche y miel » 7

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Cuando Victor fue mayor y más rico, un hombre de veintiséis años con propiedades y perspectivas y —ya— la mitad de todas las riquezas del Mercado del Jabón en un puño, tuvo tiempo y ganas de buscar en los archivos de la ciudad los volúmenes encuadernados y quebradizos en que se conservaban los periódicos locales. Sabía el año y el mes en que Em había desaparecido. Sabía que se había producido un incendio y aún conservaba el recuerdo, como una instantánea, de estar montado en la espalda de la tía contemplando las llamas y las bufandas de humo por encima de su hombro.

Le llevó una mañana encontrar la minúscula noticia entre los artículos sobre el comercio de la ciudad, los cotilleos y un mundo enloquecido por la guerra. «Cinco casas de vecindad frecuentadas por transeúntes, prostitutas y mendigos fueron incendiadas durante los disturbios de la madrugada de ayer en el distrito de Puerta de Madera de la ciudad. Varios revoltosos fueron detenidos y acusados de agresión y robo a consecuencia de los ataques a la policía, los bomberos y los comercios locales. Los disturbios fueron ocasionados inicialmente, según se informa, por las rivalidades entre grupos criminales. El cuerpo de una mujer no identificada fue retirado de los escombros». El titular a una sola columna era INCENDIARIOS MADRUGADORES DETENIDOS.

Pero cuando aquello ocurrió Victor no había sentido ninguna aprensión de que su madre pudiese haber sufrido ningún daño. La tía había dicho: «Vamos, nos está esperando». Su único temor era verse obligado a andar demasiado antes de que la tía le recompensase con el paseo en burro sobre su espalda que le había prometido. Él iba tirando de su mano, de modo que resultaba una rémora para ella. Pero era dura y muy distinta de Em. Los tirones de Victor eran devueltos con tirones más fuertes por su parte. Asía su pequeña mano blandamente si él caminaba a su paso. En el instante en que se demoraba o vacilaba ella le estrujaba los huesos de los dedos. «No te quedes atrás», decía. O «Rápido, rápido». Él tenía que correr para mantenerse a su altura. Cuatro trotes de él equivalían a una zancada de ella. Victor raras veces había corrido antes, excepto jugando, y entonces la distancia había sido poco más que de pared a pared en su pequeño cuarto. No se había dado cuenta de la premura y la torpeza de la velocidad, o de lo dolorosa que podía ser.

¿Quién sabe qué sienten las hormigas o las termitas cuando los niños o los coleccionistas matan a la reina? Sus estructuras se derrumban. El suave imán suelta las limaduras carnosas, de modo que incluso las que están lejos del nido y no han presenciado el saqueo de la cámara real o visto la aguja del asesino traspasar a la reina, se vuelven apáticas y desorganizadas en el instante de su muerte. Recordándolo, a Victor le pareció que ese día el mundo era un pandemónium de hormigas, de hormigas sin reina. ¿De qué otro modo podía explicarse las calles de la ciudad, los coches y los tranvías y los carruajes, los sonidos indiscriminados, las aceras en las que los cuerpos se congregaban y se dispersaban como la nata agitada por un batidor, a la tía, antes tan cariñosa y ahora tan apresurada e implacable?

Mientras arrastraba a su sobrino por los dedos al mercado, la tía estaba completamente segura de dos cosas: que Em estaba en su lugar habitual, que Em había perecido en el incendio. O bien una mezcla horripilante de ambas: que encontrarían a Em, la palma ennegrecida extendida, la espalda chamuscada apoyada contra su árbol acostumbrado en los límites del Jardín del Jabón.

Si hubiesen encontrado a Em, viva y bien, su futuro habría sido el pasado. Habrían regresado a «casa», al campo, en mayo. En el peor de los casos, los muelles y los cojines de un seto frondoso constituyen mejor cama que las ascuas de un incendio en la ciudad. Pero su madre no estaba allí, y la tía no sentía nostalgia por las penas y los placeres del campo. Se pasó todo el día sentada con las piernas cruzadas en el puesto de Em. Le daría a su hermana hasta la noche para resucitar y luego se pondría a buscar, una vez más, un nido. La tía no intentó poner a su sobrino a mamar, ni mendigar a los transeúntes. Dejó que Victor andase arrastrando los pies por el jardín y el mercado a su gusto. Al fin. Le encantó y detestó lo que veía. Se sintió como nos sentimos todos cuando nos dejan por primera vez en el colegio: condenados a una libertad que al principio parece más estrecha y cerrada que la celda que es la familia y el hogar. El mercado le hizo poco caso, excepto para golpearle y magullarle, y sobresaltarle con los ruidos y los colores.

La tía no era una mujer insensible. Adivinó lo peor cuando Em no apareció. Se le humedecieron los ojos a pesar de sí misma. Pero tampoco era la clase de persona que se deja abatir. Aunque Em hubiera desaparecido, hubiera muerto, estuviera perdida, hubiera huido sin su hijo, o yaciera en un hospital de indigentes abrasada y magullada por el humo y las porras, el mundo seguía dando vueltas, el desayuno venía después del amanecer, cagar venía después de comer, y la vida continuaba. Hizo girar su viejo

cloche de paja. Acicaló las ramitas de rosal silvestre de fieltro, que tenían ya los bordes doblados. Hizo que el ala se rizase y sonriese y puso una cara en consonancia. Se secó los ojos y, concienzudamente, comprobando por última vez que Em no estaba, se fue a buscar a Victor; y luego, con su sobrino montado en la espalda, se encaminó hacia la ciudad.

La fortuna callejera es algo en lo que se destaca la ciudad. El sombrero de la tía (un poco pasado de moda ya), su sonrisa, la carga infantil sobre su espalda, despertaban el comentario de los hombres más dicharacheros que pasaban. Uno de ellos la siguió. Era un hombre más o menos de su edad, pero vestido como si fuera mucho mayor, en un estilo de chulo de bar, con zapatos de charol y botones de cuello, un sombrero flexible, pantalones con raya y una chaqueta a la última moda, con bolsillos sesgados y solapas largas.

—¿Qué es eso que llevas a la espalda? —le preguntó—. ¡Al niño, al ver ese sombrero, le han entrado ganas de dar un paseo en burro!

Ella respondió a la desfachatez con desfachatez. Le dijo que el niño pagaba por su paseo. Que ella era un tranvía humano.

—Súbete si puedes pagar el billete —le dijo, y le guiñó un ojo—. Hay sitio dentro para alguien pequeño.

—Lo que yo tengo es mucho más grande de lo que te imaginas —dijo él devolviéndole el guiño—. ¿Quieres verlo? Espera un poco…

—¿Cuánto tengo que esperar exactamente?

—¡Qué lengua! —dijo él.

Le llamaban Ratero, aunque se le conocía por muchos otros nombres. Su especialidad eran las multitudes. Metía una mano y se llevaba tu monedero y todo lo que sentías era una sensación de pérdida y una desacostumbrada ligereza en el bolsillo. Era capaz de desabrochar prendedores, sacar relojes de la faltriquera y sustituirlos por piedras de peso equivalente, retirar un billete de una cartera y volver a ponerla en su sitio, dar el cambiazo de un collar por una cuerda, robarte (se decía) las gafas de la nariz. Mala suerte la de la señora que aceptaba una mano tendida de Ratero, la de la que le permitía que la cogiera del brazo para cruzar la calle, o se alegraba de recibir su ayuda para subir el escalón demasiado alto del tranvía. Una mano en el codo dejaba una mano libre para curiosear en el bolso o el monedero. Mala suerte la del caballero adinerado que andaba por la calle cuando Ratero pasaba. Bastaba el más ligero codazo, un tropezón, una disculpa. El hombre no se podía imaginar que sus bolsillos habían sido registrados y vaciados, su dinero para el tranvía y su alfiler de corbata robados, la medalla que llevaba pendiente del cuello birlada.

Al principio, el interés de Ratero en la tía había sido profesional. Una mujer obligada a llevar a cuestas a un niño cansado podría tener un monedero descuidado o, tal vez, un bolsillo exterior que él pudiese rajar con un suave corte de la hoja de su navaja. Cuando se acercó le sorprendió lo joven que era, y pobre, y de su gusto. Le gustaban las chicas del campo, su alegría, su desenvoltura, sus réplicas agudas. Aquélla era rolliza y zarrapastrosa, ésa era la verdad. Debajo del disfraz del

cloche, podía verse que su frente y sus pómulos estaban secos y picados como la piel de un pomelo. Pero tenía unos ojos serenos, una cara juguetona, una protuberancia en la barbilla y —Ratero, como cualquier otro hombre, tenía fantasías demasiado extrañas como para explicarlas— satisfacía su gusto, su deseo, de chicas con sombrero. Nunca había conocido a una mujer que llevara el sombrero con más coquetería que la tía. Una ojeada a aquel sombrero le había levantado el nabo.

—Por favor, deja que te ayude —dijo—. Yo le llevaré. ¿Adónde?

Ella se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—¿Cómo se llama tu niño? —preguntó él.

—Victor… y además no es mío. Ocúpate de tus propias patatas. No es asunto tuyo de quién es el niño.

Eso fue lo que dijo, pero otra cosa lo que pensó: Este hombre nos ha sido enviado para ocupar el lugar de Em. Dejó que Ratero le quitara el niño de la espalda y le levantara en volandas hasta sus hombros.

—¿Adónde? —volvió a preguntar.

Ella le contó todo lo del fuego y lo de Em y cuál había sido su vida; y, contándolo, lo enterró, aún caliente. La vida era demasiado dura y corta para desperdiciarla con los muertos.

Ratero estaba fascinado por la forma en que la tía hacía girar su sombrero cada vez que le faltaban las palabras. Contenía el aliento, como si sus pulmones fueran tan frágiles como la escarcha, cuando ella le contaba cómo los hombres en los bares arrojaban monedas en el ala de su sombrero para ganarse una ojeada a sus piernas. Aquella mujer, estaba seguro, era un regalo del cielo y del infierno. Hizo sonar las monedas robadas en su bolsillo y confió en tener la oportunidad de arrojarlas también.

Su habitación, dijo, estaba cerca. Tan cerca que podía oler la fruta del mercado. Le ofreció cobijo.

—¿Y qué hay del crío? —preguntó ella.

Es verdad, pensó él. El chico es un estorbo. Pero es pequeño. Dormirá. Y cuando duerma, ¿quién sabe lo que puede ocurrir?

Pusieron al niño a dormir y ellos empezaron a trabajar. La tía hizo todo lo que pudo por parecer experta, aunque, a decir verdad, nunca había experimentado aquella intimidad. La conocía, naturalmente, pero sólo en la forma de parloteo cómico, el coqueteo sexual que era preciso para pedirle unas monedas a un hombre, el sonrojo y la quietud que se apoderaba de ellos cuando exhibía sus piernas y vendía guiños e insinuaciones.

Algunas princesas —las prostitutas, las oportunistas— las habían tenido a todas muy divertidas una noche con historias acerca de su clientela. Que un viejo había pagado buen dinero por ver a una chica escupirle en los pies. Que otros querían que les lamieran las axilas («¡Mi mujer nunca me besa ahí!») o pedían entrar por la puerta trasera, o tomaban su placer sazonado con juramentos que habrían escandalizado a los guardianes del infierno. Que a los hijos adolescentes de la burguesía los llevaban sus tíos, padrinos o amigos de la familia a chicas como ellas para que «probaran la fruta», pero con frecuencia suplicaban compasión y proclamaban su inocencia; o lloraban; o no lograban «endurecer el gusano»; o cambiaban de opinión cuando descubrían qué, cómo y dónde; o se corrían en los calzoncillos antes de desabrocharse los botones del pantalón; o se meaban.

La tía estaba preparada para rarezas. Estaba preparada, en realidad, para divertirse. La hilaridad, se deducía de lo que habían dicho las princesas, era la constante del acto del amor, y Ratero había demostrado que le gustaba la diversión. Pero pronto se encontró más asustada que divertida. Los besos de Ratero eran del tipo colonizador. Sus manos —aquellas manos tan acostumbradas a deslizarse suavemente, inadvertidas, en bolsillos, faltriqueras y pliegues— parecían haber perdido de repente su habilidad. Sus dedos —expertos en aflojar, desabrochar y desatar— temblaban con los cordones del camisón que ella llevaba aún bajo el abrigo. Parecía poco hábil con los clips de sus tirantes. Trató de pasar las manos a través de la tela. Parecía incapaz de bajarse los pantalones sin la ayuda de la tía. Su respiración se había vuelto tan irregular y trabajosa que la tía empezó a pensar que sería mejor dejarlo antes de que el pobre hombre tuviese un ataque y su nuevo sueño de irse a vivir con un ladrón urbano bueno y guapo terminase con una muerte. La temperatura de Ratero fluctuaba. Tenía la cara colorada. Su hilaridad, su calculada seguridad —las dos características que le habían hecho tan atractivo para la tía— habían desaparecido. En su lugar había un hombre que no parecía capaz de formar una frase sencilla y que se comportaba con la brusca y desangelada premura de un niño al que se le niega el pecho. De hecho, muy pronto su boca estuvo en parte sobre su pecho y en parte masticando su camisón de algodón. Una mano le subió el pesado abrigo y el camisón hasta la cintura; la otra mano estaba metida demasiado profundamente, atrapada, debajo de la cinturilla del pantalón, debajo de su ropa interior.

Un suave empujón por parte de la tía habría hecho caer a aquel Ratero como un cochinillo embroquetado al suelo desnudo de su habitación. Pero la tía no estaba de humor para empujones. A pesar de su desconcierto, se sentía complacida de ser el centro de atención, el centro del

ballet buffo de Ratero. Mantenía a raya su dolor de hermana. Le dejó resbalar sobre el colchón, la cabeza apretada contra su pecho… su abdomen… su entrepierna… sus muslos… sus rodillas. Le dejó meter la lengua entre los dedos de sus pies. Se rió y se rió. No era extraño que las prostitutas fuesen gente tan alegre.

—Desnúdate —dijo él—. Pero no te quites el sombrero.

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