Arcadia

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Tercera parte La ciudad de Victor » 8

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Rook esbozó para ellos un futuro hecho de fruta podrida y no vendida, de hojas amarillas y raíces blandas. Nadie aguantaría los dos años en el «yermo», decía Rook. Ése era el plan maestro de Victor, deshacerse de los jaboneros y quedarse con Arcadia para sí. Pero Rook hablaba en el jardín vacío. Su amarga sabiduría, sus ironías, hacían que la gente le volviese la espalda y buscase una compañía menos biliosa. Y la compañía de esa clase no escaseaba. A mediados de diciembre la plaza del mercado estaba alegre y juguetona. Por una vez, el centro de nuestra ciudad estaba de moda. Quizá no era el paraíso, pero tampoco era el infierno. Los jaboneros conocían lugares mejores y también mucho peores. ¿Quién querría, se preguntaban, vivir, junto con otros veinte millones de personas, en la ciudad de México en guetos tan sucios y tan atestados que las cucarachas huían al campo y las garrapatas de los cerdos se venían a la ciudad? ¿O en Hong Kong, donde, según se decía, los pisos eran tan pequeños y el espacio público tan escaso que si uno quería revolverse en la cama por la noche tenía que coger el transbordador y revolverse en la China continental? ¿Quién pasaría una sola noche en Londres por gusto? Allí la mitad de la población sólo podía dormir con píldoras. ¿Quién querría respirar el aire de Tokio, donde la sagrada montaña de Fuji ya no era visible a causa de la contaminación? ¿O beber el agua de Detroit, donde el río Colorado tenía tal densidad de vertidos que en las fotografías tomadas por satélite con rayos infrarrojos parecía tierra firme? ¿Quién cambiaría nuestros modestos atascos de tráfico por los grandes estreñimentos de Los Angeles? Comparadas con las grandes ciudades, la modestia poco romántica del centro de nuestra ciudad era motivo de gratitud.

A medida que diciembre se acercaba a su fin todo el mundo venía a ver el mercado por última vez. Traían a sus niños. Bloqueaban las calles con sus coches. Compraban unas verduras simbólicas, unas frutas de recuerdo, y deambulaban entre los puestos comentando lo atractivos que eran los mercados. Celofán les dirigía. Ellos hacían lo que les ordenaba. Le trataban con más respeto del que había conocido nunca. Se quedaban paralizados mirándole mover los brazos o cerrarle el paso a un camión descargado.

A los jaboneros les encantaba aquella clientela de despedida, aquel público lento y boquiabierto que compraba fruta mala sin preguntar nunca el precio, que se tragaba todos los cuentos que les contaban los jaboneros. Un comerciante, cuando alguien le preguntó por centésima vez cómo había perdido la última falange del dedo meñique, le guiñó un ojo a su mujer y le contestó que el mes anterior se había encontrado una serpiente en un barril de melocotones.

—No era más grande que mi mano —decía—. Pero esas serpientes de la fruta son venenosas. Una mordedura y estás muerto en treinta segundos. Eso si eres sano y fuerte como yo y tienes valor para aguantar tanto. ¿Qué podía hacer? Cogí esta podadera y me corté el dedo allí mismo antes de que el veneno me llegase al corazón. —Otras veces contaba que había llevado a cabo la cirugía no con una podadera sino con un cuchillo de plátanos, un trozo de cristal, una navaja de afeitar, un hacha, una cucharilla de café. Y una vez—: ¿Qué podía hacer sino levantar el dedo y dejar que aquí mi señora me lo arrancase de un bocado? Luego lo escupió. Cayó en esa caja de zanahorias. Todavía no lo hemos encontrado.

Un vendedor de manzanas que tenía una botella junto a la caja registradora discurseaba mientras vendía:

—Morder una manzana es saborear la fruta más científica del mundo. Fue una manzana al caer la que nos dio la gravedad… aunque ninguna de las mías ha caído del árbol. Todas han sido cogidas y empaquetadas sin una magulladura. Y aquí está la manzana que tentó a Eva. ¿No ven el rubor en sus mejillas? Y aquí hay manzanas para asar como las que Einstein usaba en sus experimentos. Tienen la masa, tienen la energía. Están muy buenas con queso.

Otro encontró un

bon viveur, un insecto del néctar, entre sus frutas, tan hinchado por el jugo como una uva verde madura. Lo levantó en alto para que todos los clientes lo vieran y, viendo que unos niños le estaban mirando, hizo un juego de manos y sustituyó el insecto por una uva de verdad. Se la echó a la boca. La reventó entre sus dientes. Les sacó la lengua a los niños. En el hueco de la misma se veía carne verde estrujada.

Aquella clientela nueva, ingenua y más rica no podía ocultar su placer. ¿Era aquello un circo o un mercado? Si aparcar fuese un poco más fácil y el viaje desde los barrios residenciales de las afueras no fuese tan largo, siempre harían sus compras en el Mercado del Jabón. La fruta tenía mejor aspecto libre del celofán. Tenían la posibilidad de tocarla y elegir exactamente lo que querían. Y había mucha variedad. Y era mucho más divertido —aunque menos cómodo— que las tiendas iluminadas y cerradas en las que compraban habitualmente, cerca de las oficinas, a un paso de casa, a dos minutos en coche. ¡Qué regalo, también, encontrar aquella zona verde en el corazón del mercado! ¡Y qué cafés tan baratos había, y bares como los de campo, con mesas hechas de tablillas, con árboles que daban sombra en verano y protección en invierno, con camareros y camareras que no eran ni serviles ni imperiosos! Podían probar bebidas raras y escuchar disimuladamente un tumulto de conversaciones, obscenidades y proposiciones que nunca habían oído antes.

Los músicos ambulantes acudían como avispas a la cerveza. Tocaban viejas canciones y clásicos de Norteamérica. Había tanta gente que el gitano del acordeón apenas podía extender y encoger sus notas. Los camareros tenían que llevar las bandejas de cervezas por encima de su cabeza. El hecho de que Rook estuviese predicando el desastre era sólo una prueba más de que allí, en aquella reliquia cubierta de hierbas y adoquines, la vida estaba en sazón.

Algunos se quedaban todo el día, buena parte de la noche. De hecho, en aquella última semana entre Navidad y Año Nuevo, la noche ocupó el lugar del día, el alcohol sustituyó a la fruta, el comercio cedió su puesto al placer. Algunos comerciantes dejaron de vender. Ya no se levantaban al amanecer para elegir la mercancía o atarearse con la decoración de sus puestos. Se levantaban tarde. Se acostaban tarde. Bebían como cosacos. ¿A quién le importaba un bledo lo que la fortuna y los aparcamientos le deparasen? Había que asistir a una fiesta. ¿Un velatorio? ¿Un bautizo? ¿O ambos? Nadie tenía tiempo de preguntar o de preocuparse. Ni siquiera a los cinco hombres que habían estado en el almuerzo de cumpleaños de Victor y que eran demasiado viejos para disfrutar del ruido y la bebida se les permitía irse a casa sobrios. ¿Cómo podían negarse a un brindis por «nosotros»? ¿Y luego otro brindis por «todos estos años que hemos compartido»? Y más: «Por nuestros fieles clientes». «Por el año nuevo y el viejo». «Por la salud, la riqueza y las mujeres». «Por Arcadia». Muy pronto tenían al gitano con su encantador acordeón junto a su mesa y estaban rastreando las palabras y la música de

¿Estás en venta, dulce doncella?

(Si es así, ¿puedo estrujarte?),

¿A cuánto el kilo de tus pechos?

(Me llevaré un par, por favor, sírveme.)

¿A cuánto los muslos?

¿Y a cuánto los ojos?

¡Oh, dime que estás en venta!

Dulce doncella, anhelo arrendarte.

¿Cuál es tu precio?

¡Eso me vale!

Ahora siéntate sobre mis rodillas,

antes de que mi parienta te vea…

Aquéllas eran noches demasiados buenas para ponerles fin, tan llenas de pecado y a la vez tan inocentes y tan virtuosas. La celebración no duraría. La mañana del primero de enero despejarían el mercado. Levantarían cercas y barreras. Entrarían las excavadoras y las zanjadoras. La tierra bajo las piedras quedaría a la vista, esquirlas de pedernal y adoquines rotos centellearían bajo la luz por primera vez en seiscientos años.

Rook deseaba salvar los adoquines. Y a sí mismo. No había lugar para él en el aparcamiento de Victor ni en Arcadia. No le habían reservado un espacio donde poder comerciar con el hecho de haber sido un niño de la Puerta de Madera, el revolucionario del mercado, la mano derecha del jefe, el adalid de los jaboneros. El día de Año Nuevo su mundo quedaría reducido a las cuatro habitaciones de su apartamento. Sería el rey indiscutible de las paredes y los muebles. No tendría reputación en las calles. A menos que aprovechara su última oportunidad de dejar huella, de vengarse de la ciudad.

En Nochevieja no había sitio en su mesa acostumbrada en el Jardín del Jabón. Hombres y mujeres jóvenes que no había visto nunca y todos los residentes de los alrededores se habían unido a los comerciantes, los conductores y los mozos de cuerda para celebrar el fin de año y el cierre del Mercado del Jabón.

A las siete había venido el alcalde con cámaras, representantes de la firma Busi y los directores de construcción y comercio de Victor. La policía había abierto un camino y puesto una valla metálica para que el alcalde pudiese ser el primer cliente que compraba en el Mercado del Jabón sin ser estorbado, sin la presión de la multitud. La ruta que seguiría estaba marcada, al igual que el puesto en el que se detendría, la conversación que tendría con el jabonero elegido, la naranja —ya lavada y envuelta por un funcionario del ayuntamiento— que compraría, pelaría y se comería. Habría una foto («Por favor, muerda la naranja, señor alcalde. Abra más la boca. ¡Sonría!»), una entrevista, un paseo, una apresurada marcha para ir a dirigir unas palabras a los hombres de negocios de la ciudad en su cena anual. Una secretaria tomó nota de que dos años después ese alcalde, o el siguiente, tendría que comprar otra naranja y comérsela delante de las cámaras para celebrar la inauguración de Arcadia.

Con eso quedaron cumplidas las convenciones sociales. Ahora los comerciantes eran libres —y se alegraban— de desmantelar y apilar sus puestos por última vez. No los recogieron de la forma acostumbrada, ni los dejaron descansar en sus sitios, sino que siguieron las instrucciones que Anna les había mandado desde el Gran Vic. Doblaron los toldos y los caballetes, metieron en cajas la fruta y las verduras no vendidas, pegaron etiquetas numeradas, escribieron con tinta sus nombres y llevaron sus avíos a dos puntos de recogida detrás de los bares. Los camiones de Victor llegarían al amanecer para llevarse los puestos al otro lado de la Autopista de Enlace Roja, a sus nuevos hogares en el aparcamiento.

Por una vez, los equipos de limpieza podían ser tan descuidados como quisieran con sus escobas y sus mangueras. Regaron los adoquines, que quedaron mojados y negros, retiraron los desperdicios del día y dejaron el mercado limpio para su evacuación del amanecer. Los comerciantes se unieron a la gente del jardín, sus delantales mugrientos y sus sombreros persuadieron a la multitud de que eran jaboneros y debían dejarles pasar y ser servidos los primeros, del mismo modo que los asistentes a un funeral se muestran deferentes con los miembros de la familia.

El óvalo adoquinado que rodeaba el jardín y los bares estaba más vacío que nunca. Los recién llegados aprovecharon para aparcar sus coches cerca de los bares. Bastó con que un solo coche desafiase el cordón medieval de los adoquines para que cien, luego quinientos, hiciesen otro tanto. Allí no se necesitaba ningún papel. Podían aparcar gratis. Hubo una breve simetría en esto. Un aparcamiento perdido debajo del Gran Vic para cedérselo a los comerciantes del mercado, un aparcamiento ganado en el espacio del mercado en el centro de la ciudad vieja.

El Mercado del Jabón brillaba. Los parabrisas y los techos de los coches recibían y devolvían las luces de la calle y de los edificios. Los coches eran escarabajos sedosos y saciados que anidaban en el cadáver mientras éste estaba mojado y caliente. Los conductores prudentes subían las ventanillas, recogían las antenas de radio, y cerraban los coches con llave antes de dirigirse a los bares. No les gustaba el aspecto de los hombres y mujeres que merodeaban por allí, los mendigos y los borrachos, los ancianos sin hogar, sin trabajo, sin esperanza, los que hacían de los adoquines su cama, los esnifadores de gasolina impresionados por la amplia oferta de depósitos de coche.

¿Dónde dormirían esa noche los jaboneros nocturnos? ¿Dónde estaban sus nidos? ¿Dónde podrían encender sus hogueras? Acudieron a Rook, los que conocían su cara. «¿Qué está pasando?», le preguntaron. Los más callados se limitaron a dar vueltas entre los coches, sin tener otro sitio adonde ir. Algunos intentaron abrir los coches. Otros quitaron los tapones de la gasolina y cenaron con vapores. Otros se sentaron sobre los capós pasándose botellas, importunando a los transeúntes para pedirles dinero o cigarrillos. Era demasiado tarde para pensar en otro lugar. Aquel era su hogar y estaban tan nerviosos y afligidos como si se les hubiese muerto alguien.

Rook se quedó de pie observando, debatiendo consigo mismo si aquél era el momento —antes de ponerse demasiado pesado— de irse a casa para despedir el año viejo sobrio, solo, en la cama. No se encontraba bien. La humedad de la noche se le agarraba al pecho. Tenía la cabeza cargada. Se sentía próximo a las lágrimas. Entonces vio a Joseph por cuarta y última vez. El muchacho estaba sentado con la espalda contra la pila más pequeña de puestos, dormido. Era la única persona que dormía allí. Rook no pudo resistirse a esa oportunidad. Se inclinó para despertarle.

—Soy yo —dijo Rook, el Diablo sacudiendo a Fausto.

A Joseph le moqueaba la nariz y le lloraban los ojos. Olía a alcohol y gasolina. No podía mantener la cabeza erguida. Su aliento hubiese levantado ampollas en la pintura.

—Tengo un trabajo para ti —dijo Rook. Buscó en sus bolsillos, encontró la cartera y sacó los diez medios billetes—. Tienes tus mitades, ¿no? Te daré las mías esta noche. Te haré rico si…

Si puedes agitar una varita mágica y hacer que el mercado vuelva a estar intacto. Si puedes devolverme mi empleo. Si puedes secuestrar a Anna del Gran Vic y metérmela en la cama. Si tienes un truco para que las arrugas desaparezcan de mi cara y las canas de mi pelo, para que vuelva a ser joven y vestido de negro. Si puedes detener la ciudad ahora mismo.

—¿Si qué? —preguntó Joseph, medio dormido.

Rook le dio unos golpecillos con la punta del pie a la pila de puestos recogidos.

—Haremos una hoguera, ¿eh? —dijo—. Para acabar con todo esto, para celebrar la salida del año viejo. —Sacó un sobre de cerillas del Excelsior y lo dejó caer en la mano de Joseph—. Préndele fuego a toda esta madera y lona. Y luego a la otra pila también. Eso es todo lo que tienes que hacer. Es dinero a cambio de nada.

—¿Por qué?

—Tú hazlo. O quemas eso o quemo yo esto. —Agitó los diez medios billetes y luego se los guardó en la cartera—. Espera diez minutos. Luego haz el trabajo. Reúnete conmigo aquí mañana. Empieza el nuevo año diez mil más rico que hoy.

Rook no se iría a casa para dormir sobrio y solo esa noche. Deseaba ver qué trastornos podía causar. Pero necesitaba una coartada. Era preciso que le vieran, un ruidoso inocente, cuando comenzaran los incendios. Cruzó entre los coches. Se abrió paso a empujones entre las multitudes hasta llegar al césped invernal pisoteado del Jardín del Jabón. Consiguió un vaso vacío justo antes de la medianoche. Y cuando se hicieron los brindis por la salud y la riqueza Rook fue quien respondió más ruidosamente, como el peor de los pecadores en una misa. Gritó como un loco. Hizo brindis irónicos por Victor y por Arcadia. Se subió a las mesas, molestó a las mujeres, los comerciantes y los jóvenes vestidos con ropas chillonas. Les dijo su nombre. «Soy Rook y éste es mi patio trasero». Se hizo inolvidable. Nadie notó que una aurora anaranjada se elevaba por el oeste con nubes de humo. Y nadie se volvió para olfatear el viejo olor a madera que sale de las chimeneas del campo, de las panaderías y de los incendios forestales.

Los primeros en calentarse la cara y las manos en las llamas fueron los huéspedes nocturnos del mercado. Sus nidos se estaban convirtiendo en humo, pero ellos estaban alegres por las luces y los colores reflejados en todos los parabrisas de la plaza del mercado. Se pusieron en cuclillas con sus botellas y dejaron que sus caras enrojecieran a causa de la bebida y el calor. Lanzaron vivas cuando las llamas derribaron las tiendas indias hechas de madera y lona. El calor se hizo más compacto y obligó a retroceder a la primera fila del público hacia los pasillos entre los coches, donde había más oscuridad, más seguridad, menos intensidad.

La multitud iba en aumento. Los recién llegados que habían aparcado en las aceras del distrito de Puerta de Madera y que estaban demasiado eufóricos por la fecha y la hora como para volverse a casa se dirigían a los bares del mercado cuando se encontraron bloqueados por el humo, el fuego y el gentío. No se alarmaron. El fuego de medianoche no era una amenaza para ellos. Daba un toque jubiloso a la Nochevieja. Los borrachos y los mendigos les agobiaron pidiéndoles cigarrillos y uno o dos los encendieron con ascuas del incendio.

El incendio mismo estaba cambiando de humor. Escupía. Estaba exasperado, atrapado. Los incendios, por su propia naturaleza, se hunden y se extienden. Arden en rescoldo por los bordes y colonizan la tierra que les rodea. Pero los adoquines no se queman. Mantienen el fuego a raya. El calor se ponía más furioso, pero no podía hacer nada excepto sobresaltar a todo el mundo con los tiros de pistola de los adoquines que se rajaban bajo el fuego y las detonaciones de la madera.

Hay un viento invernal en la ciudad que llamamos el Resuello de Medianoche. El calor nocturno de la vida ciudadana no es absorbido por la luna y el aire más frío del campo penetra por debajo, a lo largo de las aceras, los callejones y las rutas del tranvía, y sopla hasta el amanecer. Este viento y los fuegos se dieron cita. Bailaron un vals. Sus túnicas se levantaron y soltaron vaharadas de calor. Las llamas estaban animadas ahora. Se inclinaban y se alargaban, se estiraban y se encogían mientras el viento boxeaba con la noche. El más pequeño de los incendios era el que más se había extendido y, finalmente, prendió en las ramitas sin hojas de dos árboles que crecían detrás de un bar. Las ennegreció. Las llamas apenas las habían tocado. Pero quienes estaba observando vieron a cincuenta fumadores suspendidos en el aire chupar cincuenta cigarrillos cuando las puntas de las ramitas aspiraron el viento y relucieron tan rojas como los ojos de búho. Los cigarrillos ardieron. Ahora las llamas saltaban como trasgos entre las ramas, alimentándose de la corteza. Los juerguistas del Jardín del Jabón levantaron la cabeza y vieron dos árboles ardiendo y prestando voz al viento como hacen las trompetas. Ya las ramitas estaban cayendo sobre los tejados y los tejados parloteaban y se encogían de hombros ruidosamente a causa del repentino calor. Ya los insectos llenaban el aire. Y había ratas, murciélagos y cucarachas que trataban de huir de las llamas.

El viento cambió ahora de dirección. Dejó que los árboles se vinieran abajo. Sopló hacia la plaza del mercado donde la multitud se había quedado más silenciosa, menos divertida. Los fuegos silbaban. Las llamas se enroscaban como ondas chinas y lamían los capós y los parabrisas de los coches más cercanos. Una lengua de calor ennegreció y encogió la bandera de un equipo de fútbol que un joven había atado a la antena de su desvencijado camión. Chamuscó el cromo de los parachoques antiguos y sacó acres olores de los nuevos hechos de plástico.

Rook vio arder los árboles y fue presa de un sentimiento de culpa, de miedo y de júbilo. Corrió, cuando corrieron todos, para ver lo que pasaba. Se sumó al pánico, lo atizó, manifestó su acuerdo y se hizo eco de cada grito de los comerciantes que veían una conspiración en cada llama, en cada noche, en cada cara desconocida. «¡Nos han quemado los puestos!». Demasiado tarde para recuperar nada. Demasiado peligroso. «Ahora ellos nos han prendido fuego». Aunque no decían quiénes eran «ellos». «Ellos» eran el alcalde, los arquitectos, los hombres de negocios y Victor. «Ellos» eran los hombres que vendrían al amanecer para «empezar desde cero».

¿Quién fue el primero en volcar un coche? Rook no. Él era demasiado menudo, le faltaba el aliento y no tenía camaradas. Algunos jóvenes que amaban sus coches habían intentado dar marcha atrás para alejarlos del peligro, retrocediendo hacia espacios donde había gente, apretando sus parachoques contra los parachoques del coche de atrás. Intentando girar donde no había sitio suficiente para darle la vuelta a un carro de mano. Algunos conductores de la primera fila trataron de pasar a los pies del fuego. Hicieron sonar sus bocinas desesperadamente, más preocupados por la pintura que por la carne. Se encontraron cercados por hombres. Sus coches fueron balanceados y volcados. Tuvieron que escapar a gatas. Un joven —sus neumáticos traseros derritiéndose y humeando, su parabrisas destrozado— intentó vengarse con un palo llameante. Habría matado para salvar su coche.

El Mercado del Jabón no tenía suficientes salidas para todos los vehículos que estaban aparcados. Además, las estrechas calles y aceras que salían de la plaza estaban bloqueadas por otros coches y más gente, atraída por el ruido, la luz y el humo. ¿Qué posibilidades tenían los bomberos? Sus bombas no podían acercarse a los incendios más de lo que permitían las bocas de riego de la plaza de la Torre y de la calle de los Santos. Las mangueras que tenían no llegaban hasta el borde del mercado. A los bomberos no les preocupaba. Aquel incendio se consumiría solo. No podía saltar los adoquines y alcanzar la ciudad. Además, al amanecer, como todo el mundo sabía, comenzaría la demolición.

—Dejen que el incendio se apague solo —aconsejó la policía—. Evacuaremos a la gente de la plaza. No queremos heridos.

Pero intenten separar a una multitud de borrachos del fuego, o a los dueños de sus coches, o a los hombres del mercado de lo que quedaba de toda una vida de trabajo. Nadie se movía ni un centímetro, aunque el capitán de la policía del distrito dio aviso a través de un megáfono.

Los dos árboles no tardaron mucho en quemarse. Las llamas bajaron por el tronco y corrieron por el suelo. Saltaron como gatos sobre las dependencias exteriores, los almacenes de bebidas y las cocinas de la parte de atrás de los bares. Los bebedores y los mendigos aprovecharon la oportunidad para saquear antes de que el fuego se bebiera toda la cerveza y el vino. Arrastraron las cajas y abrieron las botellas rompiéndoles el cuello. Cogieron todo lo que se pudiera comer, gastar o vender. Combatieron el incendio con cerveza alemana. Lo atizaron con whisky, ron y sillas de madera. Los bares y los jardines no tuvieron tiempo de regatear con las llamas. Había demasiada madera. Solamente los laureles ciudadanos se resistieron a participar. Sus hojas parecían ininflamables, sus ramas demasiado sensibles para las llamas. Pero cuando al fin ardieron, su mazapán fundido flotó en una nube de cocina campesina que cuajó en la noche como la escarcha en los campos.

La policía de la ciudad no tiene tanta paciencia como su hermana del campo, le parecía que aquello era una protesta del mercado que se había descontrolado. Recordaba bien lo que los comerciantes habían hecho con el tráfico cuando fueron a manifestarse delante del Gran Vic y —años antes— el jaleo que armaron con la huelga de vendedores. Los jaboneros tenían fama por su independencia y su obstinación. A la policía no le agradaban los jaboneros. Tampoco simpatizaba con la «escoria», los vagabundos que dormían allí. Ahora aquellos dos grupos estaban formando equipo con jóvenes borrachos. Una trinidad terrible. Y había peleas, saqueos e incendios. Ya había bolsas de disturbios en las calles más allá del Mercado del Jabón. Los jóvenes atacaban los coches grandes, paraban los tranvías y arrancaban los arbustos en el Parque Matemático. Se vengaban de todo y de todos, como si la violencia fuese la única manera de hacer que la ciudad se fijase en ellos. Sabían instintivamente que eran invisibles a menos que alborotasen, destrozasen y robasen. Entonces sus caras salían en las pantallas de televisión.

La policía local —agotada, asustada— no necesitaba el permiso de un sacerdote o un alcalde para sacar sus porras, levantar sus escudos y magullar a la multitud. ¿Qué sentido tenía contenerse, suavizar los golpes? Si no ponían fin a aquellos disturbios ahora, ¿quién sabía adonde podían llevar y qué podían conseguir?

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