Arabella

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Cuando Arabella se despidió del señor Beaumaris delante de la casa de lady Bridlington, el mayordomo que le abrió la puerta le informó que dos caballeros estaban esperándola en el saloncito. La noticia le produjo una considerable sorpresa. El mayordomo le explicó que uno de esos jóvenes caballeros había mostrado mucho interés por verla, porque era de Yorkshire y la conocía. Un temor espantoso se apoderó de Arabella: que todo Londres hubiera descubierto la verdad. Con mano temblorosa cogió la tarjeta de visita de la bandeja que sujetaba el mayordomo. Pero comprobó que no conocía el nombre elegantemente impreso en ella: no recordaba haber oído hablar de ningún Felix Scunthorpe, y mucho menos haberlo conocido.

—¿Dos caballeros?

—El otro joven, señorita, no ha revelado su nombre —respondió el mayordomo.

—Bien, supongo que tendré que recibirlos. Dígales que bajaré enseguida, por favor. ¿O está lady Bridlington en casa?

—No, milady todavía no ha regresado, señorita.

Arabella no supo si alegrarse o lamentarlo. Subió a su habitación a cambiarse el sucio vestido, unos minutos más tarde bajó con la esperanza de que su rostro no delatara el miedo que la atenazaba. Entró en el salón con aire majestuoso y decidido. Como le había prevenido el mayordomo, había dos jóvenes caballeros de pie junto a la ventana. Uno de ellos era un joven de aspecto ligeramente insulso e impecablemente vestido, que además de un alto sombrero llevaba un bastón de ébano y un elegante par de guantes. El otro era alto y esbelto, con cabello castaño y rizado y perfil aguileño. Al verlo, Arabella profirió un grito y cruzó corriendo la habitación para echarse en sus brazos.

—¡Bertram!

—¡Tranquila, Bella! —la reconvino su hermano retrocediendo—. ¡Ten cuidado con lo que haces, por amor de Dios! ¡Mi corbata!

—¡Ay, perdóname, es que me alegro tanto de verte…! Pero ¿a qué se debe tu visita? ¿Está papá en la ciudad?

—¡No, qué va!

—¡Gracias a Dios! —suspiró Arabella llevándose ambas palmas a las mejillas.

A su hermano no le extrañó en absoluto esa exclamación.

—Sí, menos mal que no está aquí —dijo mirándola con ojo crítico—, porque seguro que te regañaría por ir vestida así. ¡Estás muy guapa, Bella! Muy elegante, ¿verdad, Felix?

El señor Scunthorpe, turbado al requerirse su opinión, abrió y cerró la boca un par de veces, inclinó la cabeza y puso cara de desesperación.

—Opina que estás deslumbrante —explicó Bertram, interpretando esas señales—. Es un poco vergonzoso con las mujeres, pero un gran tipo, te lo aseguro. ¡En cualquier circunstancia!

Arabella miró con interés al señor Scunthorpe, que presentaba la apariencia de un joven muy afable; y aunque su elegante chaleco denotaba que seguía la moda, le pareció que le faltaba personalidad. Lo saludó con una cabezada, lo cual hizo que el joven se ruborizara intensamente y empezara a tartamudear. Bertram, pensando que su hermana agradecería algún tipo de presentación, dijo:

—No lo conoces. Estudiaba en Harrow conmigo. Es mayor que yo, pero tiene la cabeza llena de serrín: ¡jamás aprendió nada! Me lo encontré en el High.

—¿En el High?

—¡En Oxford, Bella! —explicó Bertram con altivez—. Maldita sea, ¿cómo puedes haberlo olvidado? ¡He ido a hacer los exámenes de ingreso!

—Claro que no lo he olvidado. Sophy me escribió que ibas a Oxford, y que el pobre James no podía acompañarte porque tenía ictericia. ¡Qué pena me dio! Pero ¿cómo te fue, Bertram? ¿Crees que habrás aprobado?

—No lo sé. Uno de los exámenes era muy difícil. ¡Pero no hablemos de eso ahora! El caso es que allí me encontré a mi amigo Felix, que es justamente el hombre que necesitaba.

—Ah, ¿sí? —inquirió Arabella, y añadió con una educada sonrisa—: ¿Usted también fue a examinarse, señor Scunthorpe?

Éste pareció estremecerse ante aquella posibilidad; negó con la cabeza y emitió un sonido que Arabella interpretó como una negación.

—¡Pues claro que no! —intervino Bertram—. ¿No te digo que tiene la cabeza llena de serrín? Había ido a visitar a unos amigos suyos que estudian en Oxford. El pobre lo pasó muy mal, ¿verdad, Felix? Lo llevaban a reuniones donde se veía rodeado de profesores y eruditos, y no entendía ni una palabra de lo que decían. No sé cómo se les ocurrió hacerle eso, porque era evidente que en esa compañía se pondría en ridículo. En fin, no es de eso de lo que deseaba hablarte. El caso es, Bella, que Felix va a enseñarme todos los lugares interesantes de Londres. Conoce la ciudad como la palma de la mano, porque vive aquí desde que lo echaron de Harrow.

—¿Y padre te ha dado permiso? —se extrañó Arabella.

—La verdad es que no sabe que estoy aquí —contestó Bertram con displicencia.

—¿Que no sabe que estás aquí? —exclamó Arabella, alarmada.

Scunthorpe carraspeó y dijo:

—Lo hemos engañado. No podíamos hacer otra cosa.

Arabella miró con incredulidad a su hermano.

—No, decir que lo hemos engañado no es exacto —puntualizó Bertram un poco arrepentido.

—Lo hemos embaucado —se corrigió Scunthorpe.

Bertram iba a protestar también al respecto, pero se interrumpió y dijo:

—Bueno, supongo que en cierto modo es verdad.

—¡Bertram! ¿Te has vuelto loco? —exclamó Arabella, consternada—. Cuando padre se entere de que estás en la ciudad y sin permiso…

—Es que no va a enterarse —la cortó Bertram—. Le escribí una carta a madre diciéndole que me había encontrado a mi amigo Felix y que me había invitado a pasar unos días en su casa. Así no se preocuparán si ven que tardo un poco en volver, y no sabrán dónde estoy, porque no les di mi dirección. Y eso me recuerda otro detalle del que quería prevenirte, Bella. Mientras me halle en la ciudad, me haré llamar Anstey, y aunque no me importa que le digas a tu madrina que soy amigo tuyo, no debes revelarle que soy tu hermano. Ella escribiría a madre, y se iba a armar un buen lío.

—¡Pero Bertram! ¿Cómo te atreves? —exclamó Arabella, sobrecogida—. ¡Nuestro padre se va a enfadar mucho!

—Sí, lo sé. Me va a regañar de lo lindo, pero antes me lo habré pasado en grande, y no me importa que luego me den un par de bofetadas —admitió Bertram alegremente—. Ya estaba decidido a ello antes de que tú vinieras a la ciudad. ¿Recuerdas que te dije que quizá te llevarías una sorpresa? ¡Seguro que no te imaginaste que me refería a esto!

—¡No, te aseguro que no! —contestó Arabella, y se desplomó en una butaca—. ¡Ay, Bertram, estoy muy preocupada! ¡No entiendo nada! ¿De qué vives mientras estás en la ciudad? ¿Eres el invitado del señor Scunthorpe?

—¡No, no! ¡No le he impuesto esa obligación al pobre Felix! ¡Es que me ha tocado la lotería! ¡Imagínate, Bella! ¡Cien libras!

—¡La lotería! ¡Dios mío! ¿Qué diría padre si se enterara?

—Bueno, se pondría hecho un basilisco, por supuesto, pero no voy a decírselo. Y mira, una vez ganado ese dinero, lo único que podía hacer era gastármelo, porque, como comprenderás, tenía que librarme de él antes de que descubriera que lo tenía. —Vio que su hermana estaba horrorizada y añadió, indignado—: La verdad es que no sé por qué te molesta tanto. Por lo que veo, tú también te lo estás pasando en grande.

—No, no, Bertram. ¿Cómo puedes pensar que me molesta? Pero que estés en la ciudad, y tener que fingir que no somos hermanos y engañar a nuestros padres… —Se interrumpió, recordando su propia situación—. ¡Ay, Bertram, qué malos somos!

Scunthorpe se alarmó ante esa declaración, pero Bertram le restó importancia:

—¡No seas exagerada! No mencionar que me has visto cuando le escribas a mamá no es exactamente mentir.

—¡Sí, Bertram, es algo peor! —susurró Arabella—. Bertram, estoy en un apuro tremendo.

Su hermano la miró de hito en hito.

—¿En un apuro? ¿Qué pasa? —Vio que Arabella miraba a su amigo, y dijo—: No te preocupes por Felix: no es ningún charlatán.

A ella no le costó creerlo, pero, como es lógico, era reacia a revelarle su historia a un desconocido, aunque ya se había percatado de que era fiable, y que lo único que podía ocurrir era que él la delatara involuntariamente. Scunthorpe tiró de la manga a su amigo y dijo:

—Tienes que ayudar a tu hermana a salir de ese aprieto, amigo. ¡Puedes contar conmigo!

—Le estoy muy agradecida, señor Scunthorpe, pero nadie puede ayudarme —dijo Arabella con aire trágico—. Sólo le pido que tenga la amabilidad de no traicionarme.

—¡Claro que no te traicionará! —declaró Bertram—. ¿En qué lío te has metido, Bella?

—Bertram, todos creen que soy una gran heredera —explicó compungida.

Su hermano se quedó mirándola un momento, y acto seguido soltó una carcajada.

—¡Qué tonta eres! ¿Cómo van a pensar eso? ¡Si lady Bridlington sabe muy bien que provienes de una familia modesta! No irás a decirme que fue ella la que divulgó ese cuento.

Arabella negó con la cabeza.

—No. ¡Lo dije yo! —confesó.

—¿Tú? ¿Por qué hiciste algo así? Aunque supongo que nadie te creyó.

—Sí, se lo han creído. Lord Bridlington dice que me persiguen todos los cazafortunas de la ciudad, y… ¡ay, Bertram, es verdad! ¡Ya he rechazado cinco propuestas de matrimonio!

La idea de que pudiera haber cinco caballeros dispuestos a casarse con su hermana le resultó divertidísima, de modo que Bertram se carcajeó de nuevo. Arabella tuvo que confesárselo todo, porque él no se creía nada de cuanto le había contado. Su relato fue un tanto inconexo, porque él la interrumpía con preguntas; y también se produjo una importante digresión cuando Scunthorpe, tras mirar con fijeza a Arabella durante unos instantes, de pronto se volvió muy locuaz y dijo:

—Perdone, señorita Tallant, pero ¿ha mencionado al señor Beaumaris?

—Sí. Lord Fleetwood y él.

—¿El Incomparable?

—Sí.

Scunthorpe sofocó un grito y, dirigiéndose a su amigo, dijo:

—¿Has oído eso, Bertram?

—¡Sí, por supuesto!

—Creía que no. ¿Ves la chaqueta que llevo? —Los dos hermanos miraron la chaqueta de Scunthorpe, desconcertados—. Hice que mi sastre le copiara las solapas a una que le habían hecho en Weston al Incomparable —admitió el joven con orgullo.

—¿Qué tiene eso que ver? —preguntó Bertram.

—Pensé que te interesaría saberlo —se disculpó su amigo.

—No te preocupes por él —dijo Bertram a su hermana—. Es muy propio de ti, Bella, ofenderte y salir con algo así de descabellado. No, no digo que te culpe. Y ese tal señor Beaumaris, ¿se lo ha contado a todo el mundo?

—Creo que el que lo ha hecho ha sido lord Fleetwood, porque en una ocasión el señor Beaumaris me dijo que sólo había hablado del asunto con él. A veces me he preguntado si… si conocerá la verdad, pero no puedo creer que la sepa, porque me despreciaría terriblemente, estoy segura, si supiera lo mal que me comporté, y no bailaría conmigo en todas las fiestas (¡precisamente él, que no baila casi nunca!), ni me llevaría a pasear en su carrocín.

Scunthorpe parecía profundamente impresionado.

—¿Hace todo eso? —preguntó.

—Sí, ya lo creo.

—¿Has oído eso, amigo mío? —Miró con solemnidad a Bertram—. ¡Sin duda tu hermana es toda una personalidad! Conoce a mucha gente importante. Se pasea en coche con el Incomparable. Tuvo una gran idea al asegurar que era una rica heredera.

—¡Ay, no! ¡Lamento tanto haberlo dicho, porque ahora tengo muchos problemas!

—¡Mira, Bella, no me vengas con pamplinas! ¡Te conozco! No intentes convencerme de que no te gusta esta vida que llevas, porque no voy a creerte —le espetó Bertram.

Arabella reflexionó y compuso una tímida sonrisa.

—Bueno, sí, quizá me guste, pero cuando recuerdo la causa de mi éxito, lamento haber mentido. ¡Imagínate la situación en que me encuentro! Si se supiera la verdad, quedaría muy desprestigiada. Nadie me saludaría, y seguro que lady Bridlington me enviaría a casa. Y entonces se enteraría padre, y… ¡Ay, Bertram! ¡Casi prefiero arrojarme al río a que él se entere de algo así!

—Sí, te comprendo —admitió su hermano estremeciéndose—. ¡Pero eso no va a pasar! Si alguien me pregunta, diré que te conozco bien, y Felix hará lo mismo.

—Sí, pero eso no es todo. Ya no podré aceptar ninguna propuesta de matrimonio que me hagan, y madre me considerará tremendamente egoísta. Porque ella confiaba en que yo encontraría un buen partido, y lady Bridlington le dirá que… que muchos buenos partidos se han interesado por mí.

Bertram frunció el entrecejo, reflexionó un instante y dijo:

—A menos… No; tienes razón; ¡qué situación tan comprometida! Si aceptaras una propuesta de matrimonio, tendrías que confesarlo todo, y entonces tu pretendiente la retiraría. ¡Eres incorregible, Bella! ¡No sé qué podemos hacer! ¿Se te ocurre algo, Felix?

—Es una situación muy complicada, desde luego —dijo Scunthorpe sacudiendo la cabeza—. Sólo se me ocurre una solución.

—¿Cuál?

El joven carraspeó tímidamente.

—Seguro que te disgusta la idea. La verdad es que a mí tampoco me gusta, pero cuando una mujer se encuentra en un aprieto, no puedo quedarme de brazos cruzados.

—Pero ¿de qué se trata?

—¡No, si sólo es una ocurrencia! —le advirtió Scunthorpe—. Si no te gusta, sólo tienes que decir que no. A mí no me agrada, pero creo que debo proponértela. —Vio que los hermanos Tallant estaban muy intrigados, se ruborizó intensamente y dijo con voz estrangulada—: ¡Una boda!

Arabella lo miró con fijeza, y acto seguido soltó una carcajada.

—¡Pero cómo se te ocurre semejante disparate! —exclamó Bertram—. ¡Tú no quieres casarte con Bella!

—No —concedió el otro—. Pero acabo de prometer que la ayudaría a salir de este apuro.

—Es más —añadió Bertram con severidad—, tus tutores no te dejarían desposarte, porque todavía no eres mayor de edad.

—Podría convencerlos —aseguró Scunthorpe.

Sin embargo, Arabella le dio las gracias por su amable ofrecimiento y dijo que no creía que formaran una buena pareja. Scunthorpe no disimuló su alivio, y volvió a quedarse callado, que era como parecía sentirse más cómodo.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo Bertram—. Lo pensaré, te lo prometo. ¿Quieres que me quede a saludar a tu madrina?

Arabella se mostró de acuerdo. La apenaba que su hermano tuviera que estar de incógnito en la ciudad, pero él le confesó con sinceridad que no le apetecía seguirla a todas las fiestas de la buena sociedad.

—¡Qué aburrimiento! Ya sé que te has aficionado mucho a las fiestas desde que viniste a Londres, pero a mí no me gustan.

Entonces Bertram enumeró los sitios que pensaba visitar, y como se trataba de distracciones inocuas como el Circo Astley’s, la colección de animales salvajes de la Torre, el museo de cera de Madame Tussaud, el coche de Napoleón, que estaba expuesto en el Museo Bullock’s, una visita a Tattersall’s, la salida de los coches de Brighton desde el White Horse Cellar y la próxima revista militar en Hyde Park, su angustiada hermana se tranquilizó. A primera vista, a Arabella le había parecido que su hermano había madurado, porque llevaba un chaleco muy sofisticado y un peinado nuevo; pero cuando le habló del cosmorama que había visto en Coventry Street y que tanto le había gustado, y expresó con juvenil entusiasmo sus deseos de asistir a «El incendio de Moscú», el maravilloso espectáculo con funámbulos y exhibiciones ecuestres, comprendió que Bertram todavía era lo bastante infantil para no interesarse por otras diversiones mucho más peligrosas que podían encontrarse en Londres. Pero, como Bertram informó confidencialmente a su amigo el señor Scunthorpe cuando salieron juntos de Park Street, las mujeres pensaban unas cosas tan ridículas que habría sido absurdo revelarle a Arabella que sentía deseos igual de apremiantes de ver un combate de boxeo en el Fives-court, de fumar con los sibaritas en el Daffy Club, de sondear los misterios del Royal Saloon y del Peerless Pool, y desde luego asistir a una representación de la Ópera —no, como se apresuró a asegurarle a su amigo, porque quisiera escuchar música, sino porque tenía entendido que pasear por el Fops’ Alley estaba muy de moda—. Ya que había decidido, con mucha prudencia, hospedarse en una de las posadas de la City, donde, si se le antojaba, podía cenar considerablemente bien en el Ordinary, de precios muy moderados, abrigaba esperanzas de poder permitirse todas esas diversiones. Sin embargo, cayó en la cuenta de que antes tenía que comprarse un sombrero más alto y de ala más elegante, unas botas con borlas, una leontina y quizá un sello, y, cómo no, un par de guantes amarillos. Sin esos complementos del atuendo masculino, parecería un pueblerino. El señor Scunthorpe le dio la razón y se aventuró a señalar que, en los círculos más modernos, se consideraba que el abrigo de viaje con sólo dos capillas sobre los hombros no estaba bien visto. Se ofreció al llevar a Bertram a su propio sastre, un individuo muy astuto, aunque no hubiera cobrado tanta fama como Weston o Stultz. Sin embargo, dado que la gran ventaja de ser cliente de aquel sastre en ciernes residía en la seguridad de que estaría dispuesto a equipar a cualquier amigo del señor Scunthorpe en un periquete, Bertram no puso ningún reparo en subir de inmediato a un coche de punto y ordenar al cochero que lo llevara a toda velocidad a Clifford Street. Scunthorpe le aseguró que la habilidad del señor Swindon conferiría a su amigo un nuevo aire, y como eso le pareció muy deseable a Bertram, se dijo que no podía invertir su dinero en nada más ventajoso. Scunthorpe procedió a darle algunos consejos útiles, sobre todo previniéndolo contra las extravagancias de estilo que pudieran hacer sospechar que pertenecía a ese grupo de exagerados dandis a quienes despreciaban los caballeros realmente refinados. Sin duda alguna, el modelo ideal que cualquier aspirante debía imitar era el Incomparable, lo que recordó a Bertram algo que había estado inquietándolo ligeramente.

—Dime, Felix, ¿crees que mi hermana hace bien paseándose con él por la ciudad? Te confieso que no me agrada en absoluto.

Scunthorpe disipó rápidamente sus temores: no había ningún inconveniente en que una dama paseara en un carrocín o un faetón con un postillón en la parte trasera.

—En cambio, no estaría bien visto que paseara en un tílburi, desde luego —añadió.

Aliviadas sus fraternales preocupaciones, Bertram olvidó la cuestión y se limitó a comentar que daría cualquier cosa por contemplar la cara de su padre si viera lo elegante que se había vuelto Bella.

Cuando llegaron a Clifford Street, el señor Swindon los atendió inmediatamente; le presentó enseguida su tarjeta a su nuevo cliente, y le mencionó los respectivos méritos de las telas con que trabajaba. Pensaba que seis capas serían suficientes para un abrigo de viaje ligero, una opinión con la que coincidió Scunthorpe, explicándole a Bertram que no le convenía imitar a los Goldfinch, con su profusión de capas superpuestas. A menos que uno fuera impecable con las riendas, o uno de esos admirados cazadores de Melton, aseguró que era más recomendable buscar la pulcritud y el decoro que seguir las últimas tendencias. A continuación se concentró en la selección de la tela para confeccionar una chaqueta, y aunque Bertram no tuviera intención de encargar una chaqueta nueva, acabó solicitándola, alentado por la afirmación del señor Swindon de que una prenda de una sola fila de botones, negra, con solapas anchas y botones de plata lo favorecería mucho, así como por las tranquilizadoras palabras que le susurró su amigo, según el cual aquel sastre siempre daba amplio crédito a sus clientes. En efecto, Scunthorpe raramente se preocupaba por la cuenta de su sastre, porque el astuto empresario sabía muy bien que, como era huérfano de padre y menor de edad, su considerable fortuna la custodiaban unos estrictos tutores que sólo le pasaban una asignación miserable. Durante la sesión en Clifford Street nadie cometió la vulgaridad de mencionar el precio o el pago, así que Bertram salió del local debatiéndose entre el alivio y el temor a haberse comprometido a pagar más dinero del que tenía. Pero la novedad y la emoción de una primera visita a la metrópolis pronto apartaron esos pensamientos tan inoportunos, y una apuesta afortunada en el Fives-court demostró al novato lo fácil que resultaba juntar algo de dinero.

Al fijarse en los figurines que frecuentaban el Fives-court, Bertram se alegró de haber encargado una chaqueta e incluso confesó a su amigo que no visitaría ningún lugar de moda hasta que le hubieran enviado la ropa nueva. Éste lo consideró una decisión sensata, y, como era absurdo pensar que Bertram se retiraría a la posada de la City donde se hospedaba, se ofreció para mostrarle lo divertida que podía ser una velada en ambientes menos elevados. Ese entretenimiento, que empezó en el Westminster Pit, donde el atónito Bertram comprobó que se habían reunido representantes de todos los estratos de la sociedad, desde los sibaritas hasta los basureros, para contemplar una pelea de perros, y que continuó con una visita a los negocios de Tothill Fields, donde unos intrépidos libertinos bebían vasitos de ginebra en compañía de boxeadores, mojigatos, carboneros, monjas, abadesas y verduleras, hasta llegar a una cafetería, terminó en el calabozo, pues el señor Scunthorpe se había vuelto belicoso a causa de la bebida. Bertram, que no estaba acostumbrado a ingerir tanta cantidad de licor, se hallaba demasiado aturdido para entender cuál era la causa de la excitación de su amigo, aunque tenía la vaga idea de que estaba relacionada con las insinuaciones que un caballero con pantalones Petersham estaba haciéndole a una dama que poco antes lo había dejado aterrado expresando sin reparos lo atraída que se sentía por él. Pero una vez iniciada la pelea, no le correspondía a Bertram preguntar por el motivo de la disputa, sino participar en la refriega para apoyar a su cicerone. Dado que Bertram no era, ni mucho menos, ignorante en el noble arte de la autodefensa, pudo prestarle valiosos servicios a Scunthorpe, que no era muy competente. Al disponerse a salir del local, los guardias, sacando sus porras, se abalanzaron sobre él y, tras un animado combate, redujeron a los dos alborotadores y se los llevaron al calabozo.

Allí, tras una larga negociación, dirigida por parte de la defensa por el experimentado señor Scunthorpe, los pusieron en libertad bajo fianza, advirtiéndoles que al día siguiente tenían que presentarse en Bow Street antes de las doce del mediodía. Entonces el agente de policía que estaba de guardia los metió en un coche de punto, y se dirigieron al alojamiento del señor Scunthorpe en Clarges Street, donde Bertram pasó lo que quedaba de noche en el sofá del salón de su amigo. Despertó unas horas más tarde con un intenso dolor de cabeza, sin un recuerdo muy claro de cuanto había ocurrido, pero con gran temor por las hipotéticas consecuencias de lo que temía que había sido una velada muy agitada. Sin embargo, cuando el criado de Scunthorpe hubo reanimado a su amo, y éste salió de su dormitorio, no le costó mucho disipar esos temores.

—No debes preocuparte por nada, amigo mío. Me han llevado al calabozo infinidad de veces. El guardia de turno enseñará un farol roto como prueba (¡siempre hacen lo mismo!); das un nombre falso, pagas la multa y ya está.

Este vaticinio resultó cierto, pero la experiencia impresionó un poco al hijo del párroco. Eso, combinado con los desagradables efectos secundarios de la ingestión de innumerables tragos de ginebra, le hizo decidir ser más circunspecto en el futuro. Pasó varios días buscando diversiones inofensivas, como la colección de animales salvajes de Holborn, donde exhibían un tejón recientemente adquirido, enamorarse de la señorita O’Neill desde una posición segura en la platea o visitar, de la mano de su amigo, la exclusiva escuela de boxeo de Gentleman Jackson’s, en Bond Street. Lo impresionaron mucho los modales y dignidad del propietario (cuyas decisiones en todo tipo de deportes, como le informó Scunthorpe, siempre aceptaban sin titubear tanto los patricios como los plebeyos), y tuvo el placer de ver pelear a notables amateurs como el señor Beaumaris, lord Fleetwood, el joven señor Terrington y lord Withernsea. Practicó la esgrima con palos con uno de los ayudantes del gran Jackson y tuvo el honor de recibir un pequeño elogio por parte de éste en persona. Envidió la soltura con que los socios se movían por el club, bromeaban con Jackson (que los trataba con el mismo grado de cortesía que mostraba con sus menos elevados pupilos) y hasta peleaban un poco con el excampeón. No tardó en percatarse de que ni el rango ni la importancia eran suficientes para inducir a Jackson a permitir que un cliente le pusiera la mano encima, a menos que su habilidad mereciera semejante recompensa; y aunque había entrado en el salón con un sentimiento de superioridad, enseguida se percató de que en el mundo de los sibaritas la excelencia valía más que el linaje. Oyó a Jackson recriminarle al Incomparable (cuyo estilo era muy digno) que no estaba en forma; y desde ese momento combatir con aquel maestro sin igual se convirtió en su mayor ambición.

A finales de semana, el señor Swindon, a requerimiento de Scunthorpe, entregó la ropa nueva. Tras comprarse un largo bastón, una leontina y un chaleco Marseilles, Bertram decidió exhibirse en el parque a las cinco de la tarde, la hora de mayor afluencia. Allí tuvo el placer de ver a lord Coleraine paseando por Rotten Row con su fogoso corcel; a lord Morton, con su rucio de larga cola; y, entre los coches, admirar el carrocín de Tommy Onslow; varios espléndidos tílburis y calesas; los elegantes birlochos de las damas, y el faetón amarillo del señor Beaumaris, tirado por cuatro caballos, que al parecer sabía conducir por espacios reducidísimos por los que cualquier otro menos diestro no habría sabido pasar. Acto seguido, Bertram no pudo contener el impulso de dirigirse al establo más cercano y alquilar un ostentoso zaino. Pese a tener ciertos defectos en la postura y el estilo, propios de un joven del campo, Bertram sabía que era un excelente jinete, y de esa guisa decidió presentarse ante la sociedad con que su hermana ya se codeaba.

Quiso la suerte que Bertram se encontrara a su hermana el mismo día que salía por primera vez montado en su caballo de alquiler. Arabella se hallaba sentada al lado del señor Beaumaris en su espléndido faetón, describiéndole con todo detalle la recepción en la corte a la que había sido invitada. Ese acontecimiento la había tenido tan ocupada la semana anterior que apenas había dispuesto de tiempo para pensar en las actividades de su temerario hermano. Sin embargo, cuando lo vio montado en su zaino, no pudo evitar exclamar:

—¡Oh! ¡Pero si es… el señor Anstey! Pare, se lo ruego, señor Beaumaris.

Éste detuvo los caballos, mientras Arabella saludaba con la mano a Bertram. Su hermano se acercó al faetón e inclinó educadamente la cabeza, lanzando con disimulo una mirada inquisitiva a su hermana. El señor Beaumaris, mirándolo con indiferencia, reparó en ese gesto de complicidad, se percató de una ligera tensión en la menuda figura que iba a su lado y miró a los dos hermanos.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? —preguntó Arabella tendiendo una mano enfundada en un guante de cabritilla blanca.

—¡Estupendamente! —contestó Bertram tras realizar una encomiable reverencia—. Pensaba ir a visitarla una mañana, señorita Tallant.

—¡Hágalo, por favor! —Arabella miró a su acompañante, se sonrojó y balbuceó—: Le presento al señor… Anstey, señor Beaumaris. Es… un viejo amigo mío.

—¿Cómo está usted? —repuso Beaumaris educadamente—. ¿Es usted de Yorkshire, señor Anstey?

—Sí, claro. Conozco a la señorita Tallant desde que éramos críos —dijo Bertram, sonriente.

—En ese caso, va a causar usted mucha envidia entre los numerosos admiradores de la señorita —comentó Beaumaris—. ¿Está pasando una temporada en la ciudad?

—Sólo estoy de paso. —Bertram desvió la mirada hacia los cuatro caballos que iban enganchados al faetón, que no se estaban quietos—. ¡Qué caballos tan espléndidos lleva usted, señor! —observó con la misma impetuosidad que su hermana—. ¡Oh, no se fije en mi montura! Es bonito, pero jamás había montado semejante jamelgo.

—¿Caza usted, señor Anstey?

—Sí, con la partida de mi tío, en Yorkshire. No se puede comparar con las partidas de Quorn, desde luego, ni con las de Pytchley, pero le aseguro que no les envidiamos nada.

—Señor Anstey —interrumpió Arabella dirigiéndole una persuasiva mirada—, me parece que lady Bridlington le ha enviado una invitación para su baile. ¡Espero que asista!

—Verá, Be… señorita Tallant —dijo Bertram con una desastrosa falta de galantería—, esa clase de espectáculos no me atraen en absoluto. —Al advertir en la angustiada mirada de su hermana, se apresuró a añadir—: Quiero decir que… ¡iré encantado, desde luego! ¡Sí, sí, le prometo que iré! Y espero tener el honor de bailar con usted —añadió.

Aunque Beaumaris tuvo que ocuparse de los caballos, no le pasó inadvertido el deje amenazador en la voz de Arabella cuando dijo:

—Si no he entendido mal, mañana tendremos el placer de recibirlo en la casa, ¿no es así, señor Anstey?

—¡Sí, por supuesto! De hecho quería pasar por Tattersall’s, pero… Sí, desde luego. Iré a visitarla mañana.

Entonces Bertram se quitó el sombrero nuevo, dio una cabezada y se alejó a medio galope. Arabella pensó que el señor Beaumaris merecía una explicación, así que dijo con displicencia:

—El señor Anstey y yo crecimos casi como… como hermanos.

—Me lo había parecido —replicó él con gravedad.

Arabella escudriñó el perfil de su acompañante, que parecía muy concentrado en la tarea de maniobrar con el faetón entre un landolet y un elegante birlocho con un escudo en la caja. Se tranquilizó pensando que si bien ella se parecía mucho a su madre, Bertram era, según la opinión general, la viva imagen del párroco cuando tenía su edad.

—Pero estaba hablándole de la velada en la corte y de lo amable que se mostró la princesa Mary conmigo. Llevaba un vestido y un peinado espectaculares. Lady Bridlington dice que de joven la consideraban la más hermosa de las princesas. A mí me pareció muy cordial.

Beaumaris coincidió en esa opinión, sin dejar entrever lo divertida que le resultaba esa inocente descripción de la más admirada de las hermanas del regente. Y ella, embelesándolo con uno de sus momentos de ingenuidad, procedió a hablarle de la elegante invitación de bordes dorados que había llegado ese mismo día a Park Street de nada menos que el chambelán, en la que se informaba a lady Bridlington que su alteza real el Príncipe Regente le había pedido que las invitara a ella y a la señorita Tallant a una fiesta de gala en Carlton House, el jueves siguiente, a la que asistiría su majestad la reina. Beaumaris dijo que la vería en Carlton House, y se abstuvo de comentar que las fiestas del regente, organizadas por todo lo alto, con un lujo que ofendía el buen gusto de los guardianes de la verdadera elegancia como él, se contaban entre las más tumultuosas de la ciudad, y que en ocasiones incluían vulgaridades como una fuente en medio de la mesa de la cena.

Beaumaris compartió el interés de Arabella por ese acontecimiento mucho más de lo que lo hizo Bertram al día siguiente, cuando se presentó en Park Street. Lady Bridlington se había retirado, como de costumbre, a su sofá; necesitaba recuperar energías, pues esa noche debía asistir a cuatro fiestas diferentes, y Arabella pudo permitirse el lujo de mantener un tête-à-tête con su hermano favorito. Aunque admitió que se alegraba de pensar que la habían invitado a Carlton House, Bertram dijo que suponía que acudiría gran número de personajes famosos, y que él prefería pasar la noche de una forma más sencilla. A continuación le suplicó que no le obsequiara con una descripción del vestido que pensaba ponerse. Arabella comprendió que a su hermano no le interesaban mucho sus triunfos sociales, y desvió la conversación hacia los entretenimientos que el joven prefería. Bertram fue un poco evasivo sobre ese asunto, y respondió con generalidades. Su experiencia con las mujeres le había enseñado que ni siquiera una hermana adorable aprobaría que disfrutara visitando el Cribb’s Parlour, donde había tenido en sus manos la famosa copa de plata del Campeón, que Cribb había ganado después de su último combate, unos años atrás, contra Molyneux el Negro; el Daffy Club, frecuentado por jóvenes promesas del boxeo y por veteranos del ring, y decorado con retratos de anteriores campeones cuya sola mención ya despertaban la admiración del joven; o pasando un rato en el famoso Salón de Covent Garden, donde las descaradas y seductoras miradas de las cortesanas que tenían allí su terreno de caza lo impresionaban y aterraban. Tampoco le mencionó la cita que tenía con un nuevo conocido suyo, al que se había encontrado en Tattersall’s esa misma mañana. Bertram se había percatado enseguida de que el señor Jack Carnaby era un tipo estupendo —casi un dandi, a juzgar por su atuendo—, pero algo le decía que a Arabella le horrorizaría su inminente introducción en una pequeña casa de juego bajo los auspicios de ese caballero. De nada habría servido asegurarle que sólo quería ir allí para satisfacer su curiosidad y que no tenía la menor intención de gastarse su precioso dinero en apuestas. Hasta su experimentado cicerone había sacudido la cabeza al enterarse de sus planes y pronunciado crípticas advertencias contra los tahúres y los fulleros, añadiendo que su tío y principal tutor afirmaba que la mejor apuesta era la que nunca llegaba a hacerse. Afirmaba que él mismo había comprobado la veracidad de esa excelente máxima. Sin embargo, como admitió, cuando Bertram se lo preguntó, que nunca había oído hablar mal del señor Carnaby, Bertram hizo caso omiso de sus consejos. Carnaby lo llevó a una discreta casa de Pall Mall, donde, tras llamar a la puerta de determinada manera, los inspeccionaron a través de una mirilla y les franquearon la entrada entrar. Nada más lejos de lo que Bertram esperaba encontrar en un garito que el decoroso establecimiento en que se halló. Todos los sirvientes eran personas muy respetables y de suaves modales, y habría resultado difícil encontrar a un anfitrión más cortés y obsequioso que el propietario del local. Bertram, que nunca había participado en ningún juego de cartas más arriesgado que el whist, se limitó, al principio, a observar; pero cuando juzgó que había entendido las normas que regían el juego de dados del hazard, se aventuró a participar en esa mesa, provisto de un modesto cartucho de monedas. Pronto comprendió que Scunthorpe se había equivocado al hablar de dados cargados y de mesas trucadas, porque disfrutó de una excelente racha y se levantó con el bolsillo tan lleno de guineas que ya no tendría que preocuparse más por sus gastos. Al día siguiente, una apuesta afortunada en Tattersall’s lo puso en situación de considerarse un entendido tanto en las mesas como en el turf, de modo que ya no era de esperar que prestara mucha atención a Scunthorpe y a sus funestas profecías de que, tras haber mordido el anzuelo, acabarían arrestándolo por no pagar sus deudas de juego.

—¿Sabes qué dice mi tío? —le preguntó Scunthorpe—. Que siempre permiten que un principiante gane la primera vez que va a una casa de juego. ¡Olvídalo, amigo mío! ¡Van a desplumarte!

—¡Bah, eso son bobadas! —replicó Bertram—. No soy tan tonto como para dejarme llevar en exceso. Mira, Felix, me gustaría jugar sólo una vez en Watier’s, si tú pudieras arreglarlo.

—¿Qué? Querido amigo, nunca te dejarían entrar en el Great-Go, te lo digo por mi honor. ¡Ni siquiera yo he jugado allí! Es mucho mejor que vayas a los jardines de Vauxhall. Allí podrías encontrarte a tu hermana. Ver la Gran Cascada. Escuchar a la banda de zampoñas. Es el no va más.

—¡Bah, menudo aburrimiento! ¡Prefiero probar suerte en una mesa de faro!

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