Arabella

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La amistad de Bertram con lord Wivenhoe prosperó rápidamente. Tras pasar un día juntos en las carreras, quedaron mutuamente tan complacidos que concertaron otras citas. Lord Wivenhoe no se molestó en preguntarle a su nuevo amigo qué edad tenía, y como es lógico, Bertram no le confesó que sólo contaba dieciocho años. Wivenhoe lo llevó a Epsom en su carrocín, tirado por un par de espléndidos zainos, y al ver que Bertram entendía de caballos, le cedió las riendas y lo dejó conducir. Bertram manejaba tan bien los caballos de lord Wivenhoe, y los hacía marchar a un paso tan brioso, demostrando un excelente juicio al doblar las esquinas y sujetando la tralla del látigo como le había enseñado su tío el squire, que no necesitó de nada más para ganarse la simpatía de Wivenhoe. Cualquiera que fuera capaz de controlar con tanta destreza los excelentes caballos de milord tenía que ser un gran tipo. Como además Bertram conducía así sin interrumpir su animada conversación, Wivenhoe quedó convencido de que era una persona maravillosa que merecía todo su aprecio. Tras un interesante intercambio de anécdotas ecuestres y cinegéticas que les permitieron comprobar que compartían su desprecio por los cazadores poco temerarios y la convicción de que el lema de cualquier jinete debería ser «Monta sin que te importe partirte la crisma», desapareció toda formalidad entre ellos dos, y milord no sólo le pidió a Bertram que lo llamara Moflete, como hacía todo el mundo, sino que le prometió enseñarle algunos de los lugares más interesantes de la ciudad.

Desde que llegara a Londres, la suerte de Bertram había fluctuado de manera desconcertante. Su primera noche afortunada jugando a los dados lo había iniciado en una carrera que alarmaba seriamente a su más formal amigo, el señor Scunthorpe. La suerte de que había gozado lo había animado a comprar numerosos artículos en diversas tiendas y almacenes donde conocían al señor Scunthorpe, y aunque el sombrero de Baxter’s, las botas de Hoby’s, el sello de Rundell and Bridge y otros caprichos como un bastón, un par de guantes, algunas corbatas y pomada para el cabello no eran excesivamente caros, Bertram había descubierto, con cierta sorpresa, que juntos suponían una cifra considerable. También debía tener en cuenta la factura de la posada, pero como todavía no se la habían presentado, de momento podía apartarla de su mente.

El éxito de aquella primera noche de juego no se había repetido. Es más, con ocasión de la segunda visita al discreto establecimiento de Pall Mall había sufrido pérdidas sustanciosas, y se había visto obligado a reconocer que quizá hubiera algo de verdad en las funestas advertencias de Scunthorpe. Era lo bastante listo para comprender que había sido un pichón entre los halcones, pero se inclinaba a pensar que esa experiencia le resultaría valiosísima, pues él nunca tropezaba dos veces en la misma piedra. Mientras jugaba a billar con Scunthorpe en el Royal Saloon, se le acercó un afable irlandés que elogió su destreza y se ofreció para acompañarlo a un pequeño local donde se podía jugar a faro y a rojo o negro. No hacía falta que su amigo le susurrara al oído que aquel individuo era un embaucador: Bertram no tenía ninguna intención de hacerle caso al persuasivo irlandés, había intuido sus intenciones nada más verlo, y estaba muy satisfecho consigo mismo por no ser ya un ingenuo, sino todo lo contrario: un tipo muy astuto. Una amena y cordial velada en las habitaciones de Scunthorpe, con varias manos de whist seguidas de una excelente cena, lo convencieron de que tenía talento natural para las cartas, convicción que no se vio en absoluto afectada por las vicisitudes de la fortuna que siguieron a esa iniciación. Era insensato frecuentar las casas de juego, desde luego, pero cuando uno tenía amigos en la ciudad, había infinidad de lugares inocuos donde disfrutar practicando todo tipo de juegos, desde el whist hasta la ruleta. En general, Bertram consideraba que se defendía en las mesas. Y estaba seguro de que tenía suerte en el turf, porque ganó varias veces seguidas. Adquirió el hábito de pasar por Tattersall’s; a veces se limitaba a ver cómo los caballeros apostaban, pero otras jugaba también él. A menudo acompañaba a Moflete Wivenhoe, ya fuera para asesorarlo en la compra de un caballo, para asistir a la subasta de los rocines de alguien que se había arruinado o para apostar en alguna carrera. Una vez que se habituó a ir a Tattersall’s con Wivenhoe, no pudo resistir la tentación de pagar una guinea para obtener el privilegio de entrar en la sala reservada a los socios; y cuando se ganó la confianza del corredor de apuestas de milord, pudo limitarse a anotar sus apuestas y esperar que llegara el día de las liquidaciones para recibir las ganancias o pagar las pérdidas. Todo aquello resultaba tan gratificante y emocionante que se le subió a la cabeza, y aunque alguna vez el pánico se apoderaba de él y sentía que empezaba a escorarse a una velocidad que ya no podía controlar, la ansiedad desaparecía en cuanto Moflete le pedía que lo acompañara a ver un espléndido caballo, o Jack Carnaby lo invitaba al teatro al Fives-court o al Daffy Club. Ninguno de sus nuevos amigos parecía permitir que las cuestiones monetarias les quitaran el sueño y todos daban la impresión de estar constantemente al borde de la ruina, aunque, gracias a alguna apuesta afortunada o a determinado tiro de dados, conseguían levantar cabeza. De modo que Bertram empezó a acostumbrarse sin darse ni cuenta a esa forma de vida, y a pensar que era propio de pueblerinos pensar que una insolvencia pasajera fuera algo más que un simple motivo de chanzas. No se le ocurrió pensar que los comerciantes que al parecer concedían crédito ilimitado a Wivenhoe y a Scunthorpe no tendrían la misma consideración con un joven de cuya solvencia no poseían garantías. La primera insinuación que le formularon referente a esa opinión distinta que tenían de él llegó en forma de una desorbitada factura del señor Swindon. Al principio Bertram no podía creer que hubiera gastado tanto dinero en dos trajes y un abrigo, pero no veía el modo de discutir las cifras que le había presentado el señor Swindon. Entonces con aire displicente preguntó a Scunthorpe qué hacía cuando no podía pagar la factura de su sastre y éste le contestó que simplemente ordenaba un nuevo traje al instante. Sin embargo, por muy en las nubes que estuviera Bertram, todavía conservaba suficiente cordura para saber que ese recurso no podía aplicarse en su caso. Intentó librarse de la desagradable presión que sentía en el pecho diciéndose que ningún sastre esperaba cobrar de inmediato, pero Swindon no parecía familiarizado con esa norma. Pasada una semana, le presentó la factura por segunda vez, acompañada de una carta muy cortés en la que le indicaba que le agradecería mucho que se la abonara sin demora. Y entonces, como si se hubieran puesto de acuerdo con Swindon, otros comerciantes empezaron a enviarle las facturas pendientes a Bertram, de modo que en poco tiempo uno de los cajones de la cómoda del dormitorio del joven rebosaba de notas de impagos. Consiguió liquidar algunas, lo cual lo hizo sentirse mucho mejor, pero cuando empezaba a convencerse de que con ayuda de una juiciosa apuesta o de una breve racha de buena suerte podría saldar por completo sus deudas, un educado pero inflexible caballero fue a visitarlo, esperó durante una hora a que Bertram volviera de dar un paseo por el parque y entonces le presentó una factura que según él había pasado por alto. Bertram consiguió librarse del caballero, no sin antes entregarle a cuenta una cantidad de dinero que le hacía mucha falta, y tras una discusión que no le pasó inadvertida al camarero de la taberna de la posada. A la mañana siguiente, le presentaron la factura de su estancia en el Red Lion. La situación empeoraba por momentos, y Bertram sólo veía una forma de evitar el desastre. Le parecía muy bien que Scunthorpe le aconsejara no aficionarse a las carreras ni al juego: lo que su amigo no entendía era que el simple hecho de abstenerse de esos pasatiempos no resolvería sus problemas. A Scunthorpe lo respaldaban unos tutores que, por mucho que lo regañaran, lo sacarían del apuro si alguna vez llegaba a una situación crítica. En cambio, era impensable que Bertram acudiera a su padre en busca de ayuda: antes de eso, pensó, se cortaría el cuello, porque no sólo la mera idea de presentarle semejante colección de facturas al párroco lo horrorizaba, sino también porque era muy consciente de que su padre habría tenido graves dificultades para liquidarlas. Tampoco habría servido de nada que vendiera su reloj, ni el sello que se había comprado ni la leontina que colgaba de su cinturilla: de forma inexplicable, sus gastos habían ido creciendo aún más desde que empezara a frecuentar la compañía de jóvenes modernos. Scunthorpe le hizo descartar la vaga idea de visitar a un prestamista señalándole que, como las multas que ponían a los que prestaban dinero con intereses a menores de edad eran muy severas, ni siquiera el rey de los judíos accedería a adelantarle ni la más pequeña cantidad de dinero a un atribulado menor de edad. Añadió que él mismo lo había intentado una vez, pero que los prestamistas eran astutos como zorros y con sólo echarle una ojeada a un tipo podían adivinar su edad. Se preocupó, aunque no se sorprendió, cuando se enteró de que Bertram se había endeudado, y si el trimestre no hubiera estado tan avanzado, sin duda alguna habría ayudado a su amigo, porque sus más íntimos aseguraban que Scunthorpe era una persona generosa a quien no importaba prestar su dinero. Por desgracia, en ese momento se hallaba sin blanca y por experiencias pasadas sabía que si pedía un adelanto a sus tutores sólo obtendría la poca compasiva recomendación de retirarse a su casa de campo de Berkshire, donde su madre lo recibiría con los brazos abiertos. Hay que reconocer que Bertram se habría mostrado reacio a aceptar ayuda económica de ninguno de sus amigos, porque no tenía posibilidad de reembolsarles el dinero cuando regresara a Yorkshire. Sólo había una forma de salir del apuro: recurrir al turf y a las mesas. Sabía que era peligroso, pero como no imaginaba que fuera posible hallarse en peor situación, valía la pena correr el riesgo. Creía que lo mejor que podía hacer, una vez saldadas sus deudas, era dar por finalizada su visita a Londres, porque pese a que había disfrutado mucho de ciertos aspectos de su viaje, no le gustaba nada la insolvencia, y empezaba a darse cuenta de que si se encontraba continuamente al borde del desastre financiero no tardaría en enfermar de los nervios. Su entrevista con un implacable acreedor lo había impresionado mucho: a menos que se recuperara rápidamente, pronto iban a perseguirlo los agentes de la ley, como había profetizado Scunthorpe.

Justo entonces se produjeron dos circunstancias que parecieron devolverle la esperanza de una liberación. Una noche afortunada jugando a faro con apuestas modestas lo animó a pensar que su suerte había vuelto a cambiar; y Moflete Wivenhoe, que tenía buenos contactos en Tattersall’s, le pasó el nombre de un caballo que no podía fallar en determinada carrera. Parecía que la Providencia se había decidido a ayudar a Bertram. Habría sido una locura no apostar una suma considerable a ese caballo, porque si ganaba solucionaría sus dificultades de un solo golpe, y Bertram dispondría del suficiente dinero para pagar el billete de regreso a Yorkshire en la diligencia. Cuando Wivenhoe apostó, Bertram lo imitó, e intentó no pensar en el aprieto en que se encontraría el día de las liquidaciones si aquel infalible jockey se había equivocado, por primera vez en la vida, al emitir su pronóstico.

—Si quieres, Bertram, esta noche puedo llevarte al Nonesuch Club —sugirió Wivenhoe cuando salían juntos de la sala reservada a los socios—. Causa furor y es muy exclusivo, pero si vienes conmigo te dejarán entrar.

—¿A qué se juega allí?

—Bueno, sobre todo a faro y a los dados. Acaban de abrirlo este mismo año unos tipos importantes, porque Watier estaba volviéndose muy aburrido. Dicen que no durará mucho; nunca ha vuelto a ser lo mismo desde que Brummell tuvo que salir huyendo. El Nonesuch es un sitio estupendo, te lo aseguro. Para empezar, no hay muchas normas, y aunque la mayoría de los participantes emiten grandes apuestas, los dueños han fijado la apuesta mínima en veinte guineas, y sólo hay una mesa de faro. Allí se juega limpio, no como en muchos casinos, y si quieres jugar a los dados, tú mismo eliges al crupier entre tus acompañantes, y siempre hay alguien dispuesto ofrecer las apuestas. No hay crupieres a sueldo ni porteros como los que hacen que el Great-Go parezca más un hotel que un club social. La idea es convertirlo en un lugar de reunión agradable, sin chusma, y suprimir esas normas y reglas que resultan tan tediosas. Por ejemplo, la banca la llevan los mismos jugadores, por turnos: Beaumaris, Long Wellesley Pole, Golden Ball y Petersham. ¡Te aseguro que es el no va más!

—Sí, me gustaría ir contigo, pero… Verás, la verdad es que ahora mismo no llevo encima mucho dinero. ¡He tenido una mala racha!

—Bah, no te preocupes —dijo su amigo con desenvoltura—. Ya te digo que no tiene nada que ver con Watier. A nadie le importa si apuestas veinte guineas o cien. ¡Vamos, anímate! Para que cambie tu suerte, debes perseverar. Ése es uno de los consejos que me dio mi tutor, y seguro que llevaba razón.

Bertram estaba indeciso, pero como ya se había comprometido a cenar con lord Wivenhoe en el Long’s Hotel, no era necesario que le diera una respuesta definitiva a la invitación hasta que se lo hubiera pensado más detenidamente. Milord aseguró que podía confiar en él, y de momento lo dejaron así.

Era lógico que la prolongada estancia de Bertram en Londres produjera inquietud a su hermana. Arabella estaba muy preocupada, porque aunque Bertram no se lo hubiera contado, por el aspecto de su hermano no le cabía duda de que estaba gastando mucho más dinero del de las cien libras ganadas jugando a la lotería. Casi nunca lo veía, y cuando se encontraban su aspecto no le gustaba nada. Pocas horas de sueño, la bebida y las preocupaciones le estaban pasando factura. Sin embargo, cuando Arabella le señaló que tenía muy mala cara y le suplicó que volviera a Yorkshire, Bertram repuso, sin faltar a la verdad, que ella tampoco estaba muy radiante. Y tenía razón: Arabella no tenía tan buen color, y sus ojos, con marcadas ojeras, empezaban a parecer demasiado grandes para su cara. Lord Bridlington, que también lo había observado, atribuyó esos síntomas a las desmesuradas exigencias de la temporada londinense, y moralizó sobre la insensatez de las mujeres con excesivas ambiciones sociales. Su madre, que ya había reparado en que su protegida no salía de paseo por el parque con el señor Beaumaris con tanta frecuencia, y en que la joven eludía las visitas del caballero a su casa, se mostró más aguda en sus deducciones, pero no consiguió que su ahijada se confiara a ella. Dijera lo que dijese Frederick, lady Bridlington estaba convencida de que el Incomparable estaba sinceramente interesado por Arabella, y no entendía qué podía estar impidiendo a la joven aceptar sus insinuaciones. Por su parte, Arabella, vaticinando que sus motivos resultarían inexplicables para la buena de su madrina, prefería no revelárselos.

Tampoco al Incomparable se le escapaba que su reticente amada no tenía ni el buen aspecto ni el buen humor de costumbre, y también se había enterado de que últimamente había rechazado tres ventajosas propuestas de matrimonio, porque los pretendientes rechazados no ocultaban que sus esperanzas se habían visto frustradas. Arabella no había querido bailar con él la última vez que coincidieron en Almack’s, pero durante la velada el señor Beaumaris la había sorprendido en tres ocasiones siguiéndolo con la mirada.

Beaumaris, acariciándole cadenciosamente la torcida oreja a Ulises —un proceso que reducía al perro a un estado de feliz idiotez—, dijo, pensativo:

—¿Verdad que es triste pensar que a mi edad pueda ser tan tonto?

Ulises, extasiado y con los ojos entornados, soltó un resoplido que su amo decidió interpretar como señal de comprensión.

—¿Y si es hija de un comerciante? —especuló—. Es que debo honrar a mi apellido, ¿sabes? ¡Podría ser aún peor, y sin duda soy demasiado mayor para perder la cabeza por una cara bonita! —Beaumaris había interrumpido sus mimos, de modo que el animal lo empujó con el hocico. Su amo siguió acariciando la maltrecha oreja y dijo—: Tienes razón: no es su bello rostro lo que me atrae. ¿Crees que le soy absolutamente indiferente? ¿No se atreve a confesarme la verdad? ¡No puede ser cierto, Ulises, no puede ser cierto! Vamos a pensar lo peor. ¿Ambiciona adquirir un título? Si es así, entonces ¿por qué le ha dado calabazas a Charles? ¿Crees que apunta todavía más alto? ¡No creo que espere que Wivenhoe dé la talla! Y tampoco creo que tus sospechas sean correctas, Ulises. —Éste, advirtiendo el tono severo de su amo, lo miró de reojo. El señor Beaumaris le cogió el hocico con la mano y lo agitó suavemente—. ¿Qué me aconsejas? —le preguntó—. Creo que he llegado al límite. ¿Debería…? —Se interrumpió, se puso en pie de un brinco y dio una vuelta por la habitación—. ¡Qué tonto soy! ¡Claro! ¡Ulises, tu amo es idiota!

El animal se levantó, puso las patas en los elegantes pantalones y ladró en señal de protesta. Aquellos paseos por la habitación, cuando el señor Beaumaris podía dedicarse a cosas mucho más interesantes, no eran de su agrado.

—¡Baja! —le ordenó su amo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no mancilles la pureza de mis prendas tocándomelas con tus innobles y seguramente sucias patas? ¡Ulises, tengo que marcharme!

Quizá el perro no entendiera sus palabras, pero se dio perfecta cuenta de que aquel momento de dicha había tocado a su fin, así que se tumbó en actitud resignada. Lo que hizo Beaumaris a continuación le produjo un vago desasosiego, pues aunque no conocía la utilidad de los baúles de viaje, su instinto le advertía de que no presagiaban nada bueno para los perros. Pero esos incipientes temores no fueron nada comparados con la perplejidad, el disgusto y la consternación que sufrió el impecable señor Painswick cuando supo que su patrón tenía intención de marcharse de la ciudad sin el apoyo y los expertos cuidados de un ayuda de cámara al que todos los petimetres de Londres habían intentado en alguna ocasión sobornar a fin de que dejara de trabajar para él. Había aceptado con ecuanimidad la noticia de que su amo iba a ausentarse de la ciudad durante más o menos una semana, y ya estaba preparando mentalmente la ropa adecuada para una estancia en Wigan Park, o en Woburn Abbey, o en Belvoir, o quizá en Cheveley, cuando se le reveló la horrorosa realidad.

—Incluye en mi equipaje camisas y corbatas suficientes para siete días —concretó Beaumaris—. Viajaré con traje de montar, pero puedes meter en el baúl la ropa que llevo puesta, por si la necesito. No vas a venir conmigo.

El significado de esas palabras tardó un minuto entero en penetrar en la mente del ayuda de cámara. Estupefacto, no pudo hacer más que quedarse mirando al señor.

—Diles que tengan preparado mi cupé y los zainos a las seis en punto —ordenó Beaumaris—. Clayton puede acompañarme en las dos primeras etapas, y volver aquí con los caballos.

—¿Lo he entendido bien, señor? —preguntó Painswick cuando recuperó el habla—. ¿No va a llevarme?

—Lo has entendido bien.

—¿Puedo preguntarle, señor, quién va a atenderlo? —inquirió Painswick con ominosa serenidad.

—Me atenderé a mí mismo —contestó su patrón.

Painswick concedió a esa broma la somera sonrisa que merecía.

—Ah, ¿sí? Y ¿tendría la bondad de decirme quién va a plancharle la chaqueta?

—Supongo que en las casas de posta están acostumbrados a planchar chaquetas —repuso Beaumaris con indiferencia.

—Si a eso lo llama planchar… Que quede o no usted satisfecho con el resultado, señor, es, si me permite decirlo, otra cuestión.

Entonces el señor dijo algo tan asombroso que le produjo, como referiría más tarde a Brough, un espasmo muy desagradable:

—Supongo que no quedaré satisfecho, pero no importa.

Painswick lo miró inquisitivamente. Su señor no parecía alguien al borde del delirio, pero no cabía duda de que el caso revestía gravedad. Se dirigió a él con el tono de quien pretende tranquilizar a un paciente difícil.

—Creo, señor, que lo mejor será que lo acompañe.

—Ya te he dicho que no te necesito. Puedes tomarte unas vacaciones.

—Sabe usted muy bien, señor, que no las disfrutaría —replicó Painswick, que siempre pasaba las vacaciones atormentado por pesadillescas visiones de su suplente enviándole al señor Beaumaris la ropa mal cepillada, las botas sin lustrar o, peor aún, una mancha de barro en los faldones de la chaqueta—. No quisiera ofenderle, señor, pero no puede ir usted solo.

—Tampoco yo deseo ofenderte, Painswick, pero estás excediéndote en tu imprudencia. Puedo admitir que te ocupas muy bien de mi ropa (si no lo hicieras, no seguiría empleándote), y que el secreto para darles ese brillo a mis botas, que con tanto celo guardas, hace que no desmerezcas del todo el desorbitado sueldo que te pago; pero si imaginas que no sé vestirme sin tu ayuda, tus capacidad de autoengaño debe de ser mucho mayor de lo que sospechaba. En algunas ocasiones (¡y sólo para complacerte!) he permitido que me afeitaras; te dejo ayudarme a ponerme las chaquetas, y darme las corbatas. Pero jamás he permitido que me dictaras lo que tenía que ponerme, ni que me peinaras, ni que dijeras una sola palabra mientras estaba anudándome la corbata. Me las apañaré perfectamente sin ti. Pero tienes que poner en el baúl suficientes corbatas, por si estropeo alguna.

Painswick aguantó los insultos, pero hizo un último y desesperado intento de imponer su voluntad:

—¡Sus botas, señor! ¡No pensará utilizar un sacabotas!

—Por supuesto que no. Ya me las quitará algún sirviente.

El ayuda de cámara soltó un gruñido.

—¡Con las manos sucias, señor! ¡Y sólo yo sé lo que cuesta quitar la marca de un pulgar de sus botas!

—Le obligaré a usar guantes —prometió Beaumaris—. No pongas mis calzones cortos: esta noche voy a ir al Nonesuch Club. —Para atenuar su aspereza, añadió—: Y no me esperes levantado, pero despiértame mañana a las cinco en punto.

Painswick respondió con voz temblorosa a causa de la emoción contenida:

—Si decide prescindir de mí en su viaje, señor, estoy seguro de que no soy nadie para criticarlo, y tampoco voy a rebajarme tanto como para discutir con usted, sean cuales sean mis sentimientos. Pero nada logrará convencerme para que me retire de mi puesto antes de haberle ayudado a acostarse, señor, y de haber recogido su ropa para encargarme de ella.

—Haz lo que más te plazca —contestó Beaumaris, impasible—. Dios me libre de interferir en tu determinación de convertirte en mártir por mi causa.

Painswick se limitó a lanzarle una mirada de profundo reproche, pues, como más tarde confiaría a Brough, temía formular algún comentario fuera de lugar. A punto estuvo, confesó, de renunciar a seguir un día más al servicio de una persona que ignoraba cuáles eran sus obligaciones ni las de su ayuda de cámara. Brough, que sabía perfectamente que nada habría podido separar a su colega del señor Beaumaris, se mostró comprensivo con él y sacó una botella de oporto de su patrón. Las propiedades curativas del oporto, mezclado con una cantidad prudente de ginebra, no tardaron en ejercer un efecto beneficioso sobre los heridos sentimientos de Painswick, y comentando que no había nada como un vaso de esa mezcla para reanimar a alguien, se puso a discutir con su compinche y rival todos los posibles motivos que podían subyacer a la precipitada e indecorosa conducta de su patrón.

Entretanto, Beaumaris, después de cenar en Brooks’s, cruzó St. James’s Street hacia Ryder Street, donde se encontraba el Nonesuch Club. Y cuando, un poco más tarde, Bertram Tallant entró en la sala de faro acompañado de lord Wivenhoe, se le presentó una excelente ocasión para valorar qué había estado haciendo en Londres el emprendedor y joven pariente de la señorita Tallant.

Dos circunstancias habían llevado a Bertram a decidirse a visitar el club: la primera, la noticia de que aquel seguro ganador, Victorioso, no se había colocado en su carrera; la segunda, el hallazgo de un billete de veinte libras entre la maraña de facturas del cajón de su cómoda. Bertram había pasado unos minutos contemplándolo como atontado, sin preguntarse siquiera cómo era posible que lo hubiera perdido. Había sufrido un terrible revés, porque estaba convencido de que Victorioso iba a ganar, y no se había planteado seriamente cómo se presentaría ante su acreedor en Tattersall’s el lunes siguiente si el caballo no se colocaba. La imposibilidad de presentarse irrumpió en él con un efecto devastador; estaba muy asustado y lo único que veía era una espantosa imagen de la prisión de Fleet, donde sin duda alguna languidecería el resto de sus días, pues no le parecía que su padre pudiera hacer más por un hijo tan depravado que borrar su nombre del árbol genealógico y prohibir que volviera a pronunciarse en la rectoría.

Abocado a la temeridad por ese último y devastador golpe, llamó al camarero y le pidió una botella de coñac. Entonces se enteró de que en la taberna habían dado órdenes de no suministrarle ningún licor si no lo pagaba al momento. Rojo de vergüenza, sacó el último puñado de monedas del bolsillo de su pantalón y las arrojó sobre la mesa.

—¡Tráemelo, maldita sea! ¡Y puedes quedarte con el cambio!

Ese gesto lo alivió un poco, y el primer vaso de coñac, que tomó de un trago, tuvo un efecto aún más alentador. Volvió a mirar el billete de veinte libras que todavía guardaba. Recordó que Moflete había dicho que en el Nonesuch la apuesta mínima era de esa cantidad. La coincidencia resultaba, sin duda, demasiado excepcional para pasarla por alto. El segundo vaso de coñac lo convenció de que tenía en la mano su última oportunidad para salvarse de una ruina y una desgracia irreparables.

Como no estaba acostumbrado a beber coñac solo, antes de dirigirse al Long’s Hotel se vio obligado a beberse un vaso de cerveza negra para rebajar los efectos del licor. Eso lo ayudó a despejarse un poco, y la caminata hasta Long’s lo dejó en un estado tolerable para hacerles honor a unas chuletas maintenon y al famoso codillo Queensberry, la especialidad del hotel. Decidió dejarse guiar por el destino. Apostaría las veinte guineas a una carta del paño elegida al azar: si ganaba, lo interpretaría como una señal de que su suerte, por fin, había cambiado, y seguiría jugando hasta que hubiera cubierto sus deudas; si perdía, su situación no habría degenerado mucho y, en el peor de los casos, podría cortarse el cuello.

Cuando lord Wivenhoe y él entraron en la sala de faro del Nonesuch, Beaumaris, que ocupaba en ese momento el puesto de banquero, acababa de completar un reparto. Levantó la vista cuando un camarero le puso delante una baraja nueva, y miró hacia la puerta. La partida de dados que estaba jugándose en otra sala había hecho salir de la estancia a todos los decanos del club excepto a uno, lord Petersham, que estaba sumido en uno de sus arrebatos de profunda abstracción.

¡Maldito Petersham!, se dijo Beaumaris, que se encontraba en un dilema. ¿Por qué habrá elegido precisamente ese momento para pensar en las musarañas?

Ese afable pero distraído caballero, al ver a lord Wivenhoe, le sonrió con la vacilante expresión de quien parece recordar haber visto antes una cara. Si se fijó en que un joven desconocido había entrado en el sagrado recinto del club, no dio muestras de ello. El señor Warkworth le lanzó una mirada fulminante a Bertram, y luego miró hacia la cabecera de la mesa. Lord Fleetwood, que estaba llenando su copa, frunció el entrecejo y miró también al Incomparable.

Éste ordenó al camarero que le llevara otra botella de borgoña. Habría bastado una palabra suya para que el desconocido no tuviera más remedio que despedirse y salir de la habitación con toda la dignidad que pudiera reunir. Ésa era la cuestión: el joven quedaría humillado, y no se podía confiar en que ese necio, Wivenhoe, pasara por alto el rechazo. Era mucho más probable que armara un escándalo por la exclusión de un amigo suyo, colocando al pobre Bertram en una posición aún más intolerable.

Lord Wivenhoe, buscó asientos para él y Bertram alrededor de la mesa, y empezó a presentar a sus vecinos. Uno de ellos era Fleetwood, que saludó a Bertram con una breve cabezada y volvió a mirar con la frente fruncida al Incomparable; el otro, como la mayoría de los caballeros que había allí, parecía dispuesto a aceptar a cualquier amigo de Moflete sin hacer preguntas. Uno de los caballeros más veteranos dijo por lo bajo algo sobre los niños de pecho, pero los recién llegados no alcanzaron a oírle.

Beaumaris miró a los presentes y dijo con calma:

—Hagan sus apuestas, caballeros.

Bertram, que había cambiado su billete por un modesto cartucho, lo empujó con un rápido movimiento hacia la reina representada en el paño. Los otros jugadores estaban apostando; lord Petersham suspiró hondo, empujó varios cartuchos enormes y los puso junto a las cartas que había elegido; entonces sacó una caja de rapé delicadamente esmaltada de su bolsillo y tomó un pellizco de su mejor estornutatorio. Bertram notaba unas fuertes, casi dolorosas pulsaciones en la garganta; tragó saliva y fijó la vista en la mano de Beaumaris, posada sobre la baraja que tenía delante.

«El chico ha estado haciendo sus pinitos —pensó éste—. No me extrañaría que se hubiera endeudado hasta las cejas. ¿Cómo demonios se le habrá ocurrido a Moflete Wivenhoe traerlo aquí?».

Todas las apuestas estaban hechas; Beaumaris dio la vuelta a la primera carta y la puso a la derecha de la baraja.

—¡He vuelto a quemarme! —observó Fleetwood, una de cuyas apuestas correspondía a la que acababa de extraer el banquero.

Beaumaris dio la vuelta a la Carta Inglesa, y la puso a la izquierda de la baraja. La reina de diamantes bailó ante los ojos de Bertram. Por un instante no pudo sino mirar fijamente esa carta; cuando por fin levantó la vista y se encontró con los fríos ojos de Beaumaris, esbozó una temblorosa sonrisa. Esa sonrisa indicó a éste cuanto necesitaba saber, y no contribuyó a mejorar las perspectivas de la velada. Cogió el rastrillo y empujó dos cartuchos de veinte guineas hacia el otro lado de la mesa. Lord Wivenhoe pidió vino para él y para su amigo, y se dispuso a sumergirse en la partida con su acostumbrada imprudencia.

Durante media hora, la suerte estuvo de parte de Bertram, y Beaumaris empezó a abrigar esperanzas de que se levantaría de la mesa convertido en triunfador. El joven Tallant estaba bebiendo mucho y la excitación coloreaba sus mejillas; tenía los ojos, en los que se reflejaba la luz de las velas, fijos en las cartas. Lord Wivenhoe, sentado a su lado, seguía perdiendo, aunque no le importaba lo más mínimo. No tardó en empezar a firmar pagarés y entregárselos al banquero. Bertram se fijó en que otros caballeros hacían lo mismo. Al poco rato, el señor Beaumaris tenía ante sí un montoncito de papeles.

La suerte cambió. Bertram llevó a cabo fuertes apuestas, y la banca ganó tres veces seguidas. Sólo le quedaban dos cartuchos, que apostó simultáneamente, convencido de que aquélla no podía ganar por cuarta vez consecutiva. Pero sí ganó la banca, cuando para su propia sorpresa, Beaumaris levantó una carta idéntica a la anterior.

A partir de ese momento, aceptó, con expresión indiferente, los sucesivos pagarés de Bertram. Resultaba imposible decirle al muchacho que no pensaba admitir ningún otro vale suyo, ni que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa. Además, no estaba seguro de que Bertram fuera a hacerle caso. El joven se hallaba poseído por la fiebre del jugador: apostaba de manera imprudente, convencido cada vez que tenía un golpe de suerte de que la fortuna volvía a sonreírle y seguro, cuando perdía, de que la mala racha no podía durar mucho. Beaumaris dudaba que Bertram tuviera ni la más remota idea de cuánto dinero le debía ya a la banca.

La velada se interrumpió antes de lo habitual, pues Beaumaris había advertido a sus camaradas que no se quedaría más allá de las dos, y lord Petersham dijo, entre suspiros, que esa noche no deseaba hacer de banquero. Wivenhoe, sin dejarse intimidar por sus pérdidas, exclamó despreocupadamente:

—¡He vuelto a quedarme sin blanca! ¿Cuánto te debo, Beaumaris?

Éste le entregó los pagarés sin hacer comentarios. Mientras milord sumaba en silencio las cantidades, Bertram, de cuyas mejillas había desaparecido todo rastro de rubor, se quedó sentado mirando los papeles que el señor Beaumaris todavía tenía ante sí.

—¿Y yo? —preguntó con voz entrecortada.

—¡Limpio! ¡Me he quedado limpio! —exclamó Wivenhoe sacudiendo la cabeza—. Te enviaré un cheque de mi banco, Beaumaris. ¡Ésta no era mi noche!

Los otros caballeros estaban calculando sus pérdidas; en los oídos de Bertram resonaba su animada conversación. Comprobó que sus pagarés ascendían a seiscientas libras, una cantidad que le parecía elevadísima, casi increíble. Se recompuso, gracias al orgullo que acudió en su rescate, y se puso en pie. Aunque estaba muy pálido y su aspecto resultaba excesivamente infantil, mantuvo la cabeza muy alta y dijo al señor Beaumaris con serenidad:

—Quizá deba hacerle esperar unos días, señor. No dispongo de crédito bancario en Londres, pero mandaré a alguien a Yorkshire a buscarme fondos.

«¿Qué hago ahora? —se preguntó Beaumaris—. ¿Decirle al muchacho que sé muy bien que sus pagarés no tienen ningún valor? No: armaría un escándalo. Además, el susto le sentará bien».

—No hay prisa, señor Anstey. Me marcho de la ciudad mañana y pasaré una semana fuera. Vaya a verme a mi casa el próximo jueves. Cualquiera le indicará mi dirección. ¿Dónde se hospeda usted?

—En el Red Lion, en la City, señor —respondió mecánicamente Bertram.

—¡Robert! —lo llamó Fleetwood desde el otro extremo de la habitación, donde estaba discutiendo de forma acalorada con el señor Warkworth—. ¡Ven a confirmar lo que estoy diciendo, Robert! ¡Robert!

—Voy enseguida —repuso Beaumaris. Retuvo a Bertram un momento más—: ¡No falle! Lo espero el jueves.

Consideró inapropiado añadir nada, porque estaban rodeados de gente y era evidente que el orgullo del chico no toleraría una insinuación de que cuanto pensaba hacer el señor Beaumaris con sus deudas de juego era arrojarlas al fuego.

Pero Beaumaris seguía ceñudo cuando llegó a su casa. Ulises, retozando y retorciéndose ante su amo, vio que éste no prestaba ninguna atención a la bienvenida que le dedicó, así que le ladró. Beaumaris se agachó y lo acarició distraídamente.

—¡Calla! No estoy de humor para estas muestras de afecto. ¿Lo ves? No me equivoqué cuando te dije que no estabas destinado a ser la peor de mis responsabilidades. Creo que debería haber tranquilizado al chico: con los jóvenes de su edad nunca se sabe, y no me ha gustado nada su expresión. Estaba destrozado, de eso no cabe duda. Por otra parte, no pienso salir otra vez a la calle a estas horas de la madrugada. Una noche de reflexión no le hará ningún daño.

Cogió el candelabro de la mesa del recibidor, lo llevó a su estudio y lo puso sobre el escritorio situado junto a la ventana. Al ver que su amo se sentaba y abría la escribanía, el perro expresó sus sentimientos emitiendo un profundo bostezo.

—¡Vete a dormir! —ordenó Beaumaris; acto seguido mojó una pluma en el tintero y cogió una hoja de papel.

Ulises se tumbó en el suelo, gimió un par de veces, recordó que tenía una tarea pendiente y se empleó en limpiarse meticulosamente las patas delanteras.

Su amo escribió unas breves líneas, espolvoreó la hoja, sacudió la arena sobrante y cuando se disponía a doblar el papel, se detuvo. Ulises lo miró, esperanzado.

—Sí, enseguida. Si ha conseguido burlar al alguacil…

Dejó la hoja en la mesa, se sacó una gruesa billetera del bolsillo de la que extrajo un billete de cien libras. Lo dobló junto con la carta, selló la carta con una oblea y anotó la dirección.

Entonces se levantó, y para alivio de Ulises le aclaró que todavía no pensaba acostarse. El animal, que dormía siempre en la esterilla que había frente a su puerta, y que había adoptado la rutina de poner en duda todas las mañanas el derecho de Painswick a entrar en ese sagrado recinto, subió la escalera delante de su amo. Beaumaris encontró a su ayuda de cámara esperándolo; la expresión de su semblante era una curiosa mezcla de sensibilidad herida, devoción al deber y prolongado sufrimiento. Le dio la carta que acababa de sellar y dijo con aspereza:

—Encárgate de que le entreguen esta carta al señor Anstey, en el Red Lion de la City, mañana por la mañana. ¡Y que se la entreguen en mano! —puntualizó.

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