Arabella

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Esas sencillas palabras produjeron un efecto devastador en la audiencia del señor Beaumaris. Lord Fleetwood quedó boquiabierto; lady Bridlington y su hijo lo miraron de hito en hito y Arabella lo observó con cara de sorpresa.

—¿Usted? —dijo la joven rompiendo el silencio, y por su tono de incredulidad el señor Beaumaris se enteró de lo que pensaba Arabella de su persona.

Los labios de Beaumaris esbozaron una sonrisa un tanto compungida.

—¿Por qué no?

—¿Y qué piensa hacer con él? —preguntó la joven escrutando su semblante.

—No tengo ni la más remota idea. Espero que me ayude usted a decidir qué debo hacer con él, señorita Tallant.

—Si dejo que lo tome a su cargo, lo enviará a la parroquia, como haría el señor Fleetwood —reconoció ella con amargura.

Lord Fleetwood murmuró una ininteligible protesta.

—Tengo muchos defectos —replicó Beaumaris—, pero créame, nunca falto a mi palabra. Ni lo enviaré a la parroquia ni se lo devolveré a su patrón.

—¡Debe de estar loco! —exclamó Frederick.

—Es lógico que lo piense —reconoció Beaumaris lanzándole una de sus despectivas miradas.

—¿Ha tenido en cuenta lo que dirá la gente? —preguntó Frederick.

—No, en absoluto. Y no voy a molestarme en pensar en algo que me interesa tan poco.

—Si de verdad se lo queda, señor —dijo Arabella con voz débil—, estará haciendo una buena obra, quizá la mejor que jamás haya llevado a cabo, y… ¡Ah, gracias!

—Sí, desde luego. Será lo mejor que jamás haya hecho, señorita Tallant —repuso él con aquella sonrisa irónica.

—¿Qué piensa hacer con él? —volvió a preguntar la joven—. No crea que pretendo que lo adopte, ni nada parecido. Hay que enseñarle un oficio respetable, pero no sé qué sería lo más conveniente para el niño.

—Quizá el chico tenga sus propias opiniones al respecto —sugirió Beaumaris—. ¿Qué te gustaría hacer, Jemmy?

—Sí, ¿qué te gustaría hacer cuando seas mayor? —preguntó Arabella arrodillándose junto a la butaca de Jemmy y hablándole con tono persuasivo—. ¡Cuéntamelo!

Jemmy, que había estado sumamente atento a aquella conversación, no tenía una idea muy clara de lo que sucedía, pero era lo bastante despierto para haber entendido que ninguno de aquellos caballeros elegantemente vestidos, ni siquiera el más bajo y robusto, que era el que parecía más enojado, pensaban hacerle ningún daño. El miedo que traslucía su mirada había dejado paso a un gesto de considerable gravedad.

—¡Pegarle un directo al viejo Grimsby! —contestó a su protectora sin vacilar.

—Sí, tesoro, y algún día lo harás, y espero que actúes igual con todos aquellos que son como él —dijo ella con cariño—. Pero ¿cómo te gustaría ganarte la vida?

El señor Beaumaris sonrió, satisfecho, al constatar que la señorita Tallant tenía hermanos…

Lady Bridlington estaba desconcertada y su hijo, indignado. Lord Fleetwood, sin reparar en que Arabella había revelado sin darse cuenta que conocía el argot del boxeo, miró con gravedad a Jemmy y expresó su opinión de que el pequeño no tenía la complexión idónea para ser boxeador.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Arabella—. ¡Piensa, Jemmy! ¿Qué te gustaría hacer?

El chiquillo reflexionó, mientras los presentes esperaban su respuesta.

—Barrer una calzada —declaró al fin—. Así podría sujetar los caballos de los caballeros.

—¿Sujetar los caballos? —repitió Arabella, y la expresión se le ilumino—. ¿Te gustan los caballos, Jemmy?

El niño asintió con entusiasmo. Arabella miró alrededor con gesto triunfal.

—¡Entonces ya sé qué haremos! Sobre todo, dado que es usted quien va a hacerse cargo de él, señor Beaumaris.

Éste se preparó con aprensión para recibir el golpe.

—Tiene que aprender a cuidar caballos, y luego, cuando sea un poco mayor, podrá usted emplearlo como palafrenero —dictaminó Arabella, radiante.

—Desde luego que sí —asintió sin vacilar Beaumaris, aunque consideraba una locura confiar el cuidado de los purasangres a muchachos inexpertos—. Y ahora que nos hemos ocupado de su futuro…

—¡Pero si usted nunca lleva palafrenero! —protestó lord Bridlington—. Le he oído decir infinidad de veces…

—Le ruego, Bridlington, que se abstenga de interrumpirnos con esos absurdos comentarios —pidió Beaumaris.

—¡Pero ese crío es demasiado pequeño para ser palafrenero! —observó lady Bridlington.

El rostro de Arabella se ensombreció.

—Sí, es demasiado pequeño —admitió con pesar—. Pero ésa sería una salida ideal para él, si supiéramos qué hacer con él entretanto.

—Creo —intervino el adoptante— que entretanto será mejor que me lo lleve a mi casa y lo deje al cuidado de mi ama de llaves. Entonces podremos discutir este asunto en profundidad, señorita Tallant.

—¡No sabía que fuera usted tan bondadoso! —exclamó la joven, recompensándolo con una mirada admirativa—. Me parece una idea espléndida, porque el pobrecillo necesita alimentarse bien, y estoy segura de que en su casa no le faltará comida. Escucha, Jemmy, vas a irte con este caballero, que será tu nuevo patrón, así que pórtate bien y haz cuanto te ordene.

Jemmy, agarrándose a un pliegue del vestido de Arabella, dijo que prefería quedarse con ella. La joven se agachó y le dio unas palmadas en el hombro.

—No, no puedes quedarte conmigo, tesoro, y si pudieras, estoy segura que no te gustaría ni la mitad, porque debes saber que este caballero tiene muchos caballos estupendos y seguro que dejará que los veas. ¿Ha venido en su carrocín, señor Beaumaris? —Éste asintió—. ¿Lo ves, Jemmy? —añadió Arabella con tono alentador—. Vas a irte en un coche tirado por dos hermosos rucios.

—Hoy he cogido los zainos —se disculpó Beaumaris—. Lo siento, pero creo que debo aclararlo.

—Ha hecho usted muy bien —aprobó la joven—. A los niños no hay que decirles mentiras. Zainos, Jemmy, unos preciosos caballos castaños. ¡Qué bien vas a ir montado en ese coche!

Al parecer, estas palabras convencieron al chiquillo, porque le soltó el vestido y dirigió su atenta mirada hacia su nuevo patrón.

—¿Son buenos? —preguntó con desconfianza.

—Buenísimos —corroboró Beaumaris con seriedad.

Jemmy bajó de la butaca.

—¿Seguro que no me engaña? ¿No va a llevarme con el viejo Grimsby?

—No, no voy a llevarte con él. Ven a ver mis caballos.

Jemmy vaciló y miró a Arabella, que lo cogió de la mano y dijo:

—Sí, vamos a verlos.

Cuando Jemmy vio los caballos que esperaban en la calle, abrió mucho los ojos y soltó un grito de regocijo.

—¡Qué caballos! ¡Son increíbles! —exclamó—. ¿Me dejará conducirlos?

—No, no te dejaré conducirlos —repuso Beaumaris—. Pero puedes sentarte a mi lado.

—¡Sí, señor! —dijo Jemmy reconociendo la voz de la autoridad.

—¡Arriba! —dijo Beaumaris, y subió al chico al carrocín. Entonces se volvió y vio que Arabella le tendía una mano. La cogió y la sostuvo un momento.

—No tengo palabras para agradecerle lo que ha hecho —dijo la joven—. Espero que me tenga informada de los progresos de Jemmy.

—Puede estar tranquila, señorita Tallant —repuso él inclinando la cabeza. Cogió las riendas y subió al carrocín; entonces miró con malicia a lord Fleetwood, que los había acompañado a la calle y estaba despidiéndose de Arabella, y añadió—: ¡Vamos, Charles!

Lord Fleetwood dio un respingo y dijo atropelladamente:

—Prefiero ir andando. No te preocupes por mí, querido amigo.

—¡Vamos, Charles! —repitió Beaumaris.

Lord Fleetwood, consciente de que Arabella lo miraba, suspiró y dijo:

—Está bien. —Subió al carrocín y colocó a Jemmy entre Beaumaris y él.

El señor Beaumaris le hizo una seña con la cabeza a su atónito postillón, e hizo arrancar a los zainos.

—Cobarde —dijo entonces.

—No es que sea cobarde —protestó lord Fleetwood—. Pero vamos a ser la comidilla de la ciudad. No entiendo qué te ha pasado, Robert. No puedes quedarte a este mocoso en Mount Street. Si la gente se entera, y seguro que acabará por saberse, todo el mundo creerá que es un bastardo.

—Sí, ya he pensado en esa posibilidad —admitió su amigo—. Y estoy seguro de que no debe importarme. A la señorita Tallant no le importaría.

—Maldita sea, creo que ese pelmazo, Bridlington, tenía razón por una vez en la vida. ¡Te has vuelto completamente loco!

—Es cierto.

—Mira, Robert —advirtió lord Fleetwood mirándolo con cierta preocupación—, si no te andas con cuidado, no tardarás mucho en encontrarte ante el altar.

—No tienes muy buena opinión de mí. Creo que el siguiente paso que debería dar es perseguir a ese individuo al que llaman «viejo Grimsby».

—¿Qué? —exclamó Fleetwood—. ¡Ella no te ha pedido que lo hagas!

—No, pero me parece que es lo que espera de mí. —Vio que Jemmy, al oír el nombre del deshollinador, lo miraba con expresión alarmada, así que lo tranquilizó—: No, no voy a llevarte con él.

—En todos los años que te conozco nunca te había visto hacer el ridículo de esta forma, Robert —le soltó su amigo con absoluta franqueza—. Primero dejas que la señorita Tallant te engatuse para que cargues con este espantoso mocoso, y ahora hablas de entrometerte en los asuntos de un deshollinador. ¡Tú! ¡Es inaudito!

—Sí, y lo peor es que sospecho que mi carrera de santo va a resultar extremadamente fatigosa —admitió Beaumaris con aire pensativo.

—Ya lo entiendo —dijo Fleetwood tras observar el perfil de su amigo unos instantes—. Te ofende tanto que la señorita Tallant no se haya enamorado de ti que harás cualquiera cosa para conquistarla.

—Así es —asintió el señor Beaumaris con cordialidad.

—Pues más vale que tengas cuidado con lo que haces —le advirtió su experimentado amigo.

—Lo tendré.

Lord Fleetwood dedicó el resto del breve paseo a pronunciar un severo discurso sobre la perfidia de aquellos que, sin tener intenciones serias, les arrebataban las muchachas más codiciadas de la temporada a sus amigos, y por si acaso añadió una firme repulsa de los calaveras empedernidos que intentaban engañar a las inocentes muchachas del campo.

Beaumaris lo escuchó con total afabilidad y sólo lo interrumpió para aplaudir su último alarde de elocuencia.

—Eso ha estado muy bien, Charles —lo elogió—. ¿De dónde lo has sacado?

—¡Diantre! Oye, me desentiendo de ti. Y espero que esa joven te cause buenos quebraderos de cabeza.

—Tengo el presentimiento de que tus esperanzas van a cumplirse.

Lord Fleetwood desistió, y como el señor Beaumaris no veía ningún motivo para confiarse a él, dedicaron el poco tiempo que quedaba hasta llegar a Mount Street a hablar de las posibilidades de un nuevo púgil en su inminente combate con un famoso campeón.

Beaumaris era reacio a confiar a nadie sus verdaderas intenciones. Ni siquiera él estaba seguro de ellas, pero lo que sí sabía era que había ido a Park Street por las razones que había descrito su amigo, y que al encontrar allí a Arabella peleando por el futuro de su poco atractivo protegido había experimentado una revelación tan cegadora que casi lo había privado de sus sentidos. Las consideraciones sobre la conducta propia de una dama esmeradamente educada no la habían detenido. Arabella no se había turbado lo más mínimo cuando dos elegantes caballeros habían aparecido y la habían encontrado mezclada en las tribulaciones de un pilluelo que estaba muy por debajo de cualquier aspirante a las altas esferas de la sociedad. ¡No, nada de eso!, pensó el señor Beaumaris, exultante; les había demostrado lo que opinaba sobre los personajes frívolos como ellos. Era evidente que no le importaban en absoluto. «Yo podría convertirla en el hazmerreír de la ciudad sólo con relatar esa historia», pensó. ¡Sí, claro que habría podido! ¿Lo sabía ella? ¿Le habría importado? ¡No, no le habría importado lo más mínimo! Ahora tenía que impedir que Charles contara a todo el mundo cuanto había pasado.

Beaumaris era un cazador suficientemente experimentado para perseguir a su presa a una distancia demasiado corta. Dejó pasar varios días antes de abordarla, pues no volvió a verla hasta el baile de los Charnwood. Le pidió que bailara con él una de las danzas rústicas, pero cuando llegó el momento de ocupar sus puestos, la condujo hasta un sofá y dijo:

—¿Le importa sentarse un momento conmigo en lugar de bailar? Bailando no se puede conversar cómodamente, y me gustaría hablar con usted de nuestro chiquillo.

—¡No, claro que no me importa! Tenía mucha curiosidad por saber cómo le va. —Se sentó, con el abanico en las manos, y lo miró con interés—. ¿Se encuentra bien? ¿Está contento?

—Por lo que he podido determinar —contestó Beaumaris eligiendo con cuidado las palabras—, no sólo está recobrando rápidamente una excelente salud, sino que además se está divirtiendo de lo lindo observando una conducta que podría acabar privándome de los servicios de gran parte de mis empleados.

Arabella reflexionó. Beaumaris constató, satisfecho, cómo se le fruncía la frente.

—¿Es muy travieso? —preguntó la joven.

—Según me ha contado mi ama de llaves, señorita Tallant (pero supongo que no hay que creerla a pies juntillas), es la personificación de tantos vicios que resultaría imposible enumerarlos.

Arabella pareció encajar esa información con serenidad, porque asintió, comprensiva.

—Le ruego que no crea que se me ocurriría abrumarla con algo tan insignificante como las quejas de una simple ama de llaves —prosiguió Beaumaris—. Sólo la más imperiosa de las necesidades me habría decidido a hablarle de este asunto. —Ella lo miraba intrigada—. Verá —aclaró—, se trata de Alphonse.

—¿Alphonse?

—Mi cocinero. Si usted me lo pide, señorita Tallant, lo despediré, desde luego. Pero debo admitir que su partida me causaría una gran preocupación. No voy a afirmar que eso me destrozara la vida, porque sin duda otros cocineros saben hacer un soufflé y no se ofenden tanto por los destrozos causados en la despensa por un chiquillo.

—¡Eso es absurdo, señor Beaumaris! —dijo Arabella con severidad—. ¡Seguro que le ha consentido a Jemmy todos sus caprichos! Seguro que el chico se porta muy mal. Es lo que haría cualquier niño en su situación, a menos que estuviera realmente destrozado, y hemos de agradecer que Jemmy no lo esté.

—¡Cierto! —coincidió Beaumaris, embelesado por tanta sabiduría—. Se lo plantearé así a Alphonse.

Arabella negó con la cabeza.

—¡No, no! Creo que eso no serviría de nada. Los extranjeros —añadió— no saben tratar a los niños. ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé, pero tengo la sensación de que a Jemmy le sentaría bien pasar una temporada en el campo.

Esa sugerencia fue muy acogida por parte de Arabella.

—¡Sí, seguro que nada podría sentarle mejor! —coincidió—. Además, él no tiene motivos para martirizarlo a usted, estoy segura. Pero ¿cómo podríamos hacerlo?

Aliviado al comprobar con qué facilidad había superado ese obstáculo, Beaumaris dijo:

—Acaba de ocurrírseme, señorita Tallant, que si lo llevara a Hampshire, donde tengo fincas, sin duda le encontraríamos algún hogar respetable.

—¡Claro! ¡Alguno de sus arrendatarios! ¡Ésa sería una solución ideal! —exclamó Arabella—. Una granja sencilla y una buena mujer que se ocupara de él. Aunque me temo que tendríamos que pagarle algo por ello.

—¡No, no, señorita Tallant! ¡No me niegue esta oportunidad de hacer una obra de caridad, se lo ruego!

Así que Arabella se abstuvo de impedírselo, y le dedicó tal sonrisa de agradecimiento que Beaumaris se consideró ampliamente recompensado.

—¿Está muy enfadada con usted lady Bridlington? —preguntó con aire burlón.

Arabella rió, pero parecía un poco arrepentida.

—Lo estaba —admitió—. Sin embargo, como ha visto que la historia no ha circulado, me ha perdonado. Estaba convencida de que todo el mundo se reiría de mí. ¡Como si a mí me importaran esas cosas, cuando lo único que he hecho ha sido cumplir con mi deber!

—¡Por supuesto!

—Verá, había empezado a creer que en la ciudad todo el mundo… bueno, que toda la gente importante era cruel y egoísta —le confesó—. Me temo que no me mostré educada con usted; es más, lady Bridlington asegura que fui increíblemente grosera. Pero verá, ignoraba que usted no era como los demás. ¡Le ruego que me perdone!

Beaumaris tuvo la decencia de conmoverse, y eso le hizo decir:

—Señorita Tallant, lo hice con la esperanza de complacerla.

Entonces lamentó no haberse refrenado, porque Arabella se mostró más reservada, y aunque siguió hablando con él durante un rato, él se percató de que la joven había vuelto a poner distancia entre los dos.

Unos días más tarde, Beaumaris tuvo ocasión de recuperar su posición y procuró no volver a ponerla en peligro. Cuando regresó de una visita a sus fincas, pasó por Park Street para dar a Arabella tranquilizadoras noticias de Jemmy, a quien había dejado al cuidado de una antigua empleada suya. A la joven le preocupaba que un pobre niño abandonado que había crecido en la ciudad se sintiera perdido y triste en el campo, pero cuando el señor Beaumaris le informó que lo último que había sabido de Jemmy, antes de marcharse de Hampshire, era que había soltado un rebaño de bueyes del campo donde estaban confinados, que le había arrancado las plumas de la cola al gallo, que había intentado montar a lomos de un ofendido cerdo por el patio y que se había comido toda una hornada de pasteles que su bondadosa anfitriona acababa de preparar, Arabella comprendió que Jemmy era duro de pelar, y rió y aseguró que pronto se tranquilizaría y aprendería a comportarse.

Beaumaris le dio la razón, y entonces jugó su baza. Pensó que a ella le gustaría saber que había tomado medidas para asegurarse del bienestar de los futuros aprendices del señor Grimsby.

Arabella se mostró muy ilusionada.

—¡Lo ha llevado a los tribunales!

—Bueno, no exactamente —reconoció él. Como detectó una pizca de decepción en la mirada de la joven, se apresuró a añadir—: Verá, me pareció que a usted no le gustaría presentarse como testigo ante un tribunal. Además, cuando se trata de aprendices, uno se enfrenta a todo tipo de dificultades, porque no es fácil arrebatar los chicos a sus patronos. Por lo tanto, me pareció más oportuno hablar en privado con sir Nathaniel Conant, el juez supremo y, casualmente, un viejo conocido mío. El señor Grimsby no pasará por alto una advertencia de Bow Street, se lo aseguro.

Arabella lamentó que al señor Grimsby no fueran a mandarlo a la cárcel, pero como era una muchacha sensata, aceptó los argumentos del señor Beaumaris y le dijo que le estaba muy agradecida. Se quedó reflexionando unos instantes, bajo la atenta mirada de su interlocutor, que se preguntaba qué estaría pensando.

—Debería ser la gente con medios y dinero la que se preocupara por estos asuntos —dijo de pronto—. ¡En esta ciudad, a nadie parece importarle nada! ¡Desde que llegué a Londres he visto cosas tan espantosas, tanta miseria, tanta mendicidad y tantos niños harapientos sin padres ni hogar! Lady Bridlington no quiere oír hablar de nada de eso, pero a mí me gustaría poder ayudar a los niños tan pobres como Jemmy.

—¿Y por qué no lo hace? —preguntó él fríamente.

Ella lo miró, y Beaumaris se dio cuenta de que había sido demasiado brusco y de que la joven no le revelaría la verdad.

—Quizá lo haga algún día —contestó tras una breve pausa.

Beaumaris se preguntó si su madrina la habría prevenido contra él, y cuando Arabella no quiso bailar con él en el siguiente baile, se convenció de ello.

Pero la advertencia se la había hecho lord Bridlington. Las atenciones que Beaumaris había prodigado a Arabella, entre ellas el extraordinario gesto de adoptar a Jemmy, habían hecho albergar a lady Bridlington las más descabelladas esperanzas, pues no tenía noticia de que ninguna de sus anteriores aventuras amorosas lo hubieran llevado a llevar a cabo nada parecido. Lady Bridlington empezó a forjarse ilusiones de que sus intenciones eran serias y estaba a punto de escribir a la señora Tallant para insinuárselo, cuando lord Bridlington truncó sus esperanzas.

—Deberías prevenir un poco a tu joven protegida respecto a Beaumaris, madre —dijo con gravedad.

—Mi querido Frederick, ya lo hice, desde el principio. Pero el señor Beaumaris le prodiga tantas atenciones, se interesa mucho por ella y se esfuerza tanto por atraerla que la verdad es que empiezo a pensar que quiere establecer una relación formal. ¡Imagínate que se casara con él, Frederick! ¡Te aseguro que me emocionaría tanto como si fuera mi propia hija! Porque ya sabes que sería gracias a mí.

—Espero que no metas esa idea tan descabellada en la cabeza de la joven —repuso él atajando el extasiado discurso de su madre—. Te advierto una cosa: los amigos más íntimos de Beaumaris no interpretan de ese modo el interés que demuestra por la señorita Tallant.

—Ah, ¿no? —dijo lady Bridlington con voz entrecortada.

—¡Todo lo contrario, madre! Aseguran que lo hace sólo por despecho, porque ella no se interesa por él más que por cualquier otro. He de reconocer que no esperaba que la joven tuviera tanto sentido común. Los hombres como Beaumaris, acostumbrados a que los halaguen y adulen, se ofenden sobremanera cuando los rechaza una mujer que no ha sido tan tonta como para morder su anzuelo.

¡Me exaspera ver cómo miman y lisonjean a alguien! Pero sea como sea, madre, deberías saber que en White’s ya se está apostando que la señorita Tallant no aguantará el asedio mucho tiempo.

—¡Qué odiosos son los hombres! —exclamó lady Bridlington, indignada.

Quizá los hombres fueran horribles, pero si estaban haciendo apuestas en los clubes, una carabina seria y aplicada debía prevenir a su protegida una vez más para que no prestara demasiada atención a las galanterías de un consumando seductor. Arabella le aseguró que no tenía intención de caer en esa trampa.

—No, querida, claro que no —replicó milady—. Pero no puede negarse que el señor Beaumaris es muy atractivo: ¡yo misma me doy cuenta! ¡Qué porte! ¡Qué modales! No obstante, de nada sirve pensar en eso. Me temo que para él es una especie de deporte lograr que las mujeres se enamoren de él.

—¡Yo no voy a enamorarme de él! —declaró Arabella—. Me resulta muy agradable, pero como ya le he dicho otras veces, madrina, no soy tan tonta como para dejarme impresionar.

Lady Bridlington la miró con desconfianza.

—No, querida mía, espero que no. Tienes tantos admiradores que no necesitamos contar con el señor Beaumaris. Supongo (y espero que no te ofenda que te lo pregunte) que ningún caballero te ha propuesto matrimonio todavía, ¿verdad?

Aunque varios caballeros, buenos y malos partidos, le habían propuesto matrimonio, la joven negó con la cabeza. Podía absolver a algunos de sus pretendientes de albergar proyectos respecto a su presunta fortuna, pero al menos dos de ellos jamás se le habrían declarado de haber sabido que Arabella no tenía dinero; y el galanteo de varios destacados cazadores de fortunas le impedía creer que los bienintencionados esfuerzos de lord Bridlington hubieran acallado aquel espantoso rumor. Tenía la impresión de que se encontraba en una situación muy comprometida. Faltaba muy poco para la Pascua, y Arabella había tenido tiempo de sobra, con todas las oportunidades que le habían brindado, de cumplir los deseos de su madre. Se sentía culpable, porque a su madre le había costado mucho dinero enviarla a Londres, así que lo menos que podría haber hecho una hija agradecida habría sido recompensarla aceptando alguna oferta de matrimonio respetable. Pero Arabella se encontraba atrapada. No le interesaba ninguno de los hombres que se le habían declarado, y aunque suponía que eso no debía pesar demasiado en la balanza comparándolo con los beneficios que le proporcionaría a sus queridos hermanos y hermanas, estaba decidida a no aceptar la propuesta de ningún pretendiente que ignorara sus verdaderas circunstancias. Quizá todavía tuviera que aparecer en su vida el hombre con quien pudiera sincerarse, pero de momento no había aparecido, y mientras esperaba su llegada, Arabella se refugiaba en el señor Beaumaris, pues, fueran cuales fuesen sus intenciones, desde luego él no codiciaba su fortuna.

Por su parte, Beaumaris ponía todo tipo de facilidades para que la joven estuviera con él, pero no podía felicitarse por su éxito. Cualquier gesto galante de su parte transformaba a Arabella de la niña confiada que tan atractiva le resultaba en una damisela dispuesta a contestarle con evasivas, pero que no le ocultaba que no le interesaban en absoluto sus expertos requiebros. Y después de que lady Bridlington hubiera trasladado a Arabella las advertencias de su hijo, sin dejar de mencionar el hecho de que los amigos del señor Beaumaris sabían que él sólo estaba jugando con ella, ella se mostró aún más esquiva. Él entonces se vio obligado a emplear una estratagema innoble, de modo que después de visitar sus fincas por un asunto de negocios, a su regreso fue a ver a Arabella y le dijo que quería hablar otra vez del futuro de Jemmy. De ese modo, la convenció para dar un paseo en su carrocín. La llevó a Richmond Park, y ella no puso objeciones, pese a que hasta entonces nunca habían ido más allá de Chelsea. Hacía una tarde cálida y agradable, y el sol brillaba con tal intensidad que Arabella se aventuró a ponerse un sombrero de paja muy favorecedor y a coger una pequeña sombrilla con el mango muy largo que había visto en el Pantheon Bazaar y a cuya compra no había podido resistirse. Cuando Beaumaris la ayudó a subir al carrocín, Arabella aseguró que le agradecía mucho que la llevara al campo, porque era lo que más le gustaba del mundo, y porque en aquel extenso parque, lejos de la ciudad, podía pensar en sus cosas.

—Entonces ¿ya conoce Richmond Park? —preguntó él.

—Sí, claro. Lord Fleetwood me llevó allí la semana pasada. Y los Charnwood organizaron una salida en grupo, y fuimos en tres birlochos. Y mañana, si hace buen tiempo, sir Geoffrey Morecambe me acompañará a ver los jardines Florida.

—En ese caso, debo considerarme afortunado por haber ido a visitarla un día que no tenía ningún otro compromiso.

—Sí, la verdad es que salgo mucho —dijo Arabella. Abrió la sombrilla y agregó—: ¿Qué quería decirme sobre Jemmy, señor Beaumaris?

—¡Ah, sí! ¡Jemmy! Si me da usted su consentimiento, señorita Tallant, voy a hacer… bueno, en realidad he hecho ya un pequeño cambio en su educación. Me temo que bajo la tutela de la señora Buxton nunca hará nada bueno, y aún temo más que si sigue allí pronto le causaría la muerte a esa buena mujer. Al menos, eso fue lo que ella me contó anteayer, cuando fui a Hampshire.

—¡Qué amable es usted! —exclamó Arabella mirándolo con dulzura—. ¿Fue hasta allí sólo por ese chiquillo travieso?

Él estuvo tentado de mentir, pero al mirar a su acompañante y reparar en su inocente mirada, vaciló.

—No exactamente, señorita Tallant. Tenía que solucionar unos asuntos.

—Ya me lo imaginaba —contestó Arabella sonriendo.

—En ese caso, me alegro de no haberle mentido.

—¿Cómo puede ser usted tan absurdo? ¡Como si yo quisiera que se tomara usted tantas molestias! ¿Qué ha hecho Jemmy esta vez?

—Prefiero no contárselo para no entristecerla. La señora Buxton está convencida de que el niño está poseído por los demonios. Y además, el lenguaje que emplea no es al que ella está acostumbrada. Lamento tener que decir que también se ha enemistado con mis guardas, que no han conseguido inculcarle que no debe molestar a mis aves ni robar huevos de faisán. No me explico para qué puede quererlos, por cierto.

—¡Pues claro que deberían castigarlo por eso! Supongo que se aburre. Hemos de recordar que está acostumbrado a trabajar, y deberíamos buscarle alguna ocupación. Estar completamente ocioso no resulta favorable para nadie.

—Tiene usted mucha razón, señorita Tallant —coincidió el señor Beaumaris con docilidad.

Ella no se dejó engañar. Lo miró fijamente, contuvo la risa y dijo:

—¡Estamos hablando de Jemmy!

—Eso espero.

—No sea usted ridículo —le reprochó con un deje de severidad—. ¿Qué vamos a hacer con él?

—He llevado a cabo algunas indagaciones y he llegado a la conclusión de que la única persona que tiene buena opinión de él es el encargado de mis establos. Dice que a Jemmy se le dan muy bien los caballos. Resulta que siempre que puede se escapa a las cuadras, donde, curiosamente, se comporta de forma intachable. A Wrexham le impresionó tanto encontrar al chico… jugando con un semental zaino al que considera sumamente peligroso que vino a sugerirme que le permitiera enseñarle. Él no tiene hijos, y dado que se ofreció a alojar a Jemmy en su casa, pensé que no sería mala idea darle carta blanca con su proyecto. No creo que el lenguaje de Jemmy le sorprenda, y tengo motivos para confiar, por lo que sé de Wrexham, que conseguirá meter al chico en cintura.

Arabella aprobó con tanto entusiasmo esa solución que Beaumaris se arriesgó a añadir con tono melancólico:

—Sí, pero si todo sale bien, ya no tendré pretextos para llevarla a pasear.

—Cielo santo, ¿tan esquiva me he mostrado con usted? —preguntó Arabella arqueando las cejas—. No sé por qué dice tantas tonterías, señor Beaumaris. No le quepa duda de que procuraré que de vez en cuando me vean en su compañía, porque no tengo tanta seguridad en mí misma para arriesgarme a que se diga que el Incomparable ha empezado a aburrirse conmigo.

—Créame, señorita Tallant: no corre usted ese peligro. —Tiró de las riendas para tomar una curva, y no volvió a hablar hasta que hubo salido de ella. Entonces dijo—: Me temo que me considera usted una persona despreciable, señorita Tallant. ¿Qué puedo hacer para demostrarle que puedo ser muy sensible?

—No hay ninguna necesidad de que haga nada: estoy segura de que puede serlo —replicó ella con cordialidad.

Después de ese intercambio de palabras, Arabella se interesó por el paisaje y luego empezó a hablar de su inminente presentación. El acontecimiento iba a tener lugar la semana siguiente, y ya había llegado a casa el vestido de lady Bridlington que la habilidosa modista había transformado. Eso no se lo dijo al señor Beaumaris, por supuesto, pero sí se lo describió con todo detalle, y comprobó que era un entendido en la materia. Él le preguntó qué joyas iba a ponerse con el vestido, a lo que ella contestó con grandilocuencia:

—¡Oh, sólo diamantes! —De pronto se avergonzó de lo que acababa de decir, aunque fuera totalmente cierto.

—Tiene usted un gusto excelente, señorita Tallant. No hay nada más desagradable para la mirada exigente que una profusión de joyas. Permítame felicitarla por la beneficiosa influencia que ha ejercido sobre sus coetáneas.

—¿Yo? —se extrañó Arabella, sospechando que estaba burlándose de ella.

—Por supuesto. La absoluta falta de ostentación que caracteriza su atuendo es muy admirada, se lo aseguro, y muchas damas empiezan a copiarla.

—¡Está bromeando!

—No, le aseguro que no. ¿No se ha fijado en que la señorita Accrington ya no se pone ese espantoso collar de zafiros, ni en que la señorita Kirkmichael ya no disimula las limitaciones de su figura con una profusión de cadenas, broches y collares que parece que haya elegido al azar de un rebosante joyero?

Arabella se echó a reír al pensar que sus apuradas circunstancias hubieran dado pie a una nueva moda, pero no quiso confesar a su acompañante la causa de su hilaridad. Él no insistió para que le diera una explicación, y como ya habían llegado al parque, le sugirió que caminaran un poco por la hierba mientras el postillón se ocupaba del carrocín. Arabella aceptó la invitación, y mientras paseaban, el señor Beaumaris le habló de la casa que tenía en Hampshire. Pero Arabella no mordió el anzuelo; la señorita Tallant limitó sus comentarios sobre su casa a vagas descripciones del paisaje de Yorkshire, y no se dejó engatusar para compartir con su interlocutor recuerdos familiares.

—Tengo entendido que su padre todavía vive, ¿no es así? Recuerdo que lo mencionó usted el día que adoptó a Jemmy.

—Ah, ¿sí? Sí, mi padre todavía vive, y ese día lo eché mucho de menos, porque es el mejor hombre del mundo y habría sabido cómo actuar.

—Espero tener el placer de conocerlo alguna vez. ¿Viene a menudo a Londres?

—No, nunca.

No creía que el señor Beaumaris y su padre simpatizaran en caso de que llegaran a conocerse; al advertir que la conversación tomaba un derrotero peligroso, volvió a adoptar su aire de damisela elegante, que mantuvo durante gran parte del camino de regreso a Londres. Sin embargo, cuando dejaron atrás los campos y el carrocín volvió a circular entre hileras de casas, de repente abandonó dicha apariencia. En medio de una calle estrecha, los rucios se encabritaron al pasar al lado de un carromato cuya andrajosa cubierta de lona ondeaba al viento. Apenas había espacio para que pasara el carrocín, y el señor Beaumaris, concentrado en sus caballos, no se fijó en un grupo de jóvenes que estaban inclinados sobre un objeto que había en el suelo, ni tampoco reparó en el angustiado grito que dio Arabella al mismo tiempo que se despojaba de la fina manta que le cubría las piernas:

—¡Oh! ¡Pare! —gritó, y cerró de golpe la sombrilla.

Los rucios pasaban en ese momento, con gran afectación, al lado del carromato; Beaumaris frenó los caballos, pero Arabella no esperó a que el carrocín se hubiera detenido del todo para saltar. El caballero sujetó a los animales, que resoplaban inquietos, con mano férrea al tiempo que miraba por encima del hombro y veía que Arabella dispersaba al grupo de jóvenes que había en la acera a golpe de sombrilla.

—¡Sujétalos, inútil! —gritó al postillón.

Éste, que seguía encaramado en la parte de atrás del carrocín, y que al parecer se había quedado atónito ante la extraña conducta de la damisela, volvió en sí, bajó del coche y corrió a sujetar los caballos. Beaumaris saltó también del carrocín y se abalanzó sobre los jóvenes. Tras agarrar a dos de los patanes por el cogote, golpear la cabeza del uno contra la del otro y agarrar a un tercero por el cuello de la camisa y por la cinturilla de los bastos pantalones y lanzarlo a la calzada, descubrió qué había provocado la ira de la señorita Tallant. Ovillado en el suelo, temblando y gimiendo, había un perrito mestizo y de pelaje rubio, con la cola enroscada y una oreja vergonzosamente caída.

—¡Esos malvados, crueles, desalmados! —exclamó Arabella entre jadeos, con las mejillas encendidas y los ojos chispeantes—. ¡Estaban torturando a este pobre animalito!

—¡Tenga cuidado! ¡Podría morderla! —se apresuró a decir Beaumaris al ver que la joven se arrodillaba al lado del perro—. ¿Quiere que les dé una buena paliza?

Al oír esas palabras, dos de los jóvenes echaron a correr, los dos cuyas cabezas habían chocado se apartaron con cautela del alcance del largo látigo del señor Beaumaris, y el magullado joven al que el caballero había lanzado a la calzada gimoteó que no estaban haciendo nada malo y que tenía todas las costillas rotas.

—¿Le han hecho mucho daño? —preguntó angustiada la señorita Tallant—. ¡Llora cuando lo toco!

Beaumaris se quitó los guantes, se los dio a Arabella junto con el látigo y dijo:

—Sujéteme esto. Voy a ver.

La joven, obediente, los cogió y observó, nerviosa, mientras él examinaba al perro. Vio que manipulaba al pobre animal con firmeza pero suavemente, de una manera que revelaba que sabía lo que hacía. El perro gimió, profirió unos aullidos ahogados y se acobardó, pero no intentó morderlo. Es más, agitó débilmente su fea cola y le lamió la mano.

—Está muy magullado y tiene un par de rasguños, pero ningún hueso roto —concluyó Beaumaris enderezándose. Se volvió hacia los dos jóvenes que no habían huido y dijo con severidad—: ¿De quién es este perro?

—No tiene dueño —contestaron—. Va por ahí husmeando en los cubos de basura. ¡Y en los de la tienda del carnicero!

—Yo lo he visto en Chelsea con una hogaza de pan —corroboró su compañero.

El acusado se arrastró hasta las elegantes botas de Beaumaris y rozó una de las relucientes borlas con una pata.

—¡Oh! ¡Mire qué inteligente es! —exclamó Arabella, agachándose para acariciar al animal—. ¡Sabe que es a usted a quien tiene que agradecer su rescate!

—Si eso piensa, no lo considero muy inteligente, señorita Tallant —replicó Beaumaris mirando al perro—. ¡Es evidente que es a usted a quien debe la vida!

—¡No, ni hablar! Sin su ayuda, no habría podido hacer nada. ¿Quiere por favor acercármelo? —dijo Arabella, que se disponía a subir de nuevo al carrocín.

Él la miró; luego miró al descuidado y sucio chucho que tenía a los pies y dijo:

—¿Está segura de que desea llevárselo, señorita Tallant?

—¡Por supuesto! No pensará que voy a dejarlo aquí para que esos malvados lo torturen tan pronto como nos hayamos marchado, ¿verdad? Además, ya ha oído lo que han dicho. No tiene dueño, nadie que lo alimente ni cuide de él. ¡Démelo, por favor!

Beaumaris reprimió una sonrisa y dijo con absoluta seriedad:

—¡Como quiera, señorita Tallant! —Cogió al perro por el pescuezo. Vio que ella extendía ambos brazos para recibir a su nuevo protegido y vaciló—. ¡Ya ha visto que está muy sucio!

—Bah, ¿qué importa? Ya me he manchado el vestido arrodillándome en la acera —señaló Arabella, impaciente.

Así pues, Beaumaris depositó el perro en su regazo, cogió el látigo y los guantes, que le devolvió Arabella, y se quedó de pie, sonriendo y observando cómo la joven acomodaba al perro, le acariciaba las orejas y le murmuraba palabras tranquilizadoras.

—¿Qué estamos esperando, señor Beaumaris? —preguntó ella alzando la cabeza.

—¡Nada, señorita Tallant! —respondió él, y subió al carrocín.

Sin dejar de acariciar al perro, la señorita Tallant expuso con vehemencia su opinión sobre las personas que se mostraban crueles con los animales, y agradeció calurosamente al señor Beaumaris que hubiera atizado a aquellos repugnantes jóvenes, un violento recurso que parecía haber encontrado su aprobación. A continuación se dedicó a hablarle al perro y a informarle de la espléndida cena que le iban a dar y del baño caliente que, según ella, tanto le gustaría. Pero al cabo de un rato se quedó pensativa y guardó silencio.

—¿Qué le pasa, señorita Tallant? —preguntó Beaumaris al ver que la joven no daba señales de romper su silencio.

—Verá —dijo ella despacio—, estaba pensando, señor Beaumaris… Tengo el presentimiento de que este perrito tan encantador no va a ser del agrado de lady Bridlington.

Beaumaris esperó con paciencia y resignación a que su ineludible destino cayera sobre él.

—Señor —dijo impulsivamente volviéndose hacia él—, ¿cree usted que…? ¿Podría usted…?

Beaumaris miró a la atribulada y suplicante joven.

—Sí, señorita Tallant.

—¡Gracias! —exclamó la joven, y su rostro su iluminó—. ¡Sabía que podía confiar en usted! —Volvió con cuidado la cabeza del chucho hacia Beaumaris y dijo—: ¡Mira, éste es tu nuevo amo, que será muy bueno contigo! ¡Mire qué inteligente parece! No me cabe duda de que lo entiende todo. Seguro que lo querrá muchísimo.

El adoptante miró al animal y contuvo un estremecimiento.

—¿Eso cree?

—¡Claro que sí! Quizá no sea muy bonito, pero los perros callejeros suelen ser más listos que los de pura raza. —Le alisó el hirsuto pelo de la cabeza al animal y añadió con aire inocente—: Le hará mucha compañía. No me explico que todavía no tenga perro.

—Sí los tengo, pero en el campo.

—¡Ah, pero son perros de caza! ¡Ésos son muy diferentes!

Tras echar otra ojeada a su futuro compañero, Beaumaris pensó que estaba absolutamente de acuerdo con esa observación.

—Cuando lo cepillen y haya engordado un poco —insistió Arabella, con la serena convicción de que sus sentimientos eran compartidos— parecerá otro. ¡Estoy impaciente por verlo dentro de un par de semanas!

Beaumaris detuvo los caballos delante de la casa de lady Bridlington. Arabella le dio una última palmadita al chucho y lo dejó en el asiento al lado de su nuevo propietario, ordenándole que no se moviera de allí. Al principio, el perrillo parecía un tanto indeciso, pero como estaba demasiado magullado para saltar a la calle, se quedó donde estaba, gimiendo. Sin embargo, cuando Beaumaris, que había acompañado a Arabella hasta la puerta, regresó al carrocín, el perro dejó de gemir y lo recibió con efusivas muestras de alivio y afecto.

—Tu instinto se equivoca. Si pudiera elegir, te abandonaría a tu destino. O te ataría un ladrillo al cuello y te tiraría al río.

Su canino admirador agitó la cola y ladeó la cabeza.

—¡Eres tremendamente feo! ¿Y qué espera ella que haga contigo? —El animal le puso una pata en la rodilla—. ¡Está bien, pero te advierto que conozco a los de tu clase! Eres un adulador, y detesto a los lisonjeros. Supongo que si te enviara al campo, mis perros te matarían en cuanto te vieran. —La severidad de su tono de voz hizo que el animal se acobardara un poco, aunque siguió mirándolo con la expresión de un perro ansioso por comprender—. ¡No temas! —lo tranquilizó acariciándole brevemente la cabeza—. Es evidente que la dama quiere que te quedes conmigo en la ciudad. ¿No se ha parado a pensar que tus modales dejan mucho que desear? ¿Has aprendido en tus devaneos cómo tiene que comportarse un animal al que admiten en la casa de un caballero? ¡Claro que no! —El postillón contuvo la risa, y al oírlo, Beaumaris dijo por encima del hombro—: Espero que te gusten los perros, Clayton, porque vas a tener que bañar a este ejemplar.

—Muy bien, señor.

—¡Y trátalo con cortesía! —ordenó el caballero—. ¿Quién sabe? Quizá se aficione a ti.

Esa noche, a las diez en punto, el mayordomo del señor Beaumaris, que llevaba una bandeja con algunos refrigerios a la biblioteca, dejó pasar a un chucho bañado, cepillado y alimentado, que entró pavoneándose cuanto le permitía su escuálida condición. Al ver al señor Beaumaris, que se consolaba leyendo a su poeta favorito en un cómodo sillón de orejas junto a la chimenea, soltó un agudo gañido de felicidad y se irguió sobre las patas traseras, poniendo las patas delanteras sobre las rodillas de su nuevo amo, agitando furiosamente la cola y mirándolo con radiante adoración.

—Pero ¿qué demonios…? —exclamó Beaumaris apartando el libro de Horacio.

—Clayton ha traído el perro, señor —explicó Brough—. Ha dicho que usted querría saber qué aspecto tenía. Por lo visto, señor, el perro no se ha encariñado con Clayton, que me ha dicho que estaba muy nervioso y no paraba de gemir. —Vio cómo el perro metía el morro por debajo de la mano de su señor y añadió—: Es curioso cómo los animales se sienten atraídos por usted, señor. Ahora parece contento, ¿no?

—Deplorable. ¡Baja, Ulises! ¡Mis pantalones no están hechos para que los pisotee alguien como tú!

—Aprenderá deprisa, señor —observó Brough, dejando una copa y una licorera en la mesa, al lado del sillón de su amo—. Se nota que es listo. ¿Desea algo más?

—No, sólo que le lleves este animal a Clayton, y que le digas que estoy muy satisfecho con su aspecto.

—Clayton se ha marchado, señor. Me temo que no ha entendido que usted pretendía que se ocupara del animal —señaló Brough.

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