Arabella

Arabella


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El señor Beaumaris, que había llegado con retraso —de hecho, apenas diez minutos antes de que las puertas se cerraran implacablemente a los rezagados—, al parecer con el único propósito de distraer a la esposa del embajador de Austria, reparó en Arabella e interpretó correctamente sus emociones.

—¿Puedo pedirle a esa joven que baile conmigo? —preguntó de repente a la princesa Esterházy lanzándole una de sus socarronas miradas.

La princesa arqueó las delicadas y negras cejas y esbozó una sonrisa.

—Aquí, amigo mío, no es usted la autoridad suprema. Me parece que no debería proponérselo.

—Ya sé que no debería —replicó él, desarmando rápidamente a su interlocutora—. Por eso le he pedido, princesa, que me presente ante la joven como una pareja de baile deseable.

Ella vaciló: miró a Arabella, rió y se encogió de hombros.

—¡Está bien! Al fin y al cabo, esa joven ha demostrado ser muy discreta y elegante. ¡Acompáñeme!

Arabella, asombrada al verse de pronto abordada por una de las más imponentes patrocinadoras, se puso rápidamente en pie.

—Veo que no baila usted, señorita Tallant. ¿Me permite que le presente al señor Beaumaris como una pareja de baile muy deseable? —dijo la princesa sonriendo con malicia a su acompañante.

La joven sólo pudo hacer una reverencia, sonrojarse y lamentar el bajo instinto que provocaba en su fuero interno aquellos sentimientos de innoble triunfo sobre las damas que hacía sólo unos momentos la habían mirado con desprecio.

El señor Beaumaris la guió hasta la pista de baile, le rodeó la cintura con un brazo y le cogió la mano derecha con delicadeza. Arabella era una buena bailarina, pero estaba muy nerviosa, en parte porque nunca había bailado el vals, salvo en la vieja aula de la casa de las señoritas Caterham, y en parte porque le resultaba muy extraño encontrarse tan cerca de un hombre. Durante varias vueltas, contestó a las preguntas de Beaumaris sin prestar mucha atención, porque estaba pendiente de sus pies. Era mucho más baja que él, de modo que la cabeza sólo le llegaba a la altura de los hombros, y como era muy tímida, no alzaba la vista, sino que miraba con fijeza su chaleco. Él, que no tenía por costumbre bailar con muchachas tan jóvenes, encontró divertida e incluso atractiva la timidez de Arabella. Cuando creyó que la joven había tenido tiempo para recuperarse un poco de ella, dijo:

—Es un chaleco muy bonito, ¿verdad, señorita Tallant?

Arabella levantó rápidamente la cabeza y emitió una risita. Estaba tan encantadora, y sus grandes ojos se clavaron en los de él con una expresión tan franca e ingenua, que Beaumaris sintió algo que no era mera diversión. Pero no tenía intención de entrar en terreno peligroso por ésa ni por cualquier otra joven hermosa, así que en tono de broma añadió:

—Verá, la costumbre es mantener una conversación educada durante el baile. Ya le he dirigido tres comentarios anodinos sin obtener respuesta alguna por su parte.

—Es que tengo que mirar dónde piso —le confió ella, muy seria.

Sin duda alguna, aquella absurda jovencita era un soplo de aire fresco comparada con el resto de las damiselas de Londres. De haber sido más joven, reflexionó Beaumaris, habría podido sucumbir fácilmente a sus encantos. Era una suerte que tuviera treinta años y que ya no se dejara cautivar por un rostro hermoso o por unos modales ingenuos, porque sabía que acabarían aburriéndolo, y esperaba algo más de la mujer con que un día se casaría. Todavía no había encontrado lo que andaba buscando, y además ignoraba lo que necesitaba, de modo que se había resignado a seguir soltero.

—No es necesario, baila usted maravillosamente. No pretenderá que me crea que ésta esa la primera vez que baila el vals, ¿verdad?

La señorita Tallant no pretendía que él se creyera nada parecido, desde luego, y se arrepintió de su impulsiva confesión.

—¡Por supuesto que no! —mintió—. Pero sí es la primera vez que lo bailo en Almack’s.

—En ese caso, me alegra pensar que ha sido mío el honor de bailarlo con usted por primera vez. Ahora que todos han visto que no pone usted objeciones al vals, sin duda todos los caballeros aquí presentes la asediarán.

Arabella no respondió, y siguió estudiando el chaleco de su pareja de baile. El señor Beaumaris la miró sonriendo burlonamente.

—¿Cómo se siente, señorita Tallant, ahora que se ha convertido en la mujer más famosa de la ciudad? ¿Lo disfruta, o preferiría no ser tan popular como lo era en Yorkshire?

Arabella levantó la mirada, y también la barbilla.

—Me temo, señor Beaumaris, que ha revelado usted lo que… lo que le supliqué que guardara en secreto.

—Le aseguro, señorita Tallant —replicó él con frialdad, a pesar del destello sarcástico de sus ojos—, que sólo he comentado sus circunstancias con una persona: lord Fleetwood.

—Entonces debe de haber sido él quien… —Se ruborizó, interrumpiéndose.

—Es muy probable —concedió él—. Pero no debe usted culparlo por ello. Esas cosas siempre acaban sabiéndose.

Arabella abrió la boca, para volver a cerrarla. Beaumaris se preguntó qué había estado a punto de decir: si iba a dirigirle uno de sus comentarios educados o tal vez había estado a punto de revelarle la verdad. En realidad se alegró de que ella se lo hubiera pensado mejor. Si se confiaba a él, suponía que se vería obligado, por piedad, a poner fin a aquel juego, lo cual sería una lástima, pues le estaba proporcionando una excelente diversión. Haber encumbrado en la buena sociedad a una joven provinciana completamente desconocida era un logro que sólo una persona que no se forjaba ilusiones sobre el mundo que lideraba podía valorar correctamente. Además, lo regocijaba sobremanera observar los esfuerzos de sus esmerados imitadores para obtener su mano en matrimonio. En cuanto a Arabella, sintió un leve escrúpulo, pero lo pasó por alto. Sin duda, la joven se retiraría en su momento a su remoto rincón norteño, se casaría con algún terrateniente de cara sonrosada y se pasaría el resto de la vida hablando de su excelente temporada londinense. Volvió a mirar a la joven y pensó que sería una lástima que se fuera demasiado pronto. Seguramente, antes de que terminara la temporada se alegraría de verla marchar, pero de momento le producía gran satisfacción gratificarla con un discreto coqueteo.

La música cesó, y el señor Beaumaris acompañó a Arabella a una de las estancias contiguas a la sala de baile, donde se servían refrigerios. Las bebidas eran muy sencillas: la más fuerte que se ofrecía era un ligero burdeos.

—Permítame darle las gracias por estos deliciosos minutos —dijo mientras le procuraba un vaso de limonada a la joven—. Nunca había disfrutado tanto con un baile.

Ella se limitó a esbozar una sonrisa e inclinar la cabeza; ambos gestos denotaban una incredulidad tan evidente que Beaumaris quedó fascinado. ¡Estaba claro que la joven Tallant no tenía ni un pelo de tonta! Él habría seguido conversando en ese tono, con la esperanza de hacerla hablar, pero en ese momento se les acercaron dos resueltos caballeros. Arabella cedió a los requerimientos del señor Warkworth y se marchó cogida de su brazo. Sir Geoffrey Morecambe soltó un lánguido suspiro, pero aprovechó aquel revés para preguntarle al señor Beaumaris qué nombre tenía el nudo de su corbata. Tuvo que repetirle la pregunta, porque éste se hallaba observando cómo se alejaba Arabella del brazo de Warkworth y no estaba prestándole atención. Pero cuando sir Geoffrey se la repitió, lo miró y arqueó las cejas.

—¡El nudo de tu corbata! —insistió sir Geoffrey—. Creo que no lo reconozco. ¿Es nuevo? ¿Te importaría decirme cómo se llama?

—No, claro que no —replicó Beaumaris con tono insulso—. Lo llamo «variación sobre un tema original».

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