Anxious

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—Joder, pero no saben el lío en que se están metiendo. —Ella lo seguía mientras subían escaleras, respirando de forma agitada—. Si lo esparcen sin saber… ni siquiera toda la gente que evacuaron hace meses estará a salvo. Es que ni siquiera saben que están lanzando.

Estaban justo encima de la planta principal; Hunter empezó a revisar las habitaciones de una en una: entraba, hacía un barrido y salía cerrando la puerta. Ella se parapetaba tras su espalda, guardando todo el silencio posible, aunque les llegaban ruidos de la planta principal, y había un buen revuelo, a juzgar por el movimiento.

—Deberíamos… —empezó Rachel, pero él la hizo callar con un gesto, sin dejar de mirar al frente en aquel cuartucho que estaban inspeccionando.

—Limpio —concedió, tras quedar satisfecho.

Se giró y entonces escuchó un disparo; notó el impacto y se mantuvo unos segundos inmóvil, mirándose, sin poder creer que hubiera sido su cuerpo el que había recibido aquel tiro. Al otro extremo del pasillo, el coronel Thomas lo apuntaba.

Rachel gritó cuando notó que Hunter se derrumbaba ante sus ojos. Localizó veloz el boquete y trató de hacer una evaluación de daños, en medio del histerismo: había apuntado al corazón, pero la bala había entrado algo más arriba. Hunter se quedó tumbado, jadeando, tratando de ignorar el dolor y de controlar la respiración.

—Hunter —lo llamaba ella—. ¡Hunter!

Él trataba de centrarse en su voz, pero el dolor lo ocupaba todo.

—La gente te vuelve débil —era la voz del coronel, cada vez más cercana. La escuchaba a la vez que sentía sus pasos acercándose a él—. Menuda decepción, teniente coronel Cooper. Nunca hubiera dicho que tú eras de los que traicionaban. Y aquí estamos.

Hunter hizo el esfuerzo de mirarlo; Rachel se puso en pie, agitada, pero el coronel se la sacudió de encima lanzándola contra la pared, desde donde cayó al suelo como una muñeca rota. Después, el coronel Thomas se agachó a la altura del militar y lo miró con pena.

—¿Duele, teniente? —Y puso su mano encima para apretar la herida, arrancándole un alarido agudo de dolor—. Huy, ya veo que sí. Y eso que he fallado un poco, te he disparado al corazón. Bueno, qué le vamos a hacer, los nervios hacen que mi puntería no sea tan buena.

El militar notó un escalofrío, y cómo sudaba; Thomas se levantó y le pegó una patada a su pistola, haciendo que esta viajara hacia el otro extremo del pasillo, poniéndola así muy lejos de su alcance. Movió la cabeza de un lado a otro, con cara de pena.

—Es una pena que hayan descubierto mi mentira —repuso, y le encajó una patada en el abdomen con rabia—. Era una idea genial, que podía haber salido bien, ¿te imaginas un ejército compuesto de hombres indestructibles? Que no sintieran, ni padecieran. Naturalmente, era un virus que había que perfeccionar, hasta encontrar la forma de construir al soldado perfecto. Pero de pronto te asaltan los escrúpulos, dejas que mi hijo se largue, tratas de ayudar a escapar a Paris, y no feliz con todo eso, meses después vienes aquí a joderme… ¡podías haberte quedado en el agujero en el que estabas! Ahora mira lo que me veo obligado a hacer. —Otra patada en el costado, haciendo que se encogiera.

Hunter gritó, y gritó. No solo porque doliera tanto que estuviera sintiendo ganas de morir, sino porque sabía que se acercaba su fin y el coronel había ganado.

 

—Ya casi es la hora —comentó el joven soldado a su compañera, mientras manipulaba los mandos y se aseguraba de tener la pantalla bien enfocada.

—¿Qué haremos después?

—Supongo que marcharnos en el algún helicóptero, soldado Johns —dijo él, sin quitar ojo de lo que tenía delante—. Ya hemos cumplido con nuestro cometido. Mejor, así podrás reunirte con tu familia, ¿no es eso lo que quieres?

—Sí, claro. Salimos de aquí para meternos en un barco —suspiró la joven soldado de pelo negro.

—Mira, por lo menos no estás muerta —consultó su reloj él, con cara fastidiada. Iba a añadir algo cuando oyó unos golpes en los cristales—. ¿Qué demonios…?

Los dos miraron hacia allí. Fuera, la joven rubia que había aparecido días antes y a la que solo habían podido ver unos segundos antes de que se la llevaran detenida junto al principal responsable del escape del virus trataba de atraer su atención.

—Mierda, ¿esa no estaba encerrada? —la soldado Johns se puso recta—. ¿Qué hacemos, Scott?

—Nada. Nosotros a lo nuestro —dijo el joven con frialdad—. Tenemos que empezar.

Johns murmuró un «vale», tratando de no prestar atención a la chica que intentaba que le hiciera caso a través del cristal. Vio cómo su compañero ponía todo en marcha, comenzando a manipular los mandos y observando la pantalla, mientras esperaba recibir las órdenes por el aparato que llevaba colocado en la oreja.

—Atención. —Escuchó—. Permanezcan a la espera. En breves momentos el presidente dará la orden. Repito, permanezcan a la escucha.

—Entendido —aceptó el soldado.

Emma abandonó sus intentos y se giró hacia donde Nathan y Faraday estaban esperando. Recorrió la zona con la mirada, buscando algo, y entonces Faraday entendió sus intenciones. Hizo un gesto asintiendo y se marchó fuera

Ella observaba el interior de la sala cuando oyeron gritos. Lejanos, pero parecían venir del piso de arriba; todos reconocieron la voz de Hunter, teñida de dolor y angustia. Emma bajó la barra y se quedó callada escuchando; otro grito de esos que salían de las entrañas.

—Joder —masculló y cogió su arma, amartillándola. Se acercó a Nathan y lo hizo mirarla—. Escucha. Hunter tiene problemas, ¿oyes cómo grita? Si no está medio muerto lo están torturando… sea como sea, necesita ayuda. Yo no puedo ir porque tengo que intentar que esos dos no aprieten el botón. Así que vas a tener que ir a echarle una mano.

Le tendió el arma.

—Emma, yo no tengo ni idea de usar un arma, ¿cómo voy a…?

—Solo apunta y dispara —replicó—. Ayúdalos. —Le colocó el arma en las manos.

Nathan asintió despacio, sujetando la pistola con cuidado para no terminar pegándose un tiro él mismo. No las tenía todas consigo, pero entendía que si ella iba a arriesgarse por intentar que no se expandiera el antivirus, él debía tratar de ayudar a su amigo.

—Te quiero. —Ella le dio un beso precipitado en la boca y lo empujó a la vez hacia la salida—. Ten cuidado.

Esperó a que saliera, rezando por que no terminara siendo él el cadáver. Hubiera querido ir ella y no ponerlo en peligro, pero se le acababa el tiempo; podía ver perfectamente a través de la cristalera cómo los dos soldados estaban tensos, quietos, esperando la orden. Debía hacer algo ya, y el maldito Faraday no había vuelto aún. Como si le hubiera leído la mente, apareció jadeando y sujetando un enorme perchero entre las manos, que le tendió.

—Perfecto —agradeció la rubia—. Aparta.

—¿Dónde está? —Faraday buscó a Nathan con la mirada, inquieto.

—Hemos oído gritar a Hunter en la planta de arriba. He mandado a Nathan a que le eche una mano —contestó ella—. Puedes ir a ayudarlo si quieres.

Faraday pareció debatirse entre quedarse con ella o salir detrás del pelirrojo, y finalmente se marchó por la misma puerta por la que había salido Nathan minutos antes, tras hacerle un gesto con la cabeza. Emma no perdió más el tiempo y se acercó al cristal. Pues muy bien, si querían ignorarla, que ignoraran aquello.

El soldado Scott y la soldado Johns estaban tan concentrados esperando las órdenes que pegaron un bote en sus asientos cuando el cristal se rompió en mil pedazos delante de sus caras. Los dos miraron asombrados en dirección a la puerta para descubrir que la dichosa rubia acababa de reventar toda la cristalera delantera con un perchero de los grandes.

—¡Joder! —gritó Scott—. ¡ Líbrate de ella, soldado!

Johns se levantó, apartando las esquirlas de cristal que se le habían posado hasta en el pelo y fue directa al encuentro de la rubia.

—¿Se ha vuelto loca? —vociferó, palpando sus bolsillos de forma apresurada en busca de su arma.

—No podéis pulsar ese botón —dijo Emma.

—Nosotros seguimos órdenes, no somos quién para cuestionarlas.

—Es una cura experimental —Emma hizo un nuevo intento antes de que se acercaran del todo la una a la otra—. Si lo lanzáis, no sabemos qué efecto puede tener.

La soldado se detuvo unos segundos.

—El mismísimo presidente ha ordenado la preparación de los drones y el lanzamiento —explicó, con voz vacilante.

—¡Soldado! —gritó Scott desde su puesto—. ¡Te he dicho que te libres de ella ahora, nada de charla!

La soldado Johns dudó unos segundos, pero finalmente fue directa hacia Emma; se lanzó sobre ella esperando noquearla de un simple golpe, pero la sheriff se apartó a tiempo y ella cayó al suelo maldiciendo.

Scott lanzaba miradas furtivas de reojo sin dejar de controlar la pantalla. Lo tenía todo listo, la mano en el botón; una simple orden por el auricular, y los drones se pondrían en marcha. Esperaba que fuera cuestión de segundos, porque la soldado Johns estaba recibiendo una buena paliza a manos de aquella desconocida. Si no lograba contenerla podían tener problemas y él no iba a dejar que una maldita civil estropeara su buen hacer.

La soldado lanzaba ya golpes a ciegas, empezando a agotarse. Era una técnica que Emma ya había usado otras veces, si dejabas sin aliento a tu oponente poco a poco perdían las ganas de pelear. No quería matar a aquella chica que a todas luces solo era una mandada, pero si ella se empeñaba en ponerse en medio, tendría que llevársela por delante.

La morena trataba de ganar algo de tiempo y recuperar fuelle. No podía permitirlo, así que regresó sobre sus pasos y le sacudió un puñetazo en plena cara que la hizo derrumbarse en el suelo. Emma comprobó que estaba fuera de juego y se levantó, pero cuando se dio la vuelta para ir al encuentro del otro soldado, se lo encontró a menos de dos centímetros de ella. El soldado Scott no lo pensó dos veces: le dio un cabezazo que hizo que la rubia se tambaleara hacia atrás. La sujetó antes de que cayera inconsciente, y después la lanzó hacia el otro lado de la habitación, con tanta fuerza que, más que caer, se estrelló contra la pared. Esperó unos segundos por si se movía, pero había escuchado un crujido y supuso que se había roto el cuello en la caída.

Miró a la soldado Johns, que tenía la nariz rota y el labio partido, y seguía inconsciente en el suelo; regresó a su sitio y volvió a ponerse los auriculares justo cuando estos zumbaron.

—Soldado, adelante — escuchó—. Empezamos.

Y el soldado Scott apretó el botón.

 

Un piso más arriba, Hunter a duras penas consiguió abrir los ojos. Su mirada buscó a Rachel y la halló a lo lejos, aún tirada en el suelo, pero comenzando a recuperar el conocimiento; tenía la espalda apoyada contra la pared y parecía desubicada, mirando a su alrededor.

Alzó la vista hacia el coronel Thomas, que lo contemplaba desde arriba con una mueca despectiva en el rostro.

—Ahora no pareces tan duro, ¿eh, teniente coronel Cooper? —Se agachó para sujetarlo del cuello con rabia—. ¡Yo confiaba en ti! ¿Por qué tuviste que traicionarme?

Hunter trató de decir algo, pero sus dedos se le clavaban en la garganta y le resultaba imposible articular palabra. Iba a morir a manos de aquel cabrón y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

—Te traté como si fueras hijo mío —siguió el coronel Thomas, liberando su cuello y volviendo a ponerse en pie—. ¿Cómo no hacerlo? Siempre quise tener uno que se pareciera a mí y Nathan es igual que su madre, muchos libros y pocas armas. Así que apareciste tú, que respondías del todo a mis expectativas. —Hizo una mueca—. Te animé, te apoyé, te promocioné, Hunter. Llegaste a ser teniente coronel mucho antes que cualquier otro y eso fue gracias a mí. Te veía como un hijo, te tenía… cariño, maldita sea. Y tú me traicionas, ¿no lo entiendes? No tengo más remedio que matarte.

—Coronel… señor… —logró decir entre jadeos.

—Ah, ya sé lo que te preocupa. —El coronel se acarició la barbilla y luego señaló con la cabeza a Rachel, que continuaba frotándose la cabeza dolorida—. Tranquilo, Hunter, no sentirá nada. Seré rápido cuando la mate. Pero no te haré verlo, no te preocupes… primero es tu turno.

Lo apuntó con su arma y Hunter cerró los ojos. Ya estaba, el juego terminaba… iba a morir, Rachel también y a saber qué sucedería; de cualquier modo lo habían intentado y ahora le venían las palabras de Emma, diciéndole que si sabía que no regresarían. Quizá tendría que haber hecho caso de su sugerencia: morir con una botella y en la cama al lado de la persona que amabas se le antojaba mejor que aquella forma. Pero no podía volver atrás, solo mantener los ojos apretados y rezar porque Emma hubiera conseguido detener el lanzamiento del antiviral.

—Adiós, teniente coronel Cooper. —Escuchó decir al coronel Thomas.

Oyó el disparo, pero no sintió el impacto, ni el dolor. Abrió los ojos de nuevo y miró al coronel, que lo observaba a su vez con estupor; bajó la vista hacia sí mismo, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Bajo la tela blanca de su camisa, justo en el corazón, floreció una enorme mancha roja de sangre que fue expandiéndose mientras el coronel se tambaleaba hacia atrás, girándose con esfuerzo para encontrar a su propio hijo, aún apuntándolo.

—Nathan —logró balbucear, con la sorpresa reflejada en la cara, y Hunter giró con dificultad la cabeza para ver a su amigo, en la entrada.

Él bajó la pistola, sin apartar la vista de su padre, que ya estaba de rodillas y apretándose la zona con la mano.

Rachel se arrastró hasta Hunter, con las lágrimas cayendo por su rostro. Solo tenía que echarle un vistazo general para saber que su estado era serio, pero si actuaba deprisa quizá… Le palpó la herida y él soltó un grito.

—Sshhh —le pidió ella—. Cariño, será un segundo, lo prometo.

Y mordiéndose el labio, metió el pulgar y el índice dentro del agujero que había justo encima de su pecho mientras él gritaba de tal forma que parecía que iba a desgañitarse.

Faraday llegó jadeando y se detuvo en la entrada del pasillo, tras Nathan.

—¿Estás bien, chico de ojos extraños? —preguntó, aunque era una pregunta innecesaria porque estaba claro que el pelirrojo seguía vivo mientras que su padre ya estaba más cerca del otro lado.

El coronel Thomas volvió a mirar a su hijo, con aquellos ojos azules tan fríos, único rasgo que habían compartido durante toda su vida. Y, por primera vez, recibió esa misma frialdad en su propia carne.

—Me has matado —balbuceó, aún sin dar crédito—. Pero soy tu padre…

Nathan no dijo nada. Le dejó el arma a Faraday y fue corriendo hacia donde Hunter permanecía en el suelo, mientras gruesas lágrimas corrían por sus ojos. Lo sujetó para que Rachel pudiera terminar lo que estaba haciendo y ella asintió; metió de nuevo los dedos para buscar la bala y esa vez, al no poder moverse Hunter, logró encontrarla. La arrojó al suelo, limpiándose la sangre en su propia ropa, y luego se quitó la chaqueta para presionar la herida.

—¿Cómo está? —quiso saber Nathan.

—Si pudiéramos hospitalizarlo ahora mismo… —musitó ella, frotándose las mejillas y cogiendo aire para no venirse abajo—. Tenemos que sacarlo de aquí, Nathan, o…

—¡Escuchad! —dijo Faraday, y un segundo después salió corriendo escaleras abajo.

Rachel y Nathan se miraron sin entender. No entendían a qué se refería Faraday, solo había un silencio abrumador, nada más… y entonces se escuchó un zumbido; leve primero, algo más fuerte después.

—¿Han puesto en marcha los drones? —se atrevió a decir Rachel.

En efecto, eran los drones. Nathan tardó unos segundos en hacer la relación; los drones se habían puesto en funcionamiento, luego el soldado había logrado apretar el botón, y eso solo significaba que Emma no había conseguido detenerlo. Se incorporó a toda prisa y Rachel lo vio salir corriendo mientras murmuraba su nombre. Entendió entonces, así que movió a Hunter.

—Hunter —dijo—, tenemos que movernos. —Tiró de él—. Vamos. Tienes que ayudarme, por favor, hay que ponerse en marcha.

—No puedo —gruñó él.

—Sé que te duele todo. Pero te vas a poner bien —trató de animarlo ella— Si te quedas aquí y te dejas ir morirás… venga. Nathan nos necesita ahí abajo.

Con un quejido de dolor y agotamiento, Hunter empezó a hacer el intento de levantarse.

Nathan llegó hasta la sala de operaciones y se detuvo en la puerta para recuperar el aliento; todo el suelo estaba lleno de cristales y los esquivó para entrar. La chica soldado estaba en una esquina, sentada con la espalda apoyada en la pared, sujetando lo que parecía un trozo de su propio uniforme contra su cara, que sangraba. Emitía pequeños sollozos pero no parecía que tuviera intención de ponerse a pegar tiros o algo similar. Faraday había pasado por allí y ahora el soldado Scott estaba en el suelo tirado, después de que el gigante lo arrancara de su silla y le diera un puñetazo en la cara. Buscó a Faraday y ahí estaba, al fondo de la habitación, con Emma en brazos. Se acercó a él, interrogándolo con la mirada, pero Faraday apartó la suya, incómodo; él no era médico, pero la chica que tenía en brazos parecía más muerta que viva.

La depositó en el suelo con cuidado mientras Nathan se agachaba al mismo tiempo y la sacudía con suavidad.

—Emma —insistió, negándose a tomarle el pulso—. Oh, no, por favor…

Faraday se acercó a examinar las máquinas, que aún funcionaban. El soldado Scott había estado dirigiendo los drones, y aunque ahora mismo estaba totalmente K.O., el daño ya estaba hecho y el antivirus había sido enviado al exterior.

Rachel apareció en la entrada, con un Hunter apoyado en ella y que también tenía más aspecto de muerto que de vivo. Ella recorrió toda la estancia con los ojos aún húmedos: sangre, cristales, gente inconsciente … Al ver a Nathan en el suelo con Emma dejó a Hunter apoyado contra el marco y fue corriendo hacia ellos, sintiendo un nudo en la garganta.

—¿Está…? —murmuró, pero no recibió respuesta alguna del pelirrojo—. No, esto no puede estar pasando. No, no… —se calló, temiendo parecer una lunática, y le puso la mano en el cuello a la rubia para buscar su pulso mientras Nathan la miraba con los ojos brillantes, esperando buenas noticias.

Rachel iba a decir algo cuando escucharon claramente la voz de Faraday.

—Han lanzado el antiviral —anunció, sin apartar la vista de los paneles llenos de luces.

Hunter se apoyó en el marco y resbaló hasta quedar sentado. A duras penas distinguía nada, solo el caos que había en esa habitación: parecía que habían perdido a Emma; Rachel lloraba, Nathan parecía a punto y Faraday no había conseguido evitar que se expandiera el antiviral. Bueno, no había sido Faraday. Él había fracasado. La idea había sido suya y había fracasado. No sabía qué venía a continuación, cómo iban a salir de allí, ni siquiera si estaría en condiciones de poder hacerlo, y lo más importante…

No sabía qué les esperaba ahí fuera.

 

 

 

 

 

 

 

 

—Nueva York, al fin.

El joven rubio iba cargado con una mochila que se veía pesada. Con él viajaban dos más, también cargados, pero los tres dejaron caer las bolsas para quedarse contemplando a lo lejos la estatua de la libertad. Todo se seguía viendo desierto, desolado, como casi todos los lugares que habían cruzado hasta llegar allí.

—Nada nuevo bajo el sol —comentó el otro muchacho, con voz desanimada.

—Pensaba que aquí sería diferente. —El primero se giró hacia la chica—. ¿Estás bien?

Ella permanecía callada, observando la zona con sus ojos color miel. Podía estar mejor, claro, tenía muchas esperanzas puestas en que en Nueva York hubiera una oportunidad para ellos. Llevaban meses caminando y ya estaba harta del mismo paisaje.

—¿Y ahora qué? —se limitó a decir, con tono indiferente.

Estaba agotada y acababa de llevarse un chasco.

—Eh, mirad. —Señaló el rubio alzando los ojos hacia el cielo—. ¿Qué es eso? Ahí arriba.

Los dos lo imitaron. Varios objetos sobrevolaban la zona, estaban demasiado lejos para poder verlo bien, pero parecía…

—Drones —dijo el moreno y se dio la vuelta—. ¿Sabéis lo que significa? Si alguien está lanzando drones… bueno, significa que hay gente.

—¿Tal vez en la ONU?

—Tal vez. —El moreno se encogió de hombros—. Pero como ya estamos aquí, siempre podemos ir a comprobarlo. Total, no tenemos otra cosa que hacer, ¿verdad?

—¿Tú qué dices, June? ¿Vamos a ver?

La joven miró a uno, y a otro. Connor parecía haber envejecido diez años desde que habían escapado por los pelos de Little Falls, pero ya no era aquel chico superficial y desastroso que era al principio. David también se veía más maduro, y es que la situación que les había tocado vivir había hecho mella en todos, incluida ella misma. Tenía ojeras, había perdido peso y su salud no era la mejor del mundo, pero continuaba con vida, y no era porque no hubieran encontrado infectados por el camino. Lo peor no eran ellos, los infectados se podían matar. Lo peor era la soledad continua, el hecho de no haber encontrado a nadie con vida en su viaje. Hacía mucho que se había resignado y hecho a la idea de que su hermana había muerto, aunque siempre quedaba la esperanza de ir sumándose a otros supervivientes. Pero no.

—¿Qué cojones es esto? —Connor se frotó la cara—. ¿Llueve?

David repitió el mismo gesto que su amigo.

—No creo que sea agua, pica un poco. —Y se puso la capucha al momento—. Tapaos por si acaso.

Ambos obedecieron al momento, tras constatar que David llevaba razón: aquello que caía en forma de fina lluvia escocía un poco al contacto con la piel. Le daba mala espina.

—¿Adelante entonces? —preguntó Connor.

—Vamos allá —decidió June—. No creo que sea peor que lo que hemos vivido hasta ahora.

David y Connor volvieron a colocarse sus mochilas y empezaron a caminar; ella recogió la suya, pensativa, y finalmente se decidió a seguirlos.

Quién sabía, quizás ellos tuvieran razón y en Nueva York hubiera esperanza.

 

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