Anxious

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Anxious

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Se miró en el espejo, desconcertado. ¿A qué volvía a Little Falls? Su padre no había querido darle el menor detalle. Misión secreta, se había limitado a decir, ¿qué podía ser esa vez? Y nada menos que a su pueblo natal, donde había vivido hasta los 19 años, que ahora que tenía 32 se le antojaban tan lejanos... pero allí estaba la base militar del coronel Ray Thomas. Cuando tenía 19 a su padre le habían trasladado a la de Minneapolis, pero hacía menos de 2 años otra vez había regresado a Camp Ripley. La idea de Nathan era vivir con él y estudiar en esa ciudad, pero entonces lo habían aceptado en Harvard, así que terminó marchándose allí. Una vez terminada la carrera de biología y biotecnología, se había especializado en virología molecular; cuando había empezado a plantearse su siguiente destino, su padre había decidido por él. Le había conseguido un puesto en la delegación de la CDC de Pittsburgh para trabajar con una vieja colega, la doctora Paris Hill. Nathan no la conocía, ni la había tratado nunca, y después de su primer año con ella, no lo lamentaba en absoluto.

Pittsburgh estaba en Pennsylvania, el sitio era precioso, y él cada vez se alejaba más y más de su hogar. Pero comprendía que su trabajo requería que estuviera en lugares como esos, trabajando en investigación y virus. Era lo que había escogido.

Volvió a mirarse en el espejo y este le devolvió una imagen cansada. Detrás de sus gafas se escondían sus ojos, de un extraño azul claro y en ocasiones inquietantes; tenía una boca bonita, quizás demasiado para ser un hombre, buenos pómulos, y un pelo cobrizo digno de la mejor estirpe irlandesa. Su cara angulosa remataba un rostro atractivo, pero nunca le sacaba provecho.

—¿Disculpe? —Voz de azafata aprensiva—. ¿Señor?

Él abrió la puerta, asomándose.

—Vamos a aterrizar, señor. Tiene que volver a su asiento y abrocharse el cinturón.

Nathan afirmó, agradecido. No quería ni pensar en las dos horas que duraría el viaje hasta Little Falls desde el aeropuerto de Sant Paul, de momento daba las gracias de forma interna por dejar de estar sentado junto a Paris. Aunque en ese momento tuvo que regresar a su lado y ella, una cincuentona de aspecto clásico, lo miró con una mueca sarcástica.

—Estabas mareado, ¿no?— preguntó—. Pues ya aterrizamos, tranquilo.

—Genial. Estoy deseando —«Perderte de vista»—... bajar de una vez.

—Oh, Dios mío. — Paris había pasado al siguiente tema y examinaba la mini lata de galletitas saladas que le habían traído junto al falso destornillador y que ya se había comido hacía rato—. ¡200 calorías! ¿Nadie les ha sugerido jamás que usen productos light?

—Hazlo tú —comentó Nathan—. Seguro que quedan impresionados por tu nivel de profundidad.

—Cuando te pones en ese plan hasta me resultas tierno.

—La ilusión de mi vida.

Quince minutos después y con una absoluta y sorprendente puntualidad, aterrizaban en Sant Paul, Minneapolis.

—¿Vendrá tu padre a recogernos? —quiso saber Paris mientras pasaban los controles de seguridad antes de hacerse con su equipaje.

—Puede que en tus sueños.

Paris acababa de conseguir su maleta y estaba observando alrededor cuando vio a dos jóvenes aproximarse hacia ellos sin la menor duda.

—Vaya —murmuró bajando el tono para que solo la escuchara Nathan—. Creo que esos vienen a por nosotros.

Los dos chicos se plantaron delante de él mirándolos.

—Buenas tardes— dijo uno de los dos—. ¿Son ustedes los científicos?

—Sí, somos nosotros— contestó Nathan— Nathan Thomas.

—Yo soy la «doctora» Paris Hill.

Nathan miró al techo; que típico de Paris restregar su titulación de doctora ante cualquier desconocido.

—Venimos para trasladarlos a la base militar de Camp Ripley —explicó el joven que había tomado la palabra—. Me llamo Sam y él es Billy. Si nos acompañan al coche nos pondremos en marcha.

Sam echó a andar sin esperar preguntas, de manera que los dos lo siguieron sin dudar de sus palabras. Billy también lo hizo, colocándose al lado de su compañero, ambos caminando con cierta rigidez familiar a ojos de Nathan.

—¿Es largo el trayecto? — preguntó Paris cuando ya estaban instalados en la parte trasera del automóvil.

—Dos horas y diez minutos, señora. —Escucharon la voz de Billy.

—¡Dos horas! —exclamó ella horrorizada.

Luego se puso a observar los cristales tintados con expresión de inquietud mientras miraba a Nathan de forma insistente; él se encogió de hombros, no estaba tan extrañado, pero tampoco pensaba molestarse en quitarle a ella la preocupación.

—¿Conocen Minnesota? —preguntó Sam en el asiento delantero.

—Por favor —siseó Paris—. Yo tengo demasiada clase, pero aquí Nathan no puede decir lo mismo.

Sam cogió un bache que la hizo saltar en el asiento, lo que hizo sonreír a Nathan.

—¡Oiga! ¿Es que le tocó el carnet en una tómbola?

—Lo siento, señora. Es cosa de la carretera, no mía. —Fue la aséptica respuesta del conductor, totalmente desprovista de emoción alguna.

Una risita que parecía llegar del asiento del copiloto hizo que Nathan sonriera de nuevo; Paris lo miró, dudando entre si repartir su furia sobre él o Billy, pero terminó resoplando indignada.

—¿Y quiénes son ustedes, al fin y al cabo? —preguntó elevando la voz—. Ni siquiera se han identificado.

—Sí que lo hemos hecho. Yo soy Sam y él Billy, y somos los encargados de llevarlos hasta la base militar. No hay nada más que necesiten saber. —El tono de voz de Sam no fue muy amable.

Nathan permaneció callado durante casi todo el viaje, observando cómo el paisaje se desdibujaba a medida que iban avanzando y notando cómo por momentos le llegaban recuerdos de su infancia y adolescencia. Escuchaba de lejos la conversación distendida de los conductores, solo interrumpida a veces por comentarios de Paris que no venían a cuento.

Al tratarse de un centro de entrenamiento militar, ocupaba casi veinte mil hectáreas para poder dar cabida a las ochenta zonas de adiestramiento, tanto para infantería como para el ejército del aire.

Estaba ubicada a sólo diez kilómetros al norte de Little Falls, así que cuando pasaron junto al cartel que daba la bienvenida al pueblo, Nathan comprendió que estaban a punto de llegar a su destino y se irguió en el asiento.

—Vamos demasiado rápido —dijo Paris cruzada de brazos.

—¿Nunca se calla? —preguntó Sam mirando a Nathan por el retrovisor.

—No hable de mí como si no estuviera delante —gruñó ella mirándolo mal—. Que vamos demasiado rápido es un hecho objetivo, señor conductor.

—Puede hablarlo con mi jefe si le apetece, señora.

—Señora, señora... —repitió Paris con una vocecilla desagradable.

Y justo en ese mismo momento escucharon una clara y potente sirena de policía. Paris intercambió una mirada con su compañero de trabajo que no estaba exenta de satisfacción.

—¿La policía? —Billy hizo una pregunta un tanto absurda, pero a Nathan no se le escapó que observaba a su compañero preocupado.

—Ya les dije que iban muy deprisa... —empezó Paris.

—Cierre el pico —ordenó Sam sin contemplaciones.

Paris abrió la boca incrédula ante tamaña impertinencia, pero al momento se dio cuenta que no le prestaban atención, dedicados a hablar entre ellos mientras decidían que hacer. Les llegaron frases sueltas que contenían palabras como «acelera» o «llama a...» y eso empezó a preocuparlo.

—Para —decía Billy—. Es la policía, joder, para.

Sam frenó el vehículo y acercó su cara a la ventanilla para echar un vistazo por el retrovisor.

—Mierda.

 

Joel descendió del coche policial por su lado, cerrando la puerta mientras Emma lo hacía por el suyo. Se aproximaron de forma lenta hacia el automóvil, que al fin se había detenido en el arcén para no importunar el resto del tráfico. Mientras Joel observaba en la parte trasera la ausencia de matrícula y los cristales que impedían ver quién viajaba en los asientos de atrás, Emma llegó hasta la altura del conductor e hizo una rápida valoración: dos varones menores de 30 años, ambos con pelo corto y aspecto serio. No se escuchaba música alguna dentro, ni había humo de cigarrillos ni nada que pareciera fuera de lugar; los cristales oscuros no le permitían ver más, pero a eso ya llegaría. Dio unos golpecitos en el cristal y observó cómo el conductor bajaba la ventanilla con aspecto indiferente.

—¿Sucede algo, agente? —preguntó con un tono que nada tenía de humilde.

Emma conocía ese comportamiento. Sabía exactamente lo que estaba pensando en ese momento aquel chico veinteañero sobre ella : una agente de policía que parecía tener menos de 25 años, que seguramente era de lo más débil e inexperta a pesar de pertenecer al cuerpo y que poseía una belleza que en nada ayudaba a que la tomaran en serio. La coleta alta no disimulaba su bonita melena rubia, la ausencia de maquillaje no escondía ni sus ojos grises ni su boca de proporciones perfectas y el entrenamiento mantenía su cuerpo en forma. Eso era lo que ellos no sabían, que en realidad estaba preparada para pegarles una paliza sin ningún problema.

—Sucede que iban a demasiada velocidad —respondió con voz amable.

—Lo siento. No me he dado cuenta.

—Y no lleva matrícula —añadió Joel acercándose a su lado.

Emma echó un vistazo al coche y también al copiloto, que parecía nervioso.

—Documentación del coche, por favor —ordenó—. Y la suya. Y si viaja alguien más con ustedes ahí detrás igual.

Le pareció escuchar una voz femenina resoplando, pero el chico que conducía atrajo de nuevo su atención.

—¿Nos va a detener, agente? —preguntó un poco sarcástico—. Si piensa usted usar sus esposas no me parecería mal, mientras sea con cariño.

Billy observó cómo cambiaba la expresión en el rostro de la policía rubia, por lo que carraspeó.

—Solo está bromeando, agente.

—Documentación del coche y la propia —repitió ella en tono seco.

—Yo soy Sam y él es Billy, ha sido un placer. ¿Podemos marcharnos ya?

—¿Se está negando a identificarse ante un agente de la ley? —dijo Joel echando mano de su radio al momento.

Sam lo oyó pero no apartó los ojos de Emma, y eran desafiantes.

—Ustedes no saben quiénes somos. No tengo por qué tolerar que la agente macizorra nos trate como delincuentes, ¿puedo hablar con su jefe? Ni siquiera van uniformados, quiero ver sus placas otra vez.

—Baje del coche, por favor —dijo ella sin perder su tono de voz tranquilo.

—Quiero hablar con el jefe de la comisaría —insistió Sam.

—Estás hablando con ella, chaval —repuso Joel meneando la cabeza.

El chico paseó su mirada de Joel a la rubia desconcertado y entonces ella le puso la placa delante de la cara.

—Soy Emma Jefferson, la jefa de policía de Little Falls. Y ahora baje del vehículo, por favor. No haga ningún gesto brusco ni con las manos ni con ninguna otra cosa.

Billy se echó las manos a la cabeza cuando oyó un carraspeo desde la parte trasera; se volvió para ver a Nathan que le señalaba las puertas.

—Abre —pidió el científico. Al ver que Billy no parecía reaccionar, insistió—. ¡Abre!

Un segundo después los seguros se elevaron y Nathan abrió la puerta de atrás; la voz del policía masculino pertenecía a un hombre que le llevaría dos o tres años y que no llevaba uniforme, aunque se le advertía el arma bajo la cazadora y su placa estaba a la vista. Y después la vio a ella; le había parecido reconocer su voz, pero al escucharla decir su nombre se habían disipado todas las dudas.

Los dos se alejaron de forma instintiva al ver como se abría una de las puertas traseras y Joel se llevó la mano automáticamente al cinturón.

—Tranquilo. No pasa nada —dijo Nathan alzando las manos para que viera que no tenía intención hostil—. Hola, Emma.

Ella lo estaba mirando fijamente, como preguntándose si veía bien. De pronto, su expresión se relajó hasta que apareció una sonrisa radiante en su cara.

—¡Nathan! Pero... ¡qué sorpresa! —exclamó acercándose.

Joel dejó de tocar su arma mientras observaba atónito cómo su jefa se aproximaba a abrazar a aquel pelirrojo como si lo conociera de toda la vida. Sam y Billy hacían algo parecido, preguntándose si aquel golpe de buena suerte los libraría de tener más problemas.

—No tenía ni idea de que todavía vivías aquí—estaba diciendo Nathan sorprendido—. Esto sí que no me lo esperaba. —Y se giró hacia el coche—. No pasa nada, nos llevan a la base militar. Estoy aquí por trabajo.

Emma se soltó del chico y regresó su atención a Sam y Billy.

—¿Son militares? —preguntó.

—Sí, señora —replicó Sam a regañadientes—. Ejército del aire.

—¿Y por qué no lo han dicho antes? —dijo ella exasperada.

—Es una misión secreta y nos pidieron específicamente dar la menor información posible.

—No a la policía.

Sam sacó su identificación, cogió la de Billy y se las acercó por encima de la ventanilla.

—Con el debido respeto, agente, esto queda fuera de su jurisdicción —dijo.

Emma le lanzó una mirada poco agradable, pero asintió con la cabeza.

—Muy bien —aceptó—, pero no olviden poner la matrícula.

Sam asintió, así que ella dio el asunto por finalizado.

—Suba al coche, doctor —pidió Billy.

—Un minuto —les dijo Nathan mientras escuchaba cómo Paris descendía por el otro lado y se giró a Emma—. Así que, ¿jefe de policía? No me lo creo.

—Pues resulta que lo conseguí —dijo ella con una sonrisa de satisfacción aunque sin darse importancia.

—Era lo que querías. Y no me sorprende, pegabas mejor que muchos tíos —sonrió Nathan al recordar eso.

—Y aún lo hago —dijo Emma enseñándole su cinto donde llevaba un par de armas sujetas—.Solo que ahora uso otros juguetes. A Dios gracias mi desequilibrio todavía está en fase temprana.

—La verdad, a estas alturas pensaba que ya tendrías tu propio psicólogo.

—¡Claro que tengo uno! ¿Tú no?

—Estás muy cambiada, ¿sabes? Tu pelo, tu... todo.

—Espero que «cambiada» no signifique vieja en tu diccionario personal.

Paris apareció de pronto, tratando que sus tacones no se clavaran en la tierra y haciendo aspavientos.

—¡Necesito fumar! —exclamó mientras los dos policías la miraban atónitos.

—Esta es la «doctora» Hill —informó Nathan—. Va en el lote.

—¿En el lote? Menudo viajecito me estás dando. —Se giró hacia Emma—. ¿Siempre es así? Porque hay veces que...

Nathan la escuchó disertar sin dejar de observar a su novia de la adolescencia. La recordaba como una rubia curvilínea, guapa y pizpireta, una chica que no tenía nada de seria, que corría y sacudía mejor que gran parte de sus compañeros de clase y que era bastante divertida. Ahora apenas la reconocía en aquella treintañera, pese a que su rostro seguía siendo juvenil, se la veía más adulta, más delgada, más... diferente.

—Estás guapa —le dijo interrumpiendo a Paris con total naturalidad.

—Siempre has sabido hablar —comentó ella—. Este es el teniente Joel Crane. —Vio cómo los dos se estrechaban la mano con una sonrisa—. Así que, ¿estás aquí por trabajo? —Él afirmó—. Y no puedes hablar de ello.

—No. Principalmente porque aún no sé nada. Mi padre no me ha puesto al corriente.

—Sigue en su línea, pues.

—Ya lo conoces.

En ese momento sonó el móvil de Emma, que descolgó de forma rápida.

—¿Sí?

—Soy Morrigan —dijo una voz al otro lado de la línea—. Te ha llamado dos veces el alcalde, algo sobre su hijo.

—Dile que en seguida lo llamo. —Cortó y miró otra vez a Nathan—. Trabajo, ya sabes cómo es.

—Ya lo veo. No te preocupes, nosotros nos marchamos ya.

Emma se quedó pensativa un momento y alzó la mirada hacia él.

—¿Cenamos juntos? —le preguntó—. Así podremos hablar con tranquilidad.

—Claro. Sería genial.

—La base está lejos y veo que no tienes coche, ¿te recojo a las ocho? —Él asintió—. Ah, no hace falta que vayas con esa ropa zarrapastrosa, puedes ponerte un traje chulo.

—Muy graciosa —se burló Nathan—. Veo que no has perdido tu chispa.

—Eso nunca. —Le guiñó un ojo—. Nos vemos luego.

Observó cómo tanto Nathan como Paris se metían en el coche y después cómo éste arrancaba para encaminarse otra vez hacia su destino. Joel sacó un cigarrillo con gesto lento, lo encendió y la miró.

—¿Nos vamos a casa?

—Aún tenemos algo de papeleo que hacer.

—¿Y por qué crees que voy a ayudarte con el papeleo?

—Quizá porque aún estás de servicio. Que el día sea... productivo.

Joel dio una calada.

—Lo tuyo sí que ha sido productivo —observó—. ¡No todos los días uno se encuentra con un ex con el que aún se hable!

—Éramos críos, Joel —le dijo ella—. Aunque bueno, nos iba muy bien. Si a su padre no le hubieran trasladado a Minneapolis vete a saber dónde... bah, habríamos roto más adelante.

—Seguramente. A esa edad es muy inocente.

—Pues nosotros hicimos de todo —dijo Emma y Joel levantó una ceja—. ¿Qué? Soy curiosa, ya lo sabes.

—Vale, vale, no me cuentes más detalles. Cuando uno lleva tanto tiempo soltero, la más mínima alusión al sexo puede desencadenar acontecimientos lamentables.

—Por cierto, esta noche no iré a cenar contigo.

—Ya. —Él soltó una risita socarrona—. Te vas a tirar al doctorcillo, ¿a que sí?

—¿Crees que me dejará?

—Madre mía, a veces tengo la sensación de estar hablando con un tío.

—Solo bromeaba. —Ella se encaminó de vuelta a su coche con Joel detrás—. Vamos a ir a cenar y a recordar viejos tiempos.

—¿Qué tipo de viejos tiempos? ¿Anécdotas divertidas de instituto o recuerdos físicos?

—¿De ambos?

—Vámonos —decidió Joel—. Pero recuerda algo importante, Emma; si él no quiere, las puertas de mi casa siempre estarán abiertas para ti.

—Se estropearía nuestra amistad. —Emma cerró la puerta del coche sonriendo.

—A mí no me importaría de forma especial, siempre he pensado que la amistad está sobrevalorada.

 

Nathan había conocido muy bien la base cuando era adolescente, pero aun así lo sorprendieron los cambios cuando entró en ella. Era más grande y parecía tener el doble de soldados, al menos en la puerta había bastantes y también pululando por la zona. Seguía preguntándose qué hacía allí, pero les pidieron los documentos de identidad antes de permitirles la entrada y después se les aproximó otro soldado, de modo que no tuvo tiempo de seguir pensando en eso.

—Hola —saludó—. Soy el cabo Riker. El coronel Thomas me ha pedido que los acompañe, ¿me siguen?

—Obviamente —murmuró Paris con sarcasmo.

La cara amable y atractiva del cabo Riker se volvió feroz y Nathan intervino con gesto comprensivo.

—Meterse con su aspecto funciona —le dijo en voz baja para que ella no lo escuchara.

El cabo disimuló una risita y los llevó al interior de la base militar.

—¡Vaya decoración! —Paris, por supuesto, no podía dejar de comentar sus impresiones—. ¿Qué tienen de malo unos cuadros? Algo que le dé un toque de calidad. Y tampoco vendría mal una mujer de la limpieza, ya que estamos.

El pasillo estaba lleno de carteles con frases alentadoras: «Un soldado nunca se rinde», «Entrena siempre, mejora continuamente tu resistencia física y mental», «Siempre alerta»… Eran solo unos pocos ejemplos de lo que se podía leer por todas partes.

—Doctora —intervino el cabo Riker de pronto deteniéndose—. Disculpe, ¿necesita usted un chicle?

Paris se quedó sin habla; palideció primero, enrojeció después y por último pareció furiosa y humillada a la vez.

—¿Cómo ha dicho? ¿Acaso está insinuando...?

—Oh, bueno, lo siento, es que yo ya sabe, me ha parecido notar que… —Hizo como que echaba el aliento y mal gesto después—. Olvídelo, señora.

—Y dale con señora...

El cabo Riker echó a andar; ellos fueron tras él y, por increíble que pareciera, Paris no volvió a abrir la boca el resto del camino.

Ray Thomas estaba en su despacho cuando al fin llegaron; compartía con su hijo su rostro enigmático y los ojos azules. Por desgracia, Ray no era tan transparente como él, aunque lo suplía con mucho carisma; al verlos se incorporó y le dedicó un abrazo a Nathan que éste permitió con cierta tensión.

—Hola, hijo —Unas palmadas fraternales de propina y entonces se giró hacia Paris—. Hola, Paris, te veo algo acalorada.

—No es nada —farfulló ella entre dientes, incapaz de repetir lo que el cabo Riker había dicho.

—Espero que hayáis tenido buen viaje. Sentaos, por favor. —Abrió la puerta y asomó la cabeza—. Soldado, trae café. —Cerró y regresó a su mesa con una sonrisa—. ¿Qué tal el vuelo?

—Sin problema —respondió Nathan.

—La verdad, Ray, podías haber elegido otra compañía con más clase —añadió Paris sin dejar de observar con gesto de desaprobación aquel gélido cuarto.

A Nathan no le pasó desapercibida la familiaridad con la que Paris trataba a su padre.

—No seas snob, todo estaba bien —insistió—. Al menos hasta que hemos llegado aquí, claro.

—Mira, ahí estoy de acuerdo —afirmó ella rotunda—. Esos dos neandertales que enviaste a recogernos por poco hacen que acabemos de cabeza en la cárcel. Nos paró la policía.

Ray alzó la mirada desde su posición recorriendo sus caras.

—¿Ha sucedido algo?

—No —explicó Paris—. Nos iban a multar, pero resulta que tu hijo conocía a la jefa de policía, así que digamos aquello de salvados por la campana. ¿Era muy amiga tuya? —preguntó mirándolo.

—¿Por qué no te metes en tus asuntos? —Nathan trató de minimizar las ganas de estrangularla.

—Calma—los cortó Ray—. Paris, ¿qué te parece si vas instalándote y así tengo un rato para charlar con mi hijo?

—Será un placer —Ella se levantó hastiada.

—El cabo Riker te acompañará a tu cuarto, ¡Connor! —vociferó.

—¿Sí, señor? —La cabeza de Connor emergió por la puerta.

—Enséñale a la doctora donde está su cuarto. Luego estaré contigo, Paris.

Ésta se despidió con la cabeza como si los dos fuesen un par de insectos sin importancia; al pasar junto al cabo Riker lo miró como si deseara matarlo y él le devolvió una sonrisa cándida.

Ray se acomodó en la silla y esperó hasta que la puerta se cerró con un crujido y los tacones de la doctora Hill retumbaron de forma progresiva hasta desaparecer.

—Esta Paris —suspiró—.Siempre ha sido difícil.

—¿Y por qué está aquí?

—Es la mejor en su campo. Sus aptitudes nada tienen que ver con su personalidad.

—¿Y para qué nos necesitas?

—Quieres ir al grano muy rápido, hijo mío —sonrió Ray—. Por desgracia no puedo comentarte nada hasta mañana, que haré la presentación. Es un tema complicado y necesita su tiempo para ser explicado.

—Vaya, qué misterioso. Qué sorpresa viniendo de ti —«Atención, intento de controlar la ironía nulo».

—Tómatelo como un trabajo de campo rutinario, Nathan.

Nathan aceptó con un asentimiento de cabeza. Como si tuviera otra opción, conocía perfectamente el carácter de su padre y si decía que la exposición sería mañana, así iba a ser. Alzó de nuevo la vista y encontró a Ray estudiándolo con gesto satisfecho.

—Emma Jefferson —murmuró—. Sí, fue una sorpresa cuando le dieron el puesto de jefa. Ya sabes que esto es un pueblo pequeño.

—Con mentes igual de pequeñas.

Fueron brevemente interrumpidos por el café, que llegaba de manos del soldado.

—Gracias, te puedes retirar —El soldado obedeció—. No es necesario que seas sarcástico. No era un ataque personal contra ella. Me gustaba cuando era tu novia, siempre tuve claro que podía tumbarte de un puñetazo… pero me gusta menos como jefa.

—Entiendo, debe resultar raro tener en el cargo a alguien honesto, ¿no? —Nathan trataba de controlar su lengua, pero descubrió que no podía—. ¿Cómo os apañáis tú y todos los politicuchos de aquí?

—Es tan sencillo como ser cuidadoso con la información que se distribuye.

A Nathan le pareció detectar una leve ironía en su tono.

—¿Te ronda algo por la cabeza?

—En absoluto. Simplemente era una chica muy impulsiva, algo que no estoy seguro que sea una buena cualidad en una jefa de policía, ¿cómo la trata la vida?

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