Anxious

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El chico dejó el libro apoyado en su regazo. No entendía qué le sucedía a Alexis. Cuando habían comenzado su recorrido hacia Atlanta juntos, parecía tener muy claro qué debía hacer y cómo hacerlo, pero ahora, cada vez más a menudo, la notaba dispersa, distraída, como si empezara a olvidar la misión que tenían. En el proceso del camino algo había cambiado en ella, ya no actuaba como militar, preocupada de su rutina deportiva, de sus cálculos con los kilómetros que quedaban por recorrer, de sus armas… ahora ya no hacía deporte, ni usaba ropa militar, se empeñaba en hablar y hablar y hablar, por no mencionar la manía que le había dado por pasearse ligera de ropa. Reconocía las señales de seducción, pero prefería ignorarlas.

Solo que al parecer, Alexis se había cansado de que la ignorara.

—¿A qué te refieres? —preguntó, sin estar seguro de querer escuchar su respuesta.

—Han pasado meses, no sé cuántos, pero…

—Tres— informó él.

—Vale, pues han pasado tres meses. Creo que ya es hora de abandonar la idea de que vamos a encontrar más personas y la cura en Atlanta— se aproximó a su altura y se sentó mirándolo a los ojos— Cuando… suceden estas cosas, los supervivientes tienden a juntarse. Porque es lo que hacen las personas. Vuelven a crear grupos, buscan un lugar donde quedarse y rehacer su vida… y empiezan de cero.

—Tres meses no me parece tanto tiempo como para abandonar la idea de una posible solución. No me creo que el mundo entero haya sido destruido y que no haya esperanza.

—No hemos visto a nadie en todo éste tiempo —informó ella—. Solo contagiados. Nadie que fuera capaz de articular frases completas.

—Quizá elegiste un camino poco transitado —comentó Nathan.

—Hunter me dijo dónde debíamos vernos y cuando llegamos no estaba. Lo esperamos durante días sin éxito… me parece que ya es hora de aceptar la realidad.

—¿Y qué sugieres? —Nathan trató de controlar el sarcasmo en su voz.

De repente tenía claro lo que quería, no era imbécil. Alexis había dejado caer su antigua vida como quien deja caer un vestido al suelo: estaba cansada de luchar. Quería buscar un sitio donde quedarse y mejor aún si tenía al lado un hombre que le gustara. Pensaba que de esa manera podrían empezar una nueva vida, tal vez tener un par de hijos, ser felices; porque, como bien había dicho ella, era lo que hacía la gente: enterrar los malos recuerdos y seguir adelante.

—Quiero que seas razonable. Lo hemos intentado y no ha habido suerte.

—No lo hemos intentado lo suficiente —él rechazó la idea y frunció el ceño—. Yo no he perdido la esperanza de encontrar gente.

—Dirás a ella. —Alexis se irguió—. ¿Por qué te empeñas? No la vas a encontrar, sabes tan bien como yo que está muerta.

Nathan arqueó una ceja al escucharla.

—Al parecer no lo sé tan bien como tú —comentó—. ¿Por qué estás tan convencida de eso? Si nosotros hemos conseguido llegar hasta aquí, ¿por qué no ella?

—Está muerta. Créeme, lo sé.

Lo dijo con tanta convicción que el chico dejó el libro y la interrogó con la mirada.

—¿Cómo que lo sabes?

Alexis se dio cuenta que había hablado demasiado y que ya no podía recular. Bueno. De cualquier modo, no habían encontrado a Hunter y las posibilidades de que eso sucediera eran casi nulas, así que, ¿qué más daba si al fin Nathan sabía la verdad? Quizá ya fuera hora de que la supiera, así dejaría de lado sus absurdas esperanzas.

—La noche que el coronel nos mandó a por la paciente cero —dijo, y él afirmó—. No te contamos toda la verdad de lo sucedido. El coronel nos ordenó callar ciertos detalles.

—Dilos ahora —exigió él con voz tensa.

Alexis tragó saliva, un poco intimidada al ver cómo le había cambiado la expresión al chico. Lo único que quería era que dejara de sufrir, ambos, y ser felices. ¿Por qué era imposible? Ella había conseguido dejar atrás todos los recuerdos y estaba dispuesta, los dos eran jóvenes… era una idea razonable.

—Cuando llegamos, la infectada ya estaba con la policía —explicó en tono dubitativo—. La acababan de encontrar, andando por la carretera. Estaban todos fuera mientras esperaban la ambulancia a la que habían llamado.

—¿Y qué pasó?

—Hunter quería llevársela, pero Emma se negó. Con toda la razón, claro… era una civil y nos estábamos metiendo en sus competencias. —Cogió aire y se enfrentó a su cara, que se mantenía hosca—. Pero las órdenes eran claras. Debíamos llevarnos a la chica, policía o no policía. Y eso hicimos.

—¿Qué pasó, Alexis? —insistió Nathan.

—Nos hicieron frente, pero éramos demasiados y Emma lo sabía. Igual que adivinó que Hunter haría lo que tuviera que hacer… en aquel momento pensábamos en un mal mayor. Hunter sólo hizo lo que debía. —Dejó caer los brazos sobre su regazo—. Los desarmamos. Nadie tenía que salir herido. Pero nos atacó Tuesday, y no murieron solo soldados.

El chico notó que la garganta se le quedaba seca. No podía creer lo que escuchaba, pero empezó a imaginarse la escena… la infectada atacando a todo el que tuviera alrededor. Con todo el equipo de policía fuera era lógico que hubieran caído unos cuántos, pero… ¿ella?

—¿La viste morir? —preguntó en voz baja.

Si era así, tendría que hacerse a la idea y no había más. Dejar de pensar en encontrar el antídoto, o una comunidad de más personas, o personal cualificado en Atlanta que pudiera ayudarles. Y por supuesto, de encontrarla a ella.

—No —dijo Alexis y lo oyó suspirar—. Pero Nathan…estaba atada. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que las posibilidades de que saliera ilesa son de uno a mil.

—¿Como que atada?

—Fue una medida que adoptó Hunter, no quería que le causara problemas. —Y sintió la necesidad de defenderse al ver sus ojos acusadores—. ¡Nadie sabía lo que iba a suceder!

—Y no dijisteis nada… —murmuró él, sin poder creerlo.

—Tu padre no quería que lo supieras. Y nosotros también pensamos que era mejor evitarte ese disgusto.

Hizo un intento de cogerle las manos, pero Nathan la rechazó con brusquedad.

—¿Y ahora qué? ¿Nos buscamos una casita mona y nos ponemos a hacer niños porque es el ciclo de la vida y como somos hombre y mujer ya no importa nada más?

—Sí que importa, Nathan —dijo en tono suplicante—. No es procrear a secas, mis sentimientos hacia ti son muy reales.

Pensó que confesarlo lo ablandaría, pero lo único que recibió fue frialdad.

—Tú no estás enamorada de mí —le dijo—. Tú, si hubieras coincidido conmigo en la calle, no me habrías dado ni la hora.

—No es verdad.

—Claro que sí. Tendrías los mismos sentimientos si fuera cualquier otro. —Nathan se levantó—. Te has pasado tres meses conmigo las veinticuatro horas del día y hasta cierto punto es normal que haya llegado a gustarte, porque no hay más personas.

—Si tan normal es, ¿por qué a ti no te ha sucedido conmigo?—quiso saber ella.

Para eso, Nathan no tenía respuesta. Pero daba igual… Alexis vio cómo se alejaba hacia su saco de dormir, dejando claro que le quedaba a ella el primer turno de guardia. Se frotó la frente, pensando en porqué no se había callado… ahora lo tendría días enfadado y quién sabe si alguna vez volverían a tener la misma relación amistosa que hasta entonces. Porque, al contrario de lo que había dicho él, había tenido la oportunidad de conocerlo… y de descubrir que era buena persona, justo, gracioso cuando quería. Y guapo, desde que había conseguido que no se pusiera continuamente las gafas, ese día había descubierto que era muy atractivo y que echaba de menos el sexo. Y que no sería disparatado que se liaran. Nunca se sabía.

Se pasó todo el turno de vigilancia pensando en cómo arreglar la discusión. Cuando Nathan se incorporó para el relevo quiso decirle algo, pero no supo qué y el joven tampoco le dio mucha opción al diálogo, limitándose a ocupar su sitio.

Cuando Alexis despertó por la mañana, el sol ya brillaba con fuerza. Era más tarde de la hora habitual a la que se levantaban, lo sabía; se incorporó en su saco de dormir y miró alrededor, buscando a Nathan. La tienda estaba tal cual la habían dejado la noche anterior, pero su saco había desaparecido, al igual que su mochila y parte de los mapas.

Mientras había oscuridad y ella dormía, Nathan había recogido sus cosas y la había abandonado.

 

El pelirrojo consultó los mapas una vez más, antes de escoger la ruta a seguir. Sentía remordimientos por haber dejado a Alexis sola en medio del bosque, pero ella sabría apañárselas sola, además mejor que él. El hecho era que ya no confiaba en la joven y se le habían quitado las ganas de continuar viajando a su lado, era mejor que cada uno siguiera su camino.

Tenía cosas que agradecerle, naturalmente. Alexis lo había sacado del automóvil cuando este volcó mientras trataban de huir; en aquella ocasión se había dado un buen batacazo cuyo resultado había sido una aparatosa brecha en la cabeza. Y no había sido la única vez, la verdad era que el viaje había resultado duro, nunca hubiera imaginado que tanto. Suponía que eso era lo que pasaba cuando a uno lo sacaban del laboratorio y los libros, pero no estaba preparado para hacer de explorador ni nada por el estilo. Hacía ya tiempo que comía para sobrevivir, con la consecuente pérdida de peso; cuidaba su higiene de forma escrupulosa, pero lo del pelo ya no tenía remedio. Para colmo de males, las gafas se habían roto en el accidente de coche y sin ellas leía regular, pero Alexis había estado aguda al sugerir entrar en una óptica y buscar hasta encontrar unas con una graduación similar a la suya. No eran perfectas, pero era mejor que nada.

Luego estaba lo de las armas. Alexis había insistido en que fueran armados hasta los dientes y él no entendía bien el motivo. O sea, lo entendía en ella, pero, ¿y él? Si no le daría a un elefante ni a medio metro… Lo mismo con los cuchillos, armas que se suponía que se usaban en una pelea cuerpo a cuerpo; si se metía en una de esas, tenía todas las papeletas para convertirse en el cadáver de la ecuación. Era como si Alexis no quisiera enterarse que mientras ella se había instruido en cosas como estrategias, peleas y tiros, él se había dedicado a otras como investigaciones y trabajo. No era el típico tío que andaba por ahí a caballo con un cuchillo entre los dientes dispuesto a cargarse a cualquiera que osara mirarlo y no había más. Le agradecía su ayuda, y que viajara con él, pero de ahí a tratar que actuara como ella…

Al menos, hasta hacía bien poco la chica se había portado de forma profesional, pero ahora de pronto le venía con esas. Haciendo caídas de ojos, que hasta que se dio cuenta de lo que era se pensaba que tenía un tic… nunca pillaba esos coqueteos sutiles. Siempre se acordaba de que Emma prácticamente había tenido que ponerle un cartel en plena cara que decía «Me gustas».

En fin, fuera como fuera, después de lo que había relatado no tenía la menor gana de pasar el resto del viaje a su lado. Aunque era un error viajar solo y lo tenía claro, si veía algún contagiado lo más probable era que se pegara un tiro él mismo tratando de alejarlos. Pero lo intentaría, y para ello lo primero que hizo fue pasar por una tienda para equiparse, sobre todo ropa de abrigo, el frío era uno de sus peores enemigos. La comida le preocupaba menos; llevaba dos armas, pero siendo consciente de que tendría que tener mucha suerte para utilizarlas con éxito.

Su mejor baza consistía en pasar desapercibido, algo que siempre se le había dado muy bien. Era silencioso y precavido, estudiaba el camino y las zonas durante un buen rato antes de ponerse en marcha, y así se aseguraba de tener vía libre. Si descubría algo preocupante, cambiaba de ruta, aunque eso significara dar vueltas. Llegó a St. Louis un par de semanas después de dejar a Alexis; una vez allí escogió una ruta forestal esperando encontrar un refugio, pues tenía pinta de ir a nevar. Un par de horas después se cumplieron sus sospechas y empezaron a caer copos.

Genial, aquello era muy poético, con toda esa nieve cayendo como a cámara lenta, pero se estaba quedando helado. Había avanzado demasiado como para retroceder, pero seguía sin encontrar un sitio donde resguardarse.

Cada vez tenía más claro que iba a morir congelado en medio de la tormenta de nieve, cuando de pronto vio aparecer una figura. Enfocó para ver si estaba alucinando, pues era el tipo más grande que había visto en su vida, y qué aspecto… llevaba el pelo largo y descuidado (sí, vale, en eso podían darse la mano), kilos y kilos de ropa con una prenda sobre otra, todas de aspecto desastroso y una barba terrible. Se detuvo frente a él y le inspiraba tanto respeto que aunque lo que le ordenaba su cabeza era darse la vuelta, se quedó quieto sin quitar los ojos de él. El desconocido le devolvió la mirada y entonces vio Nathan el cuchillo de caza que llevaba en las manos.

—Llevo armas —advirtió retrocediendo—, pero no tengo ni puñetera idea de usarlas. O sea, que no soy… peligroso.

El desconocido seguía sin quitarle la vista de encima, hasta que abrió la boca y empezó a recitar:

—Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Cuando lo vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último. Y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. ¡Y tengo las llaves de la muerte y del Hades! —Al fin hizo una pausa—. ¡Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas!

Nathan se había quedado sin habla.

«Genial», pensó, «un pirado».

El pirado empezó a reírse a carcajadas al ver su expresión.

—Ven conmigo —ofreció. Al ver que Nathan parecía receloso, insistió—. Vamos. Hay una cabaña aquí, a unos pocos metros. La tormenta durará tiempo. No tengas miedo, chico de ojos extraños.

Para tranquilidad de Nathan, el hombre no estaba loco del todo, aunque tampoco podía decirse que estuviera cuerdo. Cuando le preguntó su nombre al entrar, se encogió de hombros y le explicó que tenía un reloj que funcionaba y algunas cosas más, se mantenían operativas porque había sido previsor y las había guardado en una jaula de Faraday. Eso y más cosas en el sótano de su vivienda, que hacía años había acondicionado para tal fin.

—¿Por qué hiciste algo así? —preguntó Nathan mientras curioseaba en la cabaña de aquel hombre, que por cierto, tenía de todo.

—Sabía que llegaría el apocalipsis.

—¿En serio? ¿Cuánto llevas viviendo por aquí?

—Desde que se fue la electricidad y aparecieron los engendros del demonio. Todo dejó de funcionar.

—Sí. Se llama pulso electromagnético y no tiene nada que ver con la biblia. —Nathan empezó a mirar los tomos de los libros que había ordenados en un estante—. Entonces, habilitaste tu casa tipo bunker.

El hombre asintió y Nathan se giró.

—¿Cómo se supone que tengo que llamarte, hombre de la jaula de Faraday?

—El nombre no es lo importante aquí.

Nathan sacudió la cabeza, sin perder detalle: mantas, comida, un sofá, sacos de dormir, ropa de abrigo…

—¿Te has quedado muchas veces fuera de tu bunker en alguna tormenta… Faraday?

—No. Esta es la primera. Me quedaba poca comida y tenía pensado cazar, así que estaba escondido. Y a decir verdad, he salido porque te he visto y me ha parecido que la ibas a palmar. —Y se miró las manos— No iba a dejar que eso ocurriera, tengo problemas mentales, pero no soy mala persona.

—¿Eso se supone que debería tranquilizarme? —Nathan lo miró con recelo.

—Si no quieres quedarte, la puerta se abre hacia fuera —informó el hombre—. Si quieres quedarte, tengo sitio para ti, tengo comida para ti.

—Solo hasta que cese la tormenta. —Nathan se fue a mirar por el ventanuco—. Después tengo que seguir mi camino. Voy hacia Atlanta.

Faraday se había sentado en su sofá y lo observaba con curiosidad.

—¿Qué hay en Atlanta?

—El CDC. Pienso que igual allí queda personal con vida. —Vio que lo miraba de forma curiosa—. Soy virólogo, ya sabes. Bata blanca, microscopios, tecnicismos… en fin, que si allí aún existe un equipo trabajando en una posible cura, puedo ser de ayuda.

—Comprendo —repuso Faraday con calma. Luego alzó la mirada—. No te enfades, chico de ojos extraños, pero tú solo no llegarás hasta allí.

—¿Tan obvio es?

—No creo que aguantes físicamente, no tienes buen aspecto… diría que tus defensas están tirando a bajas. Además, has admitido que no sabes utilizar bien las armas, ergo no sabes defenderte y si te encuentras con esos engendros del diablo date por muerto.

—¿Vamos a llegar a alguna parte o solo es un discurso dejando claras mis limitaciones?

—Me he quedado sin provisiones, por eso ando saliendo estos días. Necesito comida, necesito agua, necesito algo nuevo que hacer.

Nathan arqueó una ceja.

—¿Algo nuevo como acompañarme?

—Puede. Lo voy a pensar. —Faraday se aproximó hacia donde se encontraba el pelirrojo y también miró por la ventana—. Esta tormenta durará al menos quince días. Busca un lugar donde acomodarte. —Y sonrió.

Resultó que Faraday estaba en lo cierto, y hubo nieve durante un par de semanas. Una vez el temporal se fue calmando, los dos abandonaron el refugio y Faraday anunció a Nathan que iría con él a Atlanta.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Me vendrá bien la distracción y a ti que yo ande cerca. Una vez allí, si hay algo de lo que buscas, es posible que dé media vuelta y me marche.

—¿Para volver a dónde? ¿A estar otra vez solo, metido en el sótano de tu casa?

—Ya que lo mencionas, antes de marcharnos tenemos que bajar. Quiero llevarme unas pocas cosas.

—Claro, claro —Nathan le siguió la corriente—. De paso podrías aprovechar para…

—¿Para qué? —Faraday lo miró fijamente.

—Ya sabes… bañarte.

—No me gusta mucho el agua.

—Ya, ya me he percatado…

—Un poco de suciedad no hace daño a nadie —comentó Faraday despreocupado.

—Solo a la vida social —bromeó Nathan, pero cuando el hombre se dio la vuelta decidió no seguir al ver su cara—. Sí, vale, ya no hay vida social. Lo siento.

Faraday sacudió la cabeza y empezó a caminar dejándolo atrás, así que el chico lo siguió. El hombre vivía cerca del estadio Metrolink. Eso implicaba meterse en la ciudad, pero Faraday parecía tenerlo todo bien controlado y tomaba precauciones, de manera que pronto llegaron a su destino.

—El refugio del bosque, ¿cuándo lo hiciste?

—En realidad ese no es mío, es solo una cabaña abandonada. Cuando empezó todo esto decidí llevarme algunas cosas allí por si acaso alguien entraba en mi casa… nunca está de más tener otro lugar al que acudir.

—Entiendo. —Vio cómo Faraday abría la puerta del sótano y le hacía un gesto con la mano invitándolo a bajar—. Te espero aquí, si no te importa. No me van mucho los espacios cerrados.

—Como quieras.

—¿Te importa si uso tu ducha?

—No. Pero no revuelvas nada —avisó, con un gesto de advertencia—. Me gusta que todo esté ordenado.

—¿De veras? —preguntó Nathan mirando a su alrededor y dándose cuenta de que prácticamente toda la casa estaba hecha un desastre—. Tranquilo. Lo dejaré tal cual.

—Bien. Iré preparando mis cosas.

—¿Seguro que no quieres… ya sabes, entrar tú primero?

—Como me vuelvas a decir que me bañe te pego una paliza.

Nathan se encogió de hombros, sin parecer preocupado en exceso, y lo dejó meterse en su querido sótano. Ni loco se le ocurriría a él bajar ahí abajo, aún no las tenía todas consigo sobre si aquel tipo era de fiar…sin embargo, no tenía más opciones, iba a tener que confiar sí o sí.

Se acercó al lavabo, pensando en que si se encontraba en el mismo estado que el resto de la casa y su propietario no se metería allí.

Faraday se pasó un buen rato en el sótano; finalmente salió, con una mochila cargada a la espalda y escrudiñó su hogar. A pesar de sus palabras el día anterior, parecía tener claro que no regresaría y a Nathan le dio un poco de lástima… En fin, él ni siquiera había podido pasar por su casa para llevarse algunas cosas. Todo aquello le había pillado en la base militar, y con una maleta que llevaba lo justo… tampoco es que fuera a ponerse a llorar por no haber podido rescatar fotos de su padre, la verdad. ¿Qué habría sido de él? No se había parado demasiado a pensar en nada cuando Hunter lo había sacado del laboratorio para meterlo en un coche con Alexis. ¿Y la doctora Hill? O el propio Hunter, ¿seguiría con vida? Desde luego a Davenport no había llegado, pero le costaba horrores creer que su amigo, con esa forma física y ese temple militar, hubiera caído por el camino.

En fin, ya daba igual, no volvería a verlo. Ahora tenía que centrarse en su destino y en la nueva compañía que le había caído del cielo: raro, aficionado a recitar partes del apocalipsis, y poco amigo del jabón, pero era lo que había. Y aún tendría que dar gracias de haberlo encontrado.

 

Tardaron casi cuatro semanas en llegar a Atlanta. Hubiera sido la mitad, de no ser porque Nathan cada vez se encontraba peor; Faraday no era muy amigo de los antibióticos, y menos sin conocer la causa del malestar, así que todos sus esfuerzos los agotaba tratando de que comiera y bebiera agua para no deshidratarse. Ni de broma quería que se le muriera por el camino, o algo así… le había hablado lo suficiente sobre él como para saber que si alguien quedaba para hallar un cura al virus, era ese chico de ojos extraños. Si había otras personas mejor, pero eso estaba por ver. Por de pronto, había uno y no iba a dejar que cayera antes de llegar.

Y de esa manera llegaron a Atlanta, y Faraday localizó el CDC en los mapas. Pese a que era bastante tarde, que hacía días que no descansaban y apenas comían, pese a la lluvia, casi lloró de la alegría cuando estuvo ante las verjas que delimitaban la zona.

No tanto por las verjas, claro, sino por las luces. Allí había gente.

 

2.     A un paso de la civilización

Erik terminó el recorrido del perímetro, comprobando que todas las vallas estaban intactas y que no había peligro. Alguna vez se aproximaba algún grupo de rabiosos, pero no podían escalar el muro, por lo que se acababan alejando o, si eran pocos, terminaban con ellos.

Se fue hasta la garita de la entrada principal, y se subió al tejado, mirando al cielo. Estaba cubierto de nubes, parecía que en cualquier momento iba a empezar a llover, y cruzó los dedos esperando que le diera a tiempo a que se acabara su turno.

La suerte no estaba de su lado, porque cinco minutos después empezó el chaparrón. Se puso la capucha del chubasquero gruñendo para sí. Los focos exteriores no habían estado protegidos, así que no tenían luz que iluminara las entradas y ya era de noche, por lo que apenas podía ver.

La tormenta arreció, acompañada de truenos y relámpagos; con el resplandor de uno le pareció ver dos figuras. Se incorporó preparando su arma, apuntando hacia la zona, y con el siguiente fogonazo de luz pudo ver que, efectivamente, dos figuras humanas se acercaban. No corrían ni se movían como los rabiosos, así que se esperó hasta que estuvieron más cerca y pudo ver que se trataba de dos hombres.

—¡Eh, aquí arriba! —gritó—. ¡Levantad las manos!

Ellos se pararon, mirando hacia arriba hasta que lo localizaron. No pudo distinguir sus caras, pero sí que el más bajo de los dos iba apoyado en el otro. El alto levantó el brazo que tenía libre.

—¡Tengo mi arma guardada! —contestó—. Solo buscamos ayuda.

Erik titubeó. Tendría que ir a avisar a Hunter antes de dejarlos pasar, pero seguía lloviendo y tampoco le parecía bien tenerlos fuera con la que estaba cayendo.

En aquel momento uno de ellos empezó a toser, así que Erik decidió dejarlos entrar, esperando no tener que arrepentirse después de esa decisión.

Bajó del tejado y entró en la garita para abrir la puerta, cerrándola en cuanto hubieron entrado. Los apuntó de nuevo, acercándose a ellos para verlos mejor. Los dos llevaban ropa de camuflaje, con chubasqueros verdes, pero no parecían militares. El alto llevaba una barba de aspecto descuidado, y el otro parecía más joven. Se apoyaba en él, con los ojos semicerrados.

—¿Está enfermo? —preguntó Erik.

—Llevamos varios días andando sin parar, y desde ayer no hemos comido. —Sacó su arma y se la mostró—. Regístranos si quieres, tengo otra en mi mochila. Pero necesitamos ponernos a cubierto cuanto antes.

Erik cogió el arma, registró la mochila para hacerse cargo de la otra también, y les indicó que anduvieran hacia el edificio. Fue tras ellos sin dejar de apuntarles, pero para cuando llegaron a la puerta estaba convencido de que no fingían, el chico estaba realmente débil.

Se adelantó a ellos y les abrió la puerta, llevándolos después hasta la zona de oficinas que habían acondicionado como consultorio médico.

Las luces estaban encendidas, ya que Nancy estaba revisando el inventario de medicinas. Al verlos dejó todo y corrió hacia ellos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Está bien, sólo un poco débil —contestó el hombre.

—Déjalo en aquel sofá.

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