Antonia

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1953, trabajo

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Trabajo

La ayuda llegó de mano de don Emilio, con el que la relación de la prima Meli iba según los planes preconcebidos por la alcahueta de Juanita. Un trío bien avenido. Ellas a lo suyo cuando él no estaba, Juanita respetándoles su espacio íntimo por el bienestar de las dos; Meli doblemente satisfecha y don Emilio en la inopia.

Apreciaba a Antonia y Goyo, esa pareja luchadora que lo daba todo por su hija y a la que don Emilio tomó especial cariño. Se sentía padrino de Amelia solo porque su Melita era la madrina y porque de vez en cuando le hacía sentir bien llevar la contraria a Juanita, que veía en la ahijada de su «ahijada» a una cría debilucha con un futuro obrero. «A saber la educación que le van a dar a esa niña…», vaticinaba la Pelos. «Pues la mejor que puedan, Juanita; la que ellos no tuvieron», respondía don Emilio.

Antonia y Goyo no querían a los falangistas ni en pintura, pero don Emilio era otra cosa. Sus frustradas conspiraciones contra el Caudillo aún las desconocían, aunque eso habría disparado el aprecio que sentían por él, y su admiración por el tal

Jíler les dejaba fríos, fuera quien fuera aquel tipo del que le oían hablar en escasas ocasiones.

El amante de la prima Meli les parecía un hombre de buen corazón cuando le oían frases como que «Las cosas en España no se están haciendo bien», «Para esto no hemos hecho una guerra», «El Caudillo es un miserable traidor»… Lo que no sabían adivinar es que tras esas palabras enfadadas bullía un espíritu que añoraba los modales nazis.

—Don Emilio no merece que le engañéis así, Meli —le recriminaba Antonia a su prima.

—¿Quién le está engañando? Él sabe que vivo con Juanita.

—Venga, hombre, no fastidies… pues claro que lo sabe. Si sois uña y carne… Lo que no sabe es lo que tendría que saber.

—Tú no te metas donde no te llaman, que también a ti te ha venido bien que Emilio esté ahí.

—Qué tendrá que ver una cosa con la otra. Algún día se va a enterar y va a ser peor. ¿Cuánto llevas con él? ¿Cuatro años? Pues ya va siendo hora. ¿Es que no te da lástima estar sacándole los cuartos a un hombre al que le han matado tres hijos? Si te aprovecharas tú sola, todavía… pero que Juanita esté chupando como una garrapata en la chepa de un tiñoso…

—Juanita irá donde yo vaya, y no sé a qué viene tanta pena por lo de sus hijos, porque los mataron los tuyos, los rojos.

—¿Los míos? Con los míos, como tú dices, me comía los mocos, y los tuyos me dejaron hasta sin mocos que comerme. No quiero ni a unos ni a otros. Mira, vamos a dejarlo… pero el día que don Emilio se entere de que has estado en la cárcel por ladrona y de que su querida tiene novia… se va a liar.

—¿Y quién se lo va a decir? ¿Tú?

—Dios me libre de darle el disgusto. A mí no me importa si estás con uno o estás con otra, solo digo que no deberías estar con los dos. Que se va a liar…

Era una conversación recurrente en la que de vez en cuando acababan cayendo las dos primas, y en la que siempre terciaba Goyo. «Antonia, no te metas».

Pese a esos roces esporádicos, Meli no perdía contacto con Antonia porque adoraba a su ahijada. Tenía decidido que nunca tendría hijos, y Amelia estaba destinada a ser la perfecta sustituta, por eso le preocupaba que Goyo no terminara de encontrar un trabajo que pusiera las cosas más fáciles a la niña. Don Emilio acabó recomendando a Goyo para un trabajo en la Empresa Nacional Calvo Sotelo, dependiente del Instituto Nacional de Industria. Con saber leer y escribir era suficiente, y era una empresa… empresa. Un pedazo de empresa. Con su nómina, con sus pagas extraordinarias, con sus vacaciones, con su horario de entrada, con su horario de salida, con su Seguridad Social, con su mierda de sueldo… Lo que se dice una empresa decente.

Acceder a un puesto en una empresa nacional, aunque fuera para limpiarla, exigía un pasado intachable, un sinfín de papeleos y varias entrevistas para ver la presencia y los modales del aspirante. Los papeles de Goyo, en orden; la estampa, para quitar el hipo; el pasado…

—¡¿Qué clase de persona eres?! ¡Me está bien empleado, por intentar ayudarte! —entró dando voces Meli en la casa de su prima y dirigiéndose a Goyo.

—¿Yo? Para el carro… ¿a qué viene esto? —preguntó Goyo desconcertado.

—Han llamado a Emilio para decirle que cómo se atreve a recomendar a una persona con tus antecedentes. Has estado en la cárcel, tienes denuncias por robo y estafa… eres un sinvergüenza. Emilio está disgustadísimo. ¡Te lo advertí, Antonia… que no te casaras con un obrero!

—¡Y dale con el obrero! ¡Como si tú hubieras nacido en palacio! —replicó Antonia mientras miraba a Goyo que se dejaba caer en una silla y se reía sin disimulo—. ¡Y tú de qué te ríes!

—Me río porque lo ha vuelto a hacer, pero ahora me ha tocado a mí. Dile a don Emilio que no se disguste, Meli, yo nunca he estado en la cárcel ni he robado a nadie. Es mi hermano.

El certificado de penales de Goyo al que tuvo acceso la empresa indicaba varios delitos y condenas que en realidad correspondían a su hermano Juanín, un avispado que cada vez que acababa detenido daba el nombre de alguno de sus hermanos varones. Los salpicó a todos con sus antecedentes, y, en esta ocasión, la víctima fue Goyo.

Tuvo que presentarse varias veces en la Dirección General de Seguridad para limpiar su ficha, demostrar su identidad y pasar más de un reconocimiento físico, mientras un policía secreta se dedicó a interrogar a parte del vecindario y al propio matrimonio por separado. Un gilipollas, según Antonia. «Pero le callé la boca».

Tras las preguntas meramente rutinarias sobre cuándo y dónde se conocieron o en qué habían trabajado para comprobar si las versiones de uno y otro coincidían, el investigador dejó que asomara un detective peliculero.

—Cuando he hablado con su marido, me he fijado en que va muy bien vestido.

—Es que iba a venir usted.

—Lleva una camisa de seda muy elegante.

—Tiene buena percha. Cualquier cosa que se pone le cae bien.

—Pero es de seda. Muy cara. No le pega mucho a un obrero.

—Me recuerda usted a mi prima.

—¿Cómo dice?

—Nada. ¿Y qué pasa porque un obrero lleve una camisa de seda? ¿O hay que ir disfrazado de obrero?

—No es una prenda que esté al alcance de cualquiera —dijo el policía con un tonillo empalagoso y media sonrisa—. Yo mismo no puedo tener una.

—Una pena. En Almacenes Simeón tengo yo una conocida que le sacaría una a buen precio.

—Lo que le estoy diciendo —y aquí endureció el tono y borró la sonrisa— es que la situación de necesidad de su marido no se corresponde con una camisa de seda.

—Yo se lo explico. ¿Ve esa foto que hay colgada detrás de usted? Es del día de nuestra boda, pero vamos vestidos de calle porque los trajes de novios eran alquilados y no queríamos que se estropearan. Si se fija, la camisa que hoy lleva Goyo es la misma que estrenó aquel día, y ya va para cuatro años que la tiene. Se la pone poco, para que no se le gaste y porque es la única camisa de seda que ha tenido en su vida. Se la ha puesto para usted, aunque sea un obrero. Un obrero… mi marido, no usted. Ya me entiende.

Lo que ella decía. Un gilipollas.

Goyo consiguió que desaparecieran los borrones de su pasado y que los antecedentes volvieran a la ficha de su legítimo propietario, y a don Emilio, no solo se le pasó el disgusto, sino que reforzó su enchufe para el trabajo como penitencia por haber dudado de la integridad de su recomendado. «Ya sabía yo que este hombre era honrado», fue todo lo que dijo.

Goyo entró a formar parte de la plantilla de servicios generales del Centro de Investigación Calvo Sotelo, en la zona industrial de Legazpi. Portero a ratos, tomando nota de las visitas que entraban y salían; subiendo y bajando la barrera para que entraran y salieran los coches de los químicos de la empresa, llevando recados, sirviendo cafés en las reuniones… un empleo que les proporcionaba el dinero justo, justísimo, para vivir, pero tan bien administrado por Antonia, que aquel verano pudieron disfrutar de diez días de vacaciones en una desangelada pensión de Valencia.

Habrían preferido ahorrar ese dinero, pero el médico había recomendado hacía ya dos años que Amelia tomara baños de mar para reanimar sus desorientadas defensas y que evitaran sus constantes intoxicaciones alimentarias. Valencia era el lugar con mar más cercano y barato. Fue el primer viaje de Antonia; la primera vez que se subía a un tren, la primera que vio el mar y sintió la arena bajo sus pies, la primera que se calzó un bañador… La primera vez que se quemó.

Sentada en un merendero de playa, emocionada ante su primer plato de auténtica paella valenciana, ni se enteró de que un agujero en la lona del toldo dejaba pasar un traicionero rayo de sol que acabó provocando una perfecta ampolla delimitada por el escote trasero del vestido. Los siguientes ocho días de vacaciones fueron un infierno de fiebres y dolores, durmiendo boca abajo y embadurnada de una pomada que le dieron en la farmacia. La piel de esa zona superior de la espalda le quedó tan sensible, que durante años estuvo pegando brincos ante cualquier roce inesperado.

Nada de aquello, sin embargo, le hizo olvidar su primera impresión del Mediterráneo. Cómo podía haber algo tan bonito y tan grande; de dónde salía tanta agua. Apenas pasaba más allá de la orilla, cuando el agua le llegaba a la mitad de los muslos. Ese era el límite para agacharse y mojarse de cuerpo entero. «El mar es muy traicionero, que lo sé yo. Vete tú a saber lo que hay debajo», le decía a Goyo cuando intentaba llevarla más adentro arrastrándola por las manos, despacito. «Pues qué va a haber, Antonia… boquerones».

La vida, aunque todavía se mostraba miserable para enseñar su mejor cara, parecía dejar de apretar tanto. Pasaban necesidad, pero no hambre; tenían que mirar hasta la última perra, pero no faltaba una peseta para disfrutar de una limonada en la verbena de la Paloma ni ganas para echar unos bailes en la kermés de San Antonio.

—Parece que vamos saliendo del hoyo…

—Qué va… cuando salías de una, te venía otra. Como para creer en nada… Fue cuando papá tuvo el accidente. Nunca se me olvidará, fue el mismo día que fui con la tía Dora a cambiar los vales de Navidad. ¿Te he contado lo de los vales que nos daban a los pobres? Bueno, que se supone que nos tenían que dar a los pobres, pero la mayoría se los quedaban los ricos.

—Pues si venías de cambiarlos es que a ti te los dieron…

—A mí me los dio don Emilio. Eran unos vales del Auxilio Social que te cambiaban luego por un litro de aceite, una manta, un kilo de patatas… pero muchos de ellos no llegaban, se los quedaban para repartírselos entre los falangistas. Aquel día fuimos mi tía y yo a la casa de socorro de la Carrera de San Francisco a cambiar cuatro vales que me llevó la prima Meli de parte de don Emilio. Era el día en que venían las propias autoridades a repartir las bolsas para salir al día siguiente en la foto del periódico…

—¿Qué os dieron?

—Ni me acuerdo, pero estando en la cola mi tía dijo: «¡Anda! Si está Campos Pareja repartiendo las bolsas». ¿Te acuerdas de Campos Pareja? ¿El vecino al que enseñó el tío Rafael a leer y escribir, el que se metió a falangista?

—Sí, el que acabó de teniente de alcalde del barrio de La Latina y de concejal de urbanismo…

—Ese. Pues estaba él repartiendo… muy trajeado, muy gordo. Y mi tía lo vio desde lejos, pero es que se fijó más y vio que por delante de nosotras, en la cola, estaba la Luisa, la mujer de Campos Pareja.

—¿Y qué hacía ella en la cola de los pobres?

—Pues no te estoy diciendo que los mismos que repartían se lo quedaban. La Luisa llegó hasta las narices de su marido sin cruzar palabra, como si no se hubieran visto en su vida, y cambió un montón de vales por un montón de bolsas. El caso es que seguimos en la cola hasta que nos llegó el turno y mi tía le aguantó la mirada a Campos Pareja para ver si se acordaba de ella. No sé yo si él apartó la vista porque pensó que la Dora también se había fijado en su mujer o si de verdad no reconoció a su antigua vecina. La verdad es que mi tía estaba ya muy desmejorada porque la estaba consumiendo la leucemia. En cuanto cambiamos los vales, la Dora tiró de mí y dijo: «Vamos a seguir a la Luisa, a ver a dónde va».

—Vaya dos detectives…

—Pero lo peor no es que estuviera allí la Luisa, que ya me dirás tú qué necesitaba ella siendo la mujer de un pez gordo… Es que resultó que otras cuatro mujeres que estaban también en la cola haciendo como que no se conocían entre ellas eran amigas de la Luisa, y todas juntas, cargadas con bolsas a dos manos se empezaron a juntar en el camino hasta que llegaron a un coche muy grande aparcado en la calle Tabernillas. Metieron todas las bolsas en el maletero, se subieron y se fueron.

—¿Y tu tía Dora no se fue a por ella? ¿No le dijo nada?

—¿Qué le iba a decir? Se podía haber buscado un lío. La llamó franquista japuta por lo bajo y nos fuimos. Aquel día, al final de la tarde, cuando vi que se echaba la hora y tu padre no había llegado, me empecé a preocupar. Nunca se entretenía en el camino.

El sueldo de Goyo apenas alcanzaba para terminar el mes, así que, siempre que le daban la oportunidad, aceptaba hacer horas extras en la carga y descarga de bidones de hidrocarburos y material que llegaba de las plantas de provincias hasta el centro de investigación. Aquella tarde, en el muelle de carga y descarga, un camión dio marcha atrás sin ver que había alguien detrás. Atropelló a Goyo y le molió el pie derecho.

Un compañero de Goyo se presentó en casa para decirle a Antonia que su marido estaba ingresado en la clínica del Trabajo. Intentó que no se asustara, diciéndole que estaba bien, que ya le habían operado y que esperara a la mañana siguiente para ir a verle, pero el rebujo de ropa lleno de sangre que le entregó decía que la cosa se presentaba fea. Dejó a la niña con una vecina y salió pitando para el sanatorio.

Era casi medianoche y se negaron a dejarla pasar, pero Antonia sacó otra vez su tenacidad y amenazó con dormir en la misma puerta de la clínica si no la dejaban ver a su marido. Encontró a Goyo en una cama, con la pierna escayolada y una sonrisa para no preocuparla.

—Solo es un pie, Antonia.

—Lo dices como si un pie no sirviera para nada.

—Claro que sirve, mujer, para lo mismo que el otro; lo que quiero es que te tranquilices porque no me voy a morir.

—Me ha dicho tu compañero que el pie está destrozado.

—Es que me ha pasado por encima el camión con el pie de canto. Si hubiera estado plano… Me han dicho que me tienen que operar mañana otra vez.

—¿Tú crees en Dios, Goyo?

—¿A qué viene eso? Ya sabes que no. En Dios que crean los suyos, que son los únicos de los que se ocupa.

—Yo qué sé… por si quieres que rece a lo que sea para que te quede bien el pie.

—Más vale que le reces al médico, pero no te preocupes, que me curarán.

Goyo sufrió varias operaciones durante los nueve meses que estuvo en la clínica. En dos ocasiones entró al quirófano para la amputación, y de las dos salió con el pie en su sitio. Cada vez que el traumatólogo decidía que amputar era la única solución, cambiaba de opinión en el último momento e intentaba salvarlo. El doctor Epeldegui operó tantas veces aquel pinrel, que lo conocía como la palma de su mano. Quitó huesos, reparó tendones y tranquilizó a Antonia diciéndole que le había cogido tanto cariño al pie de su marido que se ocuparía de él como si fuera el tercero de los suyos.

El pie siguió en este mundo, pero Goyo no se pudo desprender el resto de sus días de una cojera. Zapatos blandos, plantillas especiales y dolores crónicos a cambio de que su pie derecho —que, en contrapartida, tuvo el detalle de dejar de oler—, siguiera siendo uno de sus principales puntos de apoyo.

La baja laboral menguó los ingresos considerablemente, y fue el tío Rafael el que advirtió a Antonia de que no les estaban pagando lo que de verdad les correspondía. El accidente laboral se había producido durante las horas extraordinarias y debían pagar una parte proporcional. Antonia no entendía muy bien esas cuentas, pero se plantó en Calvo Sotelo para hablar con el jefe de personal y que se las aclarara. Al fin y al cabo, era una empresa nacional y allí eran serios.

—Se lo voy a decir muy claro para que lo entienda —le dijo el hombre—. Su marido estaba haciendo horas extras y esas horas no las habíamos declarado, por eso le pagábamos en dinero contante y sonante y no se las metíamos en la nómina.

—Pero me han dicho que hasta que pueda volver a trabajar debería cobrar algo más de la Seguridad Social… Es que no llegamos a fin de mes. ¿Dónde puedo ir a reclamarlo? —preguntó Antonia, dando a entender que no se iba a parar ahí.

—Vamos a hacer una cosa. Yo le voy a dar ahora mismo dos mil pesetas como gratificación por el accidente, y dejamos aquí el asunto.

Pero Antonia no quedó conforme, y visto que el alta de su marido se alargaba, volvió a ver al jefe de personal cuatro meses después de la primera cita. Esta vez le pudo sacar mil quinientas pesetas más y se mostró firme en acudir a Magistratura para conseguir lo que de verdad le correspondía de acuerdo con el Seguro Obrero de Enfermedad. El jefe de personal comprobó que esa mujer venía mejor informada que en la anterior ocasión y decidió pasar a la amenaza directa. «Si quiere reclamar legalmente —le dijo—, hágalo. Seguramente ganará, pero será pan para hoy y hambre para mañana, porque yo no le puedo asegurar que la empresa no decida despedir a su marido en cuanto vuelva al trabajo».

¡Joder con la empresa nacional! Allí eran tan chorizos como el frutero del mercado de la Cebada.

Antonia había pasado por dos juicios en su vida y de los dos había salido con bien. Estaba dispuesta a ir a un tercero, pero Goyo se aterrorizó. «No puedo volver a quedarme sin trabajo. Déjalo, por favor, déjalo. Qué dirá don Emilio, después de que ha sido él el que me ha colocado». Y Antonia, por primera vez en su vida, abandonó la lucha. «Tú, con tal de no discutir…», recriminó a Goyo.

Goyo volvió a la empresa, a un puesto fijo de conserje, en la garita de entrada, porque ya no estaba para correrías ni esfuerzos. Dada su media invalidez, nunca más contaron con él para hacer las horas extraordinarias, y el sueldo se vio tan rebajado que dedicó las tardes a recorrer Madrid con su bicicleta para encontrar otro trabajo que les permitiera acabar el mes. Nada. Solo chapuzas mal pagadas.

Antonia recurrió a don Emilio, que, conmovido por el accidente de Goyo, prometió estar atento por si surgía algo. Un día se le ocurrió preguntar en el cinema Argüelles si necesitaban personal. Allí le conocían bien, porque estaba muy cerca de la calle Altamirano y no había semana que Meli y él faltaran a la doble sesión continua. Con Juanita, claro. Juanita tampoco faltaba. A los tres les encantaba el cine.

Y no solo conocían de vista a don Emilio; también sabían que debía de ser alguien importante porque muchas veces le estaba esperando a la salida un coche oficial.

La pregunta de don Emilio no cayó en saco roto, y no tardaron mucho en decirle que su recomendado se pasara por la sala al día siguiente porque había un puesto de acomodador.

Goyo se puso como loco. No sería mucho sueldo, pero seguro que las propinas dejarían un buen pellizco. Y encima vería películas gratis… y seguro que podría colar a Antonia de vez en cuando…, con lo que le gustaban las películas de

Tirone Póver.

Cuando acudió a la cita, se fijó en las dos películas que ponían aquel día de junio del 55.

Hablan las campanas y

Flecha rota. Una de monjas y otra de indios. Ninguna era de

Tirone Póver.

Apenas le preguntaron nada, porque viniendo de la mano de don Emilio… en fin, ya se le suponía hombre de bien. Se fijaron en que iba aseado, que tenía buena planta, le tomaron las medidas para tenerle listo el uniforme, le recordaron el papeleo que debía presentar, incluido su ya impoluto certificado de penales, y le citaron dos días después para la firma del contrato.

—¿Dónde está el carné de Falange? —le preguntaron a Goyo en la oficina del cine mientras el gerente revisaba los papeles.

—No tengo.

—¿Pero usted no viene de parte de don Emilio?

—Sí, pero no tengo carné de Falange.

—Entonces, ¿es usted mutilado de guerra?

—Tampoco.

—¿Y por qué cojea?

—Porque me atropelló un camión.

—Vaya por Dios… ¿Por eso no lo movilizaron?

—No me movilizaron porque yo en la guerra era un crío. El camión me atropelló hace un año.

—¿Combatiente de la División Azul?

—Que no. Que no he estado en ninguna guerra.

—No se me soliviante, que lo único que estoy buscando es el requisito para contratarle. Porque si no, no va a poder ser… tenemos que dar preferencia a los españoles patriotas.

—¿Y yo qué soy, francés?

—Pero si no es de Falange y no ha luchado por España, ¿cómo justifico yo que no ha estado con los rojos?

—Le estoy diciendo que yo era un crío en la guerra, que no estaba ni con unos ni con otros. Me mandaron a Murcia a principios del 37.

—¿Lo ve? Los únicos que le pudieron mandar a Murcia fueron los rojos.

—¿Y si me saco el carné?

—No hay tiempo. Necesitamos un acomodador para ya mismo y tenemos muchos excombatientes. Ya le diré yo a don Emilio que, sintiéndolo mucho, no ha podido ser.

A freír espárragos

Tirone Póver.

Se consoló pensando que nunca tendría que ponerse aquel traje circense de color rojo, con una banda dorada que recorría los laterales de las perneras y unas charreteras chillonas sobre los hombros de la chaqueta que le daban aspecto de capitán general más que de acomodador de cine. Goyo continuó vistiendo su uniforme azul de conserje, de lunes a viernes y de ocho a tres, en su caseta de la empresa Calvo Sotelo, controlando las entradas y las salidas de la visitas, levantando la barrera al paso de vehículos, recibiendo y entregando el correo, leyendo el

ABC, que siempre le pasaba a mediodía uno de los químicos del laboratorio…

Una noticia del día 2 de febrero de 1954 en la página de las Necrológicas le dejó clavado en cuanto vio el nombre en el titular. «¡Coño! ¡La mujer de don Emilio se ha muerto!».

Arrancó la hoja para leérsela a Antonia en cuanto llegara a casa.

Ayer falleció en Madrid, confortada con los últimos sacramentos, la virtuosa dama doña Soledad de la Puente, esposa del ilustre periodista y coronel del ejército don Emilio Rodríguez-Tarduchy, secretario ayudante que fue del marqués de Estella [Miguel Primo de Rivera] y en la actualidad secretario general de la prensa del Movimiento.

La finada contaba con grandes simpatías por sus excepcionales dotes de bondad y espíritu cristiano. Con ejemplar resignación y entereza sufrió en la época de la dominación marxista el asesinato de tres de sus hijos y la persecución sañuda de que fue objeto su esposo. Todo ello contribuyó a que una incipiente afección cardiaca se desarrollara de manera alarmante, y, pese a todos los cuidados médicos y de la familia, le sobreviniera ayer un colapso del que no pudo recuperarse. La noticia de su fallecimiento produjo verdadero sentimiento. Infinidad de personas de todas las clases sociales desfilaron ayer tarde por el domicilio mortuorio para testimoniar al coronel Rodríguez-Tarduchy y su familia el testimonio de condolencia por la irreparable pérdida que les aflige.

—¿Qué es sañuda? —preguntó Antonia.

—¡Cómo que qué es sañuda! ¿Se muere la mujer de don Emilio y tú te quedas con lo de sañuda? Pues yo qué sé, rabiosa o algo así —respondió Goyo—. ¿Qué hacemos?

—¿Y qué vamos a hacer? Si te parece vamos a darle el pésame al hijo. «Buenas, que somos los primos de la amante de tu padre».

—Pues aquí dice que ha ido gente de todas las clases sociales.

—Pero eso lo ponen por poner. Ni siquiera sé si le tenemos que dar el pésame a don Emilio cuando lo veamos o hacernos los tontos.

—¿Y al entierro tampoco vamos?

—¿Pues no se murió ayer? La habrán enterrado ya. Además, eso estará lleno de falangistas, ya me dirás qué pintamos nosotros. No creo que hayan ido mi prima y la Pelos… capaces son. Tú mira en el periódico de mañana a ver qué dice.

Y Goyo volvió al día siguiente con el recorte del

ABC.

Ayer por la mañana se verificó el entierro de doña Soledad de la Puente. Presidió el sepelio el viudo, don Emilio Rodríguez-Tarduchy, y su hijo, don José; ministro secretario general del Movimiento, don Raimundo Fernández Cuesta; subsecretario de información y turismo, señor Cerviá; generales Cuervo y De la Cuerda, y el vicesecretario general del Movimiento, don Juan José Pradera.

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