Antonia

Antonia


1960, ¿Australia?

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¿Australia?

Aquel 1959 terminó cuesta arriba y el siguiente no empezó mejor. Miguel se había jubilado y empeoraba con la edad, afortunadamente no de salud, porque era lo último que hubieran deseado Antonia y Goyo; tener un enfermo agriado en casa. «No le dará un algo que lo deje en el sitio de golpe», se lamentaba Antonia de vez en cuando. «Tu padre nos entierra a todos, que el alcohol parece que lo conserva bien en vez de matarlo», respondía Goyo.

Una noche de septiembre, cuando los tres regresaban del cine de verano del barrio, se encontraron la puerta abierta. No era la primera vez que pasaba. Cuando Miguel aparecía borracho, a duras penas atinaba con la llave y a encontrar el camino de la cama, y aunque Antonia nunca se atrevió a cumplir su amenaza de echarle, al menos le condenó a dormir arrinconado en la cama mueble para que su hija recuperara su habitación y evitar que la despertara cuando llegaba dando tumbos.

Aquella noche de verano Antonia se fue a por su padre, bebido de más, y le recriminó que no hubiera cerrado la puerta. Aunque bien escondido para que no lo encontrara ni Miguel ni nadie, en casa se guardaba el dinero de los recibos, y si alguien hubiera entrado en la casa al ver la puerta abierta de par en par, no se habrían podido levantar de ese golpe.

El viejo, esta vez, se revolvió. Sacó una navaja del bolsillo y se tiró a por Goyo; era la primera vez que se atrevía. Amelia reculó asustada, Antonia se cruzó en el camino y el navajazo se lo llevó ella en una mano.

El puñetazo que estampó Goyo en la cara de su suegro lo dejó grogui esa noche y dolorido durante una semana. Pese a todo, su marido nunca quiso poner a Antonia en la tesitura de echar a su padre de casa. Entendía que por mucho que lo odiara, su conciencia no le permitiría cargar con eso.

Pero cambiaron las condiciones. «A partir de ahora —le dijo Antonia—, solo te quiero ver por casa para dormir. En cuanto te levantes, aire… quédate con tu dinero y te apañas desayunando, comiendo y cenando fuera de casa. Búscate una mujer que te lave y que te planche… y allá te las apañes».

—¿Vas a hacerle eso a tu padre?

—Tú no eres mi padre. Tú eres un animal. Si vuelves a sacar la navaja a mi marido, te abro la cabeza.

Aunque la casa era pequeña como para admitir una redistribución, Antonia se las ingenió para, robando medio metro a la cocina, otro medio metro al pasillo, tirando un tabique allí y levantando otro allá, añadir un cuchitril para dejar a su padre encajado junto al váter. Diseñó, organizó, consiguió materiales baratos, regateó con uno de los albañiles de la colonia, trabajó con él para evitar otro peón… y todo ello sin dejar de cumplir con sus encargos de costurera y pese a estar embarazada de nuevo.

A las seis de la mañana del día 1 de agosto de 1961, Goyo despertó a su hija. «Amelia, levanta, que te llevo con Vale. Luego iré a buscarte». La niña, medio grogui por el madrugón y tan obediente como siempre, no pidió más explicaciones. Llegó a casa de la vecina y continúo durmiendo.

Durante su segundo sueño, a las siete en punto, nació su hermana, y dos horas después se la pusieron en los brazos. La decepción de Antonia al ver que era otra niña apenas duró el tiempo en que su hija tardó en dar el primer berrido, aliviada cuando comprobó que se había cumplido el deseo de su marido. Goyo solo quería chicas.

Nació en casa, con comadrona y sin incidentes.

—¿Cómo la van a llamar? —preguntó la partera.

—No lo hemos pensado, la verdad —contestó Goyo.

—Se suele poner el nombre de la madre, de algunas de las abuelas, de alguna tía… por mantener la tradición de la familia.

—Las tradiciones están para saltárselas —replicó Antonia, aún agotada por el parto—, y en esta familia mejor romper con la tradición. No pienso llamar a mi hija ni Juana ni Josefa ni Petra ni Dora… Pobrecita.

Nadie había pensado en un nombre, y, puesto que el único que les gustaba de la familia más cercana ya lo llevaba puesto Amelia, le pidieron a ella que eligiera cómo llamar a su hermana. La niña, racional y observadora, contestó casi de inmediato: Nieves. «Es que es muy morena… y tiene mucho pelo. Y muy negro… y los ojos muy grandes y muy oscuros», se explicó Amelia mientras le retiraba el pelo de la carita.

Al día siguiente, Nieves tuvo su primera sesión de peluquería doméstica. El cura que la bautizó unos días después dijo que era la primera vez que veía a un recién nacido con flequillo.

Las obras en la casa para arrinconar a Miguel supusieron un extra que volvió a hundir la ya maltrecha economía familiar. Por mucho que trabajara Goyo, por mucho que cosiera y trapicheara Antonia, el dinero no cundía. Emigrar podría ser la solución.

El primo de Antonia, el Chispa, estaba pensando en irse a Australia con su mujer y sus dos hijos pequeños.

—¿Pero tú sabías dónde estaba Australia?

—En la otra punta, lejos de mi padre y de Villaverde. Yo me hubiera ido sin pensarlo dos veces. Si no llega a ser por tu padre…

—¿Por qué no Alemania? ¿O Suiza?

—Porque en Australia querían familias, y en Alemania solo obreros. Nos podíamos ir todos juntos.

—No me gustaría haber nacido en Sídney, la verdad.

—Pues habrías aprendido inglés a la primera.

—Sí, y lo mismo habría salido rubia natural. ¿Les fue bien?

—Al principio fue jodido, lógico. Enrique se mató a trabajar, pero vivían en mejores condiciones que aquí, con muy buena educación para los chiquillos, con buena sanidad… Y mejor les habría ido si no se hubieran vuelto años después. Fueron muy valientes yéndose sin saber a dónde iban. Yo me hubiera ido con ellos, pero tu padre se acojonó… ¿No te ha contado mi primo Enrique la historia del colchón?

—¿Qué pasó con el colchón?

—Que lo único que se llevaron puesto a Australia, al país de la lana, fue un colchón de lana. Que te lo cuente… que te partes.

A Enrique no le había ido mejor con su padre que a Antonia le fue con el suyo. Germán era clavado a su hermano Miguel; no tanto en sus melopeas, porque al menos las de Germán, solo a veces, tenían guasa. Además de sus habituales episodios encaramado a la estatua de Eloy Gonzalo en la plaza de Cascorro, se le podía ver durante horas, espatarrado frente a cualquier fachada de la zona del Rastro, intentando hacer rodar pared arriba una perra gorda.

Antes de la guerra había disfrutado de un trabajo estable al servicio del actor José Isbert —desde entonces cargó con el apodo de El Botones—, pero su gusto por el mal vino terminó por dejarle sin trabajo. Acabó vendiendo en el Rastro y enredado con la Carmen, con la que tuvo a Enrique y a una niña de la que nadie de la familia recordaba el nombre porque apenas duró en este mundo unas semanas. La Carmen la dejó un día sola y cuando Germán volvió a casa se encontró a la cría asfixiada, enredada entre la ropa de la cuna.

Aquella tragedia enloqueció a Germán, que acabó ingresado durante un tiempo en un manicomio porque ni siquiera la bebida le quitaba de la cabeza la imagen de su niña muerta. Cuando lo soltaron, la Carmen había desaparecido del mapa y Germán decidió que su única preocupación a partir de aquel momento solo sería él mismo.

El pequeño Enrique acabó convertido en un superviviente callejero, alimentado a veces por los vecinos, otras haciendo mandados a cambio de un mendrugo o rateando lo que podía al menor descuido. Por eso le empezaron a llamar Chispa en el Rastro, porque lo suyo era visto y no visto, siempre corriendo de un lado a otro para torear el hambre.

Con doce años convenció a un amigo para alquilar unas bicicletas durante una hora y acabó arrastrándole a una aventura camino de Barcelona, convencido de que allí encontrarían un mejor futuro. Sobrevivieron en el camino pidiendo por las casas de labriegos y durmiendo al raso, hasta que una pareja de la Guardia Civil los detuvo a las afueras de Zaragoza cinco días después de haber partido de Madrid. La escapada le costó un año de reformatorio.

Salvo el episodio ciclista, el Chispa lidió muy bien con la miseria sin perder la sensatez, porque acabó arrimándose a su tío Urbano para aprender el oficio de pintor.

Ya casado con Loren, cuando trabajaba pintando una vaquería en la calle Lista, se enteró por un compañero de que andaban buscando familias dispuestas a emigrar a Australia. Cerca de allí, junto a la embajada de Estados Unidos, en la calle Serrano, estaban las oficinas del Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas, a la que el gobierno australiano había hecho una petición de campesinos para trabajar en la zafra y que más tarde se amplió a otros grupos de trabajadores.

Desde principios de la década de los cincuenta, Australia buscaba a la desesperada inmigrantes del Reino Unido, pero allí no encontró los suficientes para cubrir los cupos anuales necesarios que requería el despegue económico del país. Volvieron sus ojos después hacia el norte de Europa, intentando atraer a alemanes y holandeses por ser una población que asimilaría fácilmente el australiano de pro al no ver riesgos de contaminación de su selecta raza blanca. Tampoco aquella intentona fue suficiente, y no quedó más remedio que aceptar a europeos del Este que, pese a su sospechoso poso comunista, eran rubios y blanquitos.

Australia era un pozo sin fondo en la recepción de emigrantes por su constante necesidad de mano de obra campesina e industrial, y ya no quedó otra que reclamar obreros morenitos del sur de Europa. Griegos, italianos y, por último, españoles, comenzaron a ser bien recibidos. Australia pagaba cien dólares por emigrante para el pasaje en barco y ofrecía trabajo tan seguro como duro, comida, sanidad y educación para los hijos.

Enrique, Loren, embarazada de tres meses, y sus dos críos de dos y tres años partieron de la estación del Norte de Madrid camino de Vigo a primeros de enero de 1962. Llevaban con ellos su bien más preciado: un colchón de lana enrollado y protegiendo en su interior un orinal, dos cacerolas y una sartén.

En los meses anteriores a la partida les habían facilitado libros y folletos para que se fueran familiarizando con el país, pero quedaron tan impresionados con las fotos de los aborígenes y los bulos que comenzaron a correr entre los futuros viajeros, que no prestaron atención a que Australia fuera ya el primer productor de lana del mundo. «El nuestro era un colchón buenísimo… y carísimo. No lo íbamos a dejar aquí —contaba Loren—. Solo estábamos preocupados por los aborígenes, porque decían que secuestraban a las mujeres de los emigrantes y que luego se las comían. Si nos hubiéramos enterado de que Australia era el país de la lana, no nos habríamos llevado el colchón. Ni el orinal».

El Chispa fue, seguro, el más avispado de todo aquel contingente con destino a Australia. A sus treinta y un años, no solo tenía infinidad de recursos para sacarse sus castañas del fuego, sino para evitar que los demás se quemaran.

Nunca olvidó la angustiosa carrera de Miguel, otro de los emigrantes que conoció durante los reconocimientos médicos previos, corriendo por el andén de la estación del Norte con una maleta en cada mano y su mujer a la zaga cargando con su niña de tres meses e intentando alcanzar el tren en marcha que le tenía que llevar hacia su sueño australiano. No lo alcanzó.

El frustrado emigrante intentó salvar la situación buscando un taxi que lo llevara hasta alguna estación del recorrido donde subirse al tren, sin saber que aquel convoy había sido fletado extraordinariamente para el transporte de esos cuatrocientos emigrantes, sin paradas previstas entre Madrid y Vigo.

Hasta el puerto gallego llegó Miguel como un señor, en taxi, pero sin dinero para pagar la carrera. El Chispa fue testigo de cómo intentaba convencer al jefe de la expedición para que le adelantara el dinero que ganaría con su primer trabajo en Australia y evitar que el taxista le denunciara, pero el responsable se mostró implacable. «Sí, claro, y cuando lleguemos, si te he visto no me acuerdo».

A Enrique se le ocurrió cómo conseguir que aquel tarambana, capaz de llegar tarde a coger el tren que le llevaría a su salvación y de subirse luego a lo loco a un taxi para hacer el recorrido sin pensar en el dineral que le costaría, no durmiera en un calabozo del puerto de Vigo. Buscó al emigrante más cabezón, le pidió la gorra y, colocado al pie de la pasarela de embarque, se dedicó a pedir a todos los que iban subiendo unas pesetas para que Miguel saldara su deuda con el taxista y pudiera embarcar.

El 5 de enero de 1962, el buque italiano

Castel Felice, en ruta desde Inglaterra, zarpó de Vigo rumbo a Melbourne, al suroeste de Australia, con todos los emigrantes previstos a bordo.

«Al final resultó un cabrón el tal Miguel —se lamentaba El Chispa—. Yo, que llegué con ocho pesetas y cuatro céntimos en el bolsillo, le llené la gorra de perras y vi que, con lo que le sobró después de pagar el taxi, cruzó al estanco del puerto y compró tabaco para el viaje. Cuando se me acabó el mío durante la travesía y fui a pedirle algún cigarrillo, el cabronazo me dijo que no, que si me daba tabaco se quedaba sin él. Si no llega a ser por su mujer, lo tiro por la borda en mitad del Índico…».

Fueron treinta y seis días de travesía surcando tres océanos y tres mares, atravesando el canal de Suez y soportando las peores tormentas. Loren nunca olvidó aquel viaje, embarazada, mareada, con náuseas constantes, incapaz de ingerir nada que no fueran patatas cocidas y machacadas con un poquito de aceite de oliva.

La habilidad de Enrique facilitó el viaje, porque consiguió para ella una de las hamacas de cubierta que estaban reservadas para los ingleses que había pagado por ellas desde el inicio de la travesía. El Chispa se fijó que cada hamaca tenía en un lateral de la armadura de madera un papelito pegado con el nombre de la adjudicataria. Consiguió un papel igual, imitó la caligrafía y puso el nombre de su mujer: «Mrs. Loren».

Los últimos quince días fueron los peores. Sin ver tierra, con unas tormentas que ponían el barco de pie, con todos los pasajeros amarrados con cuerdas a las columnas para no terminar revolcados… Todos los platos y los vasos de las cocinas acabaron rotos y el pasaje solo pudo comer bocadillos durante las dos semanas que restaban de travesía, con fiambres ya en mal estado y con el agua racionada.

Desembarcaron en Melbourne a las doce de la noche del 10 de febrero, acarreando su colchón de lana con sus cuatro cacharros dentro y caminando con dificultad para no perder la verticalidad. Allí los subieron a un tren camino de Wodonga, un pueblo del interior donde se encontraba el campamento de acogida de inmigrantes de Bonegilla. Loren, perfectamente atendida por su embarazo, recibía doble ración de fruta y leche, pero se quedó sola con los chiquillos cuando apenas llevaban tres días en el centro de acogida porque, debido a una huelga general de vendimiadores, el gobierno australiano pidió que se reclutara urgentemente mano de obra entre los inmigrantes recién llegados antes de que la uva se estropeara. Veinticinco días estuvo el Chispa en la vendimia, de donde regresó escuchimizado y renegrido por doblar el lomo a cuarenta y cinco grados, con sus primeras sesenta y seis libras en el bolsillo.

Enrique acabó encontrando trabajo en lo suyo, de pintor, y solo tres meses después de llegar a Australia tuvo derecho a una casa en Henty. Una casa para humildes australianos que les pareció de lujo, con el único problema de que estaba vacía. Por peores cosas habían pasado, y, además, en su magnífico colchón de lana que había atravesado con ellos el mundo de punta a punta podrían dormir los cuatro.

No habían pasado tres horas desde que llegaron a su primera vivienda australiana cuando comenzó a desfilar por allí una retahíla de vecinos alemanes, rusos, yugoslavos y finlandeses con muebles, cacharrería de cocina y electrodomésticos. Esa era la costumbre entre inmigrantes. Amueblar la casa del recién llegado, como antes se la amueblaron a ellos.

Se adaptaron bien, aprendieron a chapurrear

spanglish y allí, en el hospital de Henty, nació Yoli, la primera

spanish baby de aquel pueblo de Nueva Gales del Sur.

El reparto de carne gratuita llegaba puntual; la leña para las chimeneas de cada habitación aparecía siempre perfectamente apilada en el jardín como por arte de magia; los dos niños fueron escolarizados obligatoriamente pese a su corta edad y la vida comenzó a transcurrir sin que les faltara de nada.

Solo había una cosa que no les encajaba con tanto miramiento sanitario, alimentario y educacional. No había váter en las casas.

Una caseta muy vertical instalada en el jardín, con un cubo en su interior bajo una especie de asiento, era la letrina a la que había que enfilar cuando apretaban las ganas, pero luego no había un lugar en el que deshacerse del contenido del cubo. Aquello les pareció a Enrique y a Loren una guarrería impropia de aquella sociedad tan milimétricamente organizada y controlada.

La solución inmediata que encontró el Chispa fue hacer agujeros en el jardín para ir enterrando las inmundicias, con lo que consiguió la parcela más frondosa de toda la urbanización. Las cosas se pusieron en su sitio dos semanas después, cuando una vecina italiana acudió a hablar con Loren. Los operarios que recogían cada madrugada las basuras de las letrinas de la zona estaban extrañados de que, cada vez que acudían a la letrina de los nuevos vecinos a cambiar el cubo sucio por uno limpio y desinfectado, se lo encontraban vacío. «¿Es que los españoles no cagan?», fue el recado que le llevó la italiana de parte de uno de los encargados de la limpieza nocturna.

Esa era la vida que no le hubiera importado vivir a Antonia, y, de haber conseguido convencer a Goyo para irse a Australia, seguramente el Chispa no se hubiera vuelto en 1966 presionado por Loren. «En Australia encontramos muy buena gente y vivíamos sin que nos faltara de nada, pero yo me sentía muy solita —se quejaba Loren—. Allí no había vida de barrio, los vecinos no se juntaban en las casas, cada uno estaba a lo suyo. Yo me quería volver a España creyendo que las cosas habrían mejorado, y convencí a Enrique para que regresáramos. Fue un error».

El Chispa dejó en Australia a Loren y a los chicos hasta asegurarse un trabajo en Madrid. Se colocó con un conocido que tenía la concesión para pintar las nuevas sucursales que el Banco Central abría en España y repintar las que necesitaban otra mano, pero aún faltaba encontrar un piso antes del regreso de su mujer y sus hijos.

Goyo y Antonia intentaron por todos los medios conseguirle una vivienda de las que iban quedando vacías en la colonia del Cruce, muy escasas y solo fáciles de obtener mediante una recomendación.

Antonia no dudó en acudir a alguno de los vecinos cordobeses que presumían de conocer muy bien al egabrense ministro José Solís para que hablara a favor de su primo Enrique, y como a todos les gustaba andar en buenas relaciones con el vigilante, dieron en la tecla adecuada para arrancarle un piso para el Chispa. «Pero te tienes que meter ya —le advirtió Goyo—, porque solo hay dos pisos libres y en cuanto nos descuidemos me llega una orden con otra recomendación y te lo quitan».

Ese mismo día Enrique salía hacia Valencia para pintar otra sucursal del banco, y cuando regresó, cinco días después, dispuesto a tomar posesión de su vivienda, cerca de su prima Antonia, el piso había volado. El mismo Solís se lo había dado a la sobrina del cura de la colonia, don Ángel, un mal bicho que recriminaba sin piedad a los niños que no interrumpían sus juegos en la calle para acudir a besarle la mano.

Goyo intentó convencerle de que se metiera por las bravas en el otro piso que aún quedaba libre. «Si vienen a echarte, tú te metes en la cama y te haces el enfermo, que ya verás cómo no pasa nada. Que ya me conozco yo el percal». Pero el Chispa no quiso, le podía la honradez y no quería conseguir un piso sin todos los beneplácitos para que luego, cuando ya estuvieran todos instalados, llegara el disgusto del desahucio.

Una de la sucursales del Banco Central que tuvo que pintar Enrique, tres semanas después del fiasco del piso, fue en Cabra, y por allí pasó un hombre sonriente, calvo, bien maqueado, que buscó entablar conversación cínicamente campechana. El Chispa le siguió la corriente.

—Llevo viéndoles por aquí desde hace un par de días —dijo el hombre a Enrique, el único de los pintores que estaba en el exterior—. ¿De dónde vienen ustedes?

—De Madrid —contestó el Chispa, subido a una escalera y sin soltar la brocha ni perder de vista la fachada.

—Bien lucido están dejando el nuevo banco.

—Se intenta.

—Yo vivo a caballo entre Madrid y Cabra. Soy de aquí, pero tengo que viajar mucho a la capital, aunque me gusta pasar en mi pueblo todo el tiempo que mis obligaciones me permiten.

—Pues muy bien.

—¿Tienen ustedes para mucho con el local? —preguntó el hombre

—En cuatro días volvemos a casa.

—Me han dicho que son ustedes muy meticulosos pintando. Muy detallistas… que está muy bien en estos tiempos, porque hay mucho chapucero por ahí suelto.

—Se hace lo que se puede. Lo bien hecho, bien parece.

—Ya que está usted liado, le voy a pedir que me pinte una habitación de casa.

—Pues ya le digo yo a usted que no.

—Pues yo creo que sí —respondió más autoritario el hombre, sorprendido por la sequedad del pintor.

—Pues no señor, no se la pinto.

—¿Sabe usted quién soy?

—Claro que lo sé. El señor ministro. El que me dio una vivienda en Villaverde y una semana después me la quitó para dársela a la sobrina del cura. Así que, no, señor, no le pinto la habitación. Hable con el capataz.

El ilustre egabrense dio media vuelta, ofendido porque aquel pintor con un pañuelo moquero en la cabeza, con cuatro nudos en los extremos que le protegían de la solanera, le hubiera plantado cara sin dirigirle ni una mirada. El Chispa chafó las intenciones del falangista y borró de un brochazo el gesto simpático con el que se acercó y del que continuamente hacía gala Pepe Solís, «la sonrisa del régimen», como le bautizó la prensa por su forzada simpatía y su cansina verborrea.

El Chispa había reconocido de reojo al ministro del Movimiento en cuanto se acercó, y al igual que él, ya estaban advertidos todos los operarios que trabajaban en la sucursal del Banco Central de Cabra de que cuidado con el ministro; que andaba haciendo reformas en su casa y aprovechaba la imponencia de su cargo en el Movimiento para sacar tajada de fontaneros, albañiles, electricistas y pintores de obras ajenas.

—¿Y no pudo haberle pintado la habitación a cambio de que le consiguiera otro piso?

—Ya se lo dije yo cuando nos lo contó, pero le pudo la dignidad. Y además, se dio el gustazo de enviar a hacer gárgaras a un ministro franquista. Eso se lo llevó puesto. Al final, consiguieron un piso por el barrio de Aluche, pero con mucho esfuerzo. Loren y los chicos regresaron de Australia, pero unos años después tuvieron que volver a emigrar porque no levantaban cabeza. Una vez te trajeron un palo de esos que los lanzas y vuelven, ¿no te acuerdas?

—Un bumerán… claro que me acuerdo, aún lo tengo.

—Oye…

—¿Qué?

—Me dijiste que ibas a buscar dónde se llevaron a mi madre a enterrar y veo que no me dices nada.

—Está Jesús en ello. En cuanto me diga algo te lo cuento. ¿Y yo qué? Todavía estoy esperando el desenlace de don Emilio.

—Lo acabaron matando. Si ya lo sabía yo… que en cuanto se enterara, le iba a dar algo. Tú eras muy pequeñita cuando ocurrió.

A don Emilio le gustaba pasar los veranos al fresco de Miraflores de la Sierra, al norte de Madrid, donde alquilaban una casa para los tres. Siempre los tres.

Amelia se unía a ellos en agosto para pasar dos o tres semanas con su madrina y don Emilio y pese a la opinión de Juanita, más resentida que de costumbre desde que la impidieron hacerse cargo de la educación de la niña.

Amelia era el entretenimiento de don Emilio, y don Emilio el abuelo que nunca tuvo Amelia, porque el ascendente genético que a ella le había tocado en suerte era más parecido a un animal de bellota.

Cada tarde de verano, mientras duraban las siestas que con puntualidad castrense echaban las doñas durante exactamente treinta minutos, don Emilio sentaba a la niña a su lado en la mesa del jardín para divertirla con juegos didácticos, empeñado como estaba en la educación de Amelia. En mitad del entretenimiento con dibujos, jugando a palabras cruzadas o haciendo castillos con naipes, la convencía para leer una página de

El Quijote del que Amelia no conseguía digerir la mitad de las palabras.

Ese era el juego favorito de don Emilio: explicarle el contexto de las frases que no entendía y hacer que Amelia fuera apuntando en un papel los términos que dejaban de sonarle a chino para celebrar al final del día todo lo que había aprendido.

—¿Cuántas palabras has aprendido esta tarde?

—Maravedí, ínsula y rocín.

—Que es lo mismo que decir…

—Moneda, isla y caballo…

—Muy bien. Pues apúntalas como sabidas. ¿Y celada?

—De esa no me acuerdo…

—Algo parecido a un casco de las armaduras antiguas. Si mañana te sigues acordando de lo que significa, la apuntamos. Hoy te has ganado el helado de chocolate.

—El chocolate me da sarpullido.

—Pues de vainilla.

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