Antonia

Antonia


1930, nacimiento

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Nacimiento

Juana Herrero era verdulera en la esquina de la calle Santa Isabel con el pasaje de Doré, esa castiza zona de Madrid encastrada entre Lavapiés, Antón Martín y Tirso de Molina. Allí voceaba sus repollos en temporada, flores por los Santos y pollos en Nochebuena. En verano trasladaba el puesto a Las Vistillas aprovechando que los madrileños repetían año tras año el rito de hacer una merienda con el culo aplastando el fresco de la hierba. Esa atalaya junto al Viaducto era inigualable para hincarle el diente a un buen melón recién llegado de Añover de Tajo mientras se contemplaba la ribera del Manzanares con la Casa de Campo al fondo.

La Juana vendía lo que se terciara y en donde fuera con tal de aprovechar la demanda de cada estación, pero su sitio estaba en pleno guirigay de la calle de Santa Isabel, luchando porque su bulla fuera más escandalosa que la del que vendía calamares en el tenderete vecino y, a ser posible, apagara el vocerío de la verdulera de tres puestos más allá. «¡La mejor cebolla dulce! ¡Tengo la patata gallega a diez el kilo!». Si las ventas se presentaban flojas, la Juana se iba a por la clienta que pasaba de largo y, a la vez que le cortaba el paso, le plantaba su mejor coliflor delante de las narices: «Se la doy por cinco. No hay otra coliflor tan

apretá en to el mercao… para cenar esta noche… rebozadita». Y si se llevaba algún bufido por el asalto, soltaba alguna fresca cuando ya solo veía la espalda de la fallida clienta: «¡Pues algo de verdura te vendría bien para hacer de vientre! ¡Cara de

estreñía!».

La Juana se trabajaba bien su negocio y pregonaba como pocas, casi siempre puesta en jarras, la mayor parte de las veces remangada y con su atuendo invariable: un pañolón sobre los hombros, con los picos cruzados sobre el pecho y sujetos a la cintura por debajo de su mandil negro.

Lo malo era que las perras que sacaba desgañitándose durante el día, Miguel se las bebía por la tarde en las tabernas de La Latina.

Juana era una superviviente. Literalmente. De los diecisiete hijos que parió su madre, Petra la Ciega, solo ella y un hermano llegaron a adultos. Decían los vecinos de la calle Olmo, donde escupió al mundo a las diecisiete criaturas de una en una —ni siquiera tuvo la suerte de ahorrar tiempo con algún parto doble—, que lo de la Petra se veía venir… que acabaría pidiendo en la boca de metro de Antón Martín si seguía pariendo sin ton ni son. En cada alumbramiento fue dejándose un poco más de vista, y, según iba dando a luz, fue perdiendo la suya. Así acabó, estaba visto; mendigando en las escaleras del metro. Esa fue la única salida que le quedó a aquella vieja ciega y famosa por gastar la peor mala leche de todo el barrio. No veía, pero intuía con precisión milimétrica a qué altura estaba la cara de alguien para calzarle un guantazo.

No es que la Juana tuviera mucho aprecio por su madre, pero si la veía todos los días es porque le venía bien que viviera en un bajo de la calle Olmo, casi esquina con Santa Isabel, para guardar allí las verduras de un día para otro. Se evitaba así tener que cargar con la mercancía cada mañana, cuesta arriba desde su casa de la calle del Águila, tomando luego la de Toledo, atravesando Cascorro y subiendo por la calle Juanelo hasta rematar la maldita pendiente que moría en Santa Isabel.

Las verduras que tenía que reponer cada mañana las dejaba compradas en el mercado de la Cebada, y hasta su puesto se las llevaban luego los mozos en mula, pero el sobrante del día había que dejarlo lavado y al fresco para que mantuviera su buena cara en la jornada siguiente. Cada atardecer, cuando se echaba la hora de desmontar el puesto, la Juana se acercaba a la fuente de la calle Ave María, refrescaba las hortalizas, empapaba bien las arpilleras que las mantendrían cubiertas y frescas hasta el día siguiente y las dejaba a buen recaudo en el bajo donde vivía su madre.

La Juana tenía un acuerdo con la portera de la casa, que vivía en la puerta de enfrente de su madre del mismo bajo. A cambio de proveerla de verduras gratis, Josefa le echaría un ojo a la ciega de vez en cuando por si necesitaba algo. Pero la Josefa era de natural avaricioso, y aprovechando que la Petra no veía, a la vez que echaba el ojo alargaba la mano y birlaba algo del género que la Juana dejaba, creía ella, a buen recaudo. No calculó la portera los riesgos de robarle a una verdulera que le sacaba dos palmos.

Llegó el momento en que Juana acabó notando que las patatas menguaban de un día para otro, y que cada manojo de espárragos, atados por docenas, amanecía con uno menos, como si se hubieran comido entre ellos. Una tarde, Juana se despidió a voces de su madre y dio un gran portazo para que Josefa creyera que se iba, pero retrocedió sobre sus pasos y se escondió con una botella agarrada por el cuello, dispuesta a esperar lo que hiciera falta con tal de pescar al sinvergüenza que le estaba birlando el género. Un buen rato estuvo en silencio y a oscuras, aguardando, hasta que se abrió la puerta y entró la portera, que se fue arrimando a las arpilleras mientras disimulaba preguntando a la Petra si necesitaba algo. La Juana no cruzó palabra. Se fue a por ella, atacó por la espalda y le estampó la botella en la cabeza.

Soltando gritos y chorreando sangre, la Josefa enfiló a la carrera hasta la comisaría de Santa Isabel con un pañuelo apretando la herida, mientras Juana la perseguía con la botella todavía en la mano. Así llegaron las dos hasta el cuartelillo, y antes de que Josefa dejara de gemir y pudiera abrir la boca, la Juana dijo: «¡He sido yo! ¡Y le he dado por robarme! ¡Y como mienta, le doy otra vez aquí mismo! ¡Ladrona!».

En comisaría los guardias pusieron orden como pudieron entre aquellas dos fieras. Visto que la brecha no era muy grande pese a lo escandaloso de la sangre, dejaron para después de tomarles declaración el llevar a la Josefa hasta la casa de socorro. La portera contó la verbena a su manera sin quitarse la mano de la cabeza, lamentándose de que tenía hambre y que solo había ido aquella tarde a coger un par de patatas para cocerlas. El guardia reprendió a la Juana, no por el botellazo, sino porque «la comida había que repartirla».

—¡Qué coño voy a repartir, si a esta sinvergüenza ya le pago por cuidar de mi madre! ¡No, si encima tengo que aguantar que me robe y se aproveche de una ciega! ¡Te parto el alma como no digas la verdad! ¡Cabrona! —Y se fue otra vez a por ella con la mano abierta, porque la botella rota se la habían requisado.

El guardia le paró los pies y solo consiguió bajarle los humos después de amenazarla con dormir esa noche en comisaría. El episodio murió aparentemente ahí, con una reprimenda para las dos y enviando a la Juana para su casa con la advertencia de que, la próxima vez, denunciara el robo del género antes de cobrárselo a botellazos.

Guardar los cardos, escarolas, lombardas y cebolletas en casa de Petra la Ciega también le permitía a Juana pillar la cuesta abajo más ligera de regreso a su casa. Allí la esperaba Miguel. Como siempre, sin una perra, confiando en que las verduras se hubieran dado bien para que Juana aflojara, aunque fuera entre insultos, unos céntimos para unos cuantos chatos de vino de pellejo.

Miguel Villarreal era pintor de brocha gorda, pero entre el poco trabajo que buscaba y el mucho que perdía por vivir con la resaca instalada en su cabeza, ni siquiera sacaba para darse gusto en la taberna. O la Juana llegaba con la faltriquera tintineando y con ganas de pagarle los vinos, o esa tarde había bronca y Miguel aguantaba sobrio, de morros y por obligación.

Era un chulo de los de antes. Cigarrillo en la boca y manos en los bolsillos cuando se paraba apoyado contra una pared, aunque su postura más pinturera y estudiada era tocando la espalda contra la barra, con la mano izquierda sujetando un chato y con la mano derecha colgando del dedo gordo metido en la cinturilla del pantalón. Qué demonios vería la Juana en ese torero de tercera. Porque estaba claro lo que Miguel había visto en ella: la mujer que le templaba la cama y le daba de comer caliente.

Era un vivales. Firmaba con una cruz, pero con apenas dieciséis años había espabilado lo suficiente como para dejar arreglados todos los papeles que le libraran del futuro e irremediable servicio militar por ser el mayor de cuatro hermanos huérfanos de padre y madre. Aprovechó su condición de primogénito, pero a la primera de cambio dejó a la pequeña Dora en un colegio-asilo y a los otros dos, Germán y Urbano, buscándose la vida.

A Miguel le tiraban los ruedos, así que agarró los trastos y en compañía de otro maletilla con el que hizo buenas migas buscaron cuadrillas a las que engancharse para ir haciéndose un nombre a base de bregar con novillos resabiados. Domingo González Mateos apuntaba mejores maneras que Miguel; sería por eso que acabó abriendo la linajuda saga de toreros de los Dominguín. Pero, en 1913, aquellos dos maletas no pasaban de colarse en los trenes y en becerradas de pueblos de mala muerte que improvisaban redondeles entrelazando carros y carretas. Las perras gordas que les regalaba el respetable, solo cuando el respetable lo tenía a bien, las recogían al vuelo con un capote extendido, pero las más de las veces la recaudación daba para cenar un día sopas de ajo y al siguiente sardinas arenques.

Llegaron a vestirse juntos de luces, con trajes de quinta mano que habían sufrido decenas de revolcones y a los que no les cabía ni un remiendo más, pero Dominguín se tomó el toro en serio y acabó deshaciéndose del lastre de Miguel, más dispuesto a los jolgorios que le pudieran proporcionar las ganancias, por pobres que fueran, que en invertirlas a futuro.

Miguel llegó a lucir hasta nombre, el Peque de San Millán. Lo de peque, por jovencito y bien

plantao, que lo era; lo de San Millán, porque en esa calle que une La Latina con la plaza de Cascorro estaban las tres tabernas de donde Miguel siempre salía el penúltimo, justo antes que el dueño. El avispado de Miguel hizo sus cálculos y pensó que, en caso de hacerse un nombre en el mundo del capoteo, el detalle de pasear un apodo torero por la calle de las tascas le aseguraría los chatos de vino por la jeta. Ni triunfó ni sacó tajada, pero meneos se llevó unos cuantos por bregar malamente con vacas y novillos que llegaban al ruedo con el título de bachiller. Los relatos de sus revolcones, que él engrandecía en San Millán hasta convertirlos en graves cogidas, los adornaba con pases que nunca dio y banderillas que jamás puso; ni sabía cómo hacer un buen quite ni mucho menos se daba maña haciendo los recortes de los que presumía.

—¿Cómo te fue el domingo toledano en Torrijos, Miguel? —le tiraban de la lengua los amigos de taberna.

—Podría haber ido mejor, pero es que el maestro no escucha… Que yo le digo que

cuidao con el pitón derecho, y él, que nada… por el derecho. Que le digo que el toro es para lucirse con el capote y llevárselo a los medios, y él, que nada… un par de pases y a por la muleta. Que conozco bien a los bichos de José Bueno… nobles, bien

mandaos, pero hay que rebajarles los humos con la mano abajo… despacito… así… y así… —Se recreaba Miguel en la explicación dando pases al natural con el brazo izquierdo extendido y sin que su mano derecha soltara el vaso.

—¿Pero cortó o no cortó oreja?

—¡Qué va a cortar! Si no llego a estar al quite cuando le levantó las zapatillas del suelo, no sé yo…

Pero Miguel faroleaba con más arte que toreaba. Si alguien recibía empellones por su mala brega era él, y se cuidó muy mucho de no contar aquel episodio en Cadalso de los Vidrios en el que un becerro hasta le meó. Se quedó tan quieto después de un revolcón, con el novillo también inmóvil, sin atender a los engaños que pretendían sacarlo de encima del Peque de San Millán, que el animal desahogó una gran meada que Miguel aguantó con los ojos apretados y hecho un ovillo, encarcelado entre las cuatro patas del meón. El canguelo le paralizó hasta los oídos, y al menos eso le libró de oír las risotadas que llegaban desde el graderío.

—¡No te vaya a oler luego una vaca…! ¡Que la enamoras!

—¡Salte de ahí… que después del baño viene lo gordo!

Lo suyo no era el toreo más allá del de salón de tasca, y cuando Dominguín buscó mejores compañías que las de Miguel, el Peque de San Millán no se dio por aludido y siguió relatando faenas inexistentes de domingadas a las que no iba. Hasta que le llegó una oferta de su tío Gonzalo.

En 1914 hacía ya dos años que el ejército no aceptaba la redención en metálico de los reclutas de familias pudientes, las que pagaban unos cuantos miles de pesetas a cambio de librar a los hijos del servicio militar. Tampoco se aceptaba, pero esto era solo la cínica teoría oficial, la sustitución del niño bien por un familiar pobre de hasta cuarto grado de parentesco dispuesto a ocupar la plaza del recluta a cambio de dinero.

El tío Gonzalo había hecho fortuna; nadie sabía cómo, pero la hizo, y a su hijo Gonzalito le llegaron los veintiún años y la obligación militar con la patria. Los posibles de papá le permitían convertirse en «soldado de cuota», una forma de esquivar el deber pagando mil pesetas a cambio de servir diez meses o dos mil para limitar a cinco el tiempo de servicio, y en los dos casos, eligiendo destino. Ni que decir tiene que el resto de los quintos sorteados tenían que cumplir tres años con el fusil al hombro.

El tío de Miguel se las apañó para librar a Gonzalito del servicio militar pagando tres mil pesetas, que además le evitaron cumplir con los cinco meses de instrucción, pero a cambio de encontrar un primo que sustituyera al pimpollo. Y Miguel era el perfecto primo, en todos los sentidos.

Gonzalo le ofreció algo que no podía rechazar: renunciar a su ventaja de no servir por ser huérfano y el mayor de cuatro hermanos, agarrar las mil pesetas que le metió su tío en el bolsillo del chaleco a la vez que le proponía el intercambio y presentarse como voluntario en sustitución de su primo Gonzalito. O eso, por las buenas, o, por las malas, la buena mano que ya había demostrado tener en el ejército conseguiría que le anularan a Miguel su ventaja de huerfanito y sufrido primogénito porque su tío revelaría que había dejado abandonados a dos hermanos y en un asilo a la pequeña.

Miguel aceptó el chantaje y las mil pesetas, y al tiempo se le vinieron a la memoria unas coplas que siempre le oía canturrear a un maletilla extremeño con el que pisó algunas capeas:

Si te toca, te jodes, que te tienes que ir

a la guerra del moro a que luches por mí,

que tu madre no tiene dos mil pesetas pa'ti.

Así fue como Miguel pasó a ser de la quinta del 14, con la esperanza de que el destino que le cayera en suerte fuera zona ganadera, para seguir echando unas tientas a las vacas, o con pueblos cercanos aficionados a las becerradas. Ya encontraría él encaje entre la instrucción para seguir agarrado al capote. Cualquier sitio menos África, porque las cosas se estaban poniendo feas en el protectorado español de Marruecos y el gobierno necesitaba llenar aquello de soldados que pararan los pies a las tribus del Rif. No hubo suerte. Le cayó Tetuán, y allí, toros, más bien pocos.

Pasó sus tres años de servicio como pudo y escaqueándose hasta donde le dejaron, porque eso del servicio a la patria no le caló. De todas las escaramuzas con el moro salió con bien, y tampoco estuvo dispuesto a acudir a las tretas que vio en otros compañeros, que buscaban recibir un «tiro de suerte», dejando una pierna o un brazo a la vista de un enemigo con puntería para acabar herido y alejarse de la primera línea o volver a casa. Eso dolía, y Miguel no podía arriesgarse a quedar lisiado, no fuera a ser que pudiera encauzar su sueño torero a su regreso y la cojera lo fastidiara.

Regresó entero y tan fabulador como siempre a sus tascas del barrio de La Latina, pero a sus relatos taberneros de torero de tres al cuarto ahora se añadieron las faenas guerreras. Muchos años después, a principios de los cuarenta, siempre le gustaba recordar que sirvió a las órdenes del capitán Franco. «¡A bombazos con ellos! ¡Que no quede ni uno vivo! —Así contaba Miguel que animaba el capitán a la tropa cuando atacaban los campamentos de moros—. Y luego va el cabrón y se los trae aquí para su guardia».

Las mil pesetas que le dio su tío Gonzalo duraron lo que duraron, y Miguel se agarró a una brocha para pintar fachadas. Aprendió el oficio de sus otros tíos, Ignacio y Bernardo, que nunca pudieron hacer carrera de él porque no había lunes de resaca que se presentara a trabajar. La semana empezaba para Miguel los martes y, a ser posible, se las apañaba para que en invierno le encargaran pintar exteriores, fachadas. Entre que un día llovía y el otro helaba, la faena se suspendía y la taberna disfrutaba de su presencia.

Un martes conoció a la Juana voceando espárragos frescos desde su puesto de Santa Isabel mientras él daba la primera mano de pintura a la delantera del recién construido cine Doré. Y pasó lo que pasó. Un par de requiebros a aquella mujerona robusta y alta, y se la llevó de calle. Era 1923. Nunca se casaron.

El día de Reyes de 1930, en la primera planta del número 27 de la calle del Águila, nació Antonia. La Juana tenía casi cuarenta años cuando trajo al mundo a su primera y única hija, una criatura con cinco kilos bien cumplidos y tan rolliza como las coliflores que su madre despachaba. No es que a la cría la pesaran —no había con qué—, pero a una bregada verdulera con ojo para calcular los melones que entran en un saco no se le escapó que su hija andaba en los cinco kilos… pasados.

Los partos se apañaban en el barrio, porque siempre había alguna vecina cerca que se daba maña para cortar el cordón, cuidar de que saliera la placenta y lavar en un barreño de agua caliente al crío. A la Juana la atendió en el alumbramiento la señora Juliana, vecina del bajo izquierda, una casa que también era la gallinejera del barrio. A la vivienda se entraba una vez traspasado el portal; a la freiduría, por la misma calle del Águila. El olor que siempre acompañaba a la señora Juliana, limpia y aseada pero embebida como estaba de ese tufillo espeso de sebo y entrañas de cordero, marcó para el resto de sus días a Antonia. Nada había que le gustara más que un buen plato de gallinejas, entresijos, mollejas y patatas fritas.

La casa donde iba a criarse Antonia daba cobijo a una peculiar vecindad. El pasillo grandón que arrancaba en el portal, más amplio que cualquiera de las viviendas, no había olido una capa de pintura desde que le dieron la primera. A la izquierda, la puerta de la señora Juliana; a la derecha, la de Bernabé, el único soltero de la casa y hermano de la señora Carmen, sin marido conocido y que vivía unos metros más allá, en el patio donde terminaba el pasillo, con sus dos hijas, la Carmen y la Rubia.

El patio era rectangular, rodeado por quince puertas holandesas desvencijadas, siete a un lado, siete al otro y una al fondo. Por el día, con buen tiempo, todas mantenían la parte superior abierta para no perder ripio de lo que se cocía en la casa, pero en invierno permanecían cerradas con la intención de mantener el frío a raya. Una inútil intentona, porque en la mayoría entraba una mano de canto entre la puerta y el suelo y casi ninguna llegaba a encajar en el marco de arriba.

La Domi era la portera, una vecina más del patio, pero portera al fin y al cabo. Lo sabía todo de todos. Era la que veía llegar a Miguel tambaleándose de lado a lado del pasillo y la que luego orientaba la oreja hacia el piso de arriba por si la Juana había renovado su repertorio de insultos. Conocía bien las curdas que se agarraban la Rosalía y su hija, lo guarra que era Paca la viuda y lo fácil que era engañar a Concha «la medio tonta» para que te hiciera un recado o te cosiera algo a cambio de un plato de cocido sobrante. Le pusieron la medio tonta para diferenciarla de Pedrito, otro tonto, pero tonto entero.

Con la Domi vivía su marido, estibador en el mercado central de pescado y ajeno a los líos que se llevaba su mujer con el dueño de Casa Aroca, un bar de la calle Toledo que servía buenos guisos. Ajeno él, pero no el resto de los vecinos, que tenían tan calada a la Domi como la Domi a ellos. Nada había que echarse en cara.

El patio reunía también a la viuda Rogelia, que vivía en la esquina izquierda, justo al lado de la fuente que surtía a todos los vecinos de la casa, con sus hijos Amelia y Luisito —pobrecito el Luisito; decían que tenía el baile de San Vito porque caminaba con las piernas un poco locas y con pasos descontrolados, pero es que todavía no habían oído hablar de la polio—. Enfrente de Rogelia, Teresa la Paleta. Como era de Ávila y la única que no había nacido en Madrid, cargó con el sambenito del apodo, pero tanto ella como el marido, Bernardo, y su hijo lo aceptaron así porque así era. Hasta cuando llegaba alguna carta de la familia de Ávila, debajo del nombre de Bernardo venía escrito eso de «el de Teresa la Paleta». Pocos vecinos se libraban de un sobrenombre y algunos perdieron el de pila para los restos.

En el fondo del patio vivía la señora Paca, la Guarra, siempre con lamparones retestinados en la pechera, y en la misma casa se apañaban su hijo Francisco con su segunda mujer, Pilar. Francisco enviudó de la primera cuando dio a luz. La placenta no se desprendió y la mujer que buscaron para que la asistiera en el parto metió la mano para sacarla. Lo que le sacó fueron las entrañas y allí murió la mujer de Francisco, desangrada y retorcida de dolor. El niño salió adelante, así que Francisco buscó enseguida otra mujer, Pilar, que le solucionara la papeleta y que se hizo famosa nada más llegar por los eructos que desahogaba.

—¡Guarra! —se oía de vez en cuando en el patio—. ¡Eres peor que tu suegra!

—¡Os jodéis! —replicaba Pilar, y soltaba otro más gordo.

En la puerta de al lado vivía otra hija de Paca la Guarra, Manuela, la que casó con Manolo y con el que tenía dos criaturas: Paquita y Manuel. Entre la hija, el yerno y los nietos no reunían tanta mugre como la abuela Paca. Y las manchas no eran lo peor… lo peor era lo que no se veía pero se adivinaba. Todo el día rascándose a dos manos o aliviándose con la aguja del ganchillo por debajo del moño. El día que se le echó la vecindad encima a la señora Paca fue con la epidemia de piojos.

—Pásate la lendrera, Paca…, que se te ha abierto la piojera y mira la que has liado… Estamos todos infestados por tu culpa. Hasta tus nietos están perdiditos… —la recriminó sin paños calientes la Juana—. Nos han subido los piojos hasta el primer piso…

—Habló la pulcra… Hay epidemia en el barrio, so lista… —se defendía Paca—. Los piojos no han salido de mi casa. Yo tengo, pero a mí también me los han pegado…

—¿Que te los han pegado? ¡Anda ya… pero si viven contigo a cuerpo de rey! ¡Que te pases la lendrera, coño… o te meto la cabeza en zotal!

Corrió por toda la casa el chismorreo de que a la Paca se le había abierto la piojera, esa patraña instalada en la época y que les tenía convencidos de que cuando los piojos estaban más que de visita, empadronados, se metían bajo del cuero cabelludo y ya no había forma de echarlos. Creían que si la piojera reventaba por exceso de habitantes, los bichos salían a manadas y colonizaban nuevos huéspedes. Los vecinos se encargaron de ir engordando el chisme, y enseguida pasaron de comentar que ni los piojos estaban a gusto con Paca la Guarra, a exagerar diciendo que se podían coger a puñados en el patio. Aquella epidemia en el 27 de la calle del Águila se solucionó invadiendo todos los rincones de las casas con zotal, espulgándose los vecinos unos a otros lendreras en mano y llevando casi a rastras a la Paca a la beneficencia municipal para que la desinfestaran.

El patio, que en sus mejores tiempos había tenido un suelo uniforme de cemento, lo cubría una parra que daba uvas ásperas de piel gorda, y por debajo de la red de hojas y ramas cruzaban unas cuerdas de donde colgaban faldas, bragas, pantalones, sábanas y los picos de las criaturas. Salvo cuando llovía o helaba, ni un solo día del año se veía libre el tendedero de todo tipo de trapos.

Unas escaleras, que arrancaban justo antes del patio y en la que ni uno solo de sus peldaños era igual al siguiente ni parecido al anterior, llevaban hasta el corredor de la primera y única planta donde se alineaban otras siete puertas. Una más, al fondo del pasillo, daba acceso al otro váter comunitario, el del patio estaba junto a la casa donde la Rosalía convivía con su madre, y contigua a otra donde habitaba su hermana Paz.

La primera puerta del pasillo daba cobijo a la Juana, a Miguel y a la recién llegada Antonia, que estrenó el mote de Chochete nada más nacer y del que luego logró deshacerse para pasar a ser, simplemente, Antoñita la de la Juana.

Mercedes la Chepa y su marido, Jesús, empleado en la panadería de la misma calle del Águila, vivían en la puerta de al lado; y una más allá, la Engracia con su marido, Inocencio, y las dos hijas, Ino y Luci. Al padre no se le conocía más oficio que el de «soguilla», y todas las mañanas, calle Fuencarral arriba, calle Hortaleza abajo, se ofrecía como mozo de cuerda para hacer portes o ayudar en alguna mudanza. La Engracia, mientras, se dejaba los ojos como pantalonera, encerrada en casa en invierno o sacando una silla al patio para aprovechar en verano hasta el último rayo de luz.

Era una buena mujer la Engracia. La que enseñó años después a Antonia, nada más terminar la guerra, a dar las primeras puntadas con la aguja a base de hacer ojales y más ojales. Antoñita la oía sorber su tristeza cuando se sentaba a coser a su lado. Al Inocencio lo reclutaron y nunca volvió a saber de él. Colgada de una alcayata de la pared quedó la cuerda de los portes.

No fue la única baja que acabaría sufriendo el 27 de la calle del Águila. Tras la cuarta puerta de la primera planta vivían la señora Carmen y sus hijos, Dioni y Juan. Al pequeño pudo conservarlo junto a ella, pero Dioni fue uno de los de la «quinta del biberón». La República lo movilizó con dieciséis años y la señora Carmen ya no le vio cumplir los diecisiete.

Y a punto estuvieron también de caer la Chepa y su marido. Por morbosos. Y mira que se lo advirtieron. «No vayáis… que os la estáis jugando… que allí no se os ha perdido nada». Pero a ellos les dio por acercarse una mañana sí y la otra también hasta las tapias de la sacramental de San Isidro para ver a los fusilados a los que los milicianos les habían dado el paseo la noche anterior. Alguien dio el chivatazo nada más terminar la guerra y los dos acabaron detenidos y condenados a muerte. Nadie supo quién les libró ni cómo se deshicieron de la pena, pero un día regresaron y el asunto no se volvió a tocar, más que nada porque la Chepa, prácticamente, volvió para morir. Regresó muy debilitada de la cárcel y la vida se le fue escapando en forma de colitis crónica. Jesús lo lamentó, pero empleó el tiempo justo en llorar a su mujer, porque tres meses después se estaba casando con Paz, la hermana de la Rosalía. Nadie se extrañó por la velocidad a la que cuajó la nueva pareja… total, llevaban liados desde antes de la guerra.

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