Antonia

Antonia


1936, guerra

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Guerra

El mundo de Antonia nacía por el este en el barrio de su tía Dora, el de Lavapiés, y moría hacia el oeste en el de La Latina, el de sus padres. Por el norte limitaba justo hasta el puesto de verduras de su madre en Santa Isabel y, a sus seis años, lo más al sur que habían visto sus ojos era la ribera del Manzanares, donde la llevaron en tres o cuatro ocasiones a que se diera un chapuzón con una cuerda atada a la cintura. Dora nunca se había metido en más agua que la del barreño para su aseo semanal y le daba miedo que la niña se ahogara. Con un simple tirón de la cuerda podía recuperar a Antoñita. Allí, junto a unas huertas, se bañaban los pobres de la zona, porque los que disponían de una peseta y cincuenta céntimos podían entrar a la zona popular de la Isla, un complejo de tres piscinas, dos de verano y una de invierno, que habían construido río arriba, frente a la Casa de Campo. Lo inauguraron en el 32, aprovechando que en mitad del cauce emergía un islote. Entrar a la piscina de preferencia se disparaba hasta las dos o tres pesetas, dependiendo de la edad del bañista y de si se quería tener acceso a otros lujos adicionales aparte del baño.

Antonia había visto una vez la Isla desde la orilla, cuando tenía cuatro años, porque acercarse hasta aquella imponente construcción con aspecto de barco varado en mitad del Manzanares también tenía su atractivo para los madrileños que no podían entrar. Ir a ver la Isla fue para ella una extraordinaria salida al más allá, y bien que se divirtió contemplando cómo se tiraba la gente desde el borde de la piscina; algunos gritando, otros haciendo posturitas, las chicas de dos en dos y de la mano, tapándose con la otra la nariz, empujándose unos, corriendo por el borde otros… Antoñita oía los ¡chof! y a veces podía distinguir hasta las salpicaduras. Y le llegaban las risas de los que chapoteaban, pero la vista no le alcanzaba para apreciar la cristalina agua clorada, muy distinta a la que corría entre los ojos del puente de Toledo.

El arquitecto de la Isla, Luis Gutiérrez Soto, se enorgullecía de haber creado un espacio de ocio que acabara con el espectáculo de los lamentables, sucios, inmorales y bochornosos baños de lodo en las orillas del río, olvidándose de que esos indecorosos, impúdicos y vergonzosos chapoteos eran los únicos a los que algunos niños podían acceder. Para Antoñita, aquellos chapuzones en agua turbia eran una fiesta. Aunque nunca aprendiera a nadar.

Aquel 18 de julio no había quien soportara el calor en Madrid, y Dora bajó por la mañana con la niña hasta el Manzanares. Echó media tortilla fría al bolso, compró media barra de pan por el camino y a eso de las tres de la tarde estaban de vuelta y entrando por la calle del Águila. Dora se extrañó de ver poco movimiento en el barrio… sería por el calor. Y más se sorprendió de ver el portal cerrado. La Domi nunca cerraba en verano hasta muy entrada la noche. Aporreó el portalón y la portera preguntó desde dentro quién era.

—Soy yo, Domi… la Dora.

—La Juana está arriba —le dijo la portera mientras abría la puerta con la llave de hierro de casi un palmo que siempre llevaba colgando de la cintura.

—¿Pero a qué viene cerrar el portal a estas horas? —preguntó mientras la Domi volvía a arrimar la puerta.

—Esto se está poniendo feo con los militares. Dicen que se han levantado y vete tú a saber lo que puede pasar. Así no entra nadie que no tiene que entrar. Tú es que no te enteras o qué…

—Yo vengo de la ribera y allí solo había chiquillería. Menos que otras veces, la verdad…

—¿Y no has visto el humo por López de Hoyos? Porque está ardiendo un convento por allí…

—¿Otra vez?

—¿Cómo que otra vez? Si ese es la primera vez que lo queman.

—Digo que si otra vez la han tomado con las iglesias.

—Yo eso no lo sé, pero hay un convento ardiendo… y no creo que haya sido por un brasero en pleno julio. Por la Paloma he pasado a media mañana y estaba cerrada, y San Andrés también. Y si cierran las iglesias, yo cierro el portal.

Juana bajó al encuentro de su cuñada, agarró a la niña, quedaron para la recogida del día siguiente y Dora volvió a paso ligero hacia su casa de la calle del Espino con Amelia agarrada de la mano. Había un tufillo raro en el ambiente.

Antonia pasó aquella tarde jugando en el patio y en mitad de un corrillo de vecinos que compartían lo visto allí o allá. Tampoco es que tuvieran mucha información, porque en La Latina todos vivían sus penurias pegados al barrio, el más pobretón de todo Madrid, y solo sabían lo oído en los cafés o lo que comentaban los vecinos del portal de al lado.

Las noticias les llegaron de primera mano cuando se echó la noche encima y empezaron a oír los primeros «pac… pac» que se colaban desde el raso que dejaba ver el patio. Eran los «pacos», los francotiradores que acabaron con ese nombre por el peculiar sonido de los disparos. Entre el vilo en el que les mantuvieron los «paqueos» y que la noche se presentó más calurosa de lo normal, se sentían más seguros todos juntos y al escaso fresco que proporcionaba la parra.

La charla se frenó de repente por unos golpes desesperados en el portalón y los gritos de un hombre.

—¡Ábranme! ¡Por Dios… ábranme!

—¿Quién es? —preguntó Juana a voces desde la entrada del pasillo pero sin abandonar el patio.

—¡Por favor, ábranme! ¡Que me vienen siguiendo! ¡Abran!

—¡Domi, ábrele! ¡Corre! ¡Abre! —le gritó Juana a la portera. Pero la Domi estaba clavada en el patio con cara de «Ya sabía yo que esto iba a pasar»—. O le abres tú o subo a por la llave a casa, pero no podemos dejarlo ahí.

—No abras, Juana —insistía el resto de los vecinos—. No abras…

—¡Coño… cómo no voy a abrir, si le vienen siguiendo! Yo no me lo llevo en la conciencia.

Juana le arrebató la llave a la portera, recorrió en tres zancadas el pasillo y abrió el portalón. Un hombre joven, sudoroso y aterrorizado entró, dio un quiebro para ponerse detrás de la puerta y solo dijo:

—¡Cierre!

Nadie preguntó, porque nadie quería saber. Nadie, salvo Antonia.

—¿Qué te pasa?

—Nada, niña… la guerra.

Al menos esa noche aquel hombre salvó la vida. Le dieron agua y un mendrugo y lo dejaron dormir acurrucado en el pasillo. A la mañana siguiente, la Domi le abrió temprano y se largó por donde había venido.

El domingo 19 de julio ya estaba todo patas arriba en Madrid, y gracias al boca a boca, todo el mundo se puso más o menos al tanto, pero sin entrar en detalles. En el barrio se enteraron de que los militares se habían levantado y estaban ganando en algunos sitios de España, pero que en Madrid les habían parado los pies. Debía de ser por eso que se oían gritos de «No pasarán», y que por eso también había hombres y mujeres pistola en mano y vestidos con monos a la caza del fascista. Las iglesias estaban ardiendo otra vez, como en el 31, y a la Juana no se le ocurrió otra cosa que acercarse calle arriba con la niña de la mano para ver el espectáculo de fuego que ofrecía la parroquia de San Andrés. Aquella fue la segunda referencia de Antonia de que algo raro estaba pasando.

En el barrio quemaron San Andrés y San Isidro, y por donde vivían Dora y Rafael acabaron en llamas San Cayetano y San Lorenzo. La Paloma se libró porque don Gregorio, muy previsor él, entregó la llaves de la parroquia a las milicias para evitar el incendio. El único desbarajuste grave que sufrió la iglesia fue el destrozo de los santos de cartón piedra y la confiscación de los candelabros de latón para hacer cartuchos. Aquel domingo ya no hubo misa y la Paloma pasó a ser cuartel en manos de los milicianos.

Durante el resto del verano el barrio se mantuvo en vilo, y aunque las miserias de los vecinos no les convertían en sospechosos de estar de parte de los sublevados, mejor andar con cuidado, que por menos de nada te paraban para pedirte cuentas. La vecindad de la calle del Águila se unió más que nunca, porque la única vida segura se podía hacer al refugio del patio. En cualquier caso, ahí no les alcanzaría una bala perdida, como la que dio en una pierna a Merceditas, una niña del número 29 que quedó coja para los restos. Nadie supo de dónde vino y tampoco nadie buscó culpables.

Tal y como estaban las cosas, hubo que empezar a tomar precauciones. La Juana se afilió a la CNT, porque la única forma de conseguir trabajo era tener el carné del sindicato. Y, por lo que pudiera pasar, Miguel vistió a Antoñita de miliciana y la llevó al estudio de un fotógrafo en la calle Toledo. Si les paraban para pedirles cuentas y comprobar que no eran fascistas, Juana sacaría de la faltriquera su carné de afiliada y Miguel de su cartera la foto de la niña. La tía Dora hasta quemó las patentes de socios de la cofradía de la Purísima, el seguro de entierro que pagaba a toda su familia, incluidos Antoñita, Juana y Miguel, para tener donde caerse muertos y evitar ir a una tumba de caridad. Si alguien entraba en su casa y los pillaban con un papel donde hubiera una virgen estampada, los sacarían a todos de paseo.

Aunque lo cierto es que por aquel barrio pedían las explicaciones justas, porque la mayoría de los vecinos eran considerados fieles republicanos por ser obreros, incultos, pobres, ignorantes, chabacanos, castizos y nada religiosos. A casi nadie se le pasaba por la cabeza que alguien que sobrevivía a duras penas, sin educación, hambriento, malhablado y desamparado pudiera comulgar con quienes debería considerar los causantes de sus males. Los padrones decían que en Madrid solo quedaba un 20 por ciento de analfabetos, pero en el distrito de La Latina bien sabían que, o bien ellos no contaban en las estadísticas, o todo ese 20 por ciento vivía allí.

Ni un solo vecino del 27 de la calle del Águila tenía ideología ni ganas de luchar por unos o por defender a otros. Tampoco conocían el significado de la palabra, pero se aprendieron bien, porque así se lo hicieron saber, que vivían en zona roja. La otra, la nacional, estaba un poco más lejos… por el Retiro, decían, más allá de la Puerta de Alcalá, pero solo la conocían de oídas.

La guerra iba a traer algo bueno para Antonia. Ya no había puesto que montar ni verduras que vender, y por fin pudo recuperar a su madre a jornada completa. Las tornas cambiaron y ahora las visitas esporádicas eran a casa de su tía Dora, y solo cuando se podía. A Miguel, en cambio, que se las prometía felices, la guerra le trajo un disgusto de los gordos: le pusieron a trabajar con pico y pala. Lo que no había conseguido nadie, lo logró la República.

En el barrio hubo tres destinos posibles para los hombres. Unos agarraron voluntariamente una pistola, se pusieron el mono miliciano y se sumaron al terror de las detenciones y los paseos; otros fueron reclutados, y a los demás les tocó hacer «fortis», que con este nombre genérico y cañí se quedaron las trincheras, las barricadas y las fortificaciones. Miguel, con los cuarenta y cinco ya cumplidos, se libró de ser reclutado, pero le tocó doblar el lomo a la altura de la Puerta de Toledo y algunos días al otro lado del Manzanares. Siempre volvía renegando, en parte por su total ausencia de espíritu republicano y patrio, pero sobre todo por el pago que recibía: cien gramos de mortadela unos días, cien gramos de chicharrones otros, y casi siempre un hatillo de leña. Eso no había forma de cambiarlo por vino.

Habría que haber visto las «fortis» en las que trabajó. Contaba que, más que servir para la defensa, las fortificaciones acabarían aplastando a los que se suponía deberían proteger. Los muretes que se levantaban estaban tan mal construidos, que un solo proyectil derribaba varios metros. Y peor era lo de las trincheras, que en realidad eran zanjas discontinuas que obligaban a salir de una para entrar en otra. «A más de uno le van a arrear en el camino de tanto entrar y salir», decía Miguel.

La Juana tiró de sus contactos en el mercado de la Cebada, y gracias a su carné de la CNT consiguió trabajo en un local de reparto de racionamiento de verduras y frutas, en el 111 de la calle de Toledo, lo que irremediablemente supuso un nuevo traslado de Antoñita hacia los brazos de su tía Dora en la calle del Espino. Era una niña de ida y vuelta.

Ni que decir tiene que la Juana supo sacar partido de su puesto de privilegio, y aunque las despachadoras estaban vigiladas, siempre escamoteaba algo para ella y para Dora. Sus vecinas de la calle del Águila también sacaron ventaja de tener a la Juana repartiendo racionamiento. A menudo caían un par de patatas de más o una naranja que no entraba en el reparto, aunque estuviera picada.

Y bien que apretaba el hambre, aunque todavía les quedaban a algunos ganas de chufla, como cuando apareció en la fuente de Neptuno un cartelón que decía: «O me dais de comer o me quitáis el tenedor». Eso vino contando el Inocencio, que siguió aprovechando cada día antes de que le llegara el reclutamiento trabajando con su cuerda al hombro y haciendo portes. Nunca le faltó faena durante los primeros meses de guerra, porque muchos cerraron tiendas y negocios y siempre había alguien que le reclamaba para algún traslado de trastos. Inocencio era el vecino del 27 de la calle del Águila que más se movía por las afueras del barrio y siempre regresaba con noticias de lo que se cocía más allá de La Latina. A veces, incluso, volvía a casa con algo más que su cuerda al hombro.

Una tarde, tras cumplir con el encargo de trasladar una mesa de comedor y seis sillas en la calle del Barquillo, regresaba Inocencio a por más tajo hacia Fuencarral cuando se topó en el camino con una situación que pasó del absurdo a lo cómico en menos de lo que tardó en liarse dos pitillos. Un paisano cargaba en su espalda con un gran saco de patatas por la calle Colmenares cuando otro ciudadano, intachablemente vestido, con buen gabán, puro en la boca y orondo como un barril, lo frenó en seco.

—¡Camarada! —Convenía adaptarse a los modos milicianos hasta para pedir la hora, aunque aquel hombre, en otro tiempo, hubiera llamado la atención del paisano con un simple «¡Eh! ¡Mozo!»—. ¿Me vende usted unas patatas?

—Claro que sí, señor —contestó el paisano, enderezando el lomo tras dejar el saco en el suelo y sin dejar de hacer una radiografía de reojo a aquel tipo al que adivinó bien comido y con posibles—. El racionamiento nos aprieta a todos, ¿eh?

—Malos tiempos, camarada. Pero así le aligero peso y se lleva usted unas perras. ¿A cómo me las vende?

—Yo solo se las vendo a condición de que me las compre todas. Puestos a aligerar, aligéreme del todo.

—¿Cuántas lleva?

—Sesenta kilos —mintió el paisano ante la poca habilidad que presintió tenía aquel ricachón para calcular que solo llevaba cuarenta—. Se las pongo a dos el kilo por el favor que me hace.

—¡Hecho! Aquí tiene, camarada, ciento veinte pesetas.

El paisano agarró el dinero, lo guardó, abrió el saco y comenzó a sacar las patatas y a dejarlas en el suelo. A esas alturas ya había algún vecino asomado al balcón para ver en qué quedaba el negocio. Inocencio también se paró, porque se olió que de aquel encuentro alguien iba a salir con cara de pánfilo. Apoyado de medio lado en la esquina de Colmenares con Infantas, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda y liándose un cigarrillo a ciegas, sin perder ripio del episodio, ni siquiera se molestó en disimular una sonrisa cuando vio que al menos diez patatas descansaban sobre la acera.

—Pero… ¿qué hace? No me las deje ahí, hombre… camarada —protestó el ciudadano.

—¿Y qué quiere que haga? —preguntó el otro, dejando de sacar patatas—. Usted me ha comprado las patatas, no el saco.

—¿Y qué vale el saco?

—Diez pesetas.

—¿Es de paño fino? Pues sí que se han puesto caros los costales de tubérculos…

—Precisamente por eso, señor, porque es un costal de tubérculos y no un saco de patatas… vale diez pesetas —replicó con sorna el paisano, volviendo a sacar más patatas.

—¡Pare usted ya con las patatas! Y tenga los dos duros.

—Pues muchas gracias, señor. Que tenga usted un buen día. —Y enfiló por la calle con las manos en los bolsillos.

—Oiga… pero… ¿Me las deja aquí? ¿No me las acerca usted a casa?

—No, camarada. Ya he cargado bastante con ellas, y ahora los tubérculos son suyos. Y el costal, también —contestó el paisano, girando la cabeza pero sin detener su camino.

A esas alturas del episodio, algunos de los asomados a los balcones decidieron abandonar su palco para bajar a la escena. Había que ver en primera fila cómo salía del trance aquel ciudadano que todas las patatas que había visto en su vida eran bien guisadas y en un plato de porcelana fina. Inocencio también se acercó al hombre, y con mejor intención que los que ya iban rodeándole a prudencial distancia, se ofreció a llevarle el saco a cambio de un par de duros más. Siempre y cuando su casa no estuviera muy lejos, claro.

—¿Otros dos duros? ¡Me van a salir las dichosas patatas a precio de faisán! Y además, me he quedado con tres pesetas en el bolsillo. Se las doy si me lleva el saco hasta Serrano.

—¿Y por dónde cae Serrano? —preguntó Inocencio, que se quedó con ganas de preguntar también qué era un faisán—. ¿Está cerca?

—Por la Puerta de Alcalá…

—Ca… no, señor. Eso es el otro mundo, y cuesta arriba desde Cibeles. Vale los dos duros… si no tres.

—Pues vaya con viento fresco, que yo me quedo con mis patatas. Ya me las apañaré.

Inocencio volvió a su observatorio de la esquina, porque aquello, estaba visto, no se iba a quedar así. Reprodujo su postura de antes y comenzó a liarse el segundo cigarrillo. Pensó que, seguramente, la reputación de aquel hombre no le permitía cargar con un saco lleno de cuarenta kilos de patatas, o quizás ni siquiera se lo planteó al pensar que eran sesenta. Pero lo que sí hizo sin dudarlo fue proteger su compra. Después de devolver al saco sus tubérculos amontonados sobre los adoquines, se sentó encima y decidió esperar a que la solución viniera sola o a que se diera el milagro de que pasara por allí algún conocido.

El grupo de vecinos en torno al ciudadano se iba haciendo mayor, como gatos rodeando la jaula de un jilguero para dar con la forma de meter mano al pájaro. El hombre intentaba no perder las formas y miraba al frente con fingida naturalidad; con toda la naturalidad que podía transmitir un hombre de brillantes botines, sombrero de buen fieltro, barba perfectamente recortada y gabán de buenas hechuras sentado encima de un saco de patatas en el adoquinado de la calle Colmenares.

La primera en acercarse fue una mujer que, con cierta timidez, le rogó que, ya que tenía tantas patatas, le vendiera un par de kilos. Y casi le convence de que pusiera a buen precio el kilo para poder liquidar al menos la mitad del saco y que el transporte le fuera más fácil. Pero la defensa de su costal se había convertido ya en una cuestión de orgullo, y seguramente aquellos muertos de hambre no le pagarían el kilo a más de una peseta, la mitad de lo que él había desembolsado. Ni hablar.

Dos mujeres más se aproximaron a intentar convencerle de que vendiera algunas patatas, pero el hombre continuó instalado en su negativa. Hasta que se oyó una voz desde un balcón del primer piso que rezumaba retintín castizo:

—¡Eh! ¡Tú! ¡Ca-ma-ra-da! ¡No seas ansioso! ¡Acaparador!

El susto provocó que el hombre se levantara como un resorte, pero al despegar el culo de su asiento patatero el sacó volcó y las patatas comenzaron a rodar. Fue visto y no visto. Chiquillos por allí, mujeres por allá y otros hombres que, junto con el Inocencio, aguardaban desde todos los frentes a que se abriera la veda, hicieron desaparecer las papas en un santiamén. Aquel ciudadano, incapaz de atender todos los flancos, decidió sumarse a los asaltantes y llenarse los bolsillos con todas las que pudiera. En los del gabán, en los de los pantalones, en el sombrero…

En un lado de la calle Colmenares quedó el saco hecho un gurruño, vacío, mientras la chiquillería, las mujeres y el Inocencio desaparecían con el botín. El hombre se quedó mirándolo y su cara reflejaba sus dudas. «¿Me llevo el saco? Ya que me ha costado dos duros…». Y su autocrítica: «Quién me mandaría a mí meterme a comprar patatas a granel…».

Dada la carga de patatas conseguida y el tiempo perdido, Inocencio decidió interrumpir su faena como mozo de cuerda y volver a la calle del Águila. Aquel día se había dado bien, pero más le hubiera solucionado el mes conseguir las diez pesetas por llevarle el saco de patatas a aquel finolis que al final se fue con no más de cinco de sus tubérculos en los bolsillos.

Cuando la Domi le vio llegar con las patatas no pudo por menos que preguntarle cómo había conseguido aquella abundancia. Y el Inocencio se fue recreando en el relato de la peripecia mientras media vecindad le rodeaba entre risotadas a cuenta de la comedia protagonizada por el orondo vecino de la señorial calle de Serrano.

El hambre apretaba a todos y en todo Madrid, pero los más perjudicados eran los menos acostumbrados a pasarla y los que siempre habían tenido la despensa llena gracias a la posibilidad de pagar buena carne y mejor pescado. La escasez de suministros que sufría la ciudad dejó a los más pudientes desconcertados. Con dinero, pero sin posibilidad de adquirir viandas, mientras que los que nunca habían paladeado lujos sabían sacar partido a una ración de cualquier cosa. Así que, entre las habilidades de la Juana para escamotear algo en el despacho del racionamiento y fortunas como la del Inocencio con las patatas, en el 27 de la calle del Águila no se pasaba hambre.

Las que mejor mano tenían para hacer sabrosas «comidas de nada» eran Teresa la Paleta y Paca la Guarra. En aquellos tiempos todos olvidaron sus escrúpulos con la abuela Paca, porque solo ella sabía cómo preparar una jugosa merluza… sin merluza. Entre todos aportaban lo que podían para que de vez en cuando sirviera una merienda-cena en el patio. Unas raspas de bacalao, sal, arroz, aceite y carbón le daban a Paca la Guarra para hacer una comilona que a todos les sabía a gloria bendita, porque, total, nunca habían probado la merluza de verdad. Consistía en cocer el arroz con las raspas hasta dejarlo bien pasado. Luego Paca lo escurría, lo dejaba enfriar bien apretado y dándole a la masa una forma redonda y alargada, y lo cortaba en rodajas del grosor de un dedo. Rebozaba después en harina, freía y aquello sabía a exquisita merluza rebozada. Si además aparecían un par de huevos para alegrar el rebozado, la merienda vecinal alcanzaba la categoría de banquete real.

A veces remataban hasta con una chocolatada que preparaba Teresa la Paleta con harina teñida, agua y un poco de azúcar. Y si había suficiente aceite, nadie como ella hacía esos aperitivos crujientes y saladitos a base de finas tiras de mondas de patatas y cáscaras de naranja.

La carne, ni la olían, pero un golpe de suerte como el que le tocó al Inocencio con el panoli de las patatas vino a solucionar otro festín de la mano de Dora y Rafael y a cuenta de un burro que, además de llenarles el estómago, salvó las vidas de los tíos de Antoñita una madrugada de otoño del 36.

Dormían ya todos en la casa en de la calle del Espino, cuando los gritos de un vecino despertaron a toda la corrala. Era el Dioni, que arrastraba como podía por el patio a un asno que se resistía a avanzar porque se olía su destino.

—¡Un burro! ¡El Dioni ha pillado un burro! —chillaban los vecinos según iban saliendo de sus casas en pijama y asomándose a las barandillas de los pasillos.

—¡Bajad todos, que hay que matarlo! ¡El que no baje no come! —gritaba con chufla el Dioni.

—¡Venga, Dora, levanta! ¡Vamos abajo! —apremió Rafael, y con ellos salieron Amelia, Antoñita y Dolores.

Los vecinos fueron sumándose arremolinados en torno al Dioni y al burro, a la vez que salivaban con los futuros guisos de patatas con la carne del pescuezo y los filetes de lomo empanados que saldrían de aquel animal. A nadie le importaba de dónde lo había sacado y cómo había conseguido llevarlo hasta la calle del Espino a esas horas de la madrugada sin que los milicianos se lo confiscaran. Solo pensaban en comer carne fresca de jugoso burro. Apenas habían llegado Dora y Rafael al patio sin soltar a las niñas de la mano, cuando todos los vecinos pegaron un brinco por un estruendo que les llegó desde el tejado de la corrala. Cayeron algunos cascotes que descalabraron a algún vecino; nada grave, pero la peor parte se la llevó el pollino. La buena suerte quiso que el asno parara con su cabeza un pedrusco que lo dejó grogui, lo que iba a facilitar las cosas a la hora de degollarlo.

A la misma velocidad que Rafael y Dora bajaron, volvieron a subir. El ruido había venido de su casa. Cuando entraron, vieron un obús perfectamente acostado y sin detonar en el colchón que solo minutos antes habían abandonado. La cama estaba partida y hundida en su centro, como si acunara aquel pedazo de proyectil, y sobre ella, un enorme agujero por el que se había colado.

El revuelo de la corrala por culpa del burro, con las luces que fueron encendiendo los vecinos según iban despertándose, había convertido el número 6 de la calle del Espino en un blanco perfecto para el bombardero que sobrevolaba Madrid a las cinco de la madrugada. Estaban acostumbrados a oírlo pasar casi cada día, y de hecho lo llamaban «el lechero» por su puntualidad tempranera, pero nunca les había regalado su carga, hasta que aquella madrugada la emoción por la llegada del pollino les hizo olvidar a todos que estaban en guerra y que las órdenes eran no encender las luces.

Aquello, de momento, no tenía solución. El obús estaba bien acomodado y el burro, aún atontado en el suelo, esperaba abajo su destino. Mejor ocuparse primero del asno y luego dar aviso del bombazo, no fuera a ser que vinieran a desactivar el proyectil y de paso requisaran al animal. El Dioni hizo de perfecto matarife. Lo despiezó, lo repartió y, dos horas después, allí no había pasado nada. Nada, salvo que aquel burro había salvado las vidas de Dora y Rafael.

Los tíos de Antoñita sacaron más tajada del burro que el resto de los vecinos, compadecidos todos por el desastre que les había provocado el obús. Solo cuando tuvieron bien escondida su parte, dieron aviso en la comisaría de la plaza de Lavapiés e informaron de que en el tercer piso del número 6 de la calle del Espino había un obús acostado.

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