Antonia

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1939, hambre

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Hambre

Antoñita cumplió nueve años en la casa del doctor Castresana. La guerra no la hizo más valiente, ni capaz de entender algo de lo que había pasado. Siempre pegada a la falda de su tía o de su madre, o sufriendo las perrerías de su prima Amelia. Su mismo mundo se repetía día tras día sin nada extraordinario que recordar mas allá de los muertos de Santa Isabel y la señora de los periódicos. Bombas, refugio, miedo, el Peque, su pistolón, más bombas, de vuelta al refugio, otra vez el miedo…

—¿Dónde andará el Peque? Hace días que no viene…

—Y este ya no vuelve, Juana —contestó Rafael—. Esto se acaba y ha salido por pies. O vete tú a saber si el paseo se lo han acabado dando a él, que no creo, porque es un vivales.

—Que se acaba ya lo sé. Lo he notado porque en el despacho de racionamiento me están pagando de más y con billetes que no van a valer. Ya te lo digo yo. Me huelo que, en cuanto entren los otros, el dinero me va a servir para hacer lumbre.

En mitad de la charla oyeron los gritos que venían desde la escalera. «¡La guerra ha terminado! ¡La guerra ha terminado! ¡Volvemos a casa!». Esa era la única alegría, ser de nuevo un muerto de hambre, pero en casa; seguir con las miserias, pero en el barrio; volver a la calle sin tener que mirar al cielo, regresar al fresco de la parra del patio de la calle del Águila, montar el puesto…

Ya lo sabían, pero poco les importaba a los refugiados en la casa del doctor Castresana de quién era el triunfo. Nadie dijo «Hemos ganado» o «Han perdido»; «Hemos perdido» o «Han ganado». Les pilló la guerra con una mano delante y otra detrás, y la paz no les iba a cambiar la postura. Ni ganaban ni perdían nada.

Antoñita no sabía qué pensar. Volvía a casa, pero ¿a qué casa? ¿Con sus tíos y su prima Amelia a la corrala de la calle del Espino? ¿Con sus padres a la calle del Águila?

—¿Y no nos podemos quedar aquí viviendo? —preguntó Antonia a su tía—. Así seguimos todos juntos.

—Esta casa no es nuestra —respondió la Dora—. Los dueños querrán volver. Nosotros a nuestro sitio, a nuestro barrio.

—Pero es que aquí hay lavabo. Y taza de retrete.

—Lo importante no es dónde se caga, sino que el sitio donde cagues sea tuyo —replicó Juana a su hija—. ¿Es que no quieres volver a casa? Pues los que vivían aquí también querrán volver.

Y Juana no quería ni pensar con lo que se iba a encontrar aquella gente. Se les iba a caer el alma a los pies. Todas las puertas y las ventanas con todos sus marcos habían acabado en ceniza y pocos cristales estaban en su sitio; en las zonas donde el suelo era de baldosas quedaron ronchones renegridos como testigos de las hogueras, y en donde la superficie era de tarima, parte de las tablas fueron levantadas y quemadas; los techos, ahumados; las paredes, desconchadas…

Aunque tampoco quería ni imaginar lo que se iban a encontrar ellos cuando volvieran a la suya.

El 27 de la calle del Águila seguía en pie y a las casas se podía entrar a vivir, que ya era mucho para haber aguantado en primera línea de fuego. La de Antoñita solo estaba un poco más derruida que cuando la dejaron, aunque ahora se veían las vigas de madera porque del retumbar de los bombardeos se habían desprendido trozos de techo. El camastro seguía allí. El fogón, también, y, en un rincón, desvencijado y volcado, había aguantado el palanganero.

El resto de los vecinos fue llegando.

La corrala de la calle del Espino estaba un poco más perjudicada. Allí seguía el boquete del obús que acabó acostado, pero en el comedor se podrían apañar. Lo malo es que la familia había aumentado y el cuchitril no daba para tanto. Tenían que acoplarse Dora y Rafael con su hija Amelia, la vieja, Carlos y Carmen.

Carmen era la hermana de Rafael, pero se había ido muy jovencita de casa porque buscaba mejor vida. Creyó encontrarla haciendo la calle, y así, metida a puta, tropezó con la mejor de sus suertes cuando se topó con Carlos el Marquesito, un dandi que después de unos cuantos encuentros la retiró y le dio la buena vida que estaba buscando. Era timador de guante blanco, tan capaz de venderle a un ganadero sus propias reses como hábil para trampear en las casas de juego. Pero la guerra lo había dejado sin clientela y sin casa, y, mientras levantaba de nuevo el negocio, se instaló con Carmen en la corrala de la calle del Espino.

Tampoco tuvieron tiempo de estorbarse en aquellas apreturas, porque la fortuna quiso que nada más terminar la guerra, recién retornados a la corrala, muriera una hermana de la vieja. La mujer había sobrevivido a los bombardeos, a las colas del racionamiento, al frío y al hambre durante los tres años de guerra y acabó muriendo el cuarto día de paz. A solo unos pasos de allí, en el número 88, tercero interior de la calle del Amparo, había vivido la tía de Rafael y Carmen. Dolores les ofreció a las dos parejas irse a vivir a la casa de su hermana fallecida, y Dora vio el cielo abierto cuando supo que iba a dejar de verle la jeta a la vieja, siempre cabreada, siempre renegando… Anda que tardó en hacer otra vez el petate con cuatro cacharros para instalarse con su marido y la niña en la nueva casa. Además, viviendo con ellos el Marquesito, nunca faltaría dinero. Una pena que Antoñita no se hubiera quedado, porque en la calle del Amparo había retrete y lavabo.

Pero apenas hubo tiempo de retomar la normalidad. Todo se precipitó.

El cambio de domicilio no impidió que Rafael fuera localizado por las autoridades una mañana de mediados de abril.

—¡Rafael Pozuelo! ¡Policía! ¡Abra!

Rafael abrió la puerta con la Dora a su espalda y con Amelia detrás de su madre agarrada a la Carmen. El Marquesito había salido temprano de casa porque estaba recomponiendo su negocio. Frente a ellos había dos miembros de la Policía Armada perfectamente pertrechados y un civil de punta en blanco que los acompañaba.

—Buenos días. Ustedes dirán… —dijo Rafael con un hilillo de voz.

—¿Han estado ustedes evacuados en el principal del número 10 de la calle Cedaceros desde noviembre del 36? —preguntó uno de los policías, sin ni siquiera responder al saludo.

—Sí, señor… allí nos llevaron. Pero éramos muchos…

—No se asuste —intervino con tono conciliador el civil bien vestido—. Soy el doctor Castresana, el dueño de la casa… de lo que queda de casa, donde han estado ustedes refugiados. Estoy buscando a todas las personas que han vivido allí. ¿Qué había cuando ustedes llegaron?

Rafael, que desconocía ser el primero de la lista de los interrogados, no pensaba mentir por si acaso esa pregunta ya se la habían hecho a otros.

—Allí no había nada, señor. Cuando llegamos estaba todo arrasado. Un piano, algo de cacharrería, una camilla… y, que yo viera, una cómoda. Por cierto, se dejó usted la chaqueta de un pijama. Se la he guardado. —Y antes de que pudieran frenarle, Rafael se fue a la habitación, agarró la prenda que con tanto cuidado había conservado y se la ofreció al doctor Castresana.

—Puede quedársela, porque ya no sé dónde están los pantalones.

—Pues esos sí que no estaban…

—¿Y el piano?

—No le voy a mentir… como no sabíamos tocarlo, acabó en leña para el fogón. Y la cómoda también.

—Aparte del pijama, ¿cogieron ustedes algo más o vieron que alguien se llevara algo? —intervino uno de los policías con ganas de retomar el interrogatorio—. Dénos los nombres de los que vivían con ustedes en la misma casa.

—Dora, tráete los platos —dijo Rafael a su mujer, pero la Dora ya venía con ellos desde la cocina—. Son dos platos que nos trajimos, pero no sé dónde está el resto.

Y Rafael empezó a relatar los nombres de los demás refugiados, empezando por su familia y siguiendo con sus cuñados Juana y Miguel, mientras el policía apuntaba en una libreta.

—… y luego estaba Julián, el del matadero, con su señora y sus dos chiquillos, y Petra la viuda, con su hija y su yerno, el Casimiro, y tres nietos. Al Casimiro no lo movilizaron porque le faltaba un ojo. Y también vivían el Manuel con su mujer y su nuera. El hijo no sé cómo se llamaba y solo le vi una vez, cuando vino del frente. Paco, que creo era chatarrero, estaba con su hija Juani y con dos nietos, y después llegó el señor Lucio con…

—¡Pero cuánta gente se metió en mi casa! —interrumpió el doctor Castresana.

—Nos llevaron allí porque estábamos en primera línea de fuego… —intentó excusarse Rafael, aliviado porque no quería llegar a mencionar al Peque—. A nosotros nos bombardearon el colchón.

—¿Su cuñado Miguel es el del número 27 de la calle del Águila? —volvió a preguntar el policía.

—Sí, señor, pero entramos a la vez, y tampoco se llevaron nada. Mi madre está en el 6 de la calle del Espino, aquí al lado, pero no sé dónde viven los demás.

—Eso ya lo sabemos porque ha sido ella la que nos ha dicho que ustedes estaban aquí. A los que faltan ya los iremos localizando —remató el policía—. Buenos días.

—Y muchas gracias —se despidió el doctor Castresana.

—¿No quiere usted los platos? Tienen sus iniciales… y el filo de oro.

—Quédeselos. No voy a ir reuniendo la vajilla plato a plato.

Rafael esperó dos minutos y salió corriendo a casa de la Juana y Miguel. Con un poco de suerte, no irían directamente allí y podría contarles cuanto antes lo que había declarado, no se fueran a meter en un lío por relatar cosas distintas; pero los dos policías y el civil no se presentaron en la calle del Águila hasta el día siguiente. La Juana ya tenía preparado el puchero de hierro que se llevó de la casa del doctor Castresana para devolvérselo, y Miguel declaró con pelos y señales dónde había escondido la Santa Cena de plata mientras el policía apuntaba en su libreta.

—Mi cuñado Rafael no se lo dijo porque lo escondí sin decírselo a nadie. Ya sabe usted cómo estaban las cosas… —se explicó Miguel mientras Juana permanecía al lado con la cacerola entre las manos.

—Es usted un buen cristiano —intentó halagarle el médico, agradeciéndole que no hubiera fundido la plata—. El Señor le pagará por haberle salvado de tanta barbarie.

A Juana se le escurrió el puchero de una mano cuando oyó lo de «buen cristiano» y, al intentar frenar la caída, el cacharro le dio en la cabeza a Antoñita, que asistía a toda la escena pegada a su madre. La niña solo soltó un ay, pero no lloró.

—¿Es su hija? —preguntó el doctor Castresana.

—Sí señor —respondió la Juana—, y este puchero es suyo.

—Me parece que lo necesita usted más que yo —dijo el médico, echando una ojeada rápida a aquel cuartucho con techo y paredes desconchados y con medio suelo de baldosas de barro y el otro medio sin solar.

—Si tuviera con qué llenarlo, puede.

—Ahora todo irá a mejor. Dios aprieta, pero no ahoga. Puede quedarse con el cacharro —se fue despidiendo el médico—. Y muchas gracias por haber salvado la Santa Cena, Dios quiera que siga allí. Buenos días.

La Juana conservó su puchero, a Antoñita le salió un chichón y Dios siguió apretando con más ganas.

La Policía volvió una semana después para comunicarle a la madre de Antoñita que tenía que presentarse a la mañana siguiente en la comisaría de la calle del Cordón número 2. La Juana sabía que no había hecho nada, pero también sabía que bastaba con que cualquiera al que le hubieras pisado un callo te señalara como rojo para acabar detenido. «A ver si el señoritingo del puchero me ha denunciado porque no ha encontrado el cuadro —pensó la Juana, pero inmediatamente lo descartó porque, de haber sido así, habrían citado a Miguel—. Lo mismo alguien se ha chivado de que me saltaba el control de la Puerta de Toledo para ir a las huertas de Carabanchel. Como no sea algún vecino envidioso de la casa del doctor Castresana… pero no… no creo. A lo mejor no es por nada. Solo por controlar, si no, no me hubieran citado, me habrían llevado directamente. A la Chepa y a su marido se los llevaron detenidos por ir a ver a los fusilados en las tapias de San Isidro… no los citaron». La Juana buscaba en su cabeza algo por lo que alguien se quisiera cobrar un asunto pendiente, pero no encontraba nada por lo que pagar. «Seguro que no es nada, Juana —se repetía una y otra vez—, que se te figuran los dedos huéspedes». Pero se descompuso.

A la mañana siguiente, Juana se presentó en la comisaría de la calle del Cordón con Miguel y con Antoñita de la mano. En los bajos de las casas de alrededor vio la niña, al otro lado de los barrotes de las ventanas, mucha gente apretada. Todos de pie. Muy juntos. En las comisarías de distrito no había espacio para encerrar a tanto detenido, así que se incautaron los pisos cercanos y vacíos para convertirlos en centros de detención provisionales a la espera del destino de los encerrados.

Después de identificarla, el policía se levantó y se fue hacia los archivadores. Abría un cajón, buscaba, cerraba. Abría otro, volvía a buscar… Nada.

—De momento, no aparece la denuncia —dijo el guardia—. Preséntese mañana aquí a la misma hora.

—Pero… ¿Qué denuncia? ¿Por qué me han denunciado? Si no aparece es porque no hay nada contra mí. ¿Por qué tengo que volver? No he hecho nada —dijo Juana con toda la humildad que pudo.

—Usted viene y se acabó. Algo habrá hecho si se la ha citado. A la misma hora.

Dos días más duraron las idas y venidas desde la calle del Águila a la comisaría de la del Cordón. El tercero, quedó detenida.

—¿Por qué? ¿De qué me acusan? —preguntó la Juana con la voz temblona.

—Por roja. Está acusada de denunciar en enero del 37 a un sacerdote que vivía escondido en el bajo de la calle del Olmo.

—¿A un cura? ¡Si yo no conozco a ningún cura! Y en el bajo de la calle del Olmo vive mi madre… ¡Yo no he denunciado a nadie! —Y enseguida cayó en la cuenta—. Ya sé quién ha sido. La Josefa. ¡La portera… por el botellazo!

Juana se atropellaba con las explicaciones. Decía que eso era una venganza, que jamás había denunciado a nadie a los rojos, que la portera de casa no la había perdonado… que le abrió la cabeza con una botella… que le robaba verduras… que acabaron en comisaría… que no pasó nada… que…

—Si no ha hecho usted nada, ya se verá —zanjó el policía—. A mí no me tiene que dar explicaciones. Se queda detenida a la espera de juicio. —Y entonces reparó en Miguel, que permanecía cuajado junto a su mujer—. ¿Y usted quién es?

—¿Yo? Su marido.

—¿Y usted qué ha hecho en la guerra?

—Fortificaciones.

—¿Para los rojos?

—Para los que me mandaban…

—Pues usted también queda detenido.

—¿Qué hacemos con la niña? —preguntó Juana.

—¿Tiene algún familiar?

—Mi madre, la Petra —contestó la Juana.

—¿Y dónde está?

—En la boca del metro de Antón Martín. Pidiendo… es ciega.

Antoñita vio cómo se llevaban a sus padres mientras a ella la dejaron esperando en un rincón a que viniera un guardia que la acompañara hasta Antón Martín. ¿Por qué había dicho su madre que la llevaran con la ciega? ¿Por qué no la dejaban con sus tíos? ¿Adónde se los llevaban?

La niña tenía tanto aprecio a su abuela como el que sentía su abuela hacia ella. Se aterrorizaba solo con verla. Tan siniestra, con los ojos blancos, mirando siempre a ninguna parte, ennegrecida… La única vez que la Juana la dejó con ella mientras hacía un recado, Antoñita se llevó un guantazo de la vieja con la mano mojada que le hizo ver puntitos de colores. Petra estaba lavando en un barreño y la niña enredando a su lado con el agua y el jabón de sebo; Antoñita cambió la pastilla de sitio, la Petra no la encontró al primer tiento y le sopló un sonoro bofetón sin mediar palabra. Por entonces solo tenía cuatro años, pero nunca olvidó el sopapo.

El guardia no soltó a Antoñita de la mano desde la comisaría hasta la plaza de Antón Martín.

—¿Se llama usted Petra? ¿Es la madre de Juana Herrero? —preguntó el policía a la única ciega que vio pidiendo en la boca del metro, sentada en un lateral del primer escalón.

—¿Quién pregunta?

—Soy policía de la comisaría de la calle del Cordón. Su hija ha quedado detenida y le traigo a su nieta. ¿Es usted o no es usted Petra?

—No.

—Señora, no vayamos a tener un problema. La única ciega que hay aquí es usted y se tiene que hacer cargo de su nieta.

—¿Y el Miguel? ¿Por qué no se la llevan a su padre?

—También está detenido.

—¿No ve que yo no me puedo hacer cargo de nadie? —dijo la vieja, levantándose del escalón.

—Es su nieta, señora… Aquí se la dejo. Cójala. —Y el guardia dio media vuelta y se fue mientras Antoñita se quedó agarrada a la ciega y preparada para esquivar el guantazo.

Esperó lo justo hasta ver desaparecer al policía, pegó un tirón de la mano y echó a correr. Antonia llegó sin aliento a la calle del Espino. La otra vieja no estaba en casa, pero una vecina la llevó hasta la calle del Amparo y allí encontró el abrazo de Dora. Antonia contó a su tía la peripecia de aquella mañana. Que sus padres estaban presos, que dijeron que eran rojos, que la llevaron con la ciega, que se escapó…

—¿Y por qué han dicho que los dejaban presos? ¿Por rojos? ¿Así, sin más?

—A mi padre por las fortificaciones, y a mi madre porque ha denunciado a un cura.

—¡Anda ya! ¡Qué va a denunciar tu madre a un cura! Si no se habla con ninguno… —se extrañó la Dora.

—Eso han dicho, no sé… Pero no vayas a preguntar, tía, que te cogen a ti también.

Juana y Miguel permanecieron dos semanas hacinados con otros detenidos en unos bajos incautados en el número 2 de la plaza del Cordón. Las mujeres en unas habitaciones: los hombres, en otras. Dormían de pie, apoyados unos contra otros. Las ventanas permanecían siempre abiertas, pero varios guardias vigilaban que nadie se detuviera en la calle para mirar ni tener contacto con los presos. Desde el día siguiente de la detención, Dora se acercaba cada mañana con su sobrina para intentar ver más allá de los barrotes de los ventanales, sin pararse, a los padres de Antoñita. Si había suerte y Juana y Miguel habían conseguido arrimarse a la ventana, podrían verlos. Pero no la hubo.

Después de diecisiete días de paseos calle arriba y calle abajo, esperando ver a alguno de los dos, Dora apartó el miedo y se decidió a preguntar en la comisaría por su hermano y su cuñada. Antoñita tiraba de ella para que no entrara porque se veía otra vez de vuelta a la boca de metro de Antón Martín de la mano de un guardia.

—Han sido trasladados hace dos días —contestó el policía que la atendió, después de mirar en unos archivadores.

—¿Y me puede usted decir adónde? Si de paso me dice usted por qué, se lo agradecería mucho… es que no sabemos nada de ellos desde hace más de dos semanas.

—¿Cómo que por qué? Por rojos. Miguel Villarreal está en la Provincial de Hombres Número 1, la de Porlier, y Juana Herrero, en la de mujeres de Ventas.

—¿Y eso dónde está? La cárcel de Ventas sé que está en Ventas, ¿pero la otra?

—Pues si la de Ventas está en Ventas, la cárcel de Porlier está en Porlier. ¡Siguiente!

Dora averiguó que la cárcel de Porlier era el antiguo colegio de los escolapios convertido en prisión en el 36. Y, efectivamente, estaba en Porlier, en la calle General Díaz Porlier, la cárcel de la que fueron saliendo los detenidos durante la guerra acusados de fascistas a la misma velocidad que entraron los señalados como rojos desde abril del 39.

A la mañana siguiente salieron temprano y con paso ligero Antoñita y su tía. El paseo desde Lavapiés hasta la cárcel era largo, y luego tenían que intentar llegar a la de Ventas. Dora no quería ponerse en lo peor, pero estaban fusilando a mucha gente, y animaba a su sobrina para oírse en voz alta y consolarse a la vez.

—Ya verás como al final podemos verlos y que no es nada. Es que están preguntando a mucha gente porque es lo que pasa siempre cuando hay guerra. Pero en cuanto terminen de preguntarles, los sueltan.

—¿Tú has estado en muchas guerras? —preguntó la niña.

—Guerra… guerra… no. Pero sé lo que pasa porque me lo cuenta el tío Rafael, que lee periódicos.

—Tía, si a ti te preguntan si eres roja, tú di que no, porque si dices que sí, te van a querer preguntar más cosas. Y di que el tío tampoco.

—Te has quedado bien con lo de «rojo», ¿eh? Pues claro que no somos rojos. Ni tus padres. Somos pobres, pero ni amarillos ni

coloraos, que los colores no nos dan de comer. Y deja de preocuparte tanto por nosotros y piensa en que van a soltar a tus padres, hija.

—Y cuando los suelten… ¿con quién me quedo yo? —Antoñita buscaba arrancarle una promesa.

Tres horas estuvieron esperando en una cola que se extendía por la calle hasta llegar a las cuatro mesas alineadas en el gran vestíbulo del antiguo colegio. Les dijeron que Miguel Villarreal no estaba allí, que preguntaran en la de al lado, en la de Torrijos, porque en Porlier estaban saturados y a algunos presos los habían derivado a esa otra cárcel separada solo por una calle.

—Un momento. ¿A tu padre lo llevaron a la cárcel de Torrijos? Tú siempre me has dicho que estuvo en la que da a la calle Conde de Peñalver.

—Es que Conde de Peñalver antes se llamaba Torrijos. Hija, me lío con las cárceles. Es que estaban las dos juntas, y las dos daban a Conde de Peñalver y a la calle de Porlier. Pero que igual te da. Eran cárceles.

—No me da igual porque en la de Torrijos estuvo Miguel Hernández.

—Y Pepe López, no te digo… ¿Ese quién es?

—Un poeta muy famoso, y en la cárcel de Torrijos escribió uno de sus poemas más famosos, las «Nanas de la cebolla», en septiembre del 39. Hay una placa en la fachada que lo dice.

—¡Anda! Pues mi padre estuvo a la vez, porque entró en mayo. ¿Y a ese poeta por qué lo encerraron?

—Por lo mismo que a todos, por rojo. ¿No te dijo tu padre si lo conoció?

—¿Mi padre? ¿Hacer migas con un poeta? Tú estás tonta.

En la prisión de Torrijos, después de otras dos horas de espera, les confirmaron que Miguel Villarreal estaba encarcelado a la espera de que le tomaran declaración, pero ese día no podrían verle. Los días asignados para sus visitas iban a ser los martes a las nueve de la mañana. Podrían llevarle un paquete con comida, algún artículo para su aseo, algo de ropa y dos mudas.

Se les fue la mañana en localizar a Miguel y aún tenían que llegar a la de Ventas para saber qué había sido de Juana. Menos mal que la Dora había echado al bolso un trozo de tortilla de patata de la noche anterior. Apretaron el paso todo lo que pudieron para llegar a la cárcel de mujeres de Ventas, y, después de otras dos horas de cola solo se encontraron con que a Juana Herrero no se la podía ver. Estaba incomunicada. «Vuelvan la semana que viene. Si quieren, le pueden traer paquete». Dora hizo el camino de regreso en silencio. Al menos estaban vivos, pero Antoñita parecía llevar mejor ánimo que en el de ida. Volvía a casa, con sus tíos.

Cada martes, a las nueve de la mañana, Dora acudía a ver a su hermano con la niña y el paquete. A veces con un peine, otras un jabón de afeitar, la brocha, bicarbonato para los dientes, una tartera con chicharrones, las sobras de un cocido… lo que pillara. Le metía también un pantalón, una camisa y la muda limpios y recogía la ropa sucia de la semana anterior. La angustia era siempre la misma, que le hubiera tocado alguna saca y un día la respuesta fuera: «Lo han fusilado».

Pasaban luego a un largo corredor donde había dos alambradas paralelas que lo recorrían. A un lado, los presos que recibían visita; al otro, los parientes, y, entre las dos verjas, un pasillo ancho por donde paseaban y vigilaban los guardias para que no hubiera nada más que intercambio de gritos. Aquello era un guirigay de cientos de personas intentando entenderse a voces con las del otro lado; queriendo saber, preguntando por la familia, pidiendo que viniera algo en el siguiente paquete… Había que recorrer el lateral de las visitas buscando al otro lado al pariente, pegado a su lado de la verja, y hacerse hueco enfrente de él.

—¡Cómo estás! —Esa era siempre la primera pregunta de Dora a su hermano.

—¿¡Quééééééé!? —respondía invariablemente Miguel.

—¡Que cómo estás! ¡Que si te han dicho algo!

—¡Todavía no me han tomado declaración! ¿¡Se sabe algo de la Juana!?

—¡No! ¡No nos dejan verla! ¡Ahora vamos para allá!

—¡¿Te han dado la ropa sucia?!

—¡Sí! ¡Ahí te he dejado unos chicharrones y cinco cigarros! ¡Y te he traído el peine! ¡No vuelvas a perderlo!

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