Antonia

Antonia


1943, el trapicheo

Página 12 de 27

1

9

4

3

El trapicheo

Fue la Engracia, que sobrevivía cosiendo en casa pantalones para los militares y la Guardia Civil, la que se encargó de enseñar a Antonia a manejar la aguja. La sentaba con ella en el patio y acabó convirtiéndola en una ayudante ojaladera de braguetas a cambio de un jornal de dos reales diarios. Cada tarde, a última hora, Antonia acompañaba a su maestra a un almacén de la Carrera de San Jerónimo para entregar la faena del día y recoger las piezas que había que armar la jornada siguiente. Cuando llegaban a la esquina con Cedaceros, siempre echaba una ojeada hacia arriba y buscaba el mirador de la casa del doctor Castresana intentando adivinar algún movimiento dentro. ¿Quién viviría ahora allí? Y quién pudiera volver a revivir aquellos tres benditos años de guerra que acabaron siendo los más felices. Qué más daban los bombardeos si tenía a su madre y a sus tíos. Todo lo que le faltó en aquel refugio, ahora le sobraba. Hambre. Palizas. Soledad. Abandono.

La zarpa del hambre apretaba a todos los vecinos del 27 de la calle del Águila estrujándoles el ingenio para sacar algunas pesetas con las que trapichear en el mercado negro y conseguir algo más que la escasa bazofia que facilitaba el racionamiento…, aunque a veces conviniera esconder la moral en el fondo de un bolsillo. La Encarna, amiga de Antonia y de su misma edad, vecina del primer piso, era de las que tenía la honradez instalada en las tripas y, según sonaran más o menos, la virtud iba y venía. Vivía con sus padres y una vieja a la que le habían alquilado un rincón de la casa. La abuela andaba casi todo el día en la calle, pidiendo, y a cambio de un pago semanal, le permitían alojarse en el cuartucho familiar con su jergón y un pequeño baúl en el que atesoraba unas escasas posesiones que la Encarna se encargó de mermar. Un día un mantel, otro día una manta…

La Encarna le pedía a veces a su amiga Antonia que le guardara tal o cual cosa durante unos días, y a cambio le pagaba de vez en cuando una merienda. Antonia nunca preguntaba de dónde sacaba todo aquello ni por qué tenía que guardárselo, hasta que un día oyó a la vieja dando chillidos y llorando en el patio porque le habían robado una manta.

No dijo nada, pero agarró la manta, y mientras el lío seguía en el patio, entró en la casa de Encarna y se la tiró a la cara. «¡La has robado! ¡Pues te la guardas tú… y se la devuelves a la vieja!». Dio media vuelta y bajó corriendo al patio para unirse al alboroto, momento que aprovechó la Encarna para entrar a casa de Antonia y colgar la manta detrás de su puerta. Pero la vio desde abajo, justo cuando los vecinos estaban hablando de llamar a la Policía.

Subió de dos en dos los escalones, entró en su casa y desde el corredor se asomó al patio con la manta extendida y, a voces, atropellándose con las explicaciones, les contó a todos que la había robado la Encarna, que ella se la guardó porque no sabía de quién era, que se la devolvió cuando lo supo y que su vecina se la volvió a meter en casa. Antonia ya no iba a cargar con más culpas de nadie; ni de ratas ni de vecinas. La Encarna acabó confesando que también le había robado un mantel a la vieja, pero que ese estaba empeñado y había perdido el resguardo.

Y es que no había forma de defender la propiedad privada en el 27 de la calle del Águila. Cada vecino podía entrar en casa de los demás metiendo la mano por los agujeros de las destartaladas puertas y corriendo el cerrojo. Ni antes ni después del episodio de la Encarna, nadie empleaba esfuerzos en proteger lo poco que tenían, porque costaba más arreglar la puerta que lo que se pudieran llevar, pero se demostró que cualquier miseria servía a los intereses de la ratera.

Miguel vio desaparecer una bota de vino bien curada que colgaba de un clavo de la pared a la derecha del fogón, y su hija volvió a pagar el pato. De nada sirvieron los lloros y los juramentos, ni que Antonia insistiera en que cualquiera podía haberla robado porque cualquiera podía entrar en la casa. Le pudo la rabia y, en mitad del ataque de ira, se arañó la cara. Hecha un Cristo se la encontró la Domi cuando subió desde el patio alertada por los gritos. La curó como pudo, pero Antonia quedó señalada para unos cuantos días y solo encontró consuelo por esta nueva acusación, como siempre, en los brazos de su tía Dora.

Tuvo que pasar tiempo para que, como consecuencia de otro robo, se descubriera a la que había birlado la bota.

La máquina de coser de la Engracia apareció un día sin la canilla, una pieza fundamental sin la que la pantalonera no podría cumplir con el encargo del día. La ladrona esperó a que la dueña saliera a uno de sus recados para colarse en la casa y robar la pieza, sin tener en cuenta a un testigo con el que no contaba. La Engracia, tras perder a su marido en la guerra, había quedado preñada no se sabía de quién, y aquella niña de apenas dos años asistió a toda la maniobra de la ladrona.

Cuando la Engracia fue a echar mano de su máquina y vio que faltaba la canilla, sus maldiciones se oyeron en la Puerta de Toledo, y fue la niña la que, con su lengua de estropajo, le dijo que había sido la Encarna: «Se la ha metido aquí…», decía la cría, señalándose con la manita en el pecho.

Cuando llegó Antonia se encontró en el patio un revuelo de mil demonios, con la Encarna negando el robo y reculando, la Engracia con su hija en brazos y queriendo enganchar de los pelos a la ladrona con la mano libre mientras las vecinas la frenaban, y con la niña dale con la manita y con que se la había «metido aquí…».

—¡Es que tengo hambre! —acabó confesando otra vez la Encarna.

—¡¿Y los demás no?! ¡

Japuta! —le gritaba la Engracia—. ¡Que me dejo los ojos haciendo pantalones! ¡Recoge cartón, como tu madre! ¡Yo te mato como vuelvas a entrar en mi casa a robarme el pan de mis hijos!

—¡Pues deja de tener hijos, que de la chivata no conoces ni al padre! —siguió empeorando las cosas la Encarna.

La Engracia le pasó la niña a la Paca y ya nadie pudo impedir que le echara mano al moño, la tumbara y la dejara medio desnuda en el patio buscándole la canilla por debajo de la camisa. Y la encontró. La Encarna pataleaba y seguía con la pejiguera de que tenía hambre, cuando terció Antonia.

—¡Oye! ¿No habrás sido tú la que se llevó la bota de mi padre? ¡Porque después de que te mate la Engracia te mato yo!

—La empeñé… —dijo la Encarna, hipando y aún tirada en el suelo mientras la reunión se disolvía.

—Tú la empeñas y la paliza me la dan a mí… Pues luego se lo dices a mi padre y te las apañas para devolvérsela —dijo Antonia, ya más calmada y ayudándola a levantarse—, que me las llevo todas. Cuando no es la rata eres tú, y cuando no, la Rosita.

—¿Qué te ha hecho la Rosita? —preguntó la Encarna mientras se abrochaba la camisa.

—Pues otra… que parezco la tonta del barrio. De los cascos de botellas que recoge su madre por la calle, le quitaba los mejores, los de coñac, y cuando la pilló, la Rosita le contó que yo le di la idea porque las botellas de coñac las pagan a quince céntimos.

—Joder con la Rosita, y parecía tonta.

—Su madre vino como una fiera a decirme que dejara de incitar a su hija a robar. Cuando la pille se va a llevar dos

guantás, por meterme a mí en sus líos, que parezco el pito del sereno.

—Cómo son algunas, de verdad…

— …

Y Antonia se quedó con ganas de soltarle un sopapo a la Encarna, pero, total, los arañazos de la cara ya habían cicatrizado y no dejaron señal.

Solo un par de veces se buscó ella sola el palizón. Había encajado tantos por culpa de otros, que estaba dispuesta a llevarse alguno más, pero sacándoles beneficio. La barrita de pan que cada día recogía en los ultramarinos del señor Manolo no le hacía ni cosquillas en el estómago y decidió recurrir a Silvia, la estraperlista del barrio, para ver cuánto le daba por los siete cupones del pan de la semana. Los cuarenta céntimos que sacó los empleó en comprar una barra de pan blanco con la que corrió hasta el puesto callejero de la Ramona en la calle Arganzuela para que, con los céntimos que sobraron, se la rellenara con gallinejas y entresijos recién fritos. Sentada en el poyete de la Fuentecilla, donde manaba el agua más fresca de Madrid, Antonia se comió el mejor bocadillo de su vida. Saboreándolo, cerrando los ojos en cada mordisco y regándolo con traguitos de agua arrimando el morro al caño.

Apenas había terminado de limpiarse con la manga las últimas miguitas de la boca, cuando oyó los gritos que venían desde el número 4 de la calle Calatrava. Algo había pasado frente a la pescadería del crimen.

Saltó del poyete, cruzó la calle Toledo y se hizo hueco entre el remolino de gente que rodeaba en el portal a una vecina trastornada que no paraba de gritar. «¡El pescadero ha matado a su cuñada! ¡Que vengan los guardias! ¡Que la ha

matao!».

¿Otro muerto? ¿Otra vez el pescadero?, pensó Antonia. En esa calle mataban mucho.

Meses antes nadie dejó de enterarse en el barrio de la desgracia de Manuel, un niño de nueve años que fue sorprendido robando una sardina por uno de los hermanos que regentaban la pescadería del número 5 de la calle Calatrava. La patada que le dio en la cabeza con el zueco de madera dejó al chaval en el sitio y con el arenque todavía en la mano, pero el agresor era falangista y la muerte de Manuel quedó sin consecuencias para el asesino. La única secuela fue el nombre con el que acabó bautizado el establecimiento: la pescadería del crimen.

Frente a ella, en el número 4, vivían los dos hermanos pescaderos, uno de ellos casado con una guapa moza deseada por su cuñado. Aquel sábado, los dos pescaderos acudieron juntos a la boda de un familiar y la mujer se quedó en casa, circunstancia que aprovechó el cuñado para despistarse de la celebración y, envalentonado por el vino, regresar a la calle Calatrava para conseguir por las malas lo que no lograba por las buenas. La mujer se resistió a mordiscos, y su pariente, con el orgullo herido y la entrepierna dolorida, bajó a la pescadería a por uno de sus cuchillos.

Mientras Antonia se zampaba su bocadillo de gallinejas sentada en la Fuentecilla, el mismo pescadero que había matado a Manuel de una patada asesinaba a la mujer de su hermano.

Cuando llegó a la calle del Águila con la noticia del nuevo crimen y el buche lleno, Miguel todavía no se había enterado de la venta de los cupones, pero cuando lo supo, la tunda no llegó. Al fin y al cabo, los siete cupones que había vendido eran los de su cartilla de racionamiento, no de la de Miguel, y su padre se limitó a decirle que allá se las apañara sin pan toda una semana.

Y así fue. Pan para hoy y hambre para mañana, porque al día siguiente solo quedaba el recuerdo de las gallinejas, los cotilleos en torno al crimen y sus tripas haciendo ruido y pidiendo más.

El gusto que le dejó el bocadillo la animó a dar el siguiente paso. Esta vez no vendería los cupones; por las cartillas le darían más. Regateó lo que pudo con la estraperlista, pero no consiguió sacarle más de una peseta. Otro atracón de gallinejas y, ahora sí, llegó la paliza.

Miguel acudió a Dora para contarle el desastre, porque la venta de las dos cartillas les dejaba sin el racionamiento para los restos. Quizás su hermana, que seguía trapicheando con el estraperlo de tabaco, conociera a la aprovechada.

—Porque como no recupere mi cartilla, te juro que la mato —le dijo Miguel a la Dora—. Es igual que su madre, va a lo suyo.

—Por Dios, Miguel, que es una niña. Tiene hambre, está sin madre y tú estás más tiempo en la taberna que ocupándote de ella. La tienes molida. Me la voy a tener que traer conmigo, porque lleva en su cuerpo más cardenales que los que tienen en Roma.

—De eso nada. Mi hija se queda en casa y la enderezo. Y ya sabes, si te la quieres traer, me vengo con ella. No voy a quedarme solo.

—Eso… para que tengas en quien desahogar tu mal vino. Voy a ver si encuentro a la espabilada que se ha quedado con las cartillas, pero como vuelvas a señalar a Antoñita, soy yo la que te parte el alma.

La Dora agarró a Antonia de la mano y se fue a por la tal Silvia para cantarle las cuarenta. Le dijo de todo menos bonita. Que se había aprovechado de una niña hambrienta, que parecía mentira que se valiera de la necesidad de otros, que la peseta que le había dado por las cartillas era una mierda… «¡Y me las devuelves ahora mismo! ¡O te denuncio, aunque también me cueste a mí ir

pa'lante!».

La estraperlista aceptó el trato a cambio de recuperar su peseta, Dora rescató las cartillas y el hambre reconquistó a Antonia.

Tuvo que recurrir a su anterior rutina de madrugar y esperar con los otros chiquillos del barrio a que llegara el camión con los víveres hasta la antigua churrería del señor Castor, en la misma calle del Águila. Desde que acabó la guerra, nunca más volvieron a ver al churrero pringado de harina y con su mandil blanco. Estrenó camisa azul con su yugo y sus flechas bordadas a la altura del corazón y el local pasó a ser del Auxilio Social, donde Antonia hacía cola con la escudilla en la mano a la espera de que le sacudieran con un golpe seco de cazo una masa compacta de judías con arroz.

Siempre judías blancas con arroz.

El camión llevaba por las mañanas lentejas, patatas, bacalao en salazón, cebollas, leche en polvo, sémola, repollos, habas, orejones… y la chiquillería estaba atenta por si en la descarga se rompía un saco y rodaban por el suelo unos cuantos garbanzos que recogían a la carrera. Pero siempre daban judías blancas con arroz, lo único que se cocía en aquella antigua churrería, porque los mismos víveres que se descargaban por la mañana salían de noche en motocarros camino del mercado negro.

Con el tiempo dejaron de ver por allí al señor Castor. Comenzó a ocuparse de sus tiendas de muebles y a comprar fincas que le llevaron a un barrio mejor.

Para Antonia había llegado el momento de conseguir un trabajo que le proporcionara algo más que la miseria que le daba la Engracia por hacer ojales en las braguetas casi todas las horas del día. Con trece años y el oficio que le enseñó la pantalonera, ya podía bandearse como aprendiza en algún taller de costura. Comenzó a recorrer sederías, donde los talleres de sastras y modistas colocaban anuncios reclamando principiantas, aunque siempre tenía que pedirle a alguien que le leyera la dirección.

Se colocó en un taller de la Cava Baja, donde demostró darse muy buena maña con los ojales, sobrehilando bordes y picando cuellos y solapas de las chaquetas para fijar la entretela. Una con cincuenta le pagaban al día. Toda una fortuna comparada con el salario de la Engracia.

Era minuciosa y seria, y cumplía con todo lo que la encargaban sin rechistar. «Antonia, haz esto». «Antonia, haz lo otro». «Antonia, barre». «Antonia, vete a llevar la piedra de afilar agujas a la sastrería de la plaza de Cascorro». Cuatro días llevaba en el taller cuando una de las oficialas la envió con aquella pesada carga envuelta en un paño negro. Fatigada a veces con el peso entre los brazos, a ratos echándoselo a la espalda, parando cada cuatro pasos, Antonia llegó baldada a la sastrería de Cascorro.

—Vengo del taller de la Cava Baja —dijo Antonia sin resuello.

—¿Qué traes ahí? —preguntó la encargada de la sastrería.

—La piedra de afilar agujas.

La encargada apenas disimuló una sonrisa y miró con complicidad a las dependientas de la tienda. Todas bajaron la vista, apretando los labios para que no se les escapara una carcajada que desbaratara la novatada. «Ya no necesitamos la piedra —dijo la encargada—. Devuélvela al taller por si acaso les hace falta allí».

A la niña le empezó a temblar el mentón, pero, aguantando las lágrimas, cargó de nuevo con el bulto y salió de la sastrería sin decir nada. Apenas había perdido de vista la tienda, desenvolvió el paño y vio dos vulgares piedras que dejó tiradas en mitad de la calle.

—¡He venido aquí a aprender a coser, no a que se rían de mí! —fue lo primero que dijo Antonia nada más entrar por la puerta del taller, llorando y enrabietada.

—¿Dónde están las piedras? —preguntó la oficiala.

—En su sitio, en la calle. Las he tirado.

—¡Cómo que las has tirado! ¿Y el paño?

—También. Quiero mi jornal, que me voy.

—¡Qué poca correa, niña! Pues si te vas, te descuento el paño, que era de buen género.

—¡Y una mierda me va a descontar! ¡De mí no se ríe nadie! ¡Estoy harta de que todos me tomen por tonta! ¡Si quiere el paño, se va a buscarlo a Cascorro, y a mí, o me paga lo que me debe o se acuerdan de la Antonia! ¡Y no me llame niña!

—Vale, fiera… vale. Pero hay que saber aguantar una broma.

El escándalo del taller provocó que apareciera el encargado, que intentó convencer a la aprendiza para que no se fuera, a la vez que abroncaba a las oficialas por haberse cebado con una niña de trece años y por perder el tiempo con guasas. Antonia siguió reclamando su paga entre lágrimas y no aceptó quedarse. Su corta vida había sido una pesada burla. Ni una más.

«¡Que se vayan todos la mierda! ¡De mí no se ríe nadie más! ¡¿Me han oído?! ¡Nadie!», fue lo último que le oyeron cuando abandonó el taller con su jornal del día en el bolsillo. Y siguió relatando por la calle. «¿Qué se han creído? ¿Que la Antonia es tonta? ¡No te digo! ¡Mi prima con las coletitas, la Encarna cargándome el muerto, el borracho de mi padre, la Rosita… hasta las ratas se ríen de mí! ¡Pues se acabó!».

En el taller lamentaron perder una buena aprendiza, pero Antonia salió tan dolorida como orgullosa por no haberse dejado pisar una vez más. Con las piedras dejó tirada a la niña apocada, y entre las pesetas de su primer jornal se coló una desconfianza que ya no se pudo sacudir de encima.

Encontró hueco en otro taller de la calle Jardines, donde aprendió solo un poco más de oficio en los ratos que le dejaban la escoba, el estropajo, los recados y el fogón. Cansada de ser criada más que aprendiza, agarró el canasto de las chufas y se empleó en un tercer taller de la calle Bailén donde duró apenas un mes, en cuanto la sastra le ordenó que le lavara los trapos del periodo. «¡Oiga! ¿Que todavía no me ha venido a mí y ya tengo que lavar los de otras? ¡De eso nada! ¡Vaya usted a hacer gárgaras!». Eso de «hacer gárgaras» se lo oía mucho a su tía Dora y estaba deseando soltárselo a alguien.

Pasó por dos o tres más, y en ninguno dejó de sacar una enseñanza más para el taller siguiente. Pespuntes, fruncidos, jaretas, hilvanes, dobladillo, corte al sesgo…

La siguiente búsqueda la hizo con su amiga Paca, de pocas luces y escasa habilidad con la aguja, pero ya se ocuparía Antonia de enseñarle y tapar sus carencias a cambio de sentirse acompañada en esos talleres regentados por tantos aprovechados.

Acabaron las dos en la calle Sombrerete, en el local de un maestro sastre que siempre trabajaba con una lata a sus pies. Bajo la mesa donde cortaba los trajes, el maestro arrojaba a ese bote que en su momento guardó anchoas en salazón, los restos de los hilos, los recortes pequeños de tela… y algo más.

Cuando las oficialas terminaban su jornada, Paca y Antonia tenían que barrer, recoger el taller, vaciar la lata y dejarla con agua para el día siguiente. Paca le dijo un día a Antonia que ella no volvía a vaciar la lata.

—¿Por qué? —preguntó Antonia.

—Porque escupe… y el maestro está del pecho.

—Anda que me lo has dicho…

—Te lo digo ahora. Yo no la vacío más. Si quieres, hazlo tú.

—Vas lista. Para que me lo pegue a mí…

La tuberculosis se cebaba en Madrid y Antonia no estaba dispuesta a acabar en un sanatorio de pobres. La lata se quedó como estaba y las dos principiantas esperaron a la mañana siguiente la bronca de la esposa del sastre.

—¿Y esta lata? ¿Qué hace aquí sin vaciar? Tiradla ahora mismo —les ordenó la mujer.

—Tírala tú —le dijo Paca a Antonia, dando un paso atrás.

—Yo no la tiro.

—¡Cómo que no! —se revolvió la mujer, puesta en jarras—. ¿Y eso por qué?

—Porque su marido está enfermo y escupe.

—¿¡Que mi marido está enfermo?! ¡Fuera del taller ahora mismo! ¡Fuera!

Y vuelta a buscar a las sederías. La siguiente parada fue en la calle del Arenal, donde encontraron trabajo en un piso lúgubre donde un matrimonio cheposo se había especializado en la confección de sotanas y casullas. Acostumbradas al bullicio de los talleres, cada hora con aquella pareja ennegrecida se les hacían dos; tenían prohibido hablar si no era para consultar algo que tuviera que ver con la costura, y una parada para acudir al retrete requería pedir permiso. A Paca y Antonia las sotanas les amedrentaban aun sin tener un cura dentro y coser en medio de un silencio tan tétrico provocaba que, cada vez que sonaba el timbre, un brinco les despegara el culo de la silla. Eran los sacerdotes, que acudían a realizarse las pruebas.

—Yo no subo —le dijo una tarde la Paca en el mismo portal de la calle Arenal—. Esos dos me dan miedo.

—Pues yo no subo sola —contestó Antonia—. Si tú no vas, yo tampoco.

—Por lo menos, sube a cobrar lo que nos deben…

—Qué lista. Y doy yo la cara, ¿no?

—Es que son dos pesetas…

—Pues subimos las dos a pedirlas y nos despedimos.

—Yo no subo.

—Pues yo tampoco.

Pero dos pesetas eran dos pesetas, y tres días después, un sábado por la mañana, se armaron de valor y fueron a reclamarlas. No pasaron de la puerta. Todo lo que se llevaron fue una sarta de insultos por parte de la mujer, a la que, cuando corrían escaleras abajo, todavía la oían gritar «¡Sinvergüenzas! ¡Nos habéis dejado colgados! ¡Rojas! ¡Que sois unas rojas!».

La sociedad acabó disolviéndose y cada una buscó nuevo oficio. Paca se fue con su madre a vender cebollas a un puesto del mercado de la Cebada, y Antonia encontró un trabajo de chiripa uno de los días que la avisaron para que fuera a recoger a su padre a la taberna. Estaba, como de costumbre, intentando mantener la verticalidad, encajado en el rincón entre la barra y la pared, y con toda la pernera izquierda del pantalón empapada. Se había vuelto a mear encima.

A punto de salir de la tasca, cargando con aquel borracho como podía, un parroquiano amigo de su padre le dijo que en el taller de ebanistería donde trabajaba su hija buscaban a una aprendiza barnizadora.

—¿Cuánto pagan? —preguntó Antonia, aún sujetando a Miguel.

—Siete pesetas al día, creo… —contestó el hombre.

—¡¿Siete pesetas?! —Y en ese momento soltó el paquete—. ¿Dónde es? ¿Adónde tengo que ir?

—Al Portillo de Embajadores. Vete a la ebanistería del maestro Eduardo Anero y pregunta por Pepe, el oficial. Dile que vas de mi parte. Y recoge a tu padre, que casi se abre la cabeza. Menos mal que va como va…

Miguel amaneció a la mañana siguiente con un moratón en el pómulo derecho, pero nunca supo por dónde le vino el golpe.

Antonia se esmeró con su nuevo oficio. Comenzó dando cera a los cajones hasta que tuvo maña para empezar a dar aceite a la madera, a lijar, a saber el tiempo justo que necesitaban permanecer los listones sumergidos en laca, a barnizar con muñequilla… Ella preparaba las piezas y Pepe, el oficial, ensamblaba el mueble. Lástima que el taller ardiera, porque allí la trataban bien, aunque las enseñanzas que se llevó bien aprendidas le sirvieron para encontrar otro puesto de barnizadora en Ebanistería Martínez. El fuego también consumió aquel trabajo.

—¿Ardían o las quemabas tú? Porque trabajas en dos ebanisterías y las dos arden… no sé qué pensar.

—¡Qué las voy a quemar yo! Si es que antes se trabajaba como se trabajaba. Los barnices, las maderas, el serrín… todo era muy inflamable, y los oficiales fumaban en los talleres. También estuve en otra que no se quemó, al menos mientras yo trabajé allí.

—¿Dónde?

—Cerca de Lavapiés. En el taller de don Ángel Romero, que hacía muebles de oficina muy finos.

—Pues sacaste buenos cuartos entre unas cosas y otras.

—Para lo que me lucía. Todo me lo quitaba el cabrón de mi padre. Apenas podía sisar un poco para irme a la verbena con la Encarna o a tomarme una horchata con la Paca. Todo lo que ganaba con las fachadas y en Vista Alegre él se lo bebía y se lo comía; y con lo mío, bebía más y comía mejor. Hasta que me harté y me metí al estraperlo.

—¿Es que volvió al toreo? Eso no me lo habías dicho.

—Qué va… A la última que toreó fue a la rata que le robaba la comida. Iba los domingos a sacarse unas pesetas a Vista Alegre de arenero, pero tuvo que dejarlo cuando le pilló un toro asistiendo al don Tancredo. ¿Te cuento o no te cuento lo del estraperlo?

—¿Qué toro? ¿Qué Tancredo? ¿Cuándo fue eso?

—Antes de meterme a estraperlista.

Ir a la siguiente página

Report Page