Antonia

Antonia


1947, novio

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Novio

Dora y Rafael se deslomaron en mil faenas buscando dinero hasta reunir la fianza de Meli, y Antonia puso todo lo que pudo de su parte para librar de la cárcel a la gamberra de su prima. Como estraperlista sacaba buenos cuartos, pero los repartía con su tía Dora.

Aunque el estraperlo al menudeo estaba relativamente consentido —bien sabía la Policía que era la única forma de subsistencia de los más miserables—, de vez en cuando se hacían redadas para cubrir las apariencias. Antonia olía a los guardias de paisano de lejos, pero no le llegó el tufillo de aquel hombre que se le acercó a mediados de enero interesado en comprar unas sábanas. Lo guio hasta la Silvia y allí esperó a que se cerrara el trato para recibir su comisión.

Se las llevaron a las dos. Aquel día hubo redada en el Rastro.

Las encerraron en un calabozo de la temida Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, pero la Silvia salió a las dos horas y recuperó todo el género que le incautaron. El padrino de su hijo era jefe de Policía en la comisaría del Rastro, de ahí la impunidad con la que trabajaba desde hacía años. «No te preocupes —le dijo a Antonia cuando se iba—, que lo arreglo y te saco hoy mismo», pero nunca más se supo de la Silvia. Lo único que hizo por ella fue correr la voz de que estaba en la DGS para que alguien se ocupara de sacarla. Solo su amiga Manuela lo intentó.

Buscó por las tabernas a Miguel hasta que dio con él.

—Señor Miguel, necesito que me dé la cartilla de racionamiento de su hija. La han cogido con el estraperlo.

—¿Y te crees que presentando la cartilla la van a sacar? —se recochineó Miguel, sin siquiera preguntar dónde estaba su hija.

—No. Es para hacerle un paquete y llevárselo.

—Pues si la ves dile una cosa de mi parte: que se coma los pelos. ¿Me has oído bien? Que no hubiera abandonado a su padre. Hala… aire.

Los cuatro días que pasó en la Puerta del Sol fueron llevaderos. Tuvo la suerte de que uno de los cocineros se fijara en ella durante el reparto del primer rancho. La vio tan aterrorizada en una esquina del calabozo, sentada en el suelo y con la cabeza entre las rodillas, llorando… tan jovencita…

—Eh… ¿cuántos años tienes, niña?

—He cumplido diecisiete en Reyes —dijo entre hipos.

—¿Estraperlista?

—Sí, señor.

—¿Sabes pelar patatas?

—Sí, señor.

—No llores, que ahora vuelvo.

Algo de mano tenía el cocinero con los guardias, porque los convenció para llevársela de ayudante mientras llegaba su orden de traslado y con el pretexto de que había dos subalternos enfermos. Comió bien durante tres días y la dejaron dormir en un camastro allí mismo, en un cuartucho junto a la cocina que, al menos, no tenía rejas.

—Tuviste suerte.

—Dentro de lo que cabe, sí. Le di pena. Es que no sé por qué a la Silvia y a mí nos llevaron allí, porque a la DGS iban sobre todo los presos políticos. Menudas palizas les daban.

—¿Viste algo?

—Algo vi, pero me daba miedo mirar. Yo iba a los calabozos con el cocinero y empujaba un carro mientras él repartía unas cazuelas por las celdas. Una vez vi un cuarto que estaba abierto porque estaban limpiando mucha sangre del suelo. Había dos anillas que colgaban del techo, como si hubieran tenido a alguien ahí colgado. Pero lo que más miedo me daba eran los gritos que salían de detrás de las puertas. Murieron muchos ahí abajo.

—Una pena que no pudieras pasar allí toda la condena.

—No lo sabes tú bien.

Al cuarto día llegó su orden de traslado a la cárcel de mujeres de Ventas para cumplir con los diez días de prisión que se imponía a los estraperlistas de poca monta. Diez días eternos en los que no se pudo sacudir el pánico ni el recuerdo de su madre. En alguna de aquellas celdas a la Juana se le empezó a ir la vida; por esos mismos pasillos se perdieron sus firmes zancadas; en alguna de las salas apartadas comenzó a buscarla la muerte; por el patio arrastró sus raídas alpargatas… Su madre había estado allí, y allí mismo la perdió.

Recuperó una imagen que creía olvidada, unas marcas que un día vio de refilón en los pezones de su madre cuando apenas habían pasado dos días de su puesta en libertad. Supo después que eran las señales de las descargas. «Que no me hagan nada, por favor, que no me hagan nada. Por favor… por favor… que no me hagan lo que a mi madre». Lo repetía en bajito, acurrucada en un rincón, para que las otras siete presas no la oyeran. Quería hacerse invisible ante aquellas mujeres que buscaban desafiantes la mirada, pero no permitían que nadie se la sostuviera. Las peleas entre ellas eran constantes y dos o tres parecían marimachos. Las otras lo eran. «Que no me miren, por favor, que no me miren. Que no me toquen».

Solo se sentía segura cuando podía confundirse entre la masa del patio o del comedor. Nunca más pasaría por aquello.

Recuperó algo de ánimo al quinto día, con la visita de su tía Dora.

—No tenía mucho, hija, pero te he dejado en el paquete una muda y unas sardinas arenques. ¿Pasas hambre? Estás muy desmejorada.

—Tengo más miedo que hambre, tía. En la celda me han tocado unas «tortis» muy peleonas.

—¿Pero te han hecho algo?

—Todavía no, pero no duermo por si acaso. Creo que me he librado porque una de ellas conoció a la prima Meli. ¿Quién te ha dicho que estaba aquí?

—La Manuela. Como hacía varios días que no venías por casa, me acerqué a la calle del Águila. La muchacha intentó traerte algo, pero el cabrón de tu padre no le quiso dar la cartilla.

—Estarás harta de tanto venir a Ventas. Esto parece tu segundo barrio. ¿Cómo está el tío? ¿Y la prima?

—Ahí anda… arreglando algunos muebles por su cuenta. Ahora está yendo dos días por semana a una ebanistería de Fuencarral, pero no hay forma de salir del hoyo. Tu prima lo tiene desesperadito. Ya está liada con otra, con una que trabaja en Almacenes Simeón. Una tal Juanita. Digo yo que será esa, porque siempre está que si Juanita esto, que si Juanita lo otro, que si Juanita es muy culta, que si Juanita es contable… Y no veas cómo viste. Se lo sacará la Juanita esa del almacén. La muda me la ha dado ella.

—¿Y la Isabel?

—Esa voló con los cuartos de tu prima. Bueno, hija, ten cuidado aquí dentro, que solo te quedan cinco días. No creo que tenga para traerte otro paquete, pero ya veré si rasco algo.

—No te preocupes, tía. Pero en cuanto salga, yo no vuelvo al estraperlo, aunque me muera de hambre. Me meteré a servir.

—Lo que sea, Antoñita, pero no cojas el camino de tu prima.

Febrero del 47 marcó el final de la experiencia estraperlista y el principio de la servidumbre como externa en la casa de un militar de la calle del Arenal. De ocho de la mañana a diez de la noche, de lunes a sábado, Antonia fregaba, planchaba, cosía, cocinaba, ponía mesas, quitaba mesas y hacía la compra para aquel coronel con tres hijos, esposa y suegros. El sueldo no era para lamentarse y las sisas en el mercado le permitieron sobrevivir con más soltura. Ya comía caliente todos los días; y tenía zapatos para los domingos; y hasta pudo comprarse un pintalabios y encargarle su primer vestido a la Engracia para estrenarlo en junio, por su santo. No hubo oportunidad. Lo colgó tras la puerta de la Manuela, y cuando volvió el viernes por la noche de trabajar, solo quedaba una desnuda percha.

—Te juro que yo no he sido, Antonia —le insistía la Manuela mientras Antonia no dejaba de llorar—. También se han llevado dos latas de sardinas y un huevo. Y la Encarna tampoco ha sido, porque estábamos las dos con la Paca en la verbena de San Antonio. Por cierto, felicidades, que es tu santo.

—¡A la mierda mi santo! Para lo que me sirve… ¡Hay mucha choriza en esta vecindad! —gritaba Antonia en el patio—. ¡Hace falta ser cabrona para robarle a un pobre!

El domingo se la llevó la Encarna al Retiro para que se le fuera el disgusto. Por eso, y porque pasear junto a la guapura de Antonia aseguraba el piropo y, con un poco de suerte, una horchata gratis. No es que Antonia tuviera mucha labia con los chicos, pero del palique ya se encargaba la Encarna. Aquella misma tarde no solo sacaron la horchata, porque la charla con dos chavales de muy buen ver se alargó hasta casi entrada la noche y hubo que refrescarla con unos granizados de limón. Tenían un pico gracioso, y consiguieron comprometer a las chicas para el domingo siguiente.

Y los encuentros continuaron de domingo en domingo, entre horchatas, barquillos y granizados; entre paseos en barca y ratos tontos dando de comer a los patos. Manuel le había echado el ojo a Antonia desde el primer día. Estudiaba arquitectura en Madrid y su familia era dueña de dos cortijos en Sevilla. Le hablaba de sus caballos, del coche que conducía, de las fiestas a las que iba… Mal asunto.

Cuando la Encarna fue a buscarla una de aquellas tardes de domingo para ir al encuentro de sus novios, Antonia dijo que no iba.

—No me fío, Encarna.

—Mujer, si son muy educados. Y universitarios… y tú le gustas mucho al Manuel, que se nota.

—Por eso no me fío. ¿Qué va a querer de mí un universitario? Pues aprovecharse.

—Hija, no puedes ir con la escopeta levantada toda la vida. Así no te sale novio. ¿Qué pasa, que porque sea estudiante ya es un aprovechado? Y anda que no es guapo…

—Soy analfabeta, he estado en la cárcel por estraperlista, trabajo de fregona… ¿Qué te crees tú que busca? En cuanto lo encuentre, adiós muy buenas. Ya te lo digo yo.

—Pues lo mismo no… a lo mejor te saca de pobre y te enseña a leer. ¡Por Dios, Antonia, que tiene hasta un «Haiga»! Vamos, mujer, que si tú no vas, qué hago yo con el amigo que se traiga.

—Ni «Haiga» ni leches… que no me fío y se acabó. Nadie con esa clase se puede fijar en mí para algo bueno.

—Pues si tú no vas, yo tampoco. Al fin y al cabo, siempre voy de carabina.

—No fastidies… ahora resulta que mi padre podría haber sido un arquitecto terrateniente de Sevilla.

—Pues no, porque tu padre es el que es. Si hubiera sido otro, ya no serías tú, so espabilada.

—También es verdad. ¿Pero le viste algo raro? ¿Te metió mano?

—¡Qué me va a meter mano! Era educadísimo y muy culto. Decía que me quería llevar a Sevilla, pero me acobardé. Creía que todo el mundo quería aprovecharse de mí. Yo siempre iba con la Encarna para no estar sola con él, pero cuando me pidió que saliéramos solos, me asusté.

—Para mí que dejaste escapar un buen partido, aunque yo hubiera salido perdiendo. ¿Y qué coche tenía?

—Pues ya te digo, un «Haiga».

—Un «Haiga» no es un coche, es como los pobres llamabais a los coches. Seguro que él no te dijo eso del «Haiga».

—En realidad, decía automóvil, y yo pensé que, como era rico, sería un «Haiga». ¿No era una marca?

—No. Cuando empezaron a aparecer los nuevos ricos con el estraperlo y con lo que choriceaban en el Auxilio Social, lo primero que hacían era comprarse un coche, «el más grande que

haiga», decían. Y con «Haiga» se quedó.

—Mira tú. Toda la vida creyendo que un «Haiga» era una marca, como la Mercedes. Pues entonces el del sevillano no sería un «haiga» porque era rico de familia. Pero era bajito.

—¿El «Haiga»?

—No, el Manuel. ¿Has visto qué bien han quedado las puertas del armario?

El único recuerdo que quedó de aquel pretendiente fue una foto que le hizo un fotógrafo ambulante del Retiro. Manuel quería que se la hicieran juntos, pero Antonia dijo que no por si le daba pie a pensar que ya eran novios. Se las hicieron por separado y cada uno guardó una copia. La de él la acabó perdiendo, pero conservó como oro en paño la suya, con los labios muy pintados y unos pendientes de bisutería que le regaló Manuel aquel mismo domingo, el último que le vio. El primer novio que tuvo a la vista pasó a la historia sin llegar a serlo.

Antonia se centró en tener contenta a la familia que servía para que no le faltaran sisas con las que sobrevivir. Siempre iba al mercado de la Cebada, porque la conocían bien y la despachaban mejor. Era guapa, alta, delgada; con una cinturita que traía loco a más de un tendero. Siempre muy limpia, con su raya en medio y su pelo bien recogido y brillante de tanto aclararlo con vinagre.

Goyo, el frutero, sabía que si le entraba directamente no iba a llegar a ninguna parte con aquella chica tan poco habladora. Y buscó otras mañas. Con Goyo trabajaba en la frutería Julio, el novio de la Paca, y gracias a ella pudo empezar a salir con Antonia. Siempre los cuatro juntos. Si del sevillano desconfiaba por rico, de Goyo desconfiaba por guapo. «¿Pero tú qué quieres? —le recriminaba la Paca—. Si es rico, porque es rico; si estudia, porque estudia; si es guapo, porque es guapo. ¡Hija de mi vida, búscate un chepa pobre!».

A finales de 1947, Goyo tenía veintiún años, cuatro más que Antonia, y una planta que para sí hubiera querido añadir a su currículum el universitario. Muy moreno, pelo negro zaíno, bigote y unas hechuras finas que aún alargaban más su 1,84 de estatura. Su madre había muerto de unas fiebres puerperales después de dar a luz a su séptimo hijo, y el padre, solo unas semanas después de comenzar la guerra.

«Y antes se tenía que haber muerto —se quejaba siempre Goyo—; parecía que tenía cochinos en vez de hijos». El padre se dedicaba a recoger cartones y chatarra por las calles con un carro y un mulo, pero los hijos comían bazofia mientras él guardaba una nutrida despensa encerrada en un arcón. Vivían en la calle Antonio López, al otro lado del Manzanares, y de allí tuvieron que salir huyendo Goyo y su hermano Juanín para que su padre no les moliera a palos después de forzar el baúl para que todos los hermanos se hartaran de chorizo y queso.

La muerte del padre desperdigó a los siete huérfanos. La más pequeña quedó acogida en una inclusa, dos de los chicos acabaron con distintos parientes, las dos niñas mayores fueron a dar a un colegio de huérfanas y a los dos que quedaban descolgados, Juanín y Goyo, las autoridades republicanas los enviaron provisionalmente a una colonia de Murcia. La previsión era que en marzo de 1937 fueran trasladados a Valencia y, junto con otros setenta niños, embarcaran en el buque

Cabo de Palos camino de la Unión Soviética. Un exceso de cupo los dejó en tierra en el último momento y los devolvieron a la colonia murciana.

No le gustaba hablar de su pasado. Cada vez que salía el tema de la guerra lo esquivaba porque decía que le retumbaban en la cabeza los tiros de gracia que oía desde su casa de Antonio López siendo un niño. «Los fusilaban al lado de mi casa —contaba Goyo cuando se decidía a hablar—. Eran tantos que lo hacían con ametralladoras desde una camioneta en marcha. Muchos quedaban heridos, y durante horas se oían los quejidos. Luego pasaban andando, y de vez en cuando oíamos: ¡pam! Por cada tiro de gracia, callaba un lamento».

Lo único que le divertía relatar, por lo excéntrico del episodio, era aquella vez en la que se murió dos veces.

Terminada la guerra, Juanín y Goyo permanecieron en Murcia acogidos por dos familias que al menos se ocuparon de darles instrucción. Goyo enfermó con dieciséis o diecisiete años, ni siquiera lo recordaba; y nunca supo de qué. Tifus, quizás. Estuvo en el sanatorio varias semanas, empeorando día a día, hasta que lo desahuciaron y le dieron la extremaunción.

Recordaba perfectamente haber oído cómo lo declaraban muerto y la orden de que lo bajaran al depósito. Allí, rodeado de cadáveres y a la espera de que lo metieran en una caja y se lo llevaran, alguien reparó en que aquel chaval tenía un hilo de vida. Contaba Goyo que la mujer del director del hospital comenzó a cuidarle personalmente, con mimo, impresionada porque aquel joven, muy desmejorado pero guapo, hubiera vuelto de la muerte. Le llevaba caldos de gallina que ella misma le daba a cucharadas; patatas guisadas que espachurraba en la salsa para que le fuera fácil tragar; morcillas desmenuzadas, sopitas de leche… Y Goyo revivió.

Y luego volvió a morirse.

Por segunda vez le despidieron de este mundo, por segunda vez se avisó al cura para que le asistiera y por segunda vez acabó tumbado en el depósito entre otros supuestos cadáveres. «A cuántos de aquel hospital habrán enterrado vivos», se preguntaba siempre Goyo. Tuvo suerte de que la esposa del director se hubiera encariñado con él, porque la mujer, cuando supo que había muerto, quiso despedirse de él en la soledad de aquella sala y lamentarse, acariciándole la frente, de que todos los cuidados que le dedicó no hubieran servido para salvarle.

«¿Goyo?», dijo la mujer cuando creyó ver un movimiento de ojos bajo los párpados, y lo siguiente fue un débil gruñido del muerto. «¡Coño con el Goyo! ¡Que no quiere irse! ¡Enfermeraaaaaaa!».

La mujer repitió los cuidados con más empeño aun después de esta segunda resurrección, y Goyo, esta vez definitivamente, salió del trance. Nunca supo cómo se llamaba, porque para él siempre fue «la señora», pero no le hubiera importado morirse un par de veces más a cambio de seguir recibiendo tanto afecto. Nadie le había tratado jamás con tanta ternura ni le habían peinado y lavado con tanto mimo.

Poco más conocía Antonia de la vida pasada de Goyo, pese a que lo machacaba a preguntas para saber con quién estaba dispuesta a jugarse los cuartos. Le gustaba mucho.

Dejó de servir en la casa del militar porque le faltaba tiempo para estar con él. Verle de domingo en domingo no era plan, así que recuperó sus habilidades de barnizadora y se colocó en un taller de ebanistería de la glorieta de Pirámides que le dejaba tiempo para ver todas las tardes a su novio. Casi todas, porque Goyo y su compañero frutero Julio dedicaban las de los viernes y los sábados a aprender a conducir camiones.

Aquella chica apareció de repente, dando voces, una tarde en la que Antonia se dio de bruces con la verdad. Acababa de salir al portal de la calle del Águila para encontrarse con Goyo, cuando, apenas dados unos pasos junto a él, se les echó encima la energúmena al grito de «¡Canalla! ¡Aprovechado! ¡Conque aprendiendo a conducir!». Goyo no sabía dónde meterse; Antonia miraba a uno, miraba a otra, ató cabos y se unió a los insultos: «¡Eres un mentiroso! ¡Sinvergüenza! ¡Un chulo con mucha labia, eso es lo que eres, cabrón!». Goyo se quedó plantado en mitad de la calle, compuesto y sin las dos novias.

Antonia entró rabiosa al patio buscando a la Paca.

—Nos la están pegando, Paca. ¿Ves por lo que no me fío? Ni de guapos ni de ricos. ¡Son todos unos listos!

—¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha hecho el Goyo? —preguntaba la Paca desconcertada.

—¿El Goyo? Preocúpate de lo que te hace el Julio. Me apuesto el cuello a que está en las mismas. Nos dicen que se van a conducir camiones cuando se van con otras, y a las otras les dicen lo mismo cuando quedan con nosotras.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Pues quién va a ser… la otra, que es la que ha seguido al Goyo hasta aquí. Menuda bronca hemos tenido fuera. Busca… busca al Julio, a ver si tiene las manos en un volante o en otro sitio.

—Pues lo estoy esperando de aquí a un rato… como sea verdad, me van a oír en la Puerta de Toledo.

Julio no apareció aquella tarde. Goyo lo paró en el camino y le dijo que mejor lo dejara; que no estaba el horno para bollos.

Muchas semanas les costó a los dos recuperar la confianza perdida con las chicas por haber estado haciendo doblete en amores. Empezaron por reconocer la falta y admitir que lo más cerca que habían estado de un camión era cuando descargaban el género en la Cebada; admitieron que no tenían perdón, pero que con las otras solo tontearon; juraron que era a ellas a quienes querían.

Durante casi dos meses, cada tarde, cuando cerraban la frutería, los dos penitentes se plantaban en la acera de enfrente del portal intentando expiar su culpa y aguantando con caras de corderos degollados las miradas frías de sus exnovias mientras pasaban de largo. Pero, vista aquella demostración de resistencia, el desprecio fue degradándose hasta la condescendencia para acabar dejando paso al perdón. En solo un mes uno de aquellos dos pánfilos tenía que irse a la mili y, si insistía en su papel de pasmarote, le iban a declarar desertor, porque Goyo no estaba dispuesto a moverse de allí hasta que recuperara a Antonia.

Antes de incorporarse a filas, la pareja reanudó su noviazgo. Tras el campamento en Toledo y durante el tiempo de mili en El Escorial, empezaron a hablar de boda. Sin prisas, cuando reunieran lo suficiente. Las buenas intenciones de Goyo las demostraba entregándole a Antonia el poco dinero que había ahorrado de su salario en la frutería, las cuatro perras que le daban durante el servicio militar y las otras cuatro que sacaba con sus trapicheos en el cuartel.

Tuvo suerte con que le tocara terminar la mili en El Escorial, no solo por la cercanía a Madrid, sino porque le destinaron a servir en las dependencias y en el comedor de oficiales. Comía como un cura y sus cometidos se limitaban a cumplir con los recados del teniente de turno o con el capricho de un coronel al que no le gustaba la leche que servían en el cuartel. Le enviaba cada día a la lechería del pueblo para que le trajera su exclusivo cuartillo. Goyo tenía acceso a toda la intendencia de los mandos, lo que le permitió organizar con otro recluta un chanchullo que les proporcionó buenos cuartos para sus caprichos.

De tanto ir y venir a la lechería, acabó haciendo amistad con la señora Pura, la dueña, lamentándose siempre de tener que acarrear sola con el despacho de leche desde que a su marido lo condenaran a veinte años y un día por su adhesión a la rebelión. «Ya ves, hijo —se quejaba a Goyo—, se rebelaron ellos, mi marido se quedó donde estaba y al final el rebelde acabó siendo el que no se había rebelado».

El marido de la señora Pura cumplía condena en el valle de Cuelgamuros, en las obras del Monumento a los Caídos, y allí había establecido un trapicheo de ropa con su mujer como enlace: Goyo y su amigo robaban mudas y ropa a los oficiales, se la vendían a la lechera y ella se la pasaba a su marido para que a su vez negociara con los harapientos presos que trabajaban en las obras. Resultó milagroso que nunca los descubrieran, porque tanto él como el otro recluta era muy altos y delgados, destinados los dos como gastadores para encabezar los desfiles por su buena planta, pero a veces salían del cuartel aparentando el doble de su anchura natural porque llevaban puestos cuatro calzoncillos, cuatro camisetas, tres camisas y dos monos. En la trastienda de la lechería, Goyo y su compañero se deshacían de todas sus capas, recuperaban su esbeltez y regresaban al cuartel aparentando diez kilos menos.

Las ganancias les permitían fumar tabaco rubio y tomarse sus buenos cafés con copa en establecimientos donde a veces se cruzaban con los mismos oficiales a los que servían en el cuartel.

Y disfrutando de sus gajes en una terraza de postín en la tarde de un domingo, se topó con ellos un oficial famoso por sus malas pulgas. Tras levantarse para el saludo, el mando se les encaró y se alegró, con sorna, de que el servicio militar tratara tan bien a dos soldados rasos. «Esa cajetilla de rubio no me la puedo fumar ni yo», les dijo. Aún en posición de firmes, Goyo, con sobrada soltura al estar fuera del cuartel, replicó: «Es que tengo un tío rico en América, mi teniente». «Me alegro por usted. Sigan disfrutando», se despidió el oficial tras un silencio en el que no les permitió descansar.

A la mañana siguiente, mientras Goyo andaba en la faena de desmontar y limpiar las armas de los mandos, se le acercó el mismo teniente, que, esta vez sin mediar palabra, le arreó el guantazo con la mano abierta que se quedó con ganas de darle el día anterior. «Con mis recuerdos para su tío —le dijo—. No vuelva a olvidarse de dónde está y a quién se dirige». Esta vez Goyo no respondió ni siquiera el obligado «Sí, mi teniente». Se quedó en el suelo, escupiendo sangre porque una pieza del fusil que estaba limpiando y que sujetaba con los dientes le rompió dos muelas por repercusión del mamporro.

Antonia se administraba bien con lo que Goyo ahorraba de sus menudeos. Incluso le sacó un suculento extra al espabilado de su jefe por quererle birlar parte del sueldo acordado. En el taller de ebanistería de Pirámides no había forma de cobrar cada semana lo mismo, y Antonia, harta de que el salario fuera menguando, acabó exigiéndole a su maestro los atrasos. La respuesta del patrón fue el despido. La reacción de Antonia, la denuncia al sindicato.

En el verano del 48 se celebró el juicio, y allí tuvo que aguantar Antonia que su maestro justificara la mengua del salario acusando a su empleada de robarle los trapos de barnizar. No contó el perjuro con la presencia de un perito que fue requerido por el juez para que aclarara un par de asuntos técnicos en las faenas del barniz.

El experto solo le hizo dos preguntas al maestro de Antonia: cuántos muebles barnizaba a la semana la denunciante y ahora acusada, y cuántas muñequillas utilizaba en ese mismo periodo de tiempo. Las respuestas que dio el denunciado y ahora acusador provocó la contundente respuesta del perito: «Si yo tuviera que barnizar todos esos muebles, no podría hacerlo con menos del doble de los trapos que usted le facilita a la señorita. Dudo mucho que le sobren como para llevárselos».

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