Antonia

Antonia


1950, boda

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Boda

Se citó con sus tíos y su prima para que fueran los primeros en saber la fecha de su boda. A su padre ya se lo diría cuando lo encontrara sereno.

—El lunes 10 de abril me caso, tía.

—¡Ay, qué alegría, hija! ¿En lunes? —se extrañó la Dora.

—Tiene que ser en lunes, porque se casa la hija del Caudillo y van a dar tres mil pesetas a todas las parejas que se casen el mismo día que ella. ¡Tres mil pesetas, tía! ¡Tú sabes todo lo que se puede hacer con tres mil pesetas!

—Mira que te lo he dicho veces, Antoñita —terció su prima Meli—. Que no te casaras con un obrero. Esas tres mil pesetas no te van a sacar de pobre.

—Goyo es un buen hombre —defendió Rafael a su futuro sobrino político—. Mejor un frutero honrado que no una contable estirada que se cree la marquesa de Simeón.

—Juanita no es ninguna estirada. Es toda una señora y una amiga muy querida —se revolvió Meli—. Deberías alegrarte de que tu hija viva bien, porque también tú te aprovechas de lo que me da.

—¿Amiga? ¿Tú te crees que nos chupamos el dedo? —intentó callar Antonia a su prima—. Y encima tiene la edad de tu madre. Anda ya, Meli… si estás con ella, pues estás con ella, pero te dejas de cuentos chinos. Mira, yo solo he venido a invitaros a mi boda, no a que te metas con Goyo porque sea frutero… y Juanita, si no le importa ir a la boda de un obrero, también está convidada.

Antonia dejó la ebanistería dos meses antes de la boda y corrió a arreglar todo el papeleo que le requerían para poder cobrar la gratificación. Partidas de nacimiento, de bautismo, el permiso paterno por ser menor de edad, los datos de filiación de la Seguridad Social de Goyo…

—¿Qué Seguridad Social, Antonia? Mi jefe nunca me ha dado de alta.

—Yo te mato. ¿Y me lo dices ahora? Si no estás dado de alta no nos dan las tres mil pesetas. Ya se lo estás pidiendo mañana mismo.

—En cuanto le diga que me dé de alta, me despide. Las tres mil pesetas son pan para hoy y hambre para mañana. Mejor un sueldo todas las semanas que no un premio de golpe para luego no tener nada.

—¿Y yo? Me quedo desasistida. ¿Y si tenemos hijos? ¿Y si me pasa algo? Solo tengo el médico de mi padre, y no le quiero pedir nada. ¿Y si te pasa algo a ti? Nos quedaríamos sin pensión.

—Yo no me quiero enemistar con mi jefe, Antonia… Ya nos apañaremos.

—Pues tú verás. O te enemistas con tu jefe o te enemistas conmigo, pero tú no te vas de rositas. ¿O todo esto es porque no te quieres casar? Pues nada, déjalo, no nos casamos. —Y volvió a dejarle plantado, esta vez frente a un café con leche que hacía rato había dejado de humear.

Solo fue una amenaza, porque Antonia siguió recopilando papeles, con o sin tres mil pesetas. No lo tuvo fácil con don Dimas, el nuevo cura de la Paloma, al que no le salían las cuentas por mucho que mirara los documentos. Con veinte años recién cumplidos, necesitaba contar con el permiso de Miguel para casarse y adjuntar la partida de nacimiento de su padre, la de defunción de su madre, la de matrimonio, la de bautismo de su hija…

En el volante de nacimiento, Antonia aparecía registrada como «hija natural»; en el de bautismo, como de «legítimo matrimonio», la cédula de identidad de Miguel lo reconocía como «soltero», la partida de defunción de su madre decía que era igualmente «soltera», y la de matrimonio no aparecía por ningún sitio. Los chanchullos de la Dora veinte años antes para que su sobrina no se quedara sin bautizar, salieron a la luz.

—Dile a tu padre que venga a hablar conmigo —le dijo don Dimas a Antonia—. ¿Es que no ves que esto no puede ser… que en cada papel pone una cosa distinta?

—No lo sé, padre. Yo no sé leer.

—Y además… ¿por qué no te he visto nunca por aquí si vives ahí al lado?

—Porque los domingos trabajo. Tengo puesto en el Rastro —mintió Antonia.

—Muy mal. El primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia es oír misa entera todos los domingo y fiestas de guardar. Que así salís las mujeres como salís. «El hombre es fuego, la mujer estopa; llega el demonio y sopla». ¿Hace cuánto que no te confiesas?

—Me confesé en San Andrés hace un mes, don Dimas. Una cosa es que no pueda ir a misa en domingo y otra que no cumpla. Cuando puedo me acerco a la iglesia que me pilla de camino —replicó Antonia muy resuelta, aunque se quedó con las ganas de responderle al refrán con otro que siempre le oía a su madre: «Si los curas comieran chinas del río, no estarían tan gordos los tíos

jodíos».

—¿Y qué es lo primero que dices cuando vas a confesarte? —preguntó el párroco para pillarla en la mentira.

—Pues qué voy a decir… que me quiero confesar. Después de dar los buenos días, claro.

—Tú no has pisado un confesionario en tu vida. Se dice «Ave María Purísima».

—Ah… eso… Eso también lo digo, padre, pero después de los buenos días. ¿Me va a casar o no me va a casar?

—Dile a tu padre que venga.

Miguel no estaba tan peleón como antaño. La edad y la soledad le aconsejaron que suavizara las formas y allanara el camino por si el matrimonio de su hija le pudiera llevar, con el tiempo, a ser admitido y atendido por la nueva familia. Acudió obediente a la cita con el cura y lo enredó en una maraña de embustes para no fastidiar la boda. Que si ya sabe usted cómo estaban las cosas antes; que si la iglesia donde se casó la habían quemado los rojos; que en el registro no aparecía la partida de matrimonio; que si lo de la soltería era un error que no pudo arreglar porque no sabía lo que ponía… pero su mejor baza era demostrar que estuvo legítimamente casado porque por algo llevaba veinte años recibiendo puntos por matrimonio y por hija.

Esfumados los seiscientos duros, ya no había necesidad de casarse en lunes ni de andar con prisas. La fecha para la boda se señaló para el domingo 21 de mayo de 1950, y los esfuerzos de Antonia se centraron en buscar un lugar para vivir. Con su padre, ni en broma. En casa de la Manuela no había sitio para los dos. Donde los tíos, tampoco; demasiada gente, aunque la vieja ya se hubiera muerto. Y en casa de Goyo la cuñada dejó bien claro que no admitía más gente. Mejor. El casado, casa quiere.

Antonia encontró una habitación de alquiler, con derecho a usar la cocina, en la casa de una viuda de la calle Mariblanca. Ciento veinticinco pesetas al mes. En el cuarto acoplaron una cama con cabecero y pie de tubo azul de ciento cinco centímetros y un armario con luna que compraron en el Rastro. La mitad inferior del espejo devolvía la imagen deformada, pero por algo costó el armario cincuenta pesetas. El tío Urbano, que seguía trapicheando con antigüedades y al tanto de la cacharrería de la que se deshacían en buenas casas, les ofreció un colchón de lana, nuevecito, que un marqués vendía por doscientas cincuenta pesetas. Lana. Qué lujo. Nunca habían dormido en un colchón de lana. Borra como mucho.

Solo faltaban los trajes y ajustar la hora de la ceremonia.

—La limosna son doscientas cincuenta pesetas. Y tiene que ser a las diez de la mañana, que a las doce hay misa.

—¡Cincuenta duros por casarme! Pero, por Dios, padre, que eso son dos meses de alquiler —se quejó Antonia—. Eso no es una limosna, es un dineral. Ni que esto fuera San Francisco el Grande.

—No se te ocurra volver a usar el nombre de Dios en vano. Ese es el donativo estipulado. Si no tienes, os puedo casar en un reclinatorio a las siete de la mañana. Eso se queda en ciento veinticinco.

—De eso nada. A un reclinatorio van las que tienen algo que ocultar y yo no estoy preñada. Yo me tengo que casar en el altar mayor. Por el amor de Dios, padre, déjemelo en ciento veinticinco…

—Y dale con meter a Dios en esto… Tú verás, pero ojo, que te cases a la hora que te cases, tenéis que venir los dos a la catequesis antes del enlace.

—¿Y por venir a la catequesis no hay rebaja? Dios dijo que la limosna es lo que uno pueda dar.

—¿Que Dios dijo qué? Anda… anda…

A la mierda el colchón de lana. Y se cagó en Dios cuando salía por la puerta de la sacristía.

Antonia se enteró de que en Cáritas de La Latina estaba la señorita Dolores, que ayudaba a los más pobres con dinero para bautizos, comuniones y bodas. Consiguió de ella las ciento veinticinco pesetas, que completó con otras ciento veinticinco para soltarle al cura sus honorarios de cincuenta duros.

Tres días seguidos tuvieron que ir los novios a la catequesis, donde un cura les ilustraba sobre las bondades católicas del matrimonio mientras dos mujeres se alternaban leyendo parrafadas del libro

El evangelio de la madre, una pretendida recopilación de obligaciones de la mujer para con el marido que a Antonia le espeluznaban y a las que Goyo, mucho más práctico, ni siquiera prestaba atención. «La madre cristiana es la clave de la sociedad, el eje de la patria y la cantera encargada de suministrar santos que en el cielo gocen y alaben al Señor por toda la eternidad».

—¿Qué quería decir eso de que si el marido tiene ciertas «distracciones» hay que ser más cariñosa y más dulce? —preguntaba Antonia a Goyo cuando salían.

—Y yo qué sé, Antonia. ¿Qué va a saber un cura del matrimonio y los hijos? ¿Hay que venir…? Pues se viene y se acabó. Es todo palabrería.

—No saben nada estos… ¿A qué no sabes con quién está liado don Dimas? Pues que sepas que todas las noches mueve el colchón con la hija de la María, la que vive en el 25 de Calatrava. La María se acomodó limpiando la sacristía y haciendo de comer al cura, y su hija de dieciséis años iba de vez en cuando a ayudarla, hasta que la dejó preñada de tanto «echar la dormida».

—¿A la María?

—No, a la hija. El niño corretea por aquí y es clavadito a don Dimas, lo sabe todo el barrio. Y siguen liados. Ya le valía haberse fijado en lo que dice ese tal Teodogino con el que se meten tanto en la catequesis. No sé qué les habrá hecho este hombre.

—Al final me he enterado yo más que tú, y eso que no estaba haciendo caso. El tal Ogino es uno que tiene un método para no tener hijos si no se quiere, pero ahí dentro decían que no hay que seguirlo, que Dios decide los hijos que tienen que venir. Pero ni caso, Antonia; ni a unos ni a otros, que esto es solo un trámite. En cuanto nos casemos no hay que volver por aquí, que te ponen la cabeza loca.

—Como que le voy a dejar yo a Dios que decida por mí, si todavía estoy esperando que me eche una mano. Eso es lo que quieren, que echemos desgraciados al mundo para que ellos sigan comiendo de los pobres. Cincuenta duros… la madre que los parió.

Apenas dos años después, el cura desapareció discretamente de la parroquia. La hija de la María comenzó a pasear otro bombo por el barrio y el padre Dimas consiguió un traslado antes de que demasiados niños le empezaran a llamar papá.

El esmoquin de Goyo lo alquilaron en Casa Gilarranz por cien pesetas —con el compromiso de devolverlo a primera hora del día siguiente si no querían que la cuenta subiera hasta las doscientas—, y Antonia alquiló su vestido de novia por otros veinte duros a una amiga que acababa de casarse. Todo fueron piropos para los novios. «Vais tan guapos que os tenían que casar en los Jerónimos», les dijo la Dora nada más verlos.

Allí estaban también los tíos Urbano y Germán; y la prima Meli con la altiva Juanita y su perenne cara de asco por mezclarse con tanto muerto de hambre; la familia de Goyo y el 27 de la calle del Águila casi al completo; los fruteros de la Cebada, tres amigas modistillas y otras dos barnizadoras… y Miguel, que tuvo que llevar a su hija al altar para mantener las formas, aunque Antonia, si hubiera podido elegir, habría preferido llegar del brazo de su tío Rafael.

La treintena de invitados soportó con resignación la soporífera ceremonia del enlace, que duró, no la media hora prevista, sino media más. La imagen de la Virgen de Fátima andaba de peregrinación por varios pueblos de España y una delegación mexicana viajó aquel mismo domingo a Madrid con el famoso cuadro de la Virgen de Guadalupe, lo que dio pie a don Dimas a recrearse en las santas bondades de la madre de Dios mientras la mayoría de la concurrencia solo pensaba en la madre que lo trajo a él.

Los invitados salieron resoplando, menos Juanita, que encontró las palabras del párroco dedicadas a la Virgen «muy acertadas e instructivas, ¿verdad, Meli?». «Sí, Juanita».

Con gusto hubieran desaparecido las dos de allí, colgada una del brazo de la otra, pero Meli se sintió obligada a pasar por el trámite del convite. Juanita puso una excusa para esfumarse y librarse de compartir un desayuno que adivinaba miserable.

—Seguro que os dan un café con leche y churros —le dijo en un aparte a Meli mientras esperaban la salida de los novios—. Discúlpame con tu prima. Dile… no sé… que tengo que atender a mi familia, que ha venido de Barcelona.

—Mujer, espera un poco y despídete tú misma. Yo no le digo eso de Barcelona. Mi prima sabe que eres de un pueblo manchego.

—Tu prima no sabe ni a tocino… qué va a saber ella si La Mancha está en Barcelona o en Pernambuco, si es una ignorante. No me gusta dejarte sola, pero te espero en casa, que así tu padre no tiene que seguir viéndome la cara ni yo viendo la cara de tanto ordinario, que se me pone el cuerpo del revés. Y eso que el novio de tu prima iba guapo, no parecía un frutero.

—En cuanto se quite el traje alquilado volverá a ser lo que es, un catamelones.

—Y ese de allí… el de los pelos tiesos que se está yendo… ¿quién es?

—Mi primo Chispa, el hijo de mi tío Germán. Habrá venido a darle un beso a Antonia. Son casi de la misma edad. Pero como no se habla con su padre, se irá por no verle.

—Desde luego, Meli, tenéis unos motes en el barrio… ¿Lo de Chispa es por electricista? Porque tiene los pelos de punta, de los calambrazos… digo yo. Parece que ha hecho pis en un enchufe.

—Lo de Chispa es por chispa, por buscavidas. Lleva solo desde que era pequeño, corriendo de un lado a otro y dejado de la mano de Dios y de la del borracho de su padre. Ahora es pintor. Con doce años robó una bicicleta en Madrid y lo pillaron en Zaragoza camino de Barcelona.

—Hija, qué familia… Entre ladrones, borrachos y rojos… no ganáis para disgustos.

Meli no se defendió del comentario. Todavía no le había contado que se había pasado seis meses en la cárcel por el intento de robo en la gestoría militar y que el juicio estaba pendiente.

La salida de los novios de la iglesia de la Paloma disipó el agobio de Meli y evitó que Juanita siguiera escandalizándose con las peripecias de los desastrados parientes de su intachable íntima. Se despidió de los novios con unos hipócritas deseos de felicidad, apenas disimulando que se iba porque ese no era su sitio natural, y casi culpando a sus familiares barceloneses por lo inoportuno de su visita.

—¡Anda! Si mi prima Meli me había dicho que eras de un pueblo de Ciudad Real… Por La Mancha, ¿no? —le dijo Antonia mientras se dejaba sujetar las manos por Juanita, a punto ya de estamparle los dos besos que acabaran con aquel encuentro—. Es que la portera de mi casa también es de por allí.

—Pues no. Lo debiste entender mal —respondió Juanita airada.

«Esta finolis se ha creído que los analfabetos somos tontos». Pero esto ya solo lo oyeron sus tíos Rafael y Dora, que agradecieron tanto como Antonia el mutis de Juanita, esa garrapata machona que se creía la reina de los mares y que no dejaba a su hija ni a sol ni a sombra.

Mientras todos se dirigían hacia un bar de desayunos del Portillo de Embajadores que Antonia tenía apalabrado, los recién casados corrieron a su nido de la calle Mariblanca para cambiarse de ropa. Mejor no tentar la suerte con los trajes alquilados y vestirse con los que Antonia ya había dejado preparados: uno de chaqueta negro para ella y un pantalón y americana de sport para Goyo. Antes estaban guapos. Ahora, además, elegantes. Tan altos… tan delgados.

Invitaron a chocolate, un suizo y un vaso de leche fría, y a cambio recibieron de algunos invitados un sobre con veinticinco pesetas. «¿Es que se han puesto todos de acuerdo para no pasar de los cinco duros? —se quejó Antonia—. Serán siesos…», pero al menos alcanzó para pagar los desayunos, el fotógrafo, el ramo, alguna deuda que les quedaba pendiente y una ayuda de quince pesetas que le tuvo que dar a su tía Dora, empeñada en preparar la comida de celebración, ya solo para la familia, aquel domingo de mayo. Miguel, los novios, los tíos y la prima Meli comieron macarrones con tomate y pescadilla rebozada sobre el mejor mantel con los remiendos mejor disimulados.

La primera cena de Antonia y Goyo, sentados frente a frente, con las piernas cruzadas sobre la cama de su habitación alquilada de la calle Mariblanca, fue una rosquilla «tonta» y una «lista», compradas una semana antes en la verbena de San Isidro y guardadas en un cucurucho de papel de estraza.

—Os pusisteis ciegos… macarrones, pescadilla, suizo, chocolate, rosquillas…

—Todo se me hacía poco. Tenía mucha hambre atrasada…

—¿Y la noche? ¿Qué tal?

—¿Qué tal… de qué?

—La noche de bodas… que cómo fue.

—Pues cómo va a ir… como van las noches de boda. A ti te lo voy a contar.

—¿Hubo triqui triqui?

—Y ñaca ñaca, no te digo. Habría… yo qué sé… no me acuerdo. Han pasado más de sesenta años. De lo único que me acuerdo es de que al día siguiente la necesidad seguía en el mismo sitio… que papá madrugó mucho, porque era lunes y había que descargar el género que llegaba a la Cebada… que me fui a devolver los trajes de alquiler… a por unos papeles que me tenían que dar no sé dónde para no sé qué… Recogí el racionamiento, una tartera con macarrones que habían sobrado del día anterior en casa de mi tía; compré medio esqueleto de pollo para el caldo de los garbanzos, me fui a la calle del Águila a preparar la comida…

—Alucino con tu mala memoria.

—Las penalidades no se olvidan. Al fin y al cabo, era volver a la misma vida de mierda de siempre.

—¿Y qué hacías tú en la calle del Águila? ¿No vivíais en la habitación de Mariblanca?

—Allí no se podía vivir. Era muy pequeño. Pero mi padre estaba como una seda y llegué a un apaño con él. Ya no me daba miedo, aunque me lo encontrara borracho. Nunca más me pudo poner la mano encima porque yo ya tenía marido.

A cambio de que su hija le arrimara un plato y le tuviera lavada y planchada la ropa, Miguel aceptó que Antonia y su marido hicieran la vida de día en su casa. El mercado de la Cebada estaba a un paso, y a Goyo le venía bien comer allí y aprovechar un rato de siesta antes de levantar otra vez el cierre de la frutería. En aquella vecindad estaba el refugio de Antonia, con sus amigas por si hacían falta, con un patio donde no había día sin chismorreo y a solo una caminata de casa de su tía. La minúscula habitación de la calle Mariblanca quedó para las noches y las amanecidas. Bien aprovechadas, porque en julio Antonia tuvo su primera falta.

Hubo que ampliar el acuerdo con Miguel. Las ciento veinticinco pesetas que pagaban al mes solo por dormir les asfixiaban la existencia, y cuando llegara la criatura no habría forma de apañarse en aquel cuchitril. El padre de Antonia calculó que, aunque tuviera que renunciar a gran parte de su espacio y soportar los llantos de un crío, saldría ganando si permitía que la pareja se instalara definitivamente con él. A cambio, Goyo y su hija se ocuparían de adecentar aquel antro maloliente para convertirlo en un hogar.

Las baldosas para el suelo las reunió Antonia, poquito a poco, a razón de dos por día, en una obra en la que andaba trabajando el nieto de Paca la Guarra, cerca de Atocha. «Como no te pudimos dar nada por tu boda —le dijo el Francisco—, te puedo apañar unos baldosines. Entre los que salen con defecto y los que pueda distraer, te puede quedar un suelo fetén. Siempre será mejor que el cemento desconchado que tienes ahora».

Levantando un par de tabiques, robaron al minúsculo piso una habitación con el espacio justo para la cama del matrimonio. Treinta centímetros sobraban por un lado y ninguno por el otro. O se entraba andando de perfil por el hueco que quedaba entre la pared y el colchón de borra, o se subían a la cama gateando desde los pies.

Dinero no había para poner una puerta, pero un retal barato que encontró Antonia en el Rastro le dio para una cortina que separaba su habitación del resto del piso y para tapar el hueco que quedaba bajo el fogón y la pila de fregar. Miguel se arreglaba en una cama plegable que Goyo le extendía cada noche después de apartar la mesa camilla y apilar sobre ella las cuatro sillas. Por la mañana, cuando Miguel desaparecía, su hija plegaba la cama, recolocaba la mesa con sus sillas, vaciaba el orinal y recuperaba la sensación de que esa casa era solo de los dos.

El verano del 50 se le pasó volando entre obras, chapuzas y vómitos. Durante los tres primeros meses, las vecinas se acostumbraron a sus carreras por el pasillo camino del retrete común, tapándose la boca y la nariz con la mano para no regar el camino de legumbres. «¡Allá que te va otra vez la Antonia! —gritaba siempre alguna desde el patio—. ¡Vas a acabar echando al chiquillo por la boca!». Eran las malditas judías pintas del racionamiento que había que comer y cenar un día sí y otro también.

Las náuseas pasaron, pero se instalaron un constante ardor de estómago y una ciática que ya no la abandonaron hasta primeros de marzo de 1951, cuando Amelia vino al mundo y Antonia estuvo en un tris de largarse.

Nunca le gustó la comadrona que le tocó en suerte, seguramente agriada de ver nacer tanto futuro harapiento en frías covachas como aquella de la calle del Águila. Parecía que todo lo que llegara de mano de su padre venía para ponerle alguna zancadilla en el camino, y la comadrona estaba asignada por la Seguridad Social de Miguel. El jefe de Goyo seguía sin darlo de alta.

Solo la vio en una ocasión antes del parto, en el séptimo mes, y le dejó bien clarito que no tenía que llamarla hasta que empezaran los dolores. El lunes 5 de marzo, a las diez de la mañana, la Domi corrió como una bala al mercado de la Cebada para avisar a Goyo de que Antonia había roto aguas; Goyo corrió a por la comadrona, la Manuela corrió a por la Dora y nadie se molestó en correr en busca de Miguel. La Engracia calentó agua, la Encarna llevó toallas y la Paca subió una pastilla de jabón La Toja a estrenar que tenía guardada desde meses atrás.

Antonia quería un chico. «Sufren menos», decía. Goyo prefería una niña. «Son mejores personas», replicaba. A las dos y veinte del mediodía del 5 de marzo, Meli dio su primer berrido en la primera planta del 27 de la calle del Águila, en el mismo lugar donde su madre lo había dado veintiún años atrás.

La recién parida se quejaba de un dolor en el lado derecho del abdomen. «Es normal —le dijo la comadrona mientras se lavaba—. Masajéate. Eso es que la matriz tiene que volver a su sitio».

Y se fue.

Pero a Antonia le empezó a faltar el aire. La Dora se asustó, Goyo temblaba con la niña en brazos y la Engracia hizo la pregunta: «¿Ha salido la placenta?».

Goyo soltó a la niña en brazos de la Paca, bajó las escaleras en dos saltos y salió gritando del portal para frenar a la matrona, que ya doblaba la esquina sin oírle. Cuando la alcanzó, solo acertaba a decir «¡Se muere! ¡Se muere!».

La carrera de vuelta fue vista y no vista. La comadrona se lanzó con todo el ímpetu que le quedaba sobre la tripa de una Antonia que parecía dar sus últimas bocanadas de vida. La placenta salió y la partera abandonó la casa sin decir palabra y con la cabeza baja para no ver las miradas asesinas de la concurrencia. Todavía pudo oír desde el portal la despedida que le dedicó la Engracia: «¡Menuda comadrona! ¡¿A que no te dejas las placentas en las tripas de las ricas?! ¡Matasanas!».

Amelia había dejado de llorar y disfrutaba de su primer sueño en un cesto de mimbre de tercera mano sostenido por dos sillas.

—¿De verdad que no te importa que mi prima Meli sea la madrina? —le insistió Antonia a su marido.

—De verdad que no. Tu prima será lo que sea y nos despreciará todo lo que quiera, pero si nos pasara algo, la niña estará segura. Tiene posibles para sacarla adelante. ¿Y Juanita, qué? ¿De padrino? —bromeó Goyo.

—¡Quita! Pero no estaría mal que el padrino pudiera ser don Emilio. Es tan cariñoso… aunque sea falangista. Tan educado… Veremos si entre mi prima y Juanita no le hacen un roto. Ese sí que se iba a ocupar de situarla bien, pero lo que no puede ser, no puede ser, y don Emilio no puede exponerse. Tu amigo Robi la sacará de pila.

El comienzo de la relación con Juanita había marcado para la prima Meli el principio de su calculada escalada social. Vivía a saltos entre la casa de sus padres en la calle del Amparo y la de su novia en la calle de la Cruz. El sueldo de administrativa de su amiga en Almacenes Simeón les daba para vivir sin estrecheces, lucir buenas prendas que Juanita sacaba a muy buenos precios, y dejarse ver, solo de vez en cuando, por lugares de postín. Poco para ellas.

Aún faltaba dar el salto para que la impostura de esas dos señoronas, que siempre parecían ir o venir del Ritz, encajara con naturalidad en ambientes escogidos, y eso solo podía conseguirse de la mano de personalidades de altura y reconocida trayectoria. Don Emilio Rodríguez-Tarduchy tuvo la fatalidad de cruzarse en el camino de aquellas dos ambiciosas damas que disimulaban su contubernio bajo la apariencia de madrina y ahijada.

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