Antonia

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En 1973, un coche se llevó por delante a Miguel cuando atravesaba la antigua carretera de Villaverde para acudir a uno de los bares de la colonia de San Nicolás. «¡Que paren ellos!», era su respuesta cuando algún vecino le reprendía por no cruzar por el semáforo que había apenas veinte metros más allá.

Sufrió varias fracturas que le ataron a la cama de un hospital durante tres meses, tiempo que Antonia empleó en infinidad de idas y venidas para echar instancias en todos los organismos posibles hasta conseguirle una plaza en alguna residencia de la Seguridad Social. Fuera donde fuera. «Como si es en la Cochinchina», repetía a todos los funcionarios con los que trató.

Miguel acabó empadronado en contra de su voluntad en la residencia de Toro (Zamora), donde murió en 1974 con la misma mala leche que le acompañó toda su maldita vida. Tenía ochenta y un años.

El tío Rafael volvió a casarse y tuvo dos hijos. Murió el 15 de agosto de 1984.

Juanita y Meli continuaron su feliz convivencia y su hipócrita vida en la misma casa de la calle Gravina. Día a día fueron asistiendo, escandalizadas y añorando la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes, a la paulatina transformación de su barrio de Chueca en la zona gay de Madrid.

A mediados de marzo de 1990, con noventa y seis años, murió Juanita plácidamente. Su última cena fueron unas judías verdes con patata cocida y su vaso de agua Solán de Cabras. Antonia nunca consiguió que le aceptara uno del grifo. Meli enterró a su amante junto a su marido, pero no llegó a inscribir el nombre de Juanita en la lápida. Años antes sepultó a su tía Carmen, la mujer del Marquesito. Tampoco la identificó.

En mayo de 1999 falleció Meli con setenta y cuatro años cumplidos. Nunca dejó de discutir con su prima ni de reivindicar su condición de excelentísima señora. Antonia sí se encargó de que su nombre figurara con letras de metal: «Amelia Pozuelo de R. Tarduchy». Habrá sido la última vez que se movió esa losa.

Goyo falleció en Palma de Mallorca en febrero del año 2000, cuando disfrutaba con Antonia de un viaje del Inserso. Sus cenizas, tal y como fue su deseo, volaron al Mediterráneo desde la cala de la Media Luna, en el Parque Nacional Cabo de Gata-Níjar.

El Chispa y Loren continúan viviendo en su casa del barrio de Aluche. Hablan un perfecto spanglish.

Amelia terminó el bachillerato y consiguió un empleo en las oficinas centrales del Banco Central. Tuvo que renunciar a su sueño de estudiar Medicina.

Goyo intentó paliar la desilusión solicitando para su hija una plaza en la Empresa Nacional Calvo Sotelo, que facilitaba la carrera de Ciencias Químicas en las propias instalaciones de la calle de Embajadores para todos los hijos de empleados que tuvieran un buen expediente académico. La solicitud fue rechazada. Solo aceptaban hijos varones, aunque con peor expediente que la hija de Antonia y Goyo.

Amelia se convirtió en una extraordinaria bancaria e ingresó en la universidad en 2008 para cursar Gestión y Administración pública. Todas sus renuncias hicieron posible el futuro profesional de su hermana.

Antonia desterró definitivamente su condición de analfabeta a partir de los sesenta años, cuando se matriculó en una escuela para mayores. «Ahora soy analfabeta funcional, que es muy distinto. Sé lo que es porque se lo oí decir a Felipe González. Leo y escribo malamente, pero leo y escribo».

Solo ha completado la lectura de tres libros porque se agobia ante el océano de palabras que cuajan las páginas, pero hojea los periódicos, siguiendo la lectura mientras pasa el dedo por la línea, para no olvidar lo poco que aprendió.

A mediados de los noventa empezó a interesarse por la información bursátil y a entender, más o menos, lo que era una fusión de empresas, una OPA hostil y un reparto de dividendos. Su repentina afición por las cotizaciones de las empresas que salían a Bolsa, que se fusionaban con otras o que ampliaban capital la llevó a vigilar desde las páginas de Economía de El País la evolución de las compañías que podrían facilitarle algunas ganancias para cambiar el suelo de la cocina, sustituir la bañera por una ducha de hidromasaje, tapizar los sillones o conocer La Habana.

Sus últimas ganancias las recogió de las «gugles» —Google—, que incrementaron su cotización un 40 por ciento entre enero de 2013 y junio de 2014. Aún no ha decidido en qué emplear los mil doscientos euros que ha ganado. Dice que le gustaría conocer las islas Malvinas.

—¿Las Malvinas? ¿Para qué?

—Dicen que hay unas playas muy bonitas. Las he visto por la tele…

—Ah… vale… las Maldivas.

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