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Conclusión. Good night white pride (o la supremacía blanca es insostenible)

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Conclusión. Good night white pride (o la supremacía blanca es insostenible)

Conclusión

Good night white pride

(o la supremacía blanca

es insostenible)

«Primero vinieron a por los musulmanes y dijimos:

“¡Esta vez no, hijos de puta!”».

[Lema habitual en las protestas contra el veto

migratorio de Trump, a principios de 2017].

A finales de enero de 2017 miles de manifestantes invadieron los aeropuertos internacionales de Estados Unidos. Protestaban contra el veto migratorio de Donald Trump a los musulmanes y querían impedir físicamente su aplicación. En 2016, la palabra «fascismo» saltó al segundo lugar en el índice de búsquedas de la web del diccionario Merriam-Webster (por detrás de «surrealista»). Muchos manifestantes asociaban el veto a los musulmanes con el antisemitismo nazi. Estaban dispuestos a poner en práctica la clásica frase de Martin Niemöller: «Primero vinieron a por los comunistas…». Se alzaron para defender a los primeros perseguidos. «¡Esta vez no, hijos de puta!». Es la respuesta correcta. Al pie de la letra, frente a la persecución de cualquier colectivo. Hay que dar a la famosa frase de Niemöller el crédito de haber animado a muchos a pronunciarse.

Sin embargo, los hechos históricos demuestran que cuando se trataba de personas de tipo medio en la demografía mayoritaria de la Alemania nazi, la Italia Fascista o del resto de regímenes autoritarios, «ellos» no «vinieron» casi nunca. Como concluyeron Eric A. Johnson y Karl-Heinz Reuband en What we knew: «Lejos de vivir en el temor y el descontento incesantes, la mayoría de los alemanes llevaban vidas felices e incluso normales en la Alemania nazi […]. Aunque casi todos [los entrevistados] violaban las omnipresentes leyes del Tercer Reich en un aspecto u otro […], la mayor parte nos dijo que no temían ser arrestados»[440].

Los antifascistas no se deben preocupar solo de aquellos que se organizan para defender la supremacía blanca ni de los que repiten de vez en cuando lemas racistas sin pensarlo mucho. También de quienes no dicen nunca nada en absoluto. Los regímenes fascistas medran gracias al apoyo, o al menos el consentimiento, generalizado. Cultivan el orgullo en una serie de identidades, privilegios y tradiciones. Y fomentan el miedo a perderlos. Uno de los rasgos más importantes en el contexto del resurgir de la extrema derecha en Estados Unidos es el de ser blanco.

La idea popular de la raza es que es algo «natural» y «eterno». No obstante, como noción biológica, es una invención de la Europa moderna. Ta-Nehisi Coates señala que cuando se inventó este concepto, surgió como «el hijo del racismo, no el padre». «El proceso de nombrar “al pueblo” nunca ha sido una cuestión genealógica ni de fisonomía, sino de jerarquía»[441]. La condición de ser blanco nunca ha existido por sí misma, independientemente de su ubicación en la cima de la pirámide racial. Como explica Joel Olson en The abolition of white democracy: «“Blanco” o “caucásico” no son descripciones físicas neutras de ciertas personas, sino proyectos políticos para garantizar y proteger ciertos privilegios»[442]. La condición de ser blanco ocupa una posición destacada en la cúspide de la jerarquía racial, de la que surge a su vez. Eso la convierte en una identidad de un tipo muy diferente de la que corresponde a la condición de ser negro, por ejemplo. Esta última fue el resultado directo de la destrucción de las identidades de las personas africanas secuestradas, a las que se ubicó en la parte más baja de la pirámide. La condición de ser blanco es una «opción moral (porque no hay personas de raza blanca)», como explica James Baldwin. «Nosotros… tampoco éramos negros antes de llegar aquí […]. El comercio de esclavos nos definió como negros»[443].

Mis antepasados judíos e irlandeses no eran considerados «blancos» cuando llegaron por primera vez a Estados Unidos a principios del siglo pasado. Con el paso del tiempo se les fue aceptando gradualmente en lo que Olson denomina la «democracia blanca». El significado y los límites de estas construcciones sociales cambian con el tiempo. En todo caso, tenemos la capacidad de luchar contra la jerarquía racial que subyace a la mera idea de ser blanco. Esto no quiere decir que haya que adoptar un enfoque conservador que no reconozca las diferencias entre los diferentes grupos étnicos. Se trata más bien de actuar contra las fuentes del privilegio blanco y luchar en solidaridad con los desheredados del mundo.

Por supuesto, de ningún modo quiere esto decir que haya que exterminar a las personas que actualmente se califican como blancas, sino abolir el esquema de clasificación racial que las hace ser así. W. E. B. Du Bois en «The souls of white folk», de 1920, reflexiona sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial. Señala lo que las víctimas del colonialismo y del imperialismo habían sabido durante generaciones. «No se trata de que Europa se haya vuelto demente. No es una aberración ni una locura. Esto es Europa. Esto que parece terrible es el alma verdadera de la cultura blanca, desnuda hoy y visible»[444]. El advenimiento del fascismo no hizo sino exacerbar ese horror.

Muchos comentaristas europeos y estadounidenses vieron en el Holocausto y en el ascenso del fascismo una lamentable desviación de las tradiciones ilustradas de la «civilización occidental». En cambio, Aimé Césaire concluyó correctamente que «Europa es insostenible»[445]. Del mismo modo, también nosotros debemos concluir que, como identidad forjada a través de la esclavitud y del sistema de clases, la supremacía de la condición blanca es indefendible. La única solución a largo plazo ante la amenaza fascista es minar los pilares sobre los que se cimienta en la sociedad. Están anclados no solo en la supremacía blanca, sino también en la discriminación a los discapacitados. En la heteronormatividad. En el patriarcado. En el nacionalismo. En la transfobia. En el dominio de clase y muchos otros conceptos similares. Este objetivo a largo plazo remite a las tensiones que existen a la hora de definir el antifascismo. Porque, a partir de un cierto punto, destruir el fascismo consiste realmente en promover una alternativa socialista revolucionaria (en mi opinión, una que sea antiautoritaria y no jerárquica) ante un mundo en crisis. Un mundo con pobreza, hambrunas y guerras, en el que medra la reacción fascista.

Cuando le pregunté a Jim, de Antifascistas de Londres, cómo combatir a los partidos populistas de extrema derecha, me dijo: «No podemos esperar derrotar a un proyecto electoral de este tipo del mismo modo que lo haríamos con un movimiento fascista de calle. En vez de eso, tenemos que presentar mejores propuestas políticas que las suyas»[446].

No cabe duda de que las acciones en la calle y otras formas de oposición frontal pueden ser muy útiles contra cualquier oponente político. Pero una vez que las organizaciones de extrema derecha han conseguido difundir su mensaje xenófobo y distópico, nos corresponde a todos nosotros anegarlas en alternativas mejores que la austeridad y la incompetencia de los partidos de derecha e izquierda que hay en los diferentes Gobiernos.

Por sí solo, el antifascismo militante es necesario pero no suficiente para construir un mundo nuevo sobre las ruinas del viejo.

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