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Antifa. El manual antifascista

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Gator se acercó otro paso y le dijo que más le valía que la próxima vez que se lo encontrase la respuesta fuese: «No».

Treinta años después, Kieran seguía maravillado con esta estrategia. «Les da a los adolescentes la oportunidad de pensarse sus opiniones y les deja claro que estas tienen consecuencias […]. Les servía de aviso». De hecho, esta forma de actuar sirvió para que varios cabezas rapadas racistas cambiaran de bando. Se unieron a los Baldies, algo que hubiese sido mucho menos probable de haber actuado contra ellos de inmediato.[394] Esta anécdota habla de la violencia, aunque no se da ningún golpe. Habla de cómo se puede eliminar el racismo de raíz si se dejan claras sus consecuencias desde el principio. Demuestra hasta qué punto muchos militantes se han planteado con detenimiento el tema de la violencia y la eficacia que pueden llegar a tener las amenazas de su uso, articuladas con propiedad.

En los medios de comunicación convencionales se presenta a los antifascistas como lunáticos sedientos de sangre. Y tras las manifestaciones en torno a los actos de Milo Yiannopoulos, la derecha alternativa solicitó que se designase al «antifascismo» como organización terrorista. Como si el «antifascismo» en sí fuese un colectivo, mucho menos terrorista. A pesar de ello, la inmensa mayoría de las tácticas que usa el movimiento no implican el uso de la violencia física en absoluto. Los militantes investigan a las organizaciones de extrema derecha en Internet, presencialmente y, a veces, mediante infiltrados. Hacen pública la información personal de sus integrantes. Llevan a su entorno cultural a distanciarse de ellos. Hacen presión en sus lugares de trabajo para que les despidan. Exigen a los espacios públicos que suspendan sus conciertos, conferencias o actos. Organizan charlas, grupos de lectura, sesiones de formación, torneos de deportes y campañas de recogida de fondos. Escriben artículos, panfletos y periódicos. Cuelgan pancartas y graban vídeos. Apoyan a refugiados e inmigrantes. Defienden los derechos reproductivos y denuncian la brutalidad policial.

Pero también es verdad que en ocasiones algunos de ellos les parten la cara a los nazis y no piden perdón por ello.

Más que ninguna otra cosa, fue el puñetazo que le dio un militante a Richard Spencer el día de la toma de posesión de Trump, en 2017, lo que puso en el candelero el tema de la violencia antirracista. A veces el tratamiento mediático simpatizaba algo con el acto en sí. Pero incluso en ese caso, la mayor parte de las noticias sobre la acción y las ideas políticas que la sustentan reducían la violencia antifascista a la instancia trivial e individual de «pegar a un nazi». En la era de los memes y los gifs, el «puñetazo al nazi» se presentó como una moda miope. Se escribió sobre el tema en el mismo tono que se empleó en la histeria mediática de 2013 para hablar del «juego del KO». En este un pequeño número de adolescentes se dedicaba a golpear a extraños para pasar el rato.[395] Randy Cohen escribía antes la columna «The Ethicist» en The New York Times Magazine. En una entrevista en Newsweek dio el mejor ejemplo posible de esta tendencia a tratar la violencia antifascista del modo más superficial posible. Dijo que no «por pegar a los nazis» dejó el Holocausto de producirse. En vez de eso, Cohen defendió «seguir el ejemplo de Gandhi o de (Martin Luther) King […] y no caer en las sucias tácticas de personas como Spencer».[396]

En realidad, la violencia supone una parte muy pequeña de la actividad de los antifascistas. Aunque es de vital importancia.

Hay tres argumentos principales que emplean los militantes para justificar su uso ocasional de la fuerza. En primer lugar, tal y como se explicó en el capítulo 4, está el argumento histórico. Este demuestra, en base a observaciones concretas, que el «debate racional» y las instituciones de gobierno fracasaron a la hora de impedir consistentemente el ascenso del fascismo. Teniendo en cuenta este hecho, argumentan que la única esperanza de que no vuelva a ocurrir radica en impedir físicamente cualquier avance potencial del fascismo. Después, mencionan los muchos ejemplos que hay desde el final de la Segunda Guerra Mundial en los que el antifascismo militante logró impedir los esfuerzos organizativos de la extrema derecha. O por lo menos los dificultó seriamente. En tercer lugar, a menudo es necesario defenderse de las agresiones fascistas. Los militantes se oponen a la interpretación convencional de la defensa propia, basada en una ética personal e individualista. En su lugar, legitiman las tácticas ofensivas para evitar que más adelante sea necesaria la autodefensa propiamente dicha.

En otras palabras, los antifascistas no esperan que una amenaza fascista llegue a ser violenta para actuar y suprimirla. Físicamente, si hace falta. Como explica Murray, de ARA de Baltimore:

Se les hace frente escribiendo cartas y llamando por teléfono, para que no haya que darse de puñetazos con ellos. Se les hace frente con los puños para que no haya que hacerlo a navajazos. Se les hace frente a navajazos para que no haya que hacerlo con pistolas. Se les hace frente con pistolas para que no haya que hacerlo con tanques.[397]

Este capítulo analiza los principales aspectos de los debates actuales en torno a la «negación de tribunas» y a la violencia antifascista. ¿Tienen razón los liberales cuando dicen que enfrentarse a los fascistas solo les hace más fuertes? ¿Deberíamos ignorarlos, sin más? Si tantas personas ensalzan la resistencia contra los nazis de las décadas de 1930 y 1940, ¿por qué rechazan hacerles frente hoy en día? ¿De verdad las investigaciones demuestran que la violencia solo favorece a los fascistas? Tras responder a estas preguntas, se analizan los problemas que presentan el machismo, la exaltación de la violencia y el papel del feminismo en el antifascismo. A continuación, se reflexiona sobre la relación que hay entre el antifascismo militante, la política popular y la opinión pública. ¿Pueden coexistir los bloques negros y las luchas populares? Para terminar, se exploran las posibilidades del «antifascismo cotidiano» en la era de Trump.

* * *

Desde Tom Hanks en Salvar al soldado Ryan y Brad Pitt en Malditos bastardos hasta Indiana Jones. Parece que no hay nada que les guste más a los espectadores en Estados Unidos que ver morir a los nazis. Son epítomes de maldad histórica. Cualquier forma de castigo infligida sobre el cuerpo de un nazi proporciona un deleite catártico. Ya sean los golpes en la cabeza con un bate de béisbol del «oso judío» en la película de Tarantino o las hélices de avión que hacen rebanadas al mecánico alemán en En busca del arca perdida. Es una venganza justiciera que se cobra a una distancia cronológica y espacial segura. La Segunda Guerra Mundial es el conflicto menos controvertido en la historia de Estados Unidos. Pocas personas cuestionan la legitimidad de la lucha contra los nazis de finales de la década de 1930 y la de 1940.

Esos mismos espectadores ¿considerarían igual de heroico enfrentarse a los nazis antes del estallido de la guerra? ¿Cuando el régimen de Hitler ya estaba construyendo los campos de concentración y los guetos? ¿Y antes de que Hitler llegase al poder en 1933? ¿Cómo reaccionarían los estadounidenses ante una película que mostrase a las organizaciones comunistas y socialdemócratas, tales como la Liga de Luchadores Rojos del Frente, el Frente de Hierro contra el Fascismo o Acción Antifascista, en sus enfrentamientos con las tropas de asalto nazis de las décadas de 1920 y 1930? Quiero pensar que la mayoría se mostraría favorable a estas agrupaciones militantes. Saben que el relato termina, en última instancia, en las cámaras de gas.

Entonces, ¿por qué hay tantas personas «alérgicas» no solo a la posibilidad de enfrentarse a los fascistas y supremacistas blancos de forma física, sino incluso a impedir con métodos no violentos sus discursos a favor del Cuarto Reich?

Las razones parecen ser varias. En primer lugar, la mayor parte de las personas tienen una comprensión del fascismo que no permite los términos medios. Eso les impide tomárselo en serio hasta que los nazis llegan al poder. Los comentaristas de centroizquierda o los votantes desilusionados de Hillary Clinton no dejan de quejarse del «fascista de Trump». Pero lo cierto es que muy pocos de ellos piensan que hay una posibilidad real de que un régimen con rasgos fascistas llegue al poder en Estados Unidos. Muchas personas conciben el fascismo solo en términos de regímenes completamente «totalitarios». Su idea de situación es una disyuntiva de «todo o nada».

El escepticismo respecto a la posibilidad inminente de que haya un Gobierno explícitamente fascista en Estados Unidos parece estar justificado. En todo caso, los militantes dicen que no hay que olvidar que muy pocos se tomaron en serio a los pequeños grupos de seguidores que tenían Mussolini y Hitler cuando empezaron su carrera ascendente. Habría que permanecer vigilantes frente a cualquier expresión de ideas similares a las fascistas. La falta de preocupación por esta posibilidad se ve reforzada por la tendencia a no relacionar las etapas pasadas de la historia con la actual. Como el régimen nazi o la era de la leyes de Jim Crow de segregación racial. Las aportaciones del pasado a la situación política contemporánea se reducen a aforismos moralizantes. Hecho lo cual, la verdadera relevancia de su ejemplo histórico y los elementos de continuidad entre las épocas se pueden considerar irrelevantes para las luchas sociales actuales.

Es más, la posibilidad de que haya un Gobierno auténticamente fascista no es de hecho relevante en lo que respecta a la organización cotidiana. La violencia fascista no es una dicotomía de todo o nada. Incluso en cantidades relativamente pequeñas puede ser muy peligrosa. Por lo tanto, hay que tomársela en serio. Esto resulta dolorosamente evidente a las víctimas de agresiones contra personas transgénero o contra inmigrantes, por ejemplo.

En segundo lugar, muchas personas defienden una especie de «antifascismo liberal». Lo sepan o no. Con esta expresión me refiero a la fe en la capacidad inherente a la esfera pública para filtrar las ideas fascistas. Y en la de las instituciones gubernamentales para impedir el avance de propuestas de este tipo. Se supone que estos elementos son suficientes para proteger a todo el mundo de la violencia fascista. ¿Para qué molestarse en enfrentarse a los nazis? No obstante, como ya se puso de relieve en el capítulo 4, los antifascistas militantes ponen el ejemplo de la llegada al poder de Mussolini y Hitler por medios legales. Son demostraciones de que los debates razonados y los Gobiernos parlamentarios son falibles a la hora de detener el fascismo.

Eso no quiere decir que la argumentación política carezca de valor. A menudo, el atractivo de la ideología de extrema derecha es mayor cuando la izquierda no logra las victorias necesarias para responder a las necesidades populares. O cuando no consigue promover sus propios puntos de vista ideológicos. Resistir al fascismo no solo requiere organizaciones militantes. Hay que estar organizado en todos los frentes. Sin embargo, los argumentos contra el fascismo solo pueden tener utilidad en el caso de meros simpatizantes. Es decir, en su potencial base popular. Si se trata de personas muy ideologizadas, que desdeñan los mismos términos del debate, no.

Cuando los militantes consiguen privar a los fascistas o a los supremacistas blancos de una tribuna desde la que promover sus opiniones, a menudo los «antifascistas liberales» dicen que impedir sus actos es contraproducente. Solo consigue que se les preste más atención. Les permite presentarse como víctimas. Según este argumento, se hará evidente por sí mismo que no tienen nada valioso que ofrecer a la sociedad, si ese es realmente el caso.

Para ver si este argumento tiene algún mérito, se puede aplicar a dos situaciones corrientes: 1) una pequeña organización fascista que intenta conseguir nuevos integrantes y 2) oradores famosos de la extrema derecha.

Lo primero que hay que decir es que la mayor parte de los esfuerzos organizativos de los antifascistas son formas de autodefensa, propiamente dicha. Tal vez eso sea lo más importante. La mayoría de los colectivos que se crearon en las décadas de 1980 y 1990 estaban formados por punks y anarquistas. Tenían que defenderse frente a la creciente amenaza de los cabezas rapadas racistas. Está muy bien que haya comentaristas que echen sermones sobre «ignorarlos, sin más». Pero cuando van a darte una paliza con bates de béisbol, si llevan destornilladores o navajas, no es tan sencillo. Incluso si se dejan de lado las ideas antiestatistas de la mayoría de los antifascistas por un momento, es evidente que actuar en defensa propia es legítimo cuando la policía no está presente. O cuando esta simpatiza con los agresores fascistas.

¿Qué pasa entonces cuando los fascistas no representan una amenaza física inmediata? ¿Acaso es mejor ignorar a los grupos de este tipo, pequeños e «inofensivos»? A estas alturas, ya debería estar claro que las organizaciones minúsculas de ultraderecha no permanecen siempre así. En Grecia, Amanecer Dorado salió de la nada para llegar a ser una fuerza importante. Antes de que los casos judiciales diezmaran la cúpula del partido en 2013, parecía que podía llegar a entrar en el Gobierno. Y siempre pueden recuperarse. Nunca se sabe con seguridad.

Evidentemente, nos corresponde a nosotros hacer lo que esté en nuestra mano para impedir que estos grupos se expandan. Para conseguirlo, es fundamental entender cómo crecen, cuando lo hacen. A menudo, esta tarea es mucho más sencilla para activistas de izquierda que para analistas liberales. Los militantes sí participan en los mecanismos de construcción de movimientos. Entienden que, para desarrollarse, estos necesitan celebrar actos públicos. Organizar manifestaciones. Repartir propaganda. Publicar periódicos. Lanzar campañas. Forjar alianzas y coaliciones. Abrir locales, centros sociales y librerías. Crear un entorno social y cultural atractivo, que aporte a los nuevos integrantes un sentido de pertenencia y un deseo de comprometerse con la lucha. Muchos de ellos han pasado años erigiendo esta infraestructura. Capeando los inevitables flujos y reflujos de entusiasmo, compromiso y empuje que conlleva la construcción de un movimiento. Para los militantes es evidente que la incapacidad constante de lograr alguna de estas tácticas políticas, o todas, puede ser devastadora. Después de todo, el fascismo fue el primero en demostrar que impedir la presencia pública de un movimiento de oposición, de forma sistemática, puede dar grandes resultados.

El espectáculo que se produce cuando se impide un acto fascista puede generar más publicidad para ese grupo en el corto plazo. Pero este tipo de acciones les priva de la capacidad de aprovechar esa atención. Es más, ese espectáculo, como todo lo mediático, pierde inevitablemente su atractivo cuando se vuelve rutinario. La primera vez que los antifascistas impiden un acto nazi es noticia. Cincuenta veces después, ya no lo es. Desde luego, los fascistas siempre se van a presentar como víctimas cuando esto ocurre. Pero también lo hacen cuando no pasa. El fascismo se ha construido sobre el miedo. Miedo a los judíos. A los comunistas. Inmigrantes. Masones. Homosexuales. A la «decadencia nacional». Al modernismo estético. Al «genocidio blanco», y más. No importa cómo se comporte la izquierda con los fascistas. Siempre van a presentarse como víctimas y agraviados.

Hay quienes pueden verse significativamente influidos por las pretensiones fascistas de ser las víctimas. La inmensa mayoría de ellos lo serían igualmente con cualquier excusa. Los militantes afirman que cualquier ventaja retórica que pueda derivar de este tipo de confrontación se ve ampliamente superada por su disminución en la capacidad de aprovecharla.

Es cierto que las dinámicas para «negar tribunas» cambiaron de forma significativa con la llegada de Internet. Este supone una tribuna que los antifascistas no pueden negar por completo, aunque sus esfuerzos para que Reddit y otras plataformas cierren hilos racistas han conseguido algunos logros. Sin embargo, los izquierdistas que se han dedicado a la propaganda en Internet son conscientes de que solo puede llegar hasta un cierto punto. Para empezar un movimiento de masas hay que disponer de algún tipo de continuación en el mundo real. Por eso, los antifascistas defienden que es imperativo oponerse a la derecha alternativa cuando intenta salir de detrás de sus pantallas para establecer una presencia pública. Algo que haría que su propaganda en Internet fuese mucho más poderosa.

Los comentaristas liberales no consiguen entender por completo la importancia de la infraestructura para un movimiento. Su profesión de fabricantes de opinión atribuye una importancia suma a la difusión de ideas en abstracto. Pero las condiciones en las que esto se produce tienen una gran importancia. Los militantes saben que es difícil mantener el compromiso de los integrantes de un movimiento. Incluso cuando las cosas van bien y no hay mucha oposición. Si participar implica un enfrentamiento constante, ciberacoso y ostracismo social, conseguir nuevos miembros se vuelve exponencialmente más difícil. Esto es lo que mi contacto en Antifa de D. C., Chepe, llama el «principio de “no vale la pena”». Chepe explica que, en su experiencia, los nuevos fascistas buscan «juntarse con el más fuerte del barrio. Cuando pierden un enfrentamiento o se dan cuenta de que los demás de su calaña salen corriendo, empiezan a pensar que “no vale la pena” y muchos lo dejan».[398]

En el transcurso de mis entrevistas y de la preparación del libro, encontré muchos casos en los que una combinación de enfrentamientos físicos, doxxing, infiltración y otras tácticas militantes consiguió impedir los esfuerzos organizativos de los fascistas a nivel local y nacional. O dificultarlos seriamente. Es importante recordar que los sucesos históricos no tienen nunca una sola causa. Que los antifascistas exageran en ocasiones el papel que han tenido a la hora de eliminar ciertos grupos de extrema derecha. Y que también hay ocasiones en las que no se ha conseguido impedir la actividad de los fascistas. Teniendo todo eso en cuenta, hay que reconocer que la pequeña muestra que he reunido de campañas que han logrado sus objetivos demuestra que estos métodos militantes funcionan a menudo. Y funcionan bien. En la década de 1940 en Gran Bretaña, el Grupo 43 logró desmontar el Movimiento por la Unidad de Mosley. La enorme Liga Antinazi tuvo un papel decisivo a la hora de hacer fracasar el Frente Nacional en el Reino Unido, a finales de los años setenta y principios de los ochenta. Punks y skins antifascistas de muchas partes de Europa y Norteamérica cuentan cómo lograron expulsar, casi por completo, a los cabezas rapadas nazis de su escena. Se impidieron miles de conciertos de grupos racistas, literalmente. La mayoría de los que pudieron llevarse a cabo tuvieron que hacerse de forma clandestina. Los antifascistas noruegos hicieron desaparecer el movimiento fascista de su país en la década de 1990. También ARA tuvo una participación destacada en el sabotaje a la Alianza Nacional y a la Iglesia Mundial del Creador, a principios de la década de 2000. Los desfiles anuales de los nazis en Dresde, Roskilde y Salem acabaron por suspenderse. Esto llevó a muchos de los grupos que los organizaban a escindirse. Los enfrentamientos en la calle asfixiaron al Frente Nacional de Dinamarca y la publicación de los datos de sus miembros fracturó al Frente Danés. AFA hizo desaparecer el Partido Nacional Británico de Lancashire a base de ganar enfrentamientos físicos constantes. SCALP de Besançon acabó con dos grupos locales del Bloque Identitario. Después atrajo la atención pública sobre el Front Comtois, la organización que los sucedió. Eso llevó a las autoridades locales a prohibirlo. Incluso cuando los militantes holandeses sufrieron una seria derrota a manos de los fascistas del Nationalistische Volks Beweging (NVB), en una ocasión en 2007, la policía intervino y detuvo a los fascistas. Les acusó de posesión de armas. Esto produjo enfrentamientos internos en el grupo y su posterior colapso.[399]

Madrid, manifestación antifascista, 1 de mayo de 2013.(Fotografía del autor).

Se podría seguir, pero no es necesario. Hay historias similares en pueblos y ciudades de todo el mundo.

La «negación de tribunas» antifascista no se ha empleado, habitualmente, contra oradores destacados de la extrema derecha de modo individual. Sin embargo, hoy en día este es un aspecto muy notorio del antifascismo estadounidense.

El caso de estos conferenciantes famosos presenta problemas diferentes a los militantes. Personajes como Milo Yiannopoulos o Ann Coulter disponen de una tribuna desde la que hacer llegar su mensaje a millones de personas. Solo por ser tan conocidos. De hecho, la fama de Yiannopoulos aumentó mucho después de que se le impidió hablar en Berkeley. Coulter estaba encantada de que los «progresistas que odian la libertad de expresión» de Berkeley hicieran lo mismo en su caso. Por este motivo, los comentaristas llegaron a la conclusión de que «los alborotadores encapuchados […] en última instancia sirvieron a los intereses (de Yiannopoulos)». Le «presentaron bajo un aspecto con el que se puede simpatizar, que no se merece». Un periodista en The Telegraph dijo que «recurrir a la violencia es especialmente estúpido, teniendo en cuenta que la fama de Yiannopoulos se basa en provocaciones, tan exageradas como su personalidad». Hubo críticas incluso desde la izquierda. Christian Parenti y James Davis dijeron que la derecha «había provocado a los izquierdistas de la universidad, como si se tratara de una llave de yudo, a una respuesta desproporcionada» en sus intentos de impedir las intervenciones de Yiannopoulos y Charles Murray. Este último, a raíz de su libro racista de 1994, La campana de Bell.[400]

Lo primero que hay que decir a esto es que los oradores y sus carreras profesionales son solo parte de la ecuación. Si impedir hablar a Yiannopoulos o Coulter pudiese evitar que un solo estudiante indocumentado o transgénero sufriese acoso o algo peor, como ocurrió con la intervención del primero en la Universidad de Milwaukee, entonces habría que impedírselo. Y punto. Es más, estos actos giran en torno a personas individuales, que no pretenden hablar en nombre de un grupo. Pero a menudo la extrema derecha los aprovecha para organizarse y conseguir nuevos miembros. Cuando no se les hace frente, se convierten en ocasiones para que racistas «aislados» se conozcan, para que socialicen y reciban un panfleto de la milicia local de los Minutemen, o del Partido Tradicionalista de los Trabajadores o de cualquier otro grupo de extrema derecha. Las conferencias de David Irving, el negacionista del Holocausto, cumplieron este papel durante años.

En parte, esto pone de relieve la importancia de difundir las ideas políticas presencialmente. Las personas que ven los vídeos de Yiannopoulos en YouTube no tienen el mismo potencial político que cuando se reúnen físicamente.

Los oradores más reconocidos pueden beneficiarse de la controversia que les rodea cuando se les impide hablar. Pero es evidente que el escándalo tiene una tasa de rendimiento marginal decreciente. Cada vez que se impida hablar a Yiannopoulos o a Coulter, el público y los medios de comunicación se van a preocupar un poco menos. Los artículos de los cruzados de la libertad de expresión acabarán finalmente por desaparecer. Se quedarán sin argumentos nuevos y se agotará su capacidad de fabricar indignación. Por otro lado, a los personajes como Coulter les conviene poder hablar. Si cada vez que se les invita a la universidad se convierte en una pesadilla para los convocantes y para el rectorado, el número de invitaciones acabará, necesariamente, por reducirse.

Hay todavía un aspecto más importante de la cuestión. Algo que los comentaristas pasan por alto. Cuando los fascistas se lamentan de que se les ha «silenciado» en algún sentido en la esfera pública, las acciones de las que se quejan contribuyen a la creación de un movimiento antirracista y antifascista amplio. Basado en la acción directa y que no tolera el fanatismo. Desde el punto de vista de la construcción de un movimiento antirracista, el impedir que un orador racista hable puede ser más relevante a largo plazo que su efecto inmediato en un momento dado. Jonathan Chait, columnista de New York Magazine, se quejaba en abril de 2017 de la «guerra contra la mentalidad liberal» que había declarado la «izquierda del “¡Impidámoslo!”».[401] Proponía este término como algo peyorativo. Lo cierto es que «izquierda del “¡Impidámoslo!”» es una descripción adecuada para una corriente de la izquierda revolucionaria, que defiende la acción directa y se ha desarrollado mediante Occupy Wall Street y Black Lives Matter. Y que cada vez tiene una capacidad mayor de enfrentarse a los avances del supremacismo blanco, la homofobia, el patriarcado y la dominación en todas sus formas.

Las estrellas de la extrema derecha brillarán y luego se apagarán. Ann Coulter, Bill O’Reilly, Milo Yiannopoulos… Cuando se hundan en la oscuridad, otros racistas y otros machistas heredarán sus contratos para escribir libros y sus programas de radio. La cuestión no es saber qué fascista sabe hacer más dinero a costa de las «lágrimas de los lloricas», sino si podremos construir un movimiento lo bastante potente como para aplastar cualquier manifestación colectiva de sus aspiraciones pseudofascistas.

* * *

La oposición a enfrentarse físicamente a los nazis no solo utiliza argumentos éticos para defender que los métodos no violentos son preferibles. Más allá de estos, suele basarse en que estas formas de actuación son, sencillamente, más eficaces. Gene Sharp es director del Instituto Albert Einstein, una organización sin ánimo de lucro dedicada a la promoción de la «no violencia estratégica». Es una de las personas que defienden estas ideas con argumentos basados únicamente en la eficacia. En esta sección se responde a las propuestas de Erica Chenoweth, una académica en el campo de las relaciones internacionales. Probablemente sea la defensora más destacada de este punto de vista en los debates recientes sobre antifascismo.

La toma de posesión de Trump en 2017 y las manifestaciones contra Yiannopoulos en Berkeley son los casos más destacados de disturbios causados recientemente por el bloque negro. Poco después, Chenoweth escribió un artículo para New Republic. Apareció con el título «La violencia solo va a perjudicar a la resistencia contra Trump» (la cursiva es mía). Se basa en las conclusiones presentadas en Por qué funciona la resistencia civil, escrito por ella misma en colaboración con Maria Stephan.[402] Sus investigaciones en el campo de la no violencia también se mencionaron en un artículo muy leído de Newsweek sobre el bloque negro en Berkeley. Se presentaron como evidencia de que «el bloque negro perjudica los esfuerzos de los no violentos».[403]

Como sugieren la mención en Newsweek y el título del artículo en New Republic, Chenoweth defiende que las «pruebas históricas» demuestran que todo tipo de «facciones violentas», en general, son contraproducentes. No solo la táctica del bloque negro. En su libro, afirma que entre 1900 y 2006 «las campañas de resistencia civil no violenta tuvieron una probabilidad de alcanzar un éxito total o parcial que es casi el doble de la de sus homólogas violentas».[404] Este argumento es exclusivamente empírico. Entonces, ¿la conclusión no debería ser, más bien, «es probable que la violencia perjudique a la resistencia contra Trump»? Incluso sus propias investigaciones contradicen su rechazo absoluto al uso de la fuerza, cuando se considera esta desde el punto de vista de los resultados estratégicos. Esto sugiere que los argumentos de «ciencia social» acerca de la superioridad universal de los métodos no violentos son, en ocasiones, caballos de Troya para consideraciones éticas. Los argumentos éticos y políticos son válidos, pero deben presentarse como lo que son.

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