Annabelle

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Johan estaba a punto de marcharse cuando sonó su teléfono. Charlie lo había acompañado hasta la entrada para cerrar la puerta con llave en cuanto él saliera. Ya no tenía energía para recibir más visitas inesperadas.

—¡Mierda! —exclamó al leer el mensaje.

—¿Qué?

—La han encontrado.

—¿Dónde?

—En el río, más abajo de la vieja tienda. Al lado de las compuertas. Tengo que irme.

—Te acompaño —dijo Charlie.

Johan abrió la boca como para protestar, pero ella ya se había puesto los zapatos.

Mientras iban en el coche de camino a la tienda de Valls, Charlie pensó en los ojos de Fredrik, inyectados en sangre, en las temblorosas manos de Nora, en la cortacésped del jardín, en la habitación rosa de Annabelle… En el dolor. Pensó en el tatuaje del brazo de Annabelle, Becka and Bella forever, y también en el pequeño punto y coma de la muñeca, en esa continuación que nunca llegaría. La historia de Annabelle se terminaría allí.

Aparcaron al principio del puente. Aún quedaban unos doscientos o trescientos metros hasta las compuertas, pero no se podía avanzar más con el coche. Charlie fijó la mirada en un viejo Volvo amarillo que tenía una pegatina en la luneta trasera: «Jesucristo es la vida, la verdad y el camino». Justo al lado, sobre el polvo del cristal, alguien había escrito con el dedo: «Hell no!».

Johan cogió su cámara, que estaba en el asiento trasero del coche.

—¿Vienes? —preguntó—. No sé por dónde ir.

—Creo que hay un sendero un poco más adelante —le contestó Charlie.

El sendero ya no existía. Resultaba difícil abrirse camino entre la maleza, pero llegaron a la zona acordonada al cabo de pocos minutos. No estaban solos. Allí ya había una veintena de personas. Casi todas parecían haber interrumpido lo que se encontraran haciendo para acudir a toda prisa a presenciar la última escena del drama. A lo lejos se oía cómo los buceadores hablaban de que el cuerpo se había quedado atrapado y de que debían tener cuidado. Charlie y Johan intentaron acercarse algo más, pero Micke se hallaba frente al acordonamiento blanquiazul y los detuvo cuando pretendieron pasar.

—Periodistas no —comentó mirando a Johan, y al ver que Charlie se disponía a continuar le puso una mano sobre el hombro y le dijo que el acordonamiento se había montado por un motivo concreto: para impedir que las personas no autorizadas pasaran.

Charlie abrió la boca para soltarle alguna frase incisiva, pero luego pensó que no deseaba darle la satisfacción de que pensara que la había provocado. De modo que retrocedió, dio media vuelta y se alejó rápidamente.

—Vayamos hasta ese pinar —propuso Johan señalando con el dedo—. A aquella roca.

Entraron en el bosquecillo y llegaron a un saliente rocoso desde el que tenían unas vistas perfectas sobre la cascada y las compuertas, que habían perdido su color original a causa del sol y mostraban ahora un tono verde claro.

—¡Mira! —dijo Johan—. La están sacando ya.

Charlie quiso cerrar los ojos, pero se obligó a mantenerlos abiertos. A pesar de la distancia, pudieron verlo todo perfectamente: el vestido azul, que colgaba hecho jirones en torno al pálido cuerpo, las algas mezcladas con el oscuro y pelirrojo cabello… Los delgados y blancos brazos…

Fue como si todos los sonidos y todo cuanto la rodeaba hubieran desaparecido. Ya no era una mujer adulta, sino una chica joven, una chica que había estado fuera hasta bien entrada la madrugada y que, tras llegar a casa, había abierto la puerta del dormitorio de su madre. Era una chica sentada en la playa que, inmóvil, veía cómo las oscuras aguas del lago Skagern engullían a Mattias.

«¿Por qué vienes ahora, Charline? ¿Por qué vienes cuando es ya demasiado tarde?».

«Al final siempre se llega al mar. Tarde o temprano siempre se acaba llegando al mar».

Charlie se dio la vuelta, se bajó de la roca deslizándose y echó a correr.

—¡Espera! —gritó Johan tras ella—. ¡Para, Charlie!

Sin embargo, Charlie continuó corriendo. Igual que había hecho aquella noche de hacía ya diecinueve años; corrió sin protegerse de las ramas que le golpeaban la cara, sin levantar la vista. Y de repente se cayó, se cayó y se quedó sin aliento. «Debería levantarme», pensó al recuperar el aliento y empezar a respirar con normalidad, pero no le quedaban fuerzas.

—¿Estás bien? —le preguntó Johan cuando la alcanzó.

Charlie negó con la cabeza. No, no estaba bien. Estaba muy muy lejos de estar bien.

—No puedes quedarte aquí —le comentó Johan tendiéndole la mano.

Charlie pensó protestar respondiéndole que claro que podía quedarse. Tal y como se sentía ahora, resultaba una idea tentadora dejar de preocuparse por todo, permanecer allí tumbada y nunca más ponerse de pie. Porque ¿qué sentido tenía levantarse y seguir luchando en un mundo en el que se sacaban chicas jóvenes del fondo de un río, un mundo en el que los adolescentes tenían que anestesiarse con drogas para resistir, un mundo en el que ella no sería capaz de salvar a nadie, ni siquiera a sí misma?

Apoyó la cara en el brezo que crecía a su lado y cerró los ojos, como si todo pudiera desaparecer con el simple hecho de cerrar los ojos lo suficientemente fuerte.

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